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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (21 page)

—A ver quién de vosotros puede responderme —dijo Ezequiel, y de repente los hombres se acomodaron para intentar responder al desafío que, una vez más, les lanzaba el maestro—. Yendo yo a Villatoros me crucé con cuatro moros; cada moro con dos sacos y en cada saco diez oros. ¿Cuántos moros y oros iban para Villatoros?

Puntas de lengua mojando la comisura de los labios; ojos en blanco, o cerrados; uñas rascando mentones, coronillas y nucas; arrugas de nariz… Los hombres, echando cuentas, pensaban en voz alta.

—Dos sacos a diez oros…, veinte.

—Cuatro moros con dos sacos, ocho sacos, ¿no?

—Serás burro… ¡Diez!

—Burro tú.

—¿Cuántos moros has dicho?

Y así un buen rato, hasta que uno de ellos, casi siempre quien antes se cansaba de usar el caletre, decía.

—Muy fácil: unos moros y un montón de oros…

—Que no, que es que no pensáis… —Ezequiel se reía—. ¡Ninguno! ¡El que iba a Villatoros era yo!

Y entonces unos golpeaban a otros con el sombrero mientras se insultaban y jugaban a pelearse, como niños. Y así un día y otro, regocijados por momentos como aquellos que les devolvía la sonrisa.

—Será un placer combatir bajo sus órdenes, capitán —fue lo último que dijo Bernardo antes de retirarse a la tienda para dormir—. Y le ruego que piense en lo que le he dicho. Si lo decide, yo mismo le diré cómo obtener una fácil victoria. Lo he pensado mucho…

—De acuerdo, Bernardo —Zamorano acompañó sus palabras con un gesto afirmativo de la cabeza—. Lo tendré en cuenta.

Y el capitán se detuvo a observar cómo se alejaba aquel hombre alto, serio y decidido hacia su tienda, pensando que guardaba en su mirada un dolor joven y que tendría que llegar a conocerlo para confiar plenamente en él.

Sartenes aprovechó el momento en que lo vio solo para acercarse a Zamorano.

—¿Qué, capitán? ¿Qué le parece?

—Aún no lo sé.

—Es buena gente.

—Nadie es bueno hasta que está en paz consigo mismo… —Zamorano respiró hondo—. Y me temo que Bernardo no lo está…

El asalto sobre el enemigo acuartelado en el pueblo de Guadarrama se produjo cinco días después, siguiendo el plan de ataque propuesto por Bernardo y revisado por Zamorano, que exigió algunas aclaraciones y decidió cambiar algunos movimientos porque la estrategia era buena, pero al herrero se le había olvidado diseñar un plan de huida si las cosas se complicaban allá abajo, una vez comenzada la lucha. El sólo pensaba en la venganza, pero Zamorano tenía el deber de velar para que sus hombres culminasen la acción sin sufrir el menor daño; y enfrentarse abiertamente a los franceses sin proteger la retirada era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

Antes de tomar la decisión, el capitán exigió conocer la causa personal que removía las entrañas de aquel hombre serio como un toro bravo que no bufaba pero que llevaba la embestida escrita en la mirada, como si el infierno le hubiese marcado el alma. Pero Bernardo se resistió a responder. Hasta que uno de sus hombres, el mañoso Fabián, intervino:

—Vamos, díselo. —El tono no era agrio, pero las palabras sonaron duras, al modo en que se trata de reparar una afrenta.

—Todos tenemos nuestros motivos —replicó Bernardo, devolviéndole la mirada en un duelo de amigos—. ¿Acaso no te ofendieron a ti la novia?

—Se ofendió sola… —Fabián alzó los hombros con un gesto desdeñoso—. Ella prefirió al francés. Puta tenía que ser… Pero a ti te mataron al hermano, no hay razón para ocultarlo…

—Calla, Fabián.

—¡No! ¡No me callo! —se volvió a Zamorano—. Mataron a un crío de catorce años porque se burló de un sargento. Ese fue el delito, capitán. ¡Una simple broma!

Bernardo se abalanzó sobre Fabián y le agarró las solapas.

—¡Te dije que no quería volver a oír hablar de ello!

—¡Basta! —intervino Zamorano, con la voz convertida en un estruendo—. ¡No consiento peleas entre los hombres! ¡Aquí no las consentimos ninguno!

—Perdone… —se tranquilizó Bernardo.

—Explícate… ¿De qué broma se trató? —preguntó el capitán—. ¿Se burló de su condición militar?

—No, capitán —rezongó Bernardo.

—Y, ¿entonces?

Bernardo alzó la cabeza, le apuntó con la barbilla y, conteniéndose una lágrima, dijo:

—Aquel sargento era zambo…, caminaba por las calles como si le doliese la entrepierna, o le hubiese crecido un grano en los cojones. Y el pobre Ildefonso…, el pobre crío le siguió…, imitando sus maneras… Él y otros dos chicos de la escuela… ¡Sólo estaban divirtiéndose, maldita sea…! —A Bernardo se le fugó una lágrima que se arrancó de un zarpazo.

—¡Arcabucearon a los tres, capitán! —Fabián intervino entonces—. ¡Al Ildefonso, al Jeremías y al Sebastián! ¡Como han fusilado a mujeres y a ancianos sólo por una mirada, o por defender su honor!

—De acuerdo. —Zamorano se pasó la mano por la frente y cerró los ojos—. Será el domingo a las tres de la tarde. Vamos a celebrar la fiesta del Señor como se merecen los franceses. Bernardo, háblame de tu plan…

Y ahora el sol, iniciando el camino del ocaso, marcaba la hora convenida mientras veintisiete jinetes cabalgaban animosos hasta las afueras del pueblo. Allí se separaron en dos grupos y se llegaron, cada uno por un lado, a las entradas naturales de la villa. Dejaron atadas las cabalgaduras en los vallados de las últimas casas, a cargo de un hombre cada recua, uno de ellos Sartenes a pesar de sus protestas, y a continuación los dos grupos siguieron a pie, discreta y sigilosamente, hasta la plazuela, en donde se alzaban los muros de piedra del acuartelamiento francés.

A esa hora no había nadie en las calles. Los pocos vecinos que los vieron desde las ventanas corrieron a esconderse y a cerrar la puerta de sus casas con cerrojos, pasadores y trinquetes. El grupo comandado por Zamorano se deslizó ágilmente pegado a las fachadas hasta situarse frente al cuartel, que estaba vigilado por dos soldados de la guardia. El otro grupo, comandado por Ezequiel y formado por los mejores tiradores, había tomado ya posiciones en lo alto de la iglesia, con los fusiles apuntando a las puertas de la barraca donde se alojaba la tropa, que a las tres de la tarde reposaba o jugaba a los naipes. En total, las fuerzas invasoras a abatir las componían dieciséis soldados, dos sargentos y el comandante del puesto, un teniente.

Cuando Zamorano comprobó que los hombres de Ezequiel estaban ya en el campanario, en sus puestos y preparados, indicó a Bernardo con dos movimientos de cabeza que iniciase el cumplimiento del plan. El guerrillero, caminando despacio, salió al encuentro de los dos soldados de la guardia, llamándolos como si fuese a preguntarles algo, y luego se paró junto a ellos, hablándoles deprisa para que se aproximaran y le prestasen atención. Entonces sacó la charrasca que escondía bajo la capa y, de dos golpes secos, acabó con sus vidas, sin darles tiempo a defenderse. Fue la señal convenida para que Zamorano y los suyos corrieran hasta la puerta del cuartel y forzaran la entrada, al grito de ¡Viva el rey! Los otros dos soldados del puesto, que oyeron el alboroto y salieron a ver qué sucedía, así como el sargento de la guardia, que también salió al encuentro, fueron degollados en un instante sin tener ocasión para preparar las armas ni siquiera dar la voz de alarma. En el asalto, Julián el
Toledano
y Francisco se mostraron especialmente hábiles en el baile macabro de la faca y les bastó una descarga a cada uno para enviar a los dos soldados franceses al infierno, o a donde les correspondiese. Del sargento se encargó también Bernardo, rabioso, de un solo tajo diestro y mortal. Y una vez caído y muerto el enemigo, siguió asestándole puñaladas hasta que Zamorano lo sujetó por el brazo y le metió una mirada de fuego en los ojos.

—Cuando se siente rabia se tiene derecho a tenerla, Bernardo, pero no da derecho a ser cruel…

—Lo siento, capitán… —Bernardo aceptó, cerrando los párpados para enjugar unos ojos enrojecidos.

Zamorano, respirando hondo, ordenó continuar el asalto y, ya adentrados en el patio del cuartel, todos se dirigieron sin dudarlo a la barraca del teniente, siguiendo el plan preparado minuciosamente. Si su previsión era cabal, a esa hora el comandante de puesto estaría sesteando, o conversando con el sargento zambo delante de una copa de vino. Despreocupados, en todo caso. Zamorano descerrajó la puerta de la casa de una patada y siete hombres entraron en la sala, con la bayoneta calada, buscando cuerpos enemigos para comprobar su textura. Tal y como pensaban, los encontraron frente a frente en torno a una mesa y bebiendo vino con las casacas desabrochadas, desarmados y con las botas sin poner. Bastaron cuatro disparos. Y un tiro de gracia sobre el sargento zambo que Bernardo se encargó de alojar entre los ojos cuando estuvo seguro de que le miraba y, aterrado, le reconocía.

—Esta era mi deuda, capitán —dijo.

—De acuerdo —aceptó Zamorano. Y ordenó continuar la misión.

Con el estruendo de la descarga, los demás soldados del acuartelamiento salieron del barracón armados pero despavoridos, en busca de una respuesta a lo que estaba sucediendo. Al menos cinco cayeron, heridos o muertos, con la primera andanada que el grupo de Ezequiel disparó desde los altos de la iglesia. De los siete restantes que componían la guarnición, tres corrieron a la barraca del teniente, en donde les esperaba Zamorano y les abatió sin dificultades; dos más replicaron al fuego enemigo, sin saber con exactitud hacia dónde debían disparar, y tras un intento de recargar los fusiles, rodilla en tierra, fueron tumbados por la segunda andanada del grupo que disparaba desde la iglesia; y a los dos últimos, pasados unos minutos, hubo que entrar a buscarlos para sacarlos del barracón, en donde trataban de ocultarse. Y tras repetir a gritos que se rendían, fueron arcabuceados en el patio central del cuartel junto a los tres heridos que sobrevivieron a la primera andanada.

Zamorano echó un vistazo alrededor y contó los cadáveres. Bernardo también. Diecinueve. Y se felicitaron mutuamente, afirmando con la cabeza. Sin demorarse más, salieron de allí, desandando el trecho recorrido para ir en busca de los caballos.

Pero a medio camino, cuando ya se creían a salvo de toda suerte de percances, se vieron obligados a aminorar la marcha primero y a detenerse después porque los vecinos de Guadarrama, conociendo lo ocurrido, salieron de sus casas para abrazarles, besarles y vitorearles, dándoles las gracias por haberles permitido reencontrarse con el orgullo y luego acompañándolos, entre sonrisas y parabienes, hasta las monturas. Allí, al pie de su caballo, Bernardo se fundió en un abrazo con una anciana, que lloraba y reía a la vez.

—Volveré, madre. Le juro que volveré.

—Sólo cuando hayas cumplido, hijo. —La mujer le llenó la cara con mil besos—. Vuelve cuando hayas cumplido.

Al mismo tiempo, un hombre de cara curtida y resquebrajada como la piel de un cuero viejo, que tal vez fuera el alcalde, se aproximó a Zamorano y le sujetó las cinchas mientras subía al caballo.

—Gracias —dijo emocionado—. Hoy es un gran día para este pueblo.

—Suerte, amigo —respondió el capitán, montando.

—La vamos a necesitar —el paisano bajó la cabeza—. En cuanto sepan lo ocurrido, vendrán más, y no habrá piedad para nosotros… —guardó unos instantes de silencio, como si necesitara reconocer el rostro de la muerte; pero de repente alzó la cara y ofreció al capitán la más grata sonrisa que había visto en su vida—. ¡Pero ha merecido la pena, qué diablos! ¡Ha merecido la pena vivir sesenta y tres años para ver esto!

Zamorano le dio una palmada en el hombro, le devolvió la sonrisa y, de inmediato, miró hacia atrás. Sus hombres estaban listos. Y alzando la mano, al grito de ¡Victoria!, picó espuelas y salió de allí seguido por veintiséis guerrilleros que cabalgaban aventando lascas de nieve dura en dirección al crepúsculo, con el deber cumplido, sin haber sufrido un rasguño y con el sol del domingo recortando sus figuras, como para enmarcar la gloria que una vez más habían conseguido.

Al anochecer, la partida de Zamorano llegó a un pequeño pueblo rodeado de pinares. Los caballos estaban agotados y los hombres, que al iniciar la marcha se mostraron eufóricos, se habían vuelto silenciosos como reos de galeras. El capitán ordenó desmontar y mandó a Ezequiel que entrase en el pueblo para recabar información de dónde se hallaban y cuanto de interés pudiese enterarse. Esperarían su regreso junto a las torres de un castillo que, aparentemente en ruinas, se alzaba a las afueras.

—Y no olvides que hoy no hemos cenado —dijo Sartenes—. Cualquier cosa estará bien…

—Descuida.

La cuadrilla se acomodó pronto en el interior del castillo abandonado, en lo que podría ser el patio de honores. Zamorano, antes de reposar, paseó el exterior y el interior para asegurarse de que, en verdad, no serían molestados ni descubiertos. Se trataba de una edificación del renacimiento, con puertas de arco de medio punto, un frontón triangular presidido por un escudo nobiliario y ventanas enrejadas en la fachada, así como algunos balcones voladizos. El castillo tenía un gran torreón con cornisa de bolas y troneras, y en el noroeste se abría una galería gótica y mudéjar ventilada por una ventana inmensa protegida por una reja plateresca. Al otro lado, al suroeste, el cubo cubría dos bóvedas planas. El zaguán era amplio, acostumbrado a permitir la entrada y salida de huestes abundantes, y su techo muy hermoso, delicadamente artesonado. La escalinata, al fondo, era de piedra.

El patio de honores, donde ahora descansaban los hombres, estaba rodeado de una galería sostenida por columnas jónicas y arcos con escudos en las enjutas. A su vez, sujetaban otra galería superior con columnas dóricas y arquitrabes tallados. A Zamorano le agradó el escondite. Estaba seguro de que allí no les buscarían pero, en caso contrario, había muchas posibilidades de defender la posición.

Bernardo pidió permiso para encender fuego y el capitán sólo consintió una hoguera pequeña al fondo de la primera galería, alimentada con ramas secas para que desprendiesen el menor humo posible. Y de inmediato distribuyó la guardia, poniendo un hombre en cada uno de los muros del castillo y uno más en el torreón.

Pero aún no había terminado de repartir a los hombres cuando entró Ezequiel hasta el mismo patio, a caballo, con la urgencia de quien porta una buena noticia.

—Las Navas. —Bajó de la montura, jadeando pero sonriente—. Las Navas del Marqués. Y, no se lo va a creer, capitán, pero no sólo me han rendido honores sino que, según me han dicho, nos estaban esperando.

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