Aquella noche del 24 de diciembre, los veinte integrantes de la partida sintieron un pellizco de nostalgia en el corazón. Hablaban de sus madres, de sus hermanas, algunos de su padre, también militar, a saber en qué paradero… Los casados miraban al cielo buscando una estrella que les devolviese el reflejo del rostro de su mujer, o la sonrisa de su hijo; y Zamorano y Sartenes, sentados juntos delante de un fuego tacaño que más parecía la agonía de una candela, permanecían inusualmente callados y sin rebuscar ideas con las que armar una discusión para entretener la velada, cada cual rumiando sus cosas y cocinando pensamientos fugaces. Hay momentos, en cualquier noche del año, que anuncian visita los fantasmas del pasado y entonces se echan cuentas de futuro, aunque no salgan; pero en la Nochebuena, cuando se pasa en soledad, arrecian las preguntas difíciles sobre el sentido de la vida y los errores cometidos en el camino, y empiezan a doler las horas hasta que al fin se anestesian durmiendo, por no pensar más.
Los hombres de la partida de Zamorano eran buena gente. No pleiteaban gratis ni buscaban tesoros que no pudiesen compartir. Pasaban hambre a condición de que la pasasen todos y ninguno se saciaba si los otros no se saciaban también. Sólo Ezequiel, que había sido maestro de escuela antes de ingresar en la milicia, y Lorenzo, el hijo del molinero, tenían peculiaridades que les destacaban: el primero por su afición a los acertijos y por aprovechar cualquier pausa para cobijarse entre las páginas de un libro, de cualquier libro, y abstraerse horas y horas en una lectura que parecía ir grabando en su alma como si precisara restaurarla para conservarla limpia. Y el segundo, Lorenzo, porque era tan corto de entendederas como bruto de brazos, y veía más peligros que nadie a la menor ocasión, con la decisión, además, de enfrentarlos él solo. Uno era enjuto y con escaso pelo hasta la mitad de la cabeza, de piel fina y ojos muy negros, miopes; el otro grande y musculoso, torpe de movimientos pero contundente en los golpes. Pero los dos, como todos los demás, poseían un gran sentido del compañerismo, eran bondadosos de corazón y nunca se escondían a la hora de realizar los trabajos más penosos.
Aquella Nochebuena había anochecido demasiado pronto y el frío silenciaba muchas palabras. La cercana población de Turégano permanecía con las ventanas iluminadas y las calles desiertas: los vecinos se habían resguardado en las casas antes que de costumbre para preparar la cena familiar; y algunos a rezar por las almas de los parientes jóvenes caídos en la batalla de Somosierra, en la que la caballería polaca a las órdenes de Napoleón había vencido la última resistencia española antes de que Madrid se rindiera el 4 de diciembre, tras un sangriento día de combates tan encarnizados como inútiles.
La soledad de las calles de Turégano y el silencio de sus vecinos habían contagiado a los hombres de Zamorano, que también parecían recordar a los suyos, rezándolos, antes de la hora de la cena. Uno de ellos, Julián, el
Toledano
, conocido por su habilidad con el cuchillo corto, había desaparecido con Sartenes en la noche sin que nadie, ni siquiera Zamorano, los echase de menos. Pero poco más tarde concentraron en ellos todas las miradas cuando con los ojos iluminados, riendo a grandes carcajadas e intercambiándose codazos de satisfacción, aparecieron entre las sombras del bosque de robles con ocho gallinas vivas colgando de sus manos.
—¡Feliz Navidad, capitán! —las alzó Sartenes, como trofeos, mostrándolas a Zamorano y de paso a todos los demás.
—Pero, ¿se puede saber de dónde las has sacado, mentecato? —le increpó el capitán—. ¿Es que las has robado?
—Que no, capitán. Estaban perdidas por ahí, por el campo, solas y sin saber a dónde ir, y hemos pensado que… ¿Verdad, Julián?
—Pero, tendrán dueño… —insistió Zamorano.
—Le juro que se lo hemos preguntado y…, nada. No sueltan prenda. Así que nos hemos dicho: pues si no sois de nadie, al puchero. Que esta noche es Nochebuena y mañana Navidad. ¿Eh, muchachos?
Todos soltaron grandes carcajadas y opinaron que el puchero no era mal destino para aquellas plumíferas distraídas, por lo que Zamorano, después de meditarlo durante unos instantes y sin sonreír hacia fuera, optó por aceptar la proposición de sus hombres.
—Sea —concedió—. Pero os recuerdo que nuestra supervivencia va a depender en muchos casos del apoyo de los vecinos de las poblaciones por las que pasemos.
—Natural —aceptó Sartenes.
—¡Natural! —repitió el capitán, amonestando con la mirada a su amigo por interrumpirle—. Ellos nos facilitarán alimentos, información y escondite, si llega el caso. Y no deben pensar que somos unos ladrones.
—Pero nosotros… —musitó Sartenes.
—Vosotros, ¿qué? ¿O es que acaso no sabéis que se trata de un robo? Pero, en fin, por esta vez, pase; no vamos a despreciar este suculento bocado en noche tan especial. Pero en adelante nos procuraremos sustento por nuestros medios, como hasta ahora hemos hecho, ¿de acuerdo?
—¡Prometido, capitán! —afirmó Sartenes.
—Prometido —respondieron otras voces.
Pero todos celebraron con algarabía el regalo que Sartenes y el
Toledano
habían tomado prestado de los vecinos del pueblo. Y al instante la nostalgia dejó paso a una actividad febril de despelleje, preparación de la lumbre y asado de las aves, que si no les saciaron las hambres atrasadas, al menos les reconciliaron con la noche festiva y les reconfortó para dormir, después, más sosegados.
Antes de retirarse a descansar, en torno a una fogata pequeña e iluminados por brillos de bronce entre sombras espectrales, Zamorano, Sartenes y Ezequiel, el maestro, se reunieron para animar la sobremesa con una buena conversación. Zamorano había mandado llamar a Ezequiel y pidió a Sartenes que se quedara.
—¿Qué has oído por ahí, maestro? —preguntó el capitán—. Cada vez que entras en un pueblo a comprar libros, hablas con la gente, ¿no?
—Así es.
—¿Y qué? —se removió Sartenes.
—Lo que ya sabemos —el maestro encogió los hombros, como si nada hubiese de nuevo en lo oído por ahí—. Que Napoleón está en Madrid, que su hermano José vuelve a reinar después de huir y regresar a la Corte y que, por lo que se dice, parecen haber logrado apaciguar a los vecinos de la capital; aparentemente se muestran sumisos y resignados.
—Eso ya lo sabemos… —dijo Zamorano, decepcionado—. ¿Nada más? ¿No hay esperanza?
—Me parece que no… —el maestro dibujó unas rayas paralelas en el suelo con el dedo, pensativo—. Lo demás son asuntos menores. No creo que tengan importancia.
—Pero, ¿hay otros asuntos? —arrugó la frente el capitán.
—Apenas… —Ezequiel alzó los ojos—. Me parece que…
—Tú cuéntame y veremos —ordenó Zamorano.
—Pues, no sé —Ezequiel dudó unos momentos—. Que al final parece listo ese francés; más de lo que creíamos… No ha organizado un desfile al entrar en Madrid, para no humillar a los madrileños; y le ha dado por dictar una serie de decretos que reformarán algunos aspectos de la vida española. —El maestro volvió a hacer una pausa antes de continuar y garabatear en la tierra del suelo—. Si se cumplen, serán beneficiosos, a mi entender. Me parece que quiere extender la idea de que invade España por nuestro bien. Y que muchos lo creen ya así.
—¿Y tú? —preguntó Zamorano—. ¿Lo crees tú?
Ezequiel lo pensó un rato antes de responder.
—No lo sé, capitán. No estoy seguro… Decía Shakespeare que los héroes son las personas que hacen lo que es necesario, aun enfrentándose a las consecuencias. Quién sabe si ellos serán los héroes algún día…
—¿Qué quieres decir? —Zamorano adoptó un gesto adusto—. ¿Acaso crees que nos estamos equivocando combatiendo a los franceses?
—¡No, no, en absoluto! —aclaró el maestro, apresurado. Pero de inmediato volvió a pronunciarse con dudas, como si no estuviese seguro de lo que cruzaba su mente—. Una cosa es resignarse a la invasión y otra comprender los beneficios que nos pueda traer. Si por mi fuese, Napoleón jamás hubiese pisado suelo español. Pero una vez aquí los franceses…
—No entiendo lo que insinúas… —Sartenes negó con la cabeza.
—Intentaré explicarme, capitán —Ezequiel se removió en su sitio y respiró profundamente—. Napoleón dice ser el Emperador de Europa, de hecho creo que ya lo es, y seguramente después pretenderá dominar el mundo. Es un ser despreciable, sin duda. Y un loco peligroso. Pero lo cierto es que allá adonde llega por la fuerza implanta los ideales de la República y los logros liberales de Francia, esos ideales que se impusieron después de la toma de la Bastilla. Y esas leyes son buenas, capitán, se lo aseguro; beneficiosas para todos los pueblos. Es detestable la invasión, sin duda, y debe ser combatida. Pero, en mi opinión, las reformas que lleguen, deberían aprovecharse. De lo que no estoy tan seguro es de que cuando regrese el rey, nuestro señor…
—He de pensar, entonces, que tú aceptas los hechos tal y como se están produciendo… —conjeturó Zamorano.
—En absoluto —pareció defenderse el maestro—. No me entiende, capitán: lo que creo es que tenemos que expulsar a esas ratas de España y después los españoles tienen que adoptar como propios los ideales de la República. Bajo el reinado de don Fernando, por supuesto. Soy un firme partidario de los derechos del hombre y del ciudadano.
Zamorano se quedó pensativo. Tal vez tuviese razón el maestro, no en balde leía mucho. Pero esas ideas no convenía extenderlas, al menos por el momento, entre los hombres de la resistencia. Si no las comprendiesen bien, podrían llegar a desmoralizarles.
—Puede que sea así, pero puede también que no. Pensaré en ello, maestro.
—Yo lo hago mucho, capitán. Se lo aseguro…
—Bien está. Pero, por ahora, no volveremos a hablar del asunto. Lo que tenemos que pensar ahora es que mañana, aprovechando que es Navidad y que los franceses estarán celebrando la fiesta, y seguramente todos borrachos, vamos a atacar el campamento que han instalado en Rebollo, junto al camino de Cantalejo, al norte. Eso es lo primero que tenemos que hacer. Tú y yo, Ezequiel, volveremos a hablar de todo esto más adelante. Pero no ahora. Basta por hoy.
—Como usted diga, capitán.
—Pues durmamos —concluyó Zamorano—. Que mañana será un día muy largo… Y de esto, ni una palabra a los hombres, maestro… Tiempo habrá para la política cuando callen las armas, que el ruido de los disparos nunca dejó pensar a los hombres con claridad.
Al amanecer del día de Navidad un grupo de jinetes se puso en marcha en busca del acuartelamiento francés, junto a Rebollo, que custodiaba el camino que solían transitar las tropas de Napoleón que iban o venían de Francia. Por él se transportaban armamento, víveres y caballerías destinados a los destacamentos que jalonaban una ruta demasiado frecuentada y, hasta ahora, demasiado tranquila también. El capitán Zamorano lo había observado desde las sierras cercanas y por eso había decidido poner fin a ese plácido trasiego o, al menos, hacer lo posible para dificultar el abastecimiento a las tropas invasoras por esa ruta. Cortar el suministro sería imposible pero, una vez desmantelado el asentamiento en Rebollo, la intervención francesa debería buscar otra vía para sus fines, y en ello tardarían, al menos, algunas semanas. Ganar tiempo, esa era la consigna. Porque, además, obstaculizar el paso era una manera eficaz de entorpecer la invasión y de desmoralizar al enemigo; pero sobre todo un acicate para mantener viva la resistencia.
Al mediodía, la guerrilla de Zamorano había llegado sin ser vista a las afueras de Rebollo, protegida por la espesura del robledal, y se había refugiado entre las ruinas de la ermita de Nuestra Señora de las Nieves. Desde sus muretes y tapias viejas podía verse toda la población, que a aquellas horas de almuerzo navideño parecía una villa abandonada. Y a la izquierda, acampado y sin protección en el fondo de una vaguada, se levantaba el destacamento francés, compuesto por una veintena de tiendas de campaña que albergarían, a lo sumo, a medio centenar de soldados. Un par de cañones de pequeño calibre se disponían al norte y al sur, apuntando uno en cada dirección; y junto al camino, sosegada, una recua de una treintena de caballos de gran envergadura permanecía atada a estacas de madera, sin ensillar.
Zamorano observó durante un buen rato la disposición de las tiendas y de los soldados. Una de ellas, ante la que hacían guardia dos centinelas, era más grande que las demás y por el celo en la custodia parecía ser el almacén de municiones. En el centro del campamento, unas grandes ollas estaban cocinando el rancho sobre el fuego, y a su alrededor, desarmados, despreocupados y parlanchines, varios soldados reían y bromeaban. Entre ellos paseaba ocioso un coronel, seguramente el oficial al mando de la guarnición. Y los diez soldados encargados de la guardia, a ambos lados del acuartelamiento, conversaban entre ellos o permanecían quietos mirando hacia el interior, siguiendo con los ojos la cocción del guiso y las bromas de sus compañeros.
—¿Ahora, capitán? —preguntó Sartenes, acercándose hasta Zamorano, reptando sigilosamente—. ¿Atacamos ya?
—No. Vamos a esperar a que coman y beban. Prefiero que estén borrachos.
—Lástima —Sartenes movió la cabeza, desolado—. Ese almuerzo hubiese sido tan buen botín como aquella recua de jamelgos…
—Yo también lo creo, amigo. Pero piensa en tu salud y verás que tengo razón.
A las dos de la tarde el campamento quedó en silencio, después de más de una hora de comilona festiva, algarabía exagerada y cánticos desconocidos. Al menos treinta soldados permanecían adormilados fuera de sus tiendas, y otra docena dormitaba con una botella en la mano, echando un trago de vez en cuando. Ni siquiera los centinelas podían mantenerse en pie sin esfuerzo.
Era, pues, el momento preciso que estaba esperando Zamorano. Ordenó a sus hombres rodear el objetivo y atacarlo en cuanto explotara el almacén de municiones, que él mismo se encargaría de incendiar. Lo primero sería abatir a los centinelas, sin miramientos, pasándolos a cuchillo; y a continuación, entrar a saco en el campamento y acabar con todos los hombres, estuviesen dormidos o despiertos. No habría prisioneros ni supervivientes. Y al coronel, si se rendía y se le capturaba con vida, se le fusilaría de inmediato.
El ataque se produjo de acuerdo a los planes y la embestida duró menos de quince minutos. Como esperaba Zamorano, la pólvora estalló pronto y terminó de desconcertar a los, ya de por sí, aturdidos franceses. Ni los centinelas ni la mayoría de los soldados, totalmente ebrios, repelieron con agilidad el ataque. Sólo unos pocos salieron de sus tiendas con la bayoneta calada pero, para entonces, los hombres de Zamorano eran una fuerza superior y acabaron con ellos sin dificultad. El coronel murió ante su tienda con el sable en la mano, de un certero navajazo de Lorenzo, el Molinero, que ya había estrangulado previamente con su fuerza descomunal a no menos de cuatro parejas de tambaleantes soldados franceses que intentaron hacerle frente, inútilmente. Sólo Jacinto Perales, uno de los hombres de Zamorano, quedó muerto sobre la tierra a causa de una bala perdida cuyo origen no dio tiempo a descubrir.