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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (23 page)

—Prueba con esto.

—¿Unas tijeras? —Zamorano las repasó con atención.

—Sí. Las de Manuela Malasaña. Nunca me desprenderé de ellas…

Cortando las puntadas con habilidad y despegando los bordes de cuero, Zamorano extrajo despacio y cuidadosamente el papel. Se trataba de un pliego del tamaño de una cuartilla, amarillento y escrito por ambas caras. La tinta no se había corrido sobre el papel entelado y podía comprobarse el esmero con que se había escrito. Letras pequeñas y redondillas, ligeramente esbeltas, de trazo firme y pulso medido. El encabezamiento rezaba, en efecto, «Equipaje», y al dorso, finalizando la escritura, había una firma ilegible, otra del rey don Fernando y, entre ambas, el sello real.

—Leamos —dijo Zamorano.

Sartenes se inclinó sobre la mesa. Teresa, no.

—Pero antes —ordenó el capitán—, haz salir a todos de la casa. No quiero oídos despiertos.

—¿Al alcalde también? —preguntó Sartenes.

—Sobre todo al alcalde.

Sartenes se levantó y salió para recorrer la casa. El alcalde, su mujer y otra mujer más salieron apresurados por Sartenes, a empellones y rezongando improperios. Y cuando se aseguraron de que nadie podía oírle, Zamorano inició la lectura.

—Equipaje: Au, 1.000 lgs. Ag, 2.200 lgs. 150.000.000 Rls. Tiziano (1) 12 collares au. Velázquez (1) 15 marcos au. 655 marcos ag. Greco (1). 100 Carolo IV, rege, au. Velázquez (2). 130 Carolo III, rege, au. 65.000.000 Rls. Tiziano (2). 16 brazaletes au. 24 pulseras au. Greco (2). 7 collares esm. 11 broches au + brillts. 12.500 Rls. 62 retratos Corte. Velázquez (3). Velázquez (4)… Puedo seguir leyendo si queréis, pero no entiendo nada —concluyó Zamorano.

—Números, nombres, letras… —Sartenes se rascó la coronilla—. ¿Qué es Tiziano?

—Un pintor —respondió Zamorano—. Como Velázquez y El Greco. Eso es lo único que comprendo de todo esto —aireó el papel, agitándolo, como si así pudiese desprender los caparazones que ocultaban el enigma.

—Estoy segura de que tiene una explicación —dijo Teresa—, pero por más vueltas que le he dado, no he conseguido encontrarla. ¿Comprendes por qué decía que no había descubierto el mensaje?

—Ahora lo veo —aceptó Zamorano—. Y, sin embargo…

—¿En qué piensas, capitán? —preguntó Sartenes.

—Estaba pensando… —Zamorano se pasó la mano por la barbilla y quedó con los ojos perdidos en el vacío—. Tal vez sea una tontería, pero, leído así, en columna, es como la relación de bajas de una acción militar, o la lista de vituallas del cocinero para comprar en el mercado y preparar el rancho. ¿No se tratará de un verdadero equipaje? —Zamorano miró a sus amigos—. De esas prendas que se trasladan en baúles y bolsas…

—Sigo sin comprender —Sartenes encogió los hombros y arqueó las cejas.

—¡Claro! —Teresa miró al capitán—. En vez de poner las prendas, se incluyen otras cosas. Por ejemplo, cuadros.

—¡Eso es! —abrió mucho los ojos Zamorano—. En esta relación hay cuadros de mucho valor.

—¡Y joyas! —añadió Teresa—. Collares, brazaletes, broches… ¿Pulseras también?

—También —volvió a leer Zamorano—. Espera… —dijo y se quedó pensativo—. ¿Estáis pensando lo mismo que yo?

—Si hubiera dinero contante y sonante… —canturreó Sartenes.

—Lo hay —Zamorano devolvió los ojos al papel—. ¿Qué si no puede querer decir Rls? ¡Seguro que son reales! Ciento cincuenta millones, sesenta y cinco millones, doce mil quinientos…

—Qué tonta he sido —se lamentó Teresa—. Ahora lo veo muy claro…

—¿Tonta por compartir todo esto con nosotros? —Zamorano frunció el ceño.

—Bueno, no quería decir eso… —Teresa rectificó, ruborizándose por sus palabras. Se incorporó hacia el capitán y sonrió—. Me refiero a que yo sola no he sido capaz de ver algo tan evidente. Pero, ¿sabes una cosa, Manuel? Me alegro de que lo compartamos. Vamos a ser muy ricos…

—¿Vamos? —preguntó Sartenes, irónico.

—¡Los tres! —afirmó Teresa, con la cara iluminada por la alegría del hallazgo—. ¡Tú también, Sartenes!

—¡Alto ahí! —Zamorano dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo—. No sabéis lo que estáis diciendo. Éste debe de ser el equipaje de nuestro señor el rey don Fernando, no es nuestro en absoluto. El hecho de que conozcamos su existencia no significa nada. ¿O es que acaso sabemos dónde está? Y aunque lo supiéramos, ¿es que sería de nuestra propiedad? ¡Por Dios que no os comprendo! —Zamorano se levantó y paseó por la sala, dando muestras de su indignación—. Supongamos…, supongamos por un momento que este equipaje estuviese a nuestro alcance… Lo tomaríamos, sin duda; pero naturalmente para llevarlo de inmediato a los pies de su dueño, de Su Majestad. Es más: hagamos un esfuerzo e imaginemos que la confusión de la guerra nos permitiese distraer una parte, o todo. ¿Es que pensáis que yo soy un ladrón? ¿Es que algunos de vosotros…? Bueno, Sartenes, no me refiero a ti. ¿Es que lo eres tú, Teresa?

—Yo no… —Teresa bajó los ojos a la mesa.

—¡Ni yo! —se alteró Sartenes—. ¡Os dije que fue un error! ¡Y por un perro que se mata…!

—Celebro saberlo —respiró Zamorano profundamente—. Y ahora, con lo que sabemos…, ¿qué proponéis?

Teresa y Sartenes guardaron silencio, pensativos. Zamorano, estirándose la camisa y pasándose la mano por la cabeza, ordenando su cabello, aguardó una respuesta. Pero no vino. Hasta que repitió:

—¿Proponéis algo? ¿Eh?

—Un baño —dijo Teresa, sin sonreír—. Creo que lo que yo necesito es un buen baño…

Cuando Zamorano salió de la casa para que Teresa disfrutase de su baño se sorprendió al ver a todos los hombres de la partida reunidos en el patio de una casa, discutiendo acaloradamente. Unos estaban de pie, con el gesto crispado; otros sentados en el suelo o en los lechos de piedra que lindaban el cercado, masticando ramas o jugueteando con su cuchillo y un trozo de madera para calmarse antes de volver a intervenir a voces. El capitán y Sartenes se miraron sin comprender, parados en medio de la calle, y luego se dirigieron a ver qué sucedía.

—¡Ah! ¡Por ahí viene el capitán! —exclamó Bernardo, señalándolo con la punta de su faca.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Zamorano, llegando.

Los guerrilleros se volvieron hacia él, con el rostro contraído y la mirada firme. Había una tensión entre ellos que desprendía bufidos de animales heridos. Era la primera vez que Zamorano los veía así, con las mandíbulas apretadas y respirando ira por la nariz. No le gustó la fiereza de aquellos hombres, tan unidos hasta aquel mismo día.

—Parece que Bernardo no está conforme, capitán —dijo Julián, el
Toledano
, levantándose.

—¿No está conforme con qué? —preguntó Zamorano.

—¡Pues es muy sencillo…! —Bernardo adelantó un paso y se dirigió a él, en un tono áspero de voz—. ¡Que ni yo ni ninguno de nosotros hemos dejado nuestras casas para estar de fiesta durante tantos días!

—Lo dice como si la partida fuese suya —Lorenzo sonrió irónico y displicente, sin levantar su corpulencia de donde estaba sentado—. Alguien tendrá que convencerle de que aquí las órdenes las da usted, capitán.

—¡Eso no lo dudo! —rugió entonces Bernardo, sin apartar los ojos del Molinero—. ¡Pero mis hombres están hartos de descansar! ¡Cada día que pasamos aquí de brazos cruzados los franceses cometen mil fechorías!

—¡Eso es verdad! —subrayó Francisco.

—¡Pues si no estáis conformes, marchad a donde queráis! —gritó el
Toledano
.

Otras voces se alzaron, unas para reafirmar las palabras de Bernardo y las más para exigir respeto al capitán y ofrecerles que se marcharan. El griterío volvió a ser ensordecedor y las miradas repitieron retos, las manos lances y las palabras pendencia.

—¡Basta! —Zamorano levantó la voz, contrayendo la cara dolido por el desafío y convirtiendo su mirada en una daga de acero—. ¡Basta ya, he dicho!

Todos los hombres, a la vez, obedecieron. El capitán esperó a que el silencio les hiriese en su orgullo y las respiraciones se volviesen olas. Los miró uno a uno, hasta hacerles comprender su irritación. Y siguió esperando a que apartasen la vista en señal de subordinación. Algunos vecinos que estaban observando todo cuanto estaba sucediendo se alejaron de allí, temerosos de que se iniciara una reyerta y les salpicase el hierro.

—¡Mejor así! —dijo finalmente Zamorano—. Y ahora escuchad: no hemos consentido hasta hoy enfrentamientos en la partida y no los vamos a consentir ahora, a menos que queráis que quien se marche sea yo. Un destacamento sin unidad es una jauría de lobos, y los lobos mueren solos. Así es que vamos a decir lo que se tenga que decir pero sin alzar la voz, que las energías hay que guardarlas para combatir al extranjero. A ver, Bernardo: ¿qué te sucede?

El rubio tardó en contestar, pero no escondió la mirada al hacerlo.

—Ya lo ha oído, capitán.

—Lo he oído —replicó Zamorano, grave—, pero lo dicho no es de justicia. Tú llevas con nosotros una semana, o poco más; pero los demás no hemos descansado ni un día desde la batalla de Gamonal, y ya han pasado tres meses desde entonces. ¿Tan grave te parece este resuello? En todo caso, las decisiones son de todos y si mis hombres te han dicho que yo les mando, así será. ¿Tú quieres dejar este destacamento?

—Yo… —Bernardo titubeó.

—Si tú y los tuyos queréis partir, hacedlo —concluyó el capitán—. Pero que sepas que esa arrogancia tuya no será un acto militar contra los franceses sino en su favor. Cuanto más nos dispersemos, más fácil lo tendrán frente a nosotros. Aun así, haz lo que quieras.

Bernardo arrugó el entrecejo, pensativo, y movió levemente la cabeza arriba y abajo, aceptando que el guerrillero estaba en lo cierto. Y después de resoplar e intercambiar miradas con algunos de sus hombres, lo reconoció.

—No capitán, creo que tiene razón. Todos aguardaremos sus órdenes. Pero comprenda que es normal que los muchachos estén impacientes por…

—Lo comprendo. Pero es preciso tener paciencia, Bernardo. Un poco de paciencia.

—La tendré, naturalmente —respondió el hombre, levantándose para salir de allí. Y añadió—: Pero la paciencia es oficio que requiere de mucha práctica, capitán…

Zamorano afirmó con la cabeza, se volvió y se alejó junto a Sartenes hacia el final de la calle. La partida, sin hablar, se dispersó poco a poco, volviendo cada uno a los trabajos cotidianos de asear a los caballos, engrasar las armas o remendarse el vestuario. Sólo Ezequiel siguió a Zamorano hasta reunirse con él a las puertas de la Venta.

—Has hablado muy sensatamente, capitán —le dijo, y se dio cuenta de que por primera vez le tuteaba; pero no rectificó—. Aun así, yo también creo que esta situación no puede durar mucho.

—Lo que me inquieta es que no sé qué puede pasar con Bernardo, tan impulsivo, tan… —Zamorano movió la cabeza a un lado y otro—. No sé; no acabo de confiar en él.

—Cuando la tierra es áspera, áspero se vuelve el corazón, capitán. Ese Bernardo ha sufrido mucho, pero no creo que sea un mal hombre…

—Sí, sí —aceptó el capitán—. Puede que tengas razón. Siento haber dicho eso…

Ezequiel lo afirmó también, moviendo la cabeza. Y añadió:

—Pero lo cierto es que los hombres, también los nuestros, están agitados.

—Bien —Zamorano lo invitó a pasar al interior de la Venta y tomó asiento junto a él. Sartenes, como si ya se hubiese adueñado de la casa, fue en busca de una jarra de vino y de tres vasos. El capitán respiró hondo y continuó—: Tienes razón. Y sé también que ese hombre, Bernardo, tiene razón, pero comprende que no podía dársela y defraudar a los hombres que estaban dando la cara por mí; al fin y al cabo son mis soldados, Ezequiel. Pero ahora, aquí, a vosotros, os confieso la verdad: no sé qué hacer.

—Pues seguir en la lucha, capitán —respondió el maestro extendiendo los brazos, como si en aquello no cupiesen dudas—. ¿Qué otra cosa?

Sartenes miró a Zamorano, intentando descifrar el significado verdadero de sus palabras. Un enigma se interponía en su camino y pudiese ser que el capitán ya hubiera cambiado de planes.

—Por supuesto, por supuesto —aceptó de inmediato, pretendiendo ser convincente; aunque Sartenes no lo viera tan claro—. Pero, ¿cómo seguir? ¿En dónde? ¿De verdad crees que sirve de algo lo que hacemos: dar un golpe aquí o allá, sin ningún criterio ni estrategia? Yo lo dudo…

—Eso es precisamente lo que desconcierta a nuestros enemigos, capitán —se apresuró a contestar Ezequiel, dando a sus palabras un énfasis de seguridad que las convertía en irrebatibles—. Si actuásemos con una estrategia, con una lógica, tarde o temprano los invasores la descubrirían y no tardarían en aprender a combatirla. Nuestras acciones, para ser eficaces, han de ser así: caóticas, inesperadas, imprevisibles. Hoy aquí y mañana allí, sin cebarse en las aparentemente sencillas, que pudieran ser una trampa, ni en las arriesgadas en exceso, que podrían diezmarnos. Leí en un libro que Viriato decía que el ejército romano era como la cola de un caballo, que si se intenta arrancar de un solo golpe, resulta imposible; pero arrancando pelo a pelo se termina por pelar al equino. Pues bien: el ejército francés es lo mismo. Nuestra misión es arrancarle un pelo tras otro, y sólo cuando se pueda.

—¡Mira! ¡Eso está muy bien visto! —replicó Sartenes, encantado con la explicación del maestro—. No…, si ya decía yo que los beneficios de la lectura son muchos…

—Está bien —aceptó Zamorano—; pero a pesar de todo me gustaría saber cómo están las cosas por ahí fuera, Ezequiel. Así es que quiero que al alba te llegues a Salamanca y recabes cuanta información haya podido dejar Porlier. A tu regreso decidiré qué hacer.

—A tus órdenes —respondió el maestro—. Saldré ahora mismo y dentro de cuatro días volveré con noticias. Ya verás como estamos en el buen camino, capitán.

Ninguno de los dos durmió aquella noche. Teresa ocupó la habitación que le cedió el alcalde, la suya, la que compartía con su mujer; y Zamorano no necesitó estratagemas refugiadas en excusas del frío ni en la escasez de mantas para compartir su cama. Ambos deseaban pasar juntos aquellas horas en el refugio de la pasión y no necesitaron palabras para fundirse en un primer beso y repetirlo hasta que sus cuerpos acabaron bañados en sudor. Afuera helaba y el silencio envolvía un mundo en el que sólo se oía el oleaje de su respiración en un mar inquieto, hasta que fue calmándose y convirtiéndose en aguas de laguna mecidas por la brisa.

Permanecieron así, abrazados y en silencio, en la penumbra de la habitación herida por una luz pálida de luna muy crecida. Desde la cama, sin necesidad de incorporarse, contemplaron un cielo limpio abigarrado de estrellas, como si su resplandor quisiera sumarse a la tenuidad de la alcoba. Zamorano estaba pensativo, como echando cuentas. Teresa, entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho y con los ojos cerrados, buscaba palabras que llevaba guardadas mucho tiempo para ponerlas en orden. Lo que sentía era difícil de expresar, pero necesitaba hablar para saldar una deuda contraída consigo misma.

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