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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (2 page)

—Nos quedaremos aquí —dijo finalmente, clavando los ojos en los de la niña Manuela—. Seguiremos trabajando…

—Pero… —inició una protesta la joven.

—¡Ea! ¡Ya me habéis oído! —Doña Eugenia se volvió para que no descubriesen en sus ojos la verdadera razón de su decisión—. ¡A trabajar! Y esta tarde, si las cosas están más tranquilas, nos iremos todas a casa.

La patrona miró por la ventana y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Al otro lado de sus pensamientos, en algún lugar de la ciudad, un hombre estaba en aquel mismo momento librando una guerra que ella daba por perdida de antemano. Tal vez hubiese caído ya, quizás estuviese muerto, o yaciera desangrándose como un ajusticiado entre otros cuerpos también despedazados por una bala de cañón, o el tajo de una bayoneta extranjera. Pero él era así; siempre fue un iluso, un idealista, un idiota: al amanecer había afilado la faca, había engrasado el pistolón y se había lustrado las botas como si tocase boda. Se había preparado para morir. Y tal vez ya lo hubiese hecho. ¿Un idiota? No, un idiota no, de ningún modo; un hombre honesto, como Dios manda, se dijo para sí. Y de pronto empezaron a correr lágrimas por sus mejillas a causa de aquel hombre, su marido, que no había podido darle hijos pero que le había regalado los veintisiete años más hermosos de su vida. Ahora no sabría en dónde guardar los recuerdos de toda esa vida para que no le arañasen la garganta y le quemasen las tripas, si algo le llegara a ocurrir. Cuando muere un ser querido, pensó, debería llevarse con él todos los recuerdos que fue plantando en quienes lo amaron, así al menos no seguirían floreciendo en su ausencia y el dolor sería menos. Pero nunca se los llevan y los recuerdos son pensamientos que se presentan sin autorización para sembrar una emoción que no se busca. Doña Eugenia se tapó la cara con las manos y no supo responder las preguntas que le vinieron a la cabeza. ¿Dónde estaría ahora? ¿En dónde podía estar? Muerto y vencedor, seguramente; porque vivo y vencido no era posible.

Entretanto, también se le humedecieron los ojos a Manuela, pero por motivos muy distintos.

Y ninguna de las dos quiso ser descubierta.

—La guerra pertenece a la brutalidad de los hombres —musitó doña Eugenia, sin volverse, aunque todas se lo oyeron decir.

—Pué ser —replicó Manuela, enrabietada, quitándose la única lágrima que resbalaba por su mejilla—. Pero la libertad no es sólo de ellos.

El silencio se adueñó del taller, dibujando un paisaje de sepulturas. Afuera, a lo largo de todo el día, siguieron atronando disparos y vómitos de cañón. Desde la ventana vieron pasar heridos trasportados por otros hombres camino de los hospitales de la calle del Arenal o de casas particulares. Hubo un desfile de camisolas teñidas de rojo, de cuerpos mutilados, o rotos; de cabezas ensangrentadas. Algunos eran rostros conocidos; otros casi infantiles. Al fondo del vendaval, las campanas de algunas iglesias no dejaron de tañer, en la plaza de Celenque y en la de Santiago, hasta bien cerca del mediodía. Y ningún pájaro se atrevió a revolotear los cielos.

Fue un día largo, como si se cruzase hambriento.

Hasta que pasadas las cuatro de la tarde un silencio afilado, rescatado de un viento de marzo, sumió a la ciudad durante un largo rato en la calma de un paraje nevado. Una serenidad tan escalofriante que, de repente, pareció que el mundo se hubiese dormido. O muerto. Como la quietud otoñal de una noche sin lluvia.

A partir de esa hora las mujeres sólo oyeron, mullidos por la distancia y espaciados en el tiempo, descargas salpicadas de fusil y latigazos cobardes de fuego en represalia contra los vencidos. Ya no les cabía la menor duda: Madrid se había comprado el traje del luto sin importarle estrenarlo y ahora estaba pagando a toda prisa el delito de no haber sabido someterse.

Doña Eugenia se volvió a asomar a la ventana, una vez más, con la excusa de comprobar si las calles habían recobrado la tranquilidad; pero en realidad soñaba con la posibilidad de ver aparecer a su hombre, aunque fuese herido. Pero no vio a nadie. En cambio, empezó a oír a lo lejos, como todas las mujeres, un extraño ruido de pies arrastrados, una carraca acompasada que se avecinaba como si la tierra estuviese siendo arrasada por el monótono rasguño de mil rastrillos inmisericordes. Era el avance seguro de una patrulla militar, apenas una compañía de un centenar de soldados franceses y españoles comandados por un oficial extranjero. Una más de las muchas que ya a esa hora recorrían la ciudad.

El ruido que producía el reptar de las botas militares se fue acrecentando y, con toda nitidez, se oían las correrías que les precedían, huyendo en zigzag, como se oye a los roedores en el sigilo de la noche. Eran los madrileños que huían de los invasores, los paisanos que retrocedían en busca de un lugar más seguro donde esconderse o desde el que continuar la resistencia. Las bordadoras reconocieron a alguno de ellos: a don Pascual López, el oficial de la Biblioteca del duque de Osuna, que corría a morir en las gradas de San Felipe el Real; a Francisco Bermúdez, el ayudante de cámara; a Miguel Castañeda, herido de bala en la Puerta del Sol, que se arrastraba aún con un gran coraje; a don Antonio Colomo; al carpintero Miguel Cubas…

Y a otros muchos. Algunos ilesos; los más, manchados por sangres propias o ajenas.

De pronto, Teresa descubrió entre ellos a Lorenzo, al napolitano don Lorenzo Daniel, célebre autor teatral repetidamente representado en las viejas corralas madrileñas. Al reconocerlo se le escapó un gemido de horror y se tapó la boca con la mano. Cojeaba visiblemente: no cabía duda de que estaba herido o de que se había lastimado una pierna en la huida. Se le veía agotado. Teresa pensó que, de no hacer algo, pronto los soldados le darían alcance y lo ejecutarían allí mismo. Decidida, sin pensarlo dos veces, salió del taller para recogerlo. Doña Eugenia pretendió impedírselo, pero fue demasiado tarde. Empezaron a oírse disparos cercanos y algunos impactos llegaron a levantar astillas en las casas cercanas y yescas en las piedras de las fachadas de enfrente. El autor teatral jadeaba en el suelo, agotado, y Teresa, sin atender el fuego enemigo que dañaba los oídos y levantaba minúsculos volcanes de polvo en la calzada, corrió a su lado y se tendió junto a él.

—¡Vamos, Lorenzo! —le dijo—. ¡Un esfuerzo más!

El escritor la miró, confundido, sin entender de dónde había salido la mujer.

—No puedo… —se lamentó.

—¡Claro que puedes! ¡Vamos! ¡Apóyate en mí!

Teresa lo ayudó a levantarse y lo acarreó en dirección al taller. La patrulla, en ese momento, cruzaba imparable la plaza de Herradores desde la calle Mayor y los soldados más avanzados podían ver la calle de las Fuentes en donde Teresa cargaba con Lorenzo Daniel, apartándolo del alcance de sus arcabuces. Las muchachas del taller, agolpadas en las ventanas, alentaban a su compañera, apresurándola. Teresa apenas podía con el peso del dramaturgo, que se desvanecía y volvía a recobrar la conciencia una y otra vez; pero no cejó en su empeño de apartarlo del camino.

—¡Vamos, vamos, un poco más!

—¡Así, así! ¡Puedes conseguirlo, Teresa! —gritaban las mujeres mientras arreciaba la lluvia de balas—. ¡Vamos!

—Un poco más… —repetía la mujer, arrastrándolo.

Un metro, tal vez dos. La puerta del taller, abierta, esperaba para acogerles. Doña Eugenia, resguardada tras el quicio, la apuraba para que hiciese un último esfuerzo. Tres pasos, dos, sólo uno… Uno más…

Pero no lo consiguió. Fue una bala, otra más. La última. Una bala que se incrustó en la cabeza de don Lorenzo Daniel, el autor teatral, salpicando el corpiño de Teresa de sangre roja y de esquirlas amorfas del cráneo. El hombre quedó con los ojos en blanco y el rostro desfigurado. Aun así, Teresa lo acarreó hasta introducirlo en el taller sin saber que ya estaba muerto. Y cuando agotada, sin resuello, reparó en él, sintió la inmensa rabia de comprobar que aún le quedaban lágrimas. Se echó sobre su cuerpo inerte y lloró, lloró ruidosamente, entremezclando su sudor con la sangre que brotaba imparable de la cabeza del hombre.

Doña Eugenia corrió a cerrar la puerta y le rogó que se callase. Ordenó a las mujeres que se tendiesen en el suelo hasta que pasase la patrulla y arrancó a Teresa del cuerpo del comediógrafo.

—Lo han asesinado, asesinado… —lloraba inconsolable—. ¿Cómo han podido? ¿Cómo…?

—Vamos, mujer, vamos… —intentó consolarla doña Eugenia—. Todos estarán orgullosos de él, ya lo verás… Y ahora calla, por lo que más quieras. Nos pueden oír…

—¡Ay, Lorenzo! ¡Mi Lorenzo…!

Las mujeres, aterradas, permanecieron tendidas en el suelo, llorando o rezando, con el corazón rompiéndose con cada una de las detonaciones, cada vez más cercanas, y con los pasos rasgados que se aproximaban como una marea de tierra seca. Sin atreverse a decir palabra, ni siquiera a gemir. Sólo María de la Cruz, escondida junto a Manuela Malasaña, susurró:

—¿Pero el señor Daniel no era el marido de la señora Felisa?

—Claro… Pero a saber qué tenía ésa con el literato…

Al anochecer, la ciudad pareció recobrar la calma. Sólo se oían, a lo lejos, pequeñas descargas, disparos sueltos y aullidos de pelotón de fusilamiento. Truenos falsos que criaban ecos en el Prado, en la montaña del Príncipe Pío, en el parque del Buen Retiro o en las tapias de la iglesia del Buen Suceso, donde ejecutaban a los prisioneros; o de los que, arcabuceados, morían desangrados en Preciados, Cibeles, la Puerta de Alcalá o en la misma Puerta del Sol. Pero poco a poco, espaciadas las estridencias como las toses de un agonizante, la noche se fue vistiendo de velatorio. Fue entonces, alrededor de las ocho, cuando doña Eugenia ordenó a las bordadoras salir y, sin entretenerse, correr a sus casas, en donde les rogó que se resguardasen hasta que les diese aviso de que podían volver al trabajo. De momento, dijo, el taller quedaba cerrado.

Manuela Malasaña recogió las telas en las que trabajaba, un juego de agujas, hilo de coser y sus tijeras de corte y salió sin despedirse de ninguna de sus compañeras. Vivía lejos, en la calle de San Andrés, y por un momento dudó qué camino debía tomar. Fue la primera en salir, la más decidida también, pero una vez en la calle no estuvo segura de si lo mejor sería recorrer la calle ancha de San Bernardo, como todos los días, o desviarse por callejuelas menos expuestas, Tudescos, Luna y Magdalena, para llegar a su casa.

Hasta unas manzanas más allá no fue consciente de que estaba absolutamente sola. El gas de las farolas públicas no había sido encendido y el silencio era aterrador. En las ventanas no había luces, los comercios estaban cerrados y nadie cruzaba las calles. Nada invitaba a pensar que quedase un hálito de vida en aquel Madrid que parecía vencido. Sólo una tos seca, seguida de un gemido lastimero, le reveló que el bulto que permanecía inmóvil en el suelo, al doblar aquella esquina, era un hombre que esa noche iba a morir. Un gato, atrevido, se cruzó ante ella mientras el refulgir de la luna dibujaba sombras espectrales a su alrededor.

Manuela, de repente, sintió tanto miedo que no pudo hacer otra cosa que echar a correr. Y, como una liebre perseguida por perros cazadores, subió la calle de San Bernardo con el corazón incapaz de seguirla y el alma atravesada en la garganta. No hay nudo más apretado que el que estrangula la angustia.

Antes de llegar a la mitad de la cuesta, dos soldados franceses que estaban clavando un bando en una pared oyeron el repicar de un taconeo de mujer y salieron a su encuentro, cerrándole el paso. Uno de ellos la sujetó por un brazo mientras el otro le apuntaba a la cabeza con su mosquetón. La niña, sobresaltada ante aquella aparición, gritó horrorizada, pero de inmediato una mano le cegó la boca.

—¿Y tú adónde vas? —le preguntó en su idioma el soldado, reteniéndola con todas sus fuerzas para impedir que la muchacha escapase.

—¡Déjeme! —intentó zafarse, sin conseguirlo—. ¡Socorro, socorro!

Pero en medio de aquel océano de terror no hubo nadie que la auxiliase. Ni siquiera se encendió un candil en las casas de los alrededores.

—Tranquila… —El soldado que la mantenía sujeta empleó un tono de voz suave, pretendidamente inofensivo, mientras la atenazaba para mantenerla inmóvil.

—Como una gata rabiosa, mírala —reía el otro soldado, sin dejar de apuntarla con el arma.

Manuela persistió durante unos segundos en su intento de escapar, revolviéndose y retorciéndose con todas sus fuerzas, pero pronto se dio cuenta de que no lo conseguiría. Entonces dejó de oponer resistencia y, bajando los brazos, intentó recuperar el resuello.

—Déjenme en paz —replicó, enérgica—. Voy a mi casa.

—Sí, sí, desde luego —dijo el francés, sin comprender lo que había dicho la niña. Y añadió—: Eres muy bella, ¿sabes? Voy a tener que registrarte…

Manuela tampoco entendió al francés, pero comprendió sus intenciones cuando de repente empezó a tocarla por todo el cuerpo, primero la cintura, luego las caderas, después… Y entonces ella dio un respingo, saltó hacia atrás sorprendiendo al distraído soldado y, libre, sacó de la faldriquera las tijeras que había cogido del taller, enarbolándolas como si fueran un puñal, o una cruz capaz de realizar un exorcismo. El soldado que la manoseaba, sin perder la sonrisa, asistió complacido a la defensa del pudor que manifestaba la joven, observándola divertido; por el contrario, el otro soldado, irritado, aproximó rápidamente el cañón de su mosquete hasta posarlo sobre la frente de la muchacha.

—¡Estate quieta! —gritó, enfurecido.

—¡Española! —ironizó el otro, sin dejar de sonreír—. ¡Es toda una mujer española!

—¡Como se acerquen los mato! —balbució Manuela, aterrada.

—Oh, sí, sí… —rió el soldado otra vez—. ¡Española! Salvajes y ardientes, como vuestros bailes. Nos gustaría comprobarlo. ¿Por qué no te vienes con nosotros? Te prometo que, si lo haces, después te dejaremos libre. No deberías desaprovechar una ocasión así, ninguno de nuestros compañeros sería tan amable contigo…

Manuela no entendió una palabra del discurso del francés, pero lo observó mientras hablaba para encontrar algún sentido a aquella perorata dicha en idioma extranjero. Y el soldado, al darse cuenta de que ella no le entendía, sin palabras escenificó los gestos que traducían su proposición y, para acabar, se acercó con la intención de besarla. La niña intentó separarse, pero el del mosquetón la sujetó por los cabellos, haciéndole daño. Y cuando sintió los labios calientes y mojados del francés sobre los suyos, en un esfuerzo supremo sacudió la cabeza y le golpeó en la nariz, que de inmediato se puso a sangrar. El soldado, sin pensarlo, apretó el gatillo; y la bala, envuelta en pólvora y fuego, atravesó el cuello de la muchacha, que cayó desplomada como un fardo de ropas viejas.

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