—Se llama Teresa.
—¿Y tú…?
—Y hoy ha perdido a su amante y a la amiga que más quería. No creo que sea el mejor día para pretenderla. El posadero me ha contado que…
—¡Te dije que para seguir a mi lado debías callar! —se enojó el capitán, aunque no estaba seguro del motivo que le irritaba tanto.
—¡Mudo! —selló su boca Sartenes con los dedos en cruz—. Pero sólo una cosa más antes de enmudecer, mi capitán: ¿me llevarás con vos? ¿Me llevarás?
El capitán lo miró primero con sorpresa y luego con simpatía. No sabía qué responderle. Pero aquellos ojos suplicantes, aquel desvalimiento de perro callejero, aquel descaro de pícaro, le produjo de inmediato una sensación grata. Además, disponer de compañía en tan largo viaje y de un asistente ante las dificultades con que se toparía en el camino, no era asunto a despreciar sin pensarlo despacio. Se limitó a responder:
—Ya veremos.
—¡Gracias! —Sartenes sonrió entusiasmado y apuró el vaso otra vez, como si hubiese motivo para la celebración.
—¡He dicho que ya veremos!
A lo largo de la noche, otras visitas se produjeron en la taberna y otras instrucciones se repartieron con sigilo. Algunos hombres abandonaron el lugar antes del amanecer; otros cargaron sus armas y se introdujeron por estancias interiores, tal vez para usar salidas menos expuestas; y unos pocos se echaron a dormir sobre las mesas, agotados. La mujer del mostrador, forjándose una idea de venganza, sólo bebió y suspiró, sin apartar la mirada de lo que había depositado ante ella. Y tal vez en alguna ocasión se arrancase una lágrima que se deslizaba por sus mejillas.
Antes del alba entró un hombre agitado, extenuado, manchado de sangre, puede que él mismo también herido, dando cuenta de los muertos que ya habían podido ser identificados. Enumeró una relación interminable. Y después de dar el nombre de cada hombre o mujer hacía una pausa, como si les rindiese un homenaje personal. Pocos de los que escuchaban siguieron atentos aquella particular corona fúnebre. Zamorano apenas atendió, después de oír los primeros cuarenta o cincuenta nombres. Pero cuando el recién llegado dijo: «Juan Manuel Vázquez y Afán de Ribera, de doce años, cadete del Regimiento de Infantería Voluntarios del Estado», el capitán sintió un pellizco en el corazón.
—¿Cómo has dicho? —Se puso de pie y se llegó hasta él. Sartenes se sobresaltó por el ímpetu del capitán y lo siguió con la mirada. La mujer, desde el mostrador, volvió también la cabeza—. ¿Qué acabas de decir?
—Juan Manuel Vázquez y Afán de…
—¡Eso ya lo he oído! —gritó Zamorano—. ¿Doce años has dicho?
—Sí. Esa era su edad.
—¿Y dónde ha muerto? ¿Eh?
—En el Parque de Artillería. Con sus compañeros…
Zamorano se quedó unos segundos en silencio. No podía ser. Aquel niño que fue su correo por la mañana no estaba en el Parque. No lo hubiesen dejado volver a entrar, una vez sitiado el palacio. Pero, ¿cómo era posible que conociese el nombre de los jefes y oficiales? Porque lo sabía todo el mundo, le había respondido, con aquel desparpajo de hombre. Pero algo había en él que escondía un misterio. El capitán no se atrevió a preguntar más. En realidad no quería conocer la verdad. Pero también sabía que, si lo ignoraba, muchas noches se acostaría torturándose, pensando en qué habría sido de aquel muchacho. Dudó. Y sintió que las piernas le temblaban.
Sartenes lo miraba, frunciendo el ceño. Otros hombres notaron también su zozobra. La mujer, desde lejos, podía leer la duda reflejada en su rostro. El recién llegado, desconcertado, no supo si debía continuar con la relación de bajas o dejar de enumerarlas. Finalmente Zamorano se sentó en el taburete que quedaba a su lado, puso los ojos en el informador y, apenas sin fuerzas en la voz, respiró hondo, se sobrepuso y dijo:
—¿Tú lo viste?
—He ayudado a recoger su cadáver…
No sabía si continuar. Pero pudo más el nudo que le cerraba la garganta que el temor a confirmar lo que imaginaba.
—Y, dime… ¿cómo era?
—No sé… —el hombre negó con la cabeza—. Estaba lleno de sangre… Pero sí recuerdo algo, lo recuerdo como si lo estuviese viendo: tenía la cara cubierta por una mancha del color del vino…
Aquel amanecer el capitán Zamorano, acompañado por Sartenes, salió de la Taberna del Gato con los ojos rojos y la mirada pegajosa. La última que les vio partir fue la mujer del mostrador, Teresa, que le regaló una fugaz sonrisa en la despedida. Como una promesa.
Una promesa que el capitán conservaría durante mucho tiempo.
Aquella tarde olía a puerto de mar y a resignación en la antigua casa palaciega donde se hospedaban el rey don Fernando y sus padres, sus altezas reales don Carlos y doña María Luisa. Un fuerte olor a sales marinas y a pescado fresco expuesto en la lonja se mezclaba con la agobiante humedad del río Adour, que se dejaba morir en aquella ensenada del Golfo de Gascuña, creando una desagradable sensación que no pasaba inadvertida para ninguno de los presentes.
Empezaba el declinar de la tarde cuando Fernando VII ordenó cerrar todas las ventanas. Pero antes de exigirlo había mirado con disimulo a su padre, como estaba acostumbrado a hacerlo antes de tomar cualquier decisión, por pequeña que fuese. Don Fernando era el rey desde finales del mes de marzo, hacía ya un mes de eso, pero aún no se había habituado por completo al ejercicio personal del poder. Al fin y al cabo, el hijo de un rey sigue siendo hijo antes que rey, y eso no podía cambiarlo un acto formal de abdicación, por deseada y provocada que hubiese sido.
Carlos IV no había respondido a la mirada de su hijo en modo alguno; pero la mera petición de aquiescencia le satisfizo. Don Fernando le había traicionado, y eso no se lo perdonaría; pero tenerlo ahora ante él, y haber descubierto que aún le guardaba respeto, amén de un cierto temor, le agradó. Por eso, tal vez, puso su mano sobre la de doña María Luisa y sonrió.
—Este clima de Bayona nos matará —suspiró ella—. Todo permanece siempre húmedo, hasta los ojos.
—Lloras demasiado, madre —respondió frío don Fernando, con la arrogancia de un rey nuevo. Y añadió, impaciente—: ¿Qué hora es ya?
—Pronto darán las seis, hijo.
El joven rey recorrió la estancia de arriba abajo, dos veces, molesto por la tardanza del Emperador Napoleón. Sacó su pañuelo bordado, lo sacudió en el aire y se acarició la base de la nariz. Luego volvió a guardarlo en la bocamanga mientras amenazó en vano:
—No pienso esperar mucho más. Si se dice a las seis, el rey de España no espera más allá de las seis.
—Pero hijo, Napoleón…
—Esto es de lo más informal —agitó la mano al aire.
—Viene de lejos —le excusó don Carlos, su padre.
—¡De más lejos me ha hecho venir a mí!
Desde su llegada a Bayona el nuevo rey se mostraba huraño e irritado. Estaba molesto, sin duda, por el viaje que había sido obligado a realizar; pero más enfurecido aún porque no contaba con volver a ver tan pronto a su padre, a quien había obligado a abdicar en su favor; y, encima, compartir con él tan larga espera sin tener nada que decir, lo alteraba profundamente. Aquella mirada de su madre, además… Parecía no reprocharle nunca nada, y sin embargo lo hacía: tenía que ser así. Su madre, mientras fue la reina, nunca le afeó con palabras actitud alguna; pero si se disgustaba con él, si desaprobaba cualquiera de sus actitudes o gestos, lo miraba como un perro, mendigando que rectificase, y ante aquella mirada apenada, suplicante, doliente, quedaba siempre desarmado. El poder maternal se manifestaba en el modo abnegado de pedirle una rectificación, y de no hacerlo de inmediato él se culpaba, arrepentido: herido por haber causado semejante mal a su madre. Mil veces hubiese preferido una discusión, incluso una reprimenda. Al menos hubiese respondido, o callado, pero al fin y al cabo se trataría de un juego que conocía. Pero aquella mirada lastimosa… Se puede detener el asalto de un sable: lo difícil es impedir la mordedura de una mirada.
Tampoco le agradaba sentirse observado por su padre. El gran rey Carlos se había ganado con grandes merecimientos su abdicación. Se lo había avisado una vez, y otra; y no había aprendido a medir el peso de las advertencias: no pareció ser suficiente la primera de ellas. Hacía seis meses, allá por el mes de octubre de 1807, sus partidarios le habían manifestado claramente su oposición a Godoy y le habían exigido que cesase al ministro y que cediese el trono a su hijo don Fernando, que era el único garante del bienestar de la Corona y, en su opinión, el llamado a devolver la salud a la dinastía. Pero el viejo rey era terco y, lo que resultaba más grave, incapaz de comprender que las instituciones del reino empezaban a debilitarse; incluso la monarquía comenzaba a ser objeto de burlas y desconsideraciones por parte del pueblo y de algunos aristócratas. No; él no podía consentir tal desprestigio. Ni él ni sus consejeros. Por eso cuando el duque de San Carlos, el canónigo Escoiquiz, el duque del Infantado y otros miembros de su Consejo privado encabezaron aquella conspiración contra Su Majestad, él no la detuvo. Era un buen modo de dar aviso cierto de que el plazo de la paciencia se estaba cumpliendo. La airada y desleal queja se abortó, pero tampoco le importó el fracaso de aquella conjura: el joven rey se tragó sin empacho la dignidad y, en El Escorial, se ofreció a pedir perdón a sus padres y a denunciar a todos los conjurados, aun sabiendo que iban a ser desterrados de inmediato.
Pero aquel sacrificio del orgullo, aquella leve humillación, tampoco sirvió de lección a la tozudez del rey Carlos. Y ahora, mientras creía no ser visto, observaba a su hijo de diversas maneras, unas veces con tristeza, las más con arrogancia. Incluso era posible que estuviese juzgándolo. Pero por mucho que lo mirase, por mucho que escudriñase las actitudes del joven rey usurpador para intentar descubrir sus pensamientos, no tenía agallas para echarle en cara reproche alguno. Por eso le despreciaba tanto su hijo al descubrirle ahora observándole. Un pusilánime, pensaba don Fernando de su padre: es un pusilánime; incluso ante mí se muestra como un cobarde. Y un cobarde no puede ser un buen rey, concluyó.
—¡Ya dan las seis! —se volvió hacia sus padres, como pidiéndoles cuentas—. ¿Se puede saber hasta cuándo habremos de esperar?
—La paciencia es una virtud real —intentó calmarle don Carlos—. Paciencia, prudencia y comprensión, hijo.
—¡Podíais haberos aplicado vos el cuento, en tal caso!
Don Carlos apartó de inmediato los ojos de su hijo y dejó caer la mirada a la alfombra, incapaz de responder con el ingenio a lo que hubiese deseado hacer con la daga; pero su silencio no duró mucho. Finalmente respondió:
—Yo fui paciente y comprensivo, majestad —cabeceó don Carlos, sin atreverse a levantar los ojos—. Os perdoné en El Escorial y abdiqué a favor de vos, por el bien de España, en Aranjuez. No lo olvidéis.
—Ya —sonrió Fernando, suficiente—. Después de un motín en el que el pueblo se vio obligado a asaltar Palacio…
—Tú sabrás mejor que yo cómo sucedió. —Don Carlos se puso en pie irritado, apeándose de tratamientos protocolarios, y, ahora sí, lo miró crispado—. ¡Tú lo sabrás! ¡Yo jamás me serví de una algarada contra mi padre! ¡Ni él lo hizo contra el suyo!
—¿Me estáis acusando de…?
—¡Sosegaos, por el amor de Dios! —intercedió María Luisa—. Sólo faltaba que llegue el Emperador y os encuentre en pleito.
—¡Ya estamos en pleito! —gritó su esposo.
—Lo que estamos es llenos de rencor —sonrió sarcástico el hijo—. Probar el amargo sabor del fracaso es doloroso…
El viejo rey notó que la cara le ardía, enrojecida por la rabia. Se hubiese abalanzado sobre su hijo de no ser porque no se sentía con fuerzas para dominarlo. Y porque su educación le impedía agredir a un rey, aunque se tratase de quien le había arrancado el trono. Se volvió alterado, con los labios temblorosos y las venas del cuello señaladas e hinchadas y se dejó caer en su sillón.
—Déjalo, esposa —dijo sin aliento—. Tal vez llegue algún día a ser un buen rey, pero jamás será un buen hijo.
Don Fernando no quiso replicar; apenas sonrió, displicente. Se alejó y miró a través de la ventana. Algunas barcas amarradas en el puerto habían prendido las primeras lámparas. El mar estaba en calma, de un color azul acerado, y el ocaso manchaba el agua de un rojo vivo con los restos del sol que se escondía apresurado por el horizonte. Oro y rojo eran los colores del atardecer, como una bandera amada. Don Fernando entregó sus ojos al espectáculo mientras recuperaba la serenidad. Y luego, pausadamente, habló sin apartar los ojos del mar.
—La noche del 17 de marzo se amotinó el pueblo contra vos, padre. Lo sabéis bien —dijo, sin alzar el tono, como si lo recordase para sí mismo—. De no ser así, no hubieseis tenido que apresar a Godoy ni os habríais prestado a cederme la corona sin oponer resistencia. Se amotinó en Aranjuez contra vos al igual que se hubiese levantado en cualquier otra ciudad. Yo sabía lo que iba a suceder, como lo conocían mis consejeros y me temo que hasta vos mismo. Pero os faltó coraje para impedirlo. Un rey atrapado por un ministro es un rehén, y vos lo erais de Godoy, al que incluso llamabais Príncipe de la Paz como lo hacía el populacho antes de despertar y darse cuenta de sus fechorías. No fui yo quien os arrebató el trono, majestad: fuisteis vos mismo quien lo perdió. Yo me limité a recoger una corona abandonada a su suerte. Y ahora, como rey, os exijo que no repliquéis. Guardad silencio.
—Hijo…
—¡Y vos también, madre! —Don Fernando se volvió encolerizado al ayuda de cámara—: ¡Merienda! ¡Es la hora de la merienda! ¡Y cuando llegue Napoleón, le decís que aguarde a que concluya mis menesteres! ¡Que no se le traiga a mi presencia hasta las siete!
Cuando Napoleón entró en la estancia, cercanas ya las ocho de la tarde, lo hizo apresurado y farfullando disculpas que no se entendieron por completo. Todos se pusieron en pie, excepto doña María Luisa, y don Fernando fue el primero que le ofreció un asiento junto al suyo.
—Lamento este retraso —empezó el Emperador, sentándose—, pero más me afligen las noticias que traigo. He sido informado de que en Madrid, ayer mismo, el pueblo abucheó a las tropas del mariscal Murat a su paso por la ciudad. Tengo allí más de treinta mil soldados velando por el bienestar de los ciudadanos; se han puesto pasquines por calles y caminos cuidando de su seguridad y prohibiendo reuniones de malhechores que se hacen pasar por inocentes vecinos; he dado instrucciones precisas de que se trate con la mayor cortesía a los españoles y…, ¿cuál es su respuesta?: hostigamiento, protestas, burlas, desaprobación… ¡No entiendo a vuestro pueblo, majestad! ¡Creedme que no lo entiendo!