—¿Y qué quieres decir con eso? —se interesó Sartenes, irrumpiendo en la conversación de los judíos, algo que casi nunca había hecho.
—Nada que sea imposible de comprender —replicó Ismael, volviéndose hacia donde estaba y agravando aún más el tono de voz—. Que hay muchas cosas que creemos que no podemos hacer porque una vez, a lo largo de nuestra vida, las intentamos y no nos fue posible lograrlo. No nos damos cuenta de que todo cambia, de que la vida, el mundo y nosotros mismos estamos cambiando continuamente, evolucionando, y lo que ayer era inamovible como un robusto tronco hoy es liviano como una espiga de trigo. O sea: que nuestro amigo Gabriel debe volver a ser quien fue, sin temer que ello sea imposible porque ha poco, unos meses nada más, no pudiera valerse por sí mismo.
—¡Pues claro que lo comprendo! —aseguró Sartenes—. Toda esa palabrería para decir lo que Sancho Panza: que las apariencias engañan, vamos. De sobra lo sabré yo…
—Eso es, Sartenes. Hay que ser primero cautos y observadores, pero después atrevidos, no vaya a ser que por una convicción errónea nos perdamos lo mejor que puede darnos la vida.
—¿El dinero? —rió sarcástico Sartenes.
—No, amigo —negó Ismael—: la libertad. ¿Acaso buscas tú algo distinto?
—¿Yo? —Sartenes se frotó el mentón—. No sé qué decir. Me conformo con sobrevivir…
—¿Sobrevivir? —Ismael miró a sus compañeros, para dar más énfasis a sus palabras—. ¿Has dicho sobrevivir? No, amigo. Sobreviven los animales. Nosotros queremos vivir en libertad, en nuestra tierra. ¿Tú no?
—Claro, claro —se azoró Sartenes—. Yo también… Pero en estos tiempos sobrevivir a la fusilería de los franchutes no es pequeña cosa…
—Olvídate de los fusiles —replicó David, con sus ojos minúsculos, el más enjuto de aquellos judíos y también el más tímido tras sus anteojos sin montura—. Llevo más de veinte años reparando y comerciando con toda clase de armas de pólvora y te puedo asegurar que el fusil es el más inofensivo de los artilugios inventados para la guerra. No, los fusiles no son armas a temer: está comprobado que sólo cinco de cada mil disparos dan en el blanco… Al único que hay que temer es al insensato que ordena dispararlos.
—¿Disparar a quién? —En aquel momento volvía Ezequiel de su paseo y oyó las últimas palabras de David—. ¿De qué se habla hoy aquí?
—Nada —cabeceó Sartenes—. De la memoria de los elefantes…
—Ah —sonrió el maestro—. Eso me recuerda una cosa que… ¿Me permitís un juego de adivinación?
Los judíos se volvieron hacia él y movieron sus sillas, para situarse frente a él. Incluso Gabriel se incorporó en el lecho.
—Veamos… —dijo uno de ellos. Y asintieron los demás.
—Está bien —se rascó la coronilla el maestro—. Pensad un número del uno al nueve.
Lo pensaron todos, cada cual el suyo.
—Ahora sumadle uno.
Lo hicieron, en su cabeza.
—Y multiplicadlo por nueve —les pidió—. ¿Ya lo tenéis? Pues sumad los dos dígitos de ese número y a lo que os dé restadle cinco.
—Espera, espera —pidió Marcos—. Sumo los dos dígitos de mi número y da… Y ahora le quito cinco.
—Eso es —continuó Ezequiel—. Ahora asignad una letra a cada número: al uno, la A; al dos la B; al tres la C; al cuatro la D, y así sucesivamente…
—Y ahora pensad en un país que empiece por esa letra. ¿Ya?
—Ya —aceptaron todos.
—Pues muy bien, recordadlo —sonrió Ezequiel—. Y, ¿cuál es la letra siguiente? Si era una A pensad en una b, si era una B pensad en una c, si C en una d, si D en una e…
—¿Y…? —preguntó Gabriel, que ya lo había pensado.
—Pues pensad en un animal que empiece por esa letra. ¿Ya lo tenéis?
—Sí, sí —respondieron todos.
—¿Seguro? —reiteró Ezequiel.
—Seguro.
—Pues no. ¡No hay elefantes en Dinamarca!
Y todos ellos se quedaron boquiabiertos y con los ojos desorbitados antes de regocijarse con el juego y ponerse a aplaudir, como niños en un acertijo de escuela.
Fue un parto largo en el que al final todos quisieron colaborar. Teresa contuvo sus gritos cuanto pudo en medio de los espasmos, bañada en sudor; Ezequiel dejó su mano para que se aferrara a ella; Sartenes hirvió cazuelas de agua para limpiar al niño y a la madre cuando llegara el momento y Gabriel preparó con trapos limpios una pequeña cuna junto al lecho materno para que Teresa pudiese descansar con los ojos puestos en su hijo. Hermenegilda, la partera, una mujer severa y discreta que contaba las palabras como si le disgustase el dispendio, ofició su menester con experiencia y meticulosidad, ordenando la postura adecuada, el momento de empujar, la forma de resoplar para no malgastar fuerzas y la manera de extraer la criatura y la placenta, dar el corte al cordón umbilical, sellarlo sobre el vientre del niño y proceder al lavado posterior, después de mantenerlo reposando sobre el pecho de la madre durante un buen rato para que no llorase más y se confiara, oyendo los latidos de un corazón conocido.
Los primeros dolores de parto comenzaron a la hora de la cena pero el niño no nació hasta pasadas las seis y media de la madrugada, cuando el alba empezaba a enmarcar el nuevo día.
No hubo muchas palabras a lo largo de la noche. Sólo se le oyó repetir a Teresa:
—Siempre supe que mi hijo nacería sin padre…
Y a veces se oyeron algunos bisbiseos susurrados de Ezequiel, preguntando a la comadre por la salud de la madre, o jaculatorias de Sartenes en la cocina, para ahuyentar el miedo. Cuando al fin nació el hijo de Zamorano y explotó en su primer llanto, no le dejaron solo: a Ezequiel se le escapó una lágrima, a Gabriel se le humedecieron los ojos y Sartenes fue quien más se emocionó porque se puso a llorar con tal congoja que por un momento sus amigos no supieron si prestar al recién nacido la atención que merecía o correr a consolar al buen hombre, para ver si así se le pasaba el berrinche.
—Pero si es de la misma alegría —repetía Sartenes.
—Pues ríete como todo el mundo, botarate —le aconsejó el maestro—, que vaya, vaya con la nochecita que nos estás dando…
—De la misma alegría…
Al amanecer la partera se quedó dormida en una silla de la sala, Gabriel en su cama y Sartenes en la suya; y Teresa, sin quitar los ojos de su hijo, aguantó despierta hasta que no pudo más. Sólo Ezequiel se mantuvo en vela, contemplando a un bebé que, en aquellos momentos, no le hubiese importado que fuese suyo. Y sin embargo comprendió que aquella criatura iba a complicar las cosas aún más de lo que ya lo estaban: no podían prescindir de Teresa ni ella prescindir de su hijo, pero ambos constituían un obstáculo a la hora de llevar adelante los planes y, sobre todo, en el caso de ser necesaria la huida, si llegaban a ser descubiertos. Sartenes y él, solos, no se bastarían para cumplir los objetivos dispuestos pero, por ahora, no se podía contar con nadie más.
Sin el capitán, sólo había una salida a aquella situación tan delicada, pero todavía era demasiado arriesgada: contar con Gabriel, el judío; en el supuesto de que encontrase la forma en que todos llegasen a confiar en él.
Mientras contemplaba al recién nacido, que dormía con la placidez de la inocencia, pensó en qué hacer. Sabía que tenía que descubrir el lugar donde se hallaba el tesoro, si en verdad existía; después conseguir los carros y las caballerías necesarios para el transporte; también encontrar un lugar apartado y disimulado donde ponerlo a salvo y por último preparar un plan escrupuloso para que la operación no levantase sospechas y se pudiese completar con una discreción absoluta. Todo ello era prácticamente imposible sin la experiencia de Zamorano, con la torpeza de Sartenes, sin la inteligencia de Teresa y en presencia de Gabriel. Ahora, por fin, la vida lo enfrentaba a un verdadero ejercicio de ingenio. Tendría que demostrar, y demostrarse a sí mismo, que podía hacer algo grande.
—Maestro —Teresa lo sacó de sus pensamientos, llamándole con un hilo de voz.
—Dime —se volvió hacia ella.
—Es muy hermoso, ¿verdad?
—Lo es.
—Se parece a Manuel…
—Sí.
—¿Dónde estará…?
Ezequiel no contestó. Vio que unas lágrimas corrían por las mejillas de la mujer y se acercó a ella, tomándole una mano con firmeza.
—Tienes que descansar —dijo.
—¿Sabes? —susurró ella, con la frente crispada por el dolor y los ojos apretados—. Mil veces preferiría verlo casado con la marquesa que saberlo muerto… ¡Oh, Dios mío! No puedo acostumbrarme a su ausencia, no puedo… ¡Lo necesito tanto!
—Volverá, mujer…
—No, maestro. Los dos sabemos que no. Si no ha muerto, pronto lo estará. Y este niño necesita un padre… —Teresa guardó silencio unos momentos. Y dijo, abriendo mucho los ojos—: Ezequiel…, ¿te casarías conmigo?
Al alba de aquel mismo día, el capitán Manuel Zamorano fue sacado de su celda por dos guardias de la cárcel de Casa y Corte. Su aspecto era lamentable: el cabello y las barbas le cubrían casi por completo la cabeza y la cara, llegándole hasta más allá de los hombros; el rostro, sucio y cadavérico, lo tenía lleno de cicatrices y heridas producto de las picaduras de insectos, de los arañazos de rata y de los malos tratos de sus carceleros; sus ropas estaban raídas y manchadas, y todo él apestaba; y las piernas, esqueléticas, apenas podían sostener un cuerpo descarnado, seco, frágil y enjuto, como el de un tuberculoso en las horas de su agonía. Sus ojos, desorbitados, parecían no ver nada; y su mente hacía mucho tiempo que permanecía confusa, unos momentos en blanco y otras veces, en ocasiones durante días enteros, sumida en el desconcierto o en el delirio.
Una o dos veces por semana, durante los cuatro primeros meses de cautiverio, había sido sometido a tortura por los soldados a las órdenes de un oficial francés. Lograron su confesión de bandolero; obtuvieron su declaración de espía, de bandido y de rebelde, bajo mandato de la Junta Central; admitió crímenes y fechorías; reveló nombres de jefes de partidas de guerrilleros. Pero ni cuando estuvo al borde de la muerte ni cuando más insoportable fue el dolor de la tortura consiguieron arrancarle quiénes eran sus cómplices en Madrid ni en dónde se escondían.
Sumido en la debilidad y próximo a la pérdida de la razón, desistieron de buscar en él más información y jugaron varias veces a ejecutarle. Dos veces lo arcabucearon sin apuntar a su cuerpo, una vez lo subieron a un cadalso donde estaba preparada la soga que iba a ahorcarle y otras dos o tres más lo sacaron de la celda al amanecer como si lo condujeran al patíbulo para, después, devolverlo sin raciocinio a su mazmorra. Siete meses así, día tras día, lo habían convertido en un cuerpo sin vida al que ya no le importaba nada porque tampoco comprendía nada de cuanto hacían con él.
Por eso aquella mañana, cuando dos guardias lo sacaron de su celda, no le sorprendió el paseo. Ni tuvo fuerzas para preguntar adonde lo llevaban. Sólo comprendió que algo nuevo estaba sucediendo cuando le acompañaron hasta las puertas de la prisión, lo dejaron en la calle y le indicaron un carruaje que lo aguardaba ante la fachada del presidio.
—Ahí te esperan, cerdo —le dijeron mientras lo empujaban, haciéndolo caer de rodillas—. Y agradece a su majestad el indulto, que si por nosotros fuera…
En efecto. Allí, ante él, esperaba un coche enviado por la marquesa de Laguardia para recogerlo. Dos lacayos corrieron a socorrerle y lo introdujeron en el carruaje con cuidado de no lastimarlo. En su interior, otro lacayo con una jarra de zumo de naranja y algunos alimentos blandos le ofreció de beber y de comer, informándole, mientras Zamorano bebía con fruición, de que la señora marquesa estaba muy preocupada por él, que a continuación sería conducido a su palacete, donde podría asearse y descansar, vestir ropas nuevas y, de inmediato, ser atendido por un médico de la absoluta confianza de la señora que reconocería sus heridas, curaría sus males y recetaría lo necesario para un rápido restablecimiento. Y que tan pronto como fuera posible, tal vez a última hora de esa misma mañana, sería conducido a una finca alejada de Madrid, propiedad también de la señora marquesa, en donde continuaría su recuperación hasta quedar sanado por completo. Allí le aguardaba doña Cayetana y hasta allí sería conducido, siguiendo sus órdenes, con la mayor celeridad.
Zamorano oyó la retahíla del lacayo pero no prestó atención a tanta palabrería, concentrado como estaba en vaciar la jarra del zumo y en engullir las delicias que se ofrecían ante sus ojos: empanadillas de carne, pastelitos de hojaldre, bombones de chocolate, milhojas de crema, tocinos de cielo y otros bocados. El lacayo le preguntó hasta tres veces si comprendía lo que le estaba diciendo y Zamorano, sin apartarse de las bandejas, afirmaba con la cabeza con los ojos desorbitados y la misma lucidez que cuando terminaban las sesiones de tortura.
Aquella noche pernoctó en la casa de campo de la marquesa de Laguardia entre sábanas que olían a azahar, en una habitación cálida del primer piso. Cayetana lo recibió en la puerta, lo acompañó hasta la habitación y se sentó a su lado sin dejar de contemplarlo ni un instante hasta que se quedó completamente dormido.
—¡Traigo noticias de importancia, majestad!
—¿Y ahora qué sucede, Sebastiani?
El mariscal había entrado agitado en el despacho de José Bonaparte, con el rostro demudado y jadeando, con la voz ahogada. El rey, hastiado ya de tantos conflictos, comprendió que iba a ser informado de alguna desgracia más y respondió con la voz fatigada de la infinita paciencia y el tono rendido de la resignación. Otra desgracia… ¿De qué se trataría esta vez?
—Majestad —repitió Sebastiani, recobrando el aliento—. ¿Recordáis las palabras de vuestro ministro Ansorena? ¿Aquellas que se referían a un tesoro real escondido?
—¿Y bien…? —Bonaparte levantó los ojos hasta los de su edecán, con la esperanza puesta en que aquella irrupción en su trabajo tuviese algún interés.
—Pues que sí —afirmó Sebastiani.
—¿Qué sí, qué? —el rey depositó la plumilla en el tintero y cruzó los brazos sobre la mesa, dispuesto a escuchar.
—Que el inventario real, el inventario… —Sebastiani puso una mano temblorosa en el borde del escritorio, desfallecido—. ¿Me permite su majestad que tome asiento?
—Sea. —Bonaparte le mostró la silla situada frente a él—. Y recóbrate, mariscal, que no puede ser tan grave.
—Gracias, majestad. —Sebastiani se sentó antes de continuar su hallazgo—. Del inventario real falta…, falta…