—Pues para ser sincero a vuecencia… —Sartenes se volvió despacio y terminó de incorporarse—. Me parece… ¡magnífico! —Sus ojos, ahora, brillaban en la penumbra; no era fácil saber si por la declaración de afecto de Zamorano o porque el porvenir le parecía emocionante. El capitán tampoco pudo descubrirlo—. ¿Se imagina, capitán?
—No me llames así. A partir de ahora bastará con que me digas Zamorano.
—Bien, capitán… ¿Se imagina todo lo que se nos avecina? Combatir a los franceses, dormir al raso, cobijarnos en pueblos que nos recibirán como a héroes, días y días de galopar por tierras de Castilla y noches de vino y de mujeres en…
—¡Para, Sartenes, para…! ¡No tan deprisa! —Zamorano le mostró las palmas de las manos—. Yo no lo veo tan bucólico ni tampoco tan épico. Ni mucho menos. Será una vida dura… El frío y el calor, la soledad… Y la muerte continuamente al acecho… Una vida sacrificada en la que cada día nos despertaremos sin saber si llegaremos vivos al anochecer. Las alimañas del campo y las alimañas de los franceses haciendo pujas para ver quién se queda con nuestro cuello, para los colmillos o para la guillotina. Por no contar con que…
—¡Capitán! —Sartenes extendió también la palma de su mano, como deteniendo un potro desbocado—. Os olvidáis de que será en nombre de España y por nuestro rey don Fernando…
—Pues sí que a ti te debe de importar eso mucho… —cabeceó Zamorano, como badajo de campana.
—¿Es que dudáis de mi patriotismo, mi capitán? —pareció indignarse el asistente, como si de verdad le estuviesen insultando.
—No es eso, Sartenes —Zamorano respiró hondo—. No es eso…
—¿Entonces…?
—Que ni yo sé por qué vamos a hacerlo. ¿Por España y por el rey?
—Eso es.
—Mira, Sartenes… —Zamorano se acomodó sobre la paja y se incorporó para hablar despacio—: Yo no sé ya quién es nuestro rey, si don Carlos, si don Fernando o ese que ha puesto Napoleón. Muchos han dicho que la coronación de José Bonaparte ha sido legal.
—Lo dirán los afrancesados… —Sartenes agitó la mano, en señal de desdén—. Esa basura…
—Sí, los llaman afrancesados. Pero ellos aseguran ser tan patriotas como nosotros. Y yo he sido siempre un militar, no me han dejado pensar, sólo sé obedecer… ¿Cómo voy a saber quién tiene la razón? A lo mejor nos pasamos media vida matando franceses y luego resulta que los únicos patriotas son los afrancesados, y nosotros unos traidores a España.
—Vamos, capitán, no diga esas cosas… —Sartenes se incorporó también—. ¿O es que nos han invadido por nuestro bien? ¿Nos han aniquilado por bondad y han matado a todos esos chicos porque lo merecían?
—¡No lo sé, Sartenes! ¡Por todos los diablos! ¡Cómo voy a saberlo!
—Pues yo sí sé una cosa… —Sartenes se recostó, adoptando un gesto tan recio que Zamorano quedó perplejo—: Que sea matando franceses o como simples desertores, para nosotros no se ha acabado esta guerra. Al menos hasta que no demos con aquella zorra y sepamos qué nos robó. Para mí es una deuda que no pienso perdonar, y no descansaré hasta que la salde. Como vos…
Zamorano se sorprendió de la firmeza de su compañero, de la determinación con que exponía su decisión. Pero era cierto: él tampoco se había olvidado de Teresa ni de la deuda que tenía contraída con el contenido de una bolsa cuyo secreto tenía que descubrir porque de otro modo no descansaría nunca. Recordó los ojos de aquella mujer, tan excitantes, y la noche que pasaron juntos. Necesitaba volver a verla. Como precisaba saber por qué había arriesgado la vida.
—Creo que tienes razón —dijo tan solo.
—Pues mañana será un nuevo día —sentenció Sartenes—. ¡Y ya tenemos ocupación!
Al amanecer, el teniente coronel Juan Díaz Porlier reunió a los hombres en la plaza y, después de ordenar cerrar la formación, les informó de sus planes, repitiendo las mismas palabras que pronunció ante Zamorano. Y para terminar su discurso añadió:
—Y ahora, cada uno de vosotros debe tomar la decisión que estime más conveniente. Daré orden de romper filas y, a partir de ese momento, ya no seremos un ejército regular sino unos cuantos hombres que deciden libremente su futuro. Los que quieran ser de mi partida, que se queden a mi lado. Los demás, pueden ir de regreso a su casa o a donde les parezca. Nadie va a exigir explicaciones. Pero les advierto a todos de que, vayan donde vayan, deberán guardar secreto de lo que aquí se ha dicho. Como descubra un delator, juro por mi vida que lo perseguiré hasta darle muerte. Y, ahora, espero vuestra decisión. ¡Rompan filas!
En aquel instante se produjo un gran desconcierto. Por costumbre, todos movieron los pies, encaminando sus primeros pasos, cada uno, en una dirección. Pero al momento pareció que algo les detenía, seguramente una voz interior que les obligaba a responderse a sí mismos, a justificarse; y espontáneamente, pero como si se tratase de un movimiento ensayado, cada cual volvió a ocupar su lugar en la formación, en posición de descanso.
—¿Y ahora, qué? —se sorprendió Porlier, que ya había dado la espalda a la tropa.
Se miraron entre ellos, como si conversando con los ojos se entendieran a la perfección; y al cabo de un rato buscaron alguien que hablase por ellos. Y todas la miradas terminaron posándose en Sartenes.
—¿Qué? —preguntó Sartenes, devolviéndoles la mirada mientras se encogía de hombros.
—Tú —le indicaron algunos. Y otros lo confirmaron haciendo gestos con las cejas o con toda la cabeza.
—¿Yo?
Un soldado, a su espalda, le propinó una patada en el trasero.
—¡Que hables tú por todos nosotros, acémila! ¡No será porque te cueste trabajo soltar la lengua…!
—¡Bien, bien! —Sartenes se frotó la nalga, carraspeó y se dirigió a Díaz Porlier—. Pues parece ser, mi teniente coronel, que esta chusma, o como quiera que se la pueda calificar, ha decidido compartir los planes de usía. Así es que creo que usía tendrá que decidir qué hacer con todos nosotros —entonces miró a Zamorano—. Por mi parte, señor, lo tengo decidido: yo voy a donde vaya mi capitán.
Porlier intentó mostrarse impasible, pero no pudo disimular la satisfacción que sintió ni el orgullo que le proporcionaron aquellos hombres. Tardó en hablar, todos creyeron que pensando en lo que habría de decirles, pero en realidad se estaba tragando una lágrima.
—Muy bien —dijo al fin—. Formaremos partidas. De no menos de diez hombres ni mayores de cincuenta. Más unidades tendrían problemas de alimentación y refugio. Pero también pueden ustedes volver a sus lugares de origen y entrar en otras partidas de sus pueblos; o formarlas ustedes mismos. Esta guerra va a ser muy larga y estoy seguro de que todos, absolutamente todos, serán imprescindibles. Los que se queden, que se reúnan por afinidad y entre ellos elijan a su jefe de guerrilla. Yo estaré ahí, en la casa del alcalde. Quienes me sigan deberán estar apostados ante la puerta dentro de dos horas.
Se produjo un gran murmullo y a continuación los hombres se fueron reuniendo por grupos, entre abrazos y desmedidas muestras de compañerismo y bullicio. Unos cuantos tomaron la decisión de volver a sus pueblos, y otros la de quedarse al cobijo de las tierras de Castilla; pero unos y otros se juraron volver a encontrarse cuando, pasado lo que fuera menester, hubiesen puesto fin a la invasión extranjera.
Zamorano y Porlier estudiaron y decidieron de común acuerdo la estrategia a seguir en la casa del alcalde, que los miraba sin comprender nada de lo que hablaban y, de vez en cuando, se descubría la cabeza, se la rascaba y volvía a cubrirse, como si esa acción le despejase las entendederas. Aceptaron el vino que les ofreció el hombre y, después de una hora de conversación, coincidieron en lo mejor: cada uno tendría su propia partida de guerrilleros, pero de todos modos permanecerían informados y en contacto continuo. El intermediario sería un buen amigo del teniente coronel, el conde de Toreno, con casa en una calle céntrica de Salamanca, en la que pasaba buena parte del invierno y toda la primavera. Allí se dejarían uno al otro las instrucciones, en el caso de haberlas, y también noticias sobre sus respectivos estados de salud. El acuerdo lo sellaron con un gran abrazo y el deseo mutuo de fortuna y suerte en la contienda que les aguardaba.
A la partida del guerrillero Juan Díaz Porlier se unieron treinta y tres hombres. A la del guerrillero Manuel Zamorano, Sartenes y otros dieciocho más. Además, hasta el atardecer, se formaron al menos nueve grupos, uno de ellos de más de cien hombres, a pesar de las recomendaciones de Porlier.
Y así, aquella misma noche, antes de despuntar el alba, cada cual se dirigió al encuentro con su destino.
En las tierras de Móstoles, la pequeña ciudad levantada en armas contra el invasor, se había iniciado una guerra sin armas ni estrategia, sólo animada por el ardoroso espíritu de los vecinos y el afán infatigable de extender por todos los rincones de España una idea firme, de granito y tozudez, tomada de un pensamiento de Horacio: el ocio es una perversa sirena de la que se debe huir, y contra la tiranía no hay reposo ni día de fiesta. Con esa población encendida en cólera y exhibiendo semejantes bríos se encontró Teresa la mañana que entró en Móstoles a caballo, picando espuelas, en busca de un regimiento al que unir su propia cólera y sus renovados ímpetus.
Pero el desánimo se adueñó de ella cuando pretendió, en vano, ser escuchada para explicar que creía poseer un secreto real que, disimulado en una bolsa de cuero, tal vez fuese de utilidad para la guerra. Como mujer fue despreciada y como forastera, desoída. Y cuando, al fin, optó por instalarse en una taberna a la espera de una ocasión propicia para contar su historia, no tardó en comprender que los hombres desconfiaban de ella, o le hacían proposiciones soeces, mientras las mujeres murmuraban leyendas sobre ella inspiradas directamente por el diablo.
A los pocos días, con los dineros menguados y sin haber logrado ser atendida por ninguna autoridad civil o militar, empezó a rondar por su cabeza la idea de que se había equivocado alejándose del capitán Zamorano. Y, al recordarlo, sintió un calor en el pecho que la confundió. Tal vez sea cierto que el sentimiento es el idioma que usa el corazón cuando necesita enviar algún mensaje. Porque rememorar aquella noche de amor, las caricias apasionadas, las miradas sin temor y los besos buscados terminó por convencerla de que el corazón le estaba mostrando el verdadero camino y que ahora, tan a destiempo, solamente le quedaban dos posibilidades: seguir huyendo sin rumbo ni destino o marchar en busca del hombre que ocupaba el lugar del que vio morir en las calles de Madrid, entre sus brazos.
—¡Ven, mujer!
Una voz áspera y altiva, salida de un portón de maderas viejas, la detuvo en su camino mientras anochecía, justo cuando Teresa, desolada, se dirigía por una callejuela solitaria a la Venta donde se hospedaba. Se volvió para mirarlo, desconfiada, intentando descubrir en la penumbra quién era el que de tal modo se dirigía a ella.
—¿Qué buscas? —enfrentó sus ojos a los de aquel hombre, al descubrirlo.
—Lo mismo que buscas tú —respondió con la lengua gorda por los efectos del vino y riendo groseramente. Sus dientes mellados, la grasa que le cubría el mentón y la barba descuidada, de muchos días sin afeitar, le mostraron un individuo repulsivo en los claroscuros de la anochecida—: ¡Un buen rato de diversión!
Y, llegándose hasta ella, el gañán se aferró a sus nalgas y empezó a abrazarla torpemente. Su aliento era agrio y sus ojos estaban enrojecidos y húmedos, desorbitados. Teresa gritó, pero nadie salió en su auxilio. Forcejeó con el agresor, que intentaba besuquear su cuello mientras lo llenaba de babas. Intentó zafarse, pero el bruto no sólo reía más y más sino que, mientras manoseaba sus pechos, profería toda clase de vocablos soeces y pronunciaba insultos sin medida. Teresa, viéndose sin forma de esquivar su fuerza, se dejó hacer, deteniendo su resistencia; y en cuanto el animal creyó estar convencido de que había cazado la presa y aflojó también el esfuerzo, ella aprovechó para, con toda el alma en el intento, lanzarle un golpe de rodilla a la entrepierna con tan buena fortuna que el criminal sólo pudo ahogar un grito de dolor, caer de hinojos al suelo y llevar sus manos al lugar donde el infierno había abierto sucursal.
Teresa corrió sin freno una calle y otra; y una más. Hasta que, llorando y humillada, se detuvo ante la Venta, corrió a su estancia y se encerró con llave, dejándose caer en la cama donde, con una indescriptible sensación de suciedad y desvalimiento, no cesó de gemir hasta que la venció el sueño.
Cuando despertó en mitad de la noche, miró a su alrededor y comprendió que nunca había estado más sola ni nunca había sentido con tanta intensidad el desamparo. La soledad es hermosa cuando hay a quien decírselo, pensó; y en todo Móstoles no había con quien pudiese compartir nada, ni siquiera esa sensación de orfandad que no había sentido jamás. Y de repente se descubrió de nuevo pensando en el capitán y lloró: a veces usamos el puñal de nuestro orgullo para rasgar el corazón de quienes mejor nos aman, concluyó.
Por eso, al alba, se puso en camino. Nada la retenía en aquella Villa y, por el contrario, había alguien en algún lugar que tal vez la perdonase. Tal vez. Por eso iría en su busca. Le costase lo que le costase y tardara el tiempo que fuese preciso hasta encontrarlo. Porque al final de su búsqueda había un hombre cabal que una vez confió en ella y a quien, equivocadamente, ahora se daba cuenta, había traicionado.
Muy lejos de allí, la guerrilla de Zamorano pasó la Nochebuena de 1808 a las afueras de la ciudad de Turégano, a la sombra de las murallas de un castillo románico con más de cinco siglos de existencia. Fue como encontrar un refugio en la víspera de una tormenta de horas fatigosas, horas de nostalgia, de las que ponen a prueba la fortaleza del corazón. Y es que nada es más seguro para romper un arco que mantener su cuerda eternamente tensa.
En las semanas que su partida llevaba cruzando Castilla se habían topado con numerosas guarniciones francesas, pero entre cuantas se mostraron propicias por su debilidad o desorden sólo habían atacado a tres, en todos los casos con resultado óptimo: ninguna baja entre los suyos y trece franceses muertos o heridos. Los demás destacamentos extranjeros que avistaron, por inesperados o numerosos, habían sido esquivados. Napoleón y sus generales aún no habían comprendido que la resistencia estaba ya en el monte preparada para luchar y por eso sus oficiales no habían recibido las instrucciones precisas para combatirla ni tan siquiera la orden general de permanecer siempre alerta.