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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (3 page)

El soldado que había disparado la vio tambalearse y caer, sin inmutarse, y luego escupió sobre ella, dibujando con su boca un gesto orgulloso de desdén. Pero el otro, que no había dejado de sonreír a pesar del golpe recibido, congeló sus labios, observó espeluznado la escena y miró a su compañero incrédulo, desconcertado.

—¡Pero…, si era una niña!

—Era una puta.

—¿Una puta?

No hubiera podido explicarlo. Tal vez se le rompió el reloj de la cordura que ciertos hombres llevan escondido en algún lugar de su cerebro: la mano decente que mueve la marioneta de las actitudes honradas. O tal vez ya estaba asqueado de la jornada de sangre y dolor que había vivido desde el amanecer. Algunas veces los hombres no pueden sobreponerse a la realidad, y la inventan o la construyen para sobrevivir. Y si no lo consiguen, o la realidad les despierta del letargo, comprenden que ya nunca tendrán fuerzas para quedarse a solas consigo mismos y prefieren acabar cuanto antes con todo. La vergüenza es una máscara negra que uno desea tener para cubrirse el rostro en ciertos momentos. Y tal vez fuera la vergüenza: no podría explicar qué fantasmas ensombrecieron en aquel momento su razón de hombre, ni qué fue lo que le impulsó a actuar así. Pero el buen soldado, olvidándose de pestañear, vio desangrarse el cuerpo de la muchacha, luego miró a su compañero, levantó el mosquetón, le apuntó a la cabeza y descargó su arma, matándolo al instante.

—La puta lo sería tu madre, cerdo… —escupió.

Las dos detonaciones, tan seguidas, rompieron el silencio de la noche y alertaron a una patrulla mixta que rondaba los alrededores, inspeccionando las calles. El oficial francés que la mandaba llegó hasta el lugar de los hechos y, al ver tendidos los dos cuerpos, uno junto al otro, preguntó qué había pasado. El soldado seguía apuntando a su compañero, con los ojos vacíos, sin expresión. Volvió a ser preguntado y no pudo responder, ni siquiera moverse. El oficial, enfurecido, le ordenó que se pusiera en posición de firmes y le entregase el arma, pero el soldado tampoco se inmutó. Y entonces, arrebatándole el mosquetón, lo empujó hasta el centro de la calzada y gritó:

—Soldado. El asesinato de un compañero en campaña es delito de alta traición. En virtud de la autoridad que me está conferida, declaro este acto juicio sumarísimo y te condeno a ser ejecutado. ¡Pelotón!

Y, volviéndose a los hombres de su patrulla, apartó a los soldados franceses de los españoles, hizo alejarse a éstos, ordenó a los suyos formar una fila y preparar las armas. No hubo tiempo para más. El buen soldado no supo qué estaba sucediendo, lo que impidió que el miedo se diese un banquete más aquella noche. Al instante, el oficial cumplió con el rito de la orden:

—¡Preparados! ¡Listos! ¡Fuego!

La andanada rompió el pecho del soldado, rasgando la casaca, que despidió vaharadas de humo azul. El oficial se aproximó al cadáver y disparó la pistola sobre su cabeza, cerrando el caso con el tiro de gracia.

—¡Vamos! ¡Lleváoslo de aquí! ¡Y a ese también! —ordenó a sus hombres, profundamente irritado, tal vez consigo mismo, quizá con todo lo que le rodeaba—. ¡Terminaremos todos locos…!

Poco después la calle de San Bernardo se volvió a quedar silenciosa y lúgubre, como antes de que pasase por ella una muchacha de quince años que regresaba atemorizada a su casa, corriendo. Sólo que ahora, en el centro de la calzada, permanecía inerte el cuerpo de una niña en medio de un charco de sangre que nadie se atrevió a levantar hasta el nuevo amanecer.

Nadie recogió su cuerpo. Pero sus tijeras sí. Una mujer que ya no tenía nada que perder, ni casi nada por lo que vivir, pasó por allí a los pocos momentos y se guardó las tijeras para no olvidar nunca que tenía un doble motivo para la venganza: un amor asesinado y una amiga a la que había visto morir desde lejos.

Teresa, la bordadora, había seguido los pasos de Manuela esa noche porque no sabía adónde ir y había pensado que tal vez la muchacha fuera a reunirse con algún grupo de los que aún resistían contra los franceses. Pero antes de llegar hasta ella vio su detención y luego su muerte, y comprendió que ya era demasiado tarde.

El certificado de defunción de Manuela Malasaña, que se redactó días después, y se compulsó años más tarde, decía así:

«Manuela Malasaña, soltera, de edad de quince años, hija legítima de Juan, difunto, y de María Oñoro, parroquiana de esta Iglesia, calle de San Andrés, num. 18, murió el dos de mayo de 1808, se enterró de misericordia. Concuerda con su original a que me remito. San Martín, de Madrid y mayo 12 de 1815. Fray Bernardo Seco»

2

Pasada la medianoche, un hombre salió sigilosamente de un portal de la calle del Prado, mirando a un lado y otro, cauto, procurando no ser descubierto. La oscuridad lo cubría casi por completo mientras se deslizaba despacio pegado a las fachadas de las casas, con la paciencia de un cazador furtivo y el aplomo de un experimentado guía en la montaña. Vestía de paisano con comodidad, como si fuese su atuendo habitual: zapatos de piel, medias blancas, pantalones anchos a media pierna, faja, camisa, chaleco y chaquetilla. Se cubría la cabeza con un viejo sombrero de ala corta y tenía el rostro afilado, grandes patillas que se extendían hasta más allá de la media mejilla, bigote bien perfilado, ojos profundos y cejas pobladas. Prudente y precavido, serpenteaba en los cruces, buscando las sombras más intensas, y a pesar de su envergadura se encogía, al menor ruido, con la habilidad de un puerco espín.

El capitán de granaderos Manuel Zamorano conocía bien aquellas calles: durante varios días había anotado mentalmente sus quiebros y sus angosturas, así como la geografía de los entrantes y salientes de los portales. También los olores, que en la ciudad componían un mapa tan bien dibujado como los usados para la navegación de las fragatas en guerra: en Madrid siempre olía a algo, a fogón, establo, granja o letrina, como si se tratase del alma visible de cada casa.

No tenía prisa por llegar, pero sabía que tenía que hacerlo a toda costa para empezar a cumplir la misión que se le había encomendado.

A esa intempestiva hora ya se habían reiniciado algunas escaramuzas en las zonas más alejadas del centro de la ciudad y se volvían a oír disparos sueltos, así como descargas de plomo vomitadas por la fusilería, sin duda originadas por las ejecuciones llevadas a cabo en el Prado y para intimidar y dispersar a los grupos de paisanos resistentes. Pero su deber era eludir los combates y llegar a su destino, se tropezase con lo que se tropezase; por eso redobló las precauciones y evitó verse involucrado en un asalto o ser visto por las muchas patrullas francesas o de militares españoles que no se habían sumado a la sublevación y recorrían las calles imponiendo su presencia y acosando a los vecinos para que no se atreviesen a abandonar sus casas. La noche, en aquellas circunstancias, era su mejor aliado y como militar experto sabía aprovechar sus secretos.

Desde primeras horas de la mañana conocía lo que iba a suceder y estuvo tentado a participar en la revuelta; pero sus órdenes eran claras y se atuvo a ellas con una disciplina aprendida: esperar en la posada la llegada de un mensajero con instrucciones precisas. Por eso no se movió del aposento durante todo el día. Pero, aun así, fue puntualmente informado de los acontecimientos que se estaban desarrollando en la ciudad: desde aun antes del amanecer se habían repetido los enfrentamientos, primero verbales y luego físicos, entre los españoles y los franceses. Cada vez que un madrileño descubría a un francés, lo insultaba, sin disimulo, retándolo. Y si el agraviado respondía a la provocación, lo agredía, solo o en compañía de otros. Con las primeras luces, pues, ya había heridos desperdigados por muchas calles y un buen número de franceses atendidos de pequeños cortes y heridas leves. El mariscal Murat, que el día anterior había sufrido los abucheos de los vecinos a su paso por la Puerta del Sol, se revolvía en su indignación, ciego de ira; y cuando fue informado de lo que estaba sucediendo a raíz de las primeras agresiones callejeras, de inmediato ordenó desplegar la artillería por varios puntos estratégicos de Madrid, mandó situar tres piezas defendiendo el Palacio Real y tomó personalmente el mando de todas las autoridades civiles y militares de la ciudad, incluyendo las fuerzas del orden madrileñas al servicio del Alcalde de Casa y Corte. Después se aseguró de que las patrullas recorrieran las calles a pie y a caballo, disolviendo los grupos ya formados e impidiendo la formación de corrillos nuevos. Como un estado de sitio sin declarar, como una amenaza al pueblo para que no osara impedir los planes decididos para someter a todo el país.

El capitán Zamorano había sido informado de todo cuanto estaba sucediendo desde primeras horas y supo que la sublevación era inminente. O que se había iniciado ya. Por eso, cuando le dijeron que el teniente Arango había llegado aquella mañana al palacio de Monteleón, el cuartel general de Artillería, con el rostro grave y vestido de gala, como si fuese a un funeral o a una jura de bandera, comprendió que los artilleros iban a dar el paso y llamar a rebato. Los desórdenes comenzaron de inmediato y la generalización de la sublevación fue un hecho antes de las diez de la mañana.

Él había llegado a Madrid semanas atrás, cumpliendo órdenes. Y desde el día anterior había recibido la de esperar instrucciones en la posada, sin pisar la calle. Cuando al mediodía del 2 de mayo un mozalbete de no más de doce años preguntó por él, pensó que se trataba de una broma, pero el rapaz llegó serio como un mayordomo real y con el desparpajo de un leguleyo sin causa.

—Tengo órdenes de informar al capitán Zamorano de que debe estar después de la medianoche en la Taberna del Gato. Está en…

—Lo sé, jovencito. ¿Y qué más?

—Que alguien que viene de Palacio le dará allí nuevas instrucciones. Y que mientras tanto no abandone su aposento ni corra ningún riesgo. Adiós.

—¡Eh! ¡Espera! —Zamorano le retuvo por un brazo—. Cuéntame qué está sucediendo ahí afuera.

El muchacho lo observó de arriba abajo como si le hubiese preguntado una impertinencia, o como si no entendiese cómo podía ignorar lo que ocurría el día más importante de la historia. Había un mohín de desprecio en su mirada; de incomprensión tal vez. Tenía la cara flaca, cruzada por una mancha morada de nacimiento, parecida a una gran pera granate que le cubría desde la sien a la barbilla; pero sus ojos eran tan vivos, y su mirada tan atrevida, que no le afeaba el estigma sino que parecía tan natural como la pelusa que se le empezaba a formar debajo de la nariz. Dijo sólo:

—Que Madrid está en armas. —Y se encogió de hombros, convencido de que respondía a una pregunta absurda. Y de inmediato intentó volverse para salir, como si tuviese prisa por marcharse.

—Ya lo sé, ya lo sé… —El capitán le ordenó continuar, sin soltarle del brazo—. Pero quiero saber más detalles.

—En armas contra los franceses —suspiró el muchacho, adoptando el tono paciente de quien se lo está explicando a una hermana menor—. Todo ha empezado en Palacio, cuando los franceses han intentado raptar a nuestro Infante don Francisco de Paula. Luego se ha levantado el Parque de Artillería a las órdenes del teniente don Rafael Arango. Dieciséis artilleros. Y
aluego
han llegado más: el capitán don Luis Daoíz, el capitán don Juan Nepoma…, Nepome… Nepo…

—Nepomuceno Cónsul.

—Eso, el Cónsul. Y el capitán Velarde. Y entonces se han enfadado los franceses y ha llegado el general Lefranc con la división de Westfalia por la calle de Fuencarral y…

—¿Viste a la compañía de Infantería de Voluntarios del Estado? Tengo algunos amigos que… ¿Sabes si estaban en el Parque?

—¡Pues claro! ¿Cómo lo duda usía? Estaban hasta que los franceses han intentado derribar el portón del Parque de Artillería.
Aluego
no sé.

Se soltó suavemente del brazo del capitán y con descaro echó un vistazo por la estancia, casi con insolencia, como si estuviera cerciorándose de que su inquilino podría cumplir la misión que le había trasladado. Algo así como juzgando por su apariencia el grado de confianza que se podía depositar en quien la habitaba. Zamorano se sintió observado a través de sus pertenencias y no le desagradó, viniendo de quien venía. Incluso le hizo gracia.

—Y bien, jovencito —dijo poniendo la palma de la mano en su espalda y acompañándolo hasta la puerta—. ¿Qué se dice por ahí de lo que va a pasar? ¿Puedes decírmelo?

El muchacho volvió a encoger los hombros.

—Pues que vamos a matar a todos los franceses y a echarlos de Madrid, por supuesto.

Zamorano volvió a sonreír, mirando con curiosidad a aquel hombre de tan pocos años que demostraba una madurez impropia de su edad. No le llegaba a la mitad del pecho y aun así le hablaba sin apartar la mirada un instante, con naturalidad y, en ocasiones, aparentando una cierta conmiseración ante la ignorancia. Permanecieron un rato así, en silencio, hasta que el chico, por fin intimidado ante la fijeza del capitán, bajó los ojos y preguntó:

—¿Puedo irme ya?

—Sí, claro. Pero dime una cosa: ¿Por qué sabes tú todo eso?

—Porque lo sabe todo el mundo.

Lo dijo como si fuese lo más natural, como si lo único extraño fuera que el capitán no lo supiese. Los disparos retumbaban por las callejuelas cercanas, pero ni una sola vez se había alterado; ni siquiera había vuelto la cabeza hacia el exterior, por instinto. Inconsciente o valiente, el capitán veía en el rapaz a un soldado en quien se podía confiar. De hecho, si lo hubiese tenido bajo sus órdenes, no hubiese dudado, llegada la ocasión, en fiarle su vida.

—¿Adónde vas ahora? —le preguntó, a modo de despedida.

Entonces fue el muchacho el que sonrió benévolamente; y, dándose la vuelta, salió de la estancia apresurado. Una sonrisa que tanto podía querer decir que a él no le habían autorizado a dar esa clase de información como que, qué pregunta, pues que volvía a las calles, naturalmente, a continuar su particular camino hacia la gloria.

Ahora, cruzando las calles con cautela, camino de la Taberna del Gato, el capitán Zamorano pensó en el muchacho y se preguntó qué habría sido de él. Lo preguntaría a la primera ocasión: un chico así merecía cumplir todos sus deseos, alcanzar los anhelos por los que arriesgaba una vida tan corta y con tanto porvenir. Quizá hubiese caído herido, como tantos otros. Como sus compañeros granaderos, en los que también pensó: sobre todo en el capitán Goicoechea, al mando de la compañía y con el que había pasado una grata velada de camaradería la noche anterior haciendo conjeturas acerca de cuanto parecía avecinarse.

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