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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (15 page)

Entonces fue cuando el teniente coronel Díaz Porlier, desolado, recorrió con los ojos el frente y comprendió que no podía hacer más. Se alzó sobre una trinchera y oteó el campo de batalla. De pie, junto a Zamorano, sin ocultarse a los disparos enemigos, se puso en jarras. Y tomó la decisión más amarga de su carrera militar:

—¡De acuerdo! ¡Salgamos de aquí, Manuel!

—¡Tú decides!

—¡Bien! ¡Y hagámoslo deprisa! ¡Primero los flancos y por último el centro, en dirección a las montañas! ¡Sin dejar de responder al fuego enemigo! ¡Y si nos separamos, la cita para reagruparse es mañana, en el pueblo de San Felices!

Aquel mismo 10 de noviembre las tropas de Napoleón tomaron, avasallaron, incendiaron y saquearon la ciudad de Burgos. Y lo hicieron de un modo tan brutal y despiadado que sus vecinos no pudieron olvidarlo nunca. Nadie escapó a la cólera de la soldadesca amparada por la dejación o el ánimo de los oficiales, que instigaron al más cruel de los escarmientos. Incendios, robos, abusos, humillaciones, violaciones, amputaciones, fusilamientos en plena calle… Muchos de sus habitantes se limitaron a llorar las tropelías de los franceses, maldiciendo o resignados; pero otros, sobre todo los más jóvenes, fueron rompiendo el cerco de la indignidad para alcanzar las montañas y unirse en partidas armadas que iniciaron el hostigamiento a las patrullas francesas bajo la acusación oficial de bandidos y de asesinos; y la inmediata denominación popular de guerrilleros.

Y es que el pueblo nunca se engaña, aunque el poder califique de traidores a quienes no participan en la traición por él decidida.

La entrada de los soldados de Porlier en San Felices se fue produciendo desde primeras horas del amanecer y a lo largo de toda la mañana. Los primeros en llegar fueron los hombres de Zamorano, sin huellas de sufrimiento pero enrabietados, maldiciendo su suerte pero decididos a cambiarla en cuanto la ocasión se mostrase propicia. Después, poco a poco, fueron llegando dispersas muchas unidades de tres o cuatro hombres, algunos magullados, unos cuantos heridos y la mayoría ateridos por el frío. Y al mediodía, con el sol en lo alto, apareció Díaz Porlier con el grueso de las tropas del regimiento que había sobrevivido a la masacre, cansados unos, malparados otros, exhaustos la mayoría.

Zamorano esperaba al teniente coronel a la puerta de la casa del alcalde, con las manos resguardadas del frío en los adentros del cinto.

—¿Sin novedad, mi teniente coronel?

—Creo que no ha habido bajas en la retirada —respondió Porlier, sacudiéndose el polvo, entrando en la casa y buscando con la mirada algo para beber.

—Te felicito. —Zamorano le alcanzó un vaso de vino, antes de acercarse al alcalde y ponerle el brazo en el hombro—. Este hombre es el alcalde de San Felices y no me ha dado buenas noticias. Díselo tú, alcalde.

—¿Lo qué?

—Que le cuente usted al teniente coronel lo que me acaba de decir.

—Pues… —El hombre miró a Zamorano, luego a Porlier y otra vez al capitán mientras se descubría la cabeza y jugueteaba con el sombrero entre las manos, haciéndolo girar—. Pues que si hay que darles de comer a todos ustedes, aquí en el pueblo no hay de qué.

—No, hombre —Zamorano se adelantó a Porlier—. Lo de… Bueno, Juan: que Blake acaba de ser derrotado en Espinosa de los Monteros. Yo creo que esta guerra está perdida.

Juan Díaz Porlier dejó sus ojos en los de Zamorano y bebió un sorbo de vino. Aquel rostro de veinte años no se estremeció; pero de repente pareció envejecer, como si la trastienda de su mirada le hubiese doblado la edad. Pero continuó sin inmutarse, sorbiendo a tragos cortos el vino hasta apurar el vaso. Y luego, dejándolo sobre la mesa, se dirigió al alcalde:

—No pene, buen hombre; no hay que darnos de comer. Nosotros nos las apañaremos. Y tú, Manuel, ven conmigo: hemos de hablar.

El teniente coronel y el capitán salieron al exterior. El día había amanecido gris pero ahora se adornaba con unos tibios rayos de sol que desentumecían el cuerpo. Los hombres del regimiento conversaban entre ellos tendidos en el suelo o apoyadas las espaldas contra los muros de las casas de piedra, y algunos cruzaban ya las primeras palabras con los sanfeliceños. Porlier observó a sus hombres mientras pasaba ante ellos y no dijo nada. En cambio, Sartenes, viendo a su capitán, corrió su lado, explicándose atropelladamente.

—Resuelto el asunto del rancho, capitán. Hay caza en abundancia. En un par de horas, como máximo, todos más satisfechos que marqueses.

—Calla, Sartenes —indicó Zamorano.

—Que me muera si miento, capitán. Dos horas, como mucho. ¿Da su permiso para el corte de leña y preparar un buen fuego?

—¿De acuerdo, mi teniente coronel? —Zamorano se volvió a Porlier.

—De acuerdo, capitán.

Sartenes sonrió a Zamorano y saludó militarmente al teniente coronel; y a continuación corrió hacia unos hombres que descansaban sentados en el suelo.

—¡Tú, tú y tú! ¡Y vosotros también! ¡Andando y a obedecerme sin rechistar! ¡Ordenes del mando!

Porlier y Zamorano le vieron hacer, sin poder evitar cabecear, condescendientes. Fue Porlier quien comentó:

—No hay duda de que me gustan los hombres sabios y los hombres disciplinados. Pero reconozco que es bueno rodearse también, de vez en cuando, de algún hombre listo.

—Este es un pícaro, Juan.

—Mejor. Nos vendrá bien.

—¿Nos vendrá…? —Zamorano frunció el ceño, lleno de curiosidad—. ¿Se puede saber en qué estás pensando?

—Creo que en lo mismo que tú.

Zamorano se detuvo y se volvió hacia las montañas, que permanecían envueltas en una neblina baja, como si el monte estuviera extinguiendo un incendio sin llamas.

—Yo creo, Juan, que están contados los días —dijo el capitán, en voz baja—. Esto se ha acabado. El ejército español no sobrevivirá a Napoleón. Castaños será derrotado en Tudela y ya no habrá quien detenga el avance de los invasores hasta Madrid.

—Estoy de acuerdo —aceptó Porlier, sin apartar la vista del horizonte, como midiendo la espesura de los montes lejanos—. Pero hay algo más: puede que el ejército español no sobreviva a Napoleón, pero los españoles sí. Tal vez haya llegado el momento de empezar a pensar en otra manera de luchar.

—No sé qué quieres decir. —Zamorano se detuvo y se puso frente a él—. ¿Hay otro modo?

—Siempre lo hay —el teniente coronel respiró hondo—. Yo, desde luego, no pienso someterme al extranjero porque no puedo aceptar la renuncia de nuestro rey don Fernando. No sé qué clase de tejemanejes se habrán producido en Bayona, pero si de algo estoy seguro es de que el rey, nuestro señor, no ha cedido el trono por propia voluntad.

—En eso coincido contigo.

—Además, tengo motivos para pensar que no soy el único que piensa así. Son miles los españoles en armas, cientos los alcaldes que se han alzado contra el extranjero. ¿O acaso las Juntas Locales, las Juntas Provinciales y la Junta Central van a rendirse tan fácilmente? No, Manuel. Esto no va a quedar así.

—Pues tú dirás.

—Por lo pronto, no pienso licenciar a nuestros hombres en este pueblo y decirles que se pueden volver a sus casas, dejándolos aquí, abandonados. Les diré lo mismo que te voy a decir a ti en este momento: que ahora no tengo superiores a los que rendir cuentas de mi lealtad, que mi intención es no someterme a Napoleón y que voy a iniciar una labor de hostigamiento al invasor allá donde se encuentre. Por patriotismo y por lealtad al rey. Y que pienso hacerlo de una manera diferente, más inteligente, eso sí: sin arriesgar vidas. Asaltos a patrullas aisladas, eliminación de pequeños enclaves franceses… Conociendo previamente el terreno y aprovechando sus características, naturalmente. Evitando los enfrentamientos cara a cara, porque ellos son superiores en número y en armamento; pero haciéndoles la vida imposible, no te quepa la menor duda. Una partida de hombres valientes haciendo una guerra ágil, eficaz y, por lo tanto, muy dañina. Y que les invito a seguirme. Eso voy a decirles, como te lo digo ahora a ti.

Zamorano escuchó una por una las palabras de Porlier y observó la vehemencia con que las pronunciaba y la determinación al ponerlas de manifiesto. Era evidente que no estaba improvisando nada: se trataba de un pensamiento elaborado a lo largo de toda la noche, en el camino de retirada hasta allí. Una decisión que ya era inalterable. Como un juramento de honor. Por eso no tardó en decir:

—Cuenta conmigo, Juan.

—Lo sabía, Manuel.

Y se estrecharon en un abrazo para solemnizar un pacto que ninguno de los dos podía saber hasta dónde les llevaría.

—¡Por España, Juan!

—¡Y por don Fernando VII, nuestro rey!

Allá, en la plaza del pueblo, unas hogueras empezaban a dorar conejos, perdices y algo que, a primera vista, descabezado y despellejado, lo mismo podía ser un ciervo que un burro famélico. Sartenes, con una bayoneta en la mano, apremiaba a los soldados que había reclutado como cocineros para que se apresuraran a engrasar las piezas y para que permaneciesen alerta, avivando las llamas. Zamorano sonrió:

—Creo que tenías razón: hoy comeremos.

—Te lo dije: un pícaro nos vendrá muy bien.

—Visto así… —Zamorano aceptó sin palabras y dirigió sus pasos hacia la plaza. Pero, de repente, se detuvo en seco, se volvió hacia Porlier y dijo—: Oye, Juan, ¿qué contenía aquella bolsa?

—Te aseguro que no lo sé —replicó Porlier—. Y, en todo caso, ya no tiene importancia.

—No lo creo —negó Zamorano con la cabeza—. Siempre he pensado que contenía algo muy valioso…

—Ya no importa, Manuel. —Porlier continuó su camino, con las manos entrelazadas a la espalda—. Aunque tal vez me esté equivocando y alguien se pueda aprovechar algún día de su contenido. Pero para hombres honrados, como tú y como yo, carece de valor. Hazme caso.

—Aun así quisiera saberlo —insistió Zamorano, sujetándolo por el brazo—. No puedo imaginar que se arriesgara la vida de un capitán de Granaderos por un documento sin importancia.

—También lo creo así, amigo. —Porlier adoptó un semblante grave—. Pero te aseguro que, si lo supiera, tampoco te lo diría. Entre mis principios no cabe la deslealtad ni la traición, y hubiese empeñado la palabra en el secreto. Lo único que sé, para tu tranquilidad, es que se arriesgó tu vida porque era, y sigue siendo, un documento esencial, una información de la máxima importancia para nuestro rey. Pero ya está perdido y el secreto ha sido enterrado porque no ha sido utilizado por quien pueda tener ese papel. En otro caso ya me hubiesen informado de ello.

—Como tú digas, Juan —aceptó Zamorano—. Pero si logro descubrirlo algún día, ¿no constituirá una traición para ti, verdad?

—No lo será si lo obtienes por tus propios medios.

—Pues, en ese caso, así lo haré.

Y afirmando con la cabeza, el capitán se alejó del teniente coronel en busca de un poco del alimento que Sartenes estaba terminando de cocinar en el centro de la plaza.

Resguardados en el esqueleto de madera de un establo, a las afueras del pueblo, Zamorano y Sartenes se dispusieron a dormir aquella noche sobre las mantas de campaña. Se tendieron al calor de dos vacas que, indolentes, abanicaban sus rabos en un interminable juego de esgrima con las moscas, y junto a una vela a punto de consumirse que les recortaba los perfiles. El capitán pensaba en cómo sería su futuro a partir del día siguiente, echando cuentas sobre su nueva vida y la de los hombres que le acompañarían, mientras Sartenes, satisfecho, se mostraba eufórico y, de nuevo, incapaz de permanecer con la boca cerrada. Estaba informando a Zamorano con la precisión de un intendente de los lugares en que pernoctaban los otros hombres, de los rasgos del carácter de la gente que había conocido durante el día y de los planes que preparaba para obtener comida para los días venideros. El capitán estaba tan acostumbrado al ronroneo de su asistente que ya no le incomodaba a la hora de meditar sobre sus cosas, pero al cabo de un rato no pudo soportarlo más y le preguntó:

—¿Vas a misa, Sartenes?

—Todos los domingos, capitán —replicó el buen hombre, mientras se santiguaba exageradamente—. ¿Por quién me ha tomado? Soy un buen cristiano y prueba de ello es que…

—¿Y consigues estar callado en la iglesia, maldito charlatán?

Sartenes tardó unos segundos en comprender la pregunta. Pero, al hacerlo, bajó la cabeza, se tendió en su manta y se dio media vuelta, de espaldas al capitán, visiblemente enojado. Zamorano, respirando hondo, comentó a media voz:

—Qué alivio. Así al menos permanecerás callado un minuto…

Pero al cabo de unos segundos comprendió que había sido demasiado brusco con su amigo y no tardó en añadir:

—Lo siento, Sartenes. Pero, ¿acaso no te das cuenta? ¡Es que no paras de hablar, caramba!

Sartenes se volvió despacio, se sentó de nuevo e, inusualmente serio, con los ojos enrojecidos y húmedos, y con la voz entrecortada, dijo:

—Perdone el capitán si le he molestado. Perdone si trataba de distraerlo. Mis más sinceras disculpas si, por verle tan hondamente preocupado, me he permitido la insolencia de intentar hablarle de cosas intrascendentes para alejar de vuecencia la inquietud y la aflicción. Lo sé, lo sé. ¡Soy un bocazas! ¡Le ruego encarecidamente que disimule si descubre que me he enterado de las intenciones del teniente coronel y sé que ello descarga sobre las espaldas de mi capitán una gran responsabilidad! Y ahora, una vez que me he disculpado, me volveré mudo. ¡Buenas noches tenga usted! —Y se volvió a tender, dándole la espalda.

Zamorano se quedó boquiabierto. Aquel hombre lo sabía todo y su único delito había sido tratar de acompañarle en la preocupación. Y él se había comportado con una imperdonable insensibilidad y ahora sentía un sincero arrepentimiento.

—Vamos, Sartenes, no te pongas así.

—Agradecerá mi silencio, sin duda…

—Discúlpame tú a mí, hombre. No sabía que estabas al tanto de nuestros proyectos. Ni que te estabas preocupando por mí de ese modo. Eres un buen amigo, Sartenes… Y te aseguro que no me molesta tu conversación.

—Quién lo diría… —musitó, sin volverse.

—Al contrario: me duele más tu mutismo —Zamorano esperó unos segundos la respuesta de su asistente. Pero, al no producirse, añadió—: Lo que me hace pensar que, puestas así las cosas, deberíamos hablar sobre ello. Dime, amigo: ¿qué te parece lo que nos proponemos?

Sartenes se sorprendió de que el capitán le diese vela en aquella ceremonia. Abrió los ojos hasta desorbitarlos y luego frunció el ceño. Pero se sintió, por primera vez, importante. Así es que, lentamente, como si asistiese a un juicio, adoptó un semblante solemne.

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