Sabía que la irritación de la marquesa sería grande y sus consecuencias impredecibles. Ya le había denunciado una vez a los franceses; otra no tendría sentido porque sería ella la única en ponerse en evidencia, ridiculizada ante los mismos soldados y sus oficiales. Así pues, lo más seguro era que optase por tomarse la justicia por propia mano, ensuciando su honor ante Porlier o, si era incapaz de contenerse, como suponía, persiguiéndolo hasta dar con él. Pero no podían retenerle semejantes amenazas: era imposible temer a una mujer después de haber provocado a todos los ejércitos de Napoleón y haberse enfrentado a tropas muy superiores en número y armamento. Después de haber combatido hasta la extenuación; después de haber desafiado… Pero, ¡qué demonios! Enfrentarse a una mujer era algo muy diferente. Si las armas comunes de las partidas de guerrilleros eran la sorpresa y la rapidez en la embestida y el repliegue, las de una mujer despechada eran la astucia, la perseverancia, la malevolencia y el odio, infinitamente más dañinas y devastadoras que el cañón, el arcabuz, el sable y la pistola. Temer a una mujer enojada, se dijo, no es cobardía sino sensatez. No es posible ni recomendable pretender ignorar el silbido de una cobra que acecha en la medianoche mientras se duerme.
Aun así, el deber estaba por encima de la resignación y del avenimiento, sobre todo después de esas acusaciones de traición que, aunque prometiera enterrarlas para los demás, siempre las vería reflejadas en sus ojos, por mucho que fuese el tiempo que pasara. Para la marquesa, para esa mujer que pretendía ser su esposa, era reo de traición y culpable de delitos que no había cometido, y si a pesar de ello quería emparentar con él no era por amor sino por sanar su orgullo herido. Él no era así. Ni permitiría que lo consiguiera. Porque no consideraba que hubiese traicionado a su país ni concebía que su deber fuera dejar de combatir a Bonaparte en defensa del rey cautivo, su único señor. Y si era cierto que había reiterado las promesas de matrimonio, en ambos casos voluntarias, no era menos verdad que las dos habían nacido mal, mutiladas: la primera por los efectos del vino, que reblandece la sesera; y la segunda por imperativo de la propia libertad.
Una ocasión propicia para huir; eso era lo único que buscaría desde aquel momento.
Una gran nevada cubrió el paisaje con ropas de Navidad durante los días siguientes, convirtiéndolo todo en un hermoso cuadro del que no era difícil cansarse. Los pinares se ocultaron al abrigo de un manto blanco firmemente tejido y todos los caminos desaparecieron, como quedó cubierto el mobiliario de piedra del jardín situado delante de la casa: los maceteros, las estatuas y los adornos. Salir en aquellas condiciones era una temeridad. Sólo el fuego de las chimeneas y el silencio que lo envolvía todo proporcionaban apacibilidad al pausado y desesperante deslizamiento de las horas. La serena compañía de un libro en la cercanía del hogar y la quietud de Cayetana, bordando en silencio sus iniciales en las ropas del ajuar, daban una cierta placidez a la estancia. Zamorano miraba de soslayo por la ventana, esperando que dejase de nevar, pero febrero se había empeñado en cubrirse con blancos cielos bajos e inmóviles y todo parecía indicar que allí se quedarían para siempre, regando el mundo infatigablemente y anegando en su persistencia la impaciencia del capitán.
A pesar de todo, la carreta del descomunal Vicente cargada con las provisiones para la cocina apareció puntual el miércoles siguiente por el horizonte, abriéndose paso con gran dificultad entre la nieve. Su envergadura fue lo primero que se divisó en la lejanía, acrecentada por venir envuelto en una manta de color rojo que le daba dos vueltas al cuerpo y que resaltaba aún más su gigantismo. El resignado mulo de carga parecía un enclenque burrillo comparándolo con él, y más milagroso parecía que semejante animal pudiese acarrear al conductor que a la misma carreta. Pero, fuera como fuese, lo cierto era que aquel hombre había logrado abrirse paso en la ventisca y, por lo tanto, podría hacerlo en el regreso, lo que de pronto iluminó la idea de la huida con tal nitidez que la sola posibilidad excitó al capitán hasta que le provocó un ligero y desconocido temblor en las manos.
Zamorano tomó la decisión sin pensarlo. Subió a su habitación pretextando la necesidad de descansar un rato, esperó la llegada del carro en la ventana, observó dónde se detenía, buscó el momento en que el gigante descargó las provisiones y las llevó a la cocina por la puerta de atrás. Bien abrigado, eligiendo la ocasión adecuada, salió de la casa y se introdujo con agilidad en el carro, entre cestos y sacos de legumbres; cubriéndose con unos trapos descuidados, aguardó inmóvil a que Vicente acabase su menester y, arreando al burdégano, se pusiera en marcha. Cuando Cayetana descubriese su ausencia habría pasado el tiempo suficiente para que él ya se encontrase lejos de la casa. Y en aquellas circunstancias, con los caminos cerrados y en el apogeo de la nevada, se dijo, no osaría cabalgar en su busca. Por primera vez desde su estancia en aquella casa creyó posible la huida.
Y lo fue. Una hora después, cuando abandonó su escondite en una calleja empedrada de nieve y barro en las afueras de Navalperal, no abrigó ninguna duda de que el camino de Madrid estaba abierto de nuevo para él.
—En efecto, majestad. En Madrid permanece escondido un tesoro.
La expresión de Sebastiani era grave; el tono, contundente; su suspiro final, de consternación. Parecía lamentar haberlo descubierto, y ello por muchas razones: a partir de entonces le supondría un nuevo e inesperado esfuerzo buscar, encontrar y rescatar esas riquezas para ponerlas al servicio del rey; implicaba que la administración real había pasado por alto, durante dos años, la existencia de un expolio tan considerable, con la impericia que ello delataba y la responsabilidad que acarreaba para él mismo; y finalmente ponía en evidencia la injusticia cometida con el ministro Ansorena, una indignidad que lo había conducido, o inducido, a la muerte. El mariscal Sebastiani se sentó extremadamente fatigado, abatido, ante el rey José y de repente pareció haber envejecido diez años.
A su declaración le siguió un largo silencio. En la gran sala real, adornada con grandes y hermosos tapices por las paredes, frescos policromados en los techos y mobiliario de esmerado refinamiento pensado para la belleza y la comodidad de sus visitantes, donde todo invitaba al recogimiento y al silencio, o en todo caso al hablar pausado, se podía oír su respiración agitada recobrándose poco a poco. El rey José lo observó detenidamente: no sabía si debía reprenderlo por haberse tomado la libertad de sentarse sin su permiso o pedirle disculpas por haber dudado de él, como antes lo había hecho de su ministro Ansorena. Pero de pronto decidió unirse al silencio de su edecán y se puso a pensar cómo hubiese actuado su hermano Napoleón en aquellas circunstancias. No lo supo con precisión, pero concluyó que lo único seguro era que el Emperador habría demostrado que, ante sus súbditos, un rey no se equivoca nunca y cualquier actitud que no fuese la firmeza sería inconcebible. Así pues se incorporó en su sillar, apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las palmas de sus manos y fijó los ojos en el mariscal. Aun así, tardó un buen rato en hablar, el necesario para que Sebastiani volviese a abrir los ojos y cerrase la boca, cesando en su boquear, que imitaba al de un pez que se asfixia.
—¿Un tesoro? ¿Es que… es que me estás hablando de un tesoro, mariscal? —Bonaparte no movió un músculo de la cara pero su mirada se había encendido como un faro en la noche—. ¡No me lo puedo creer! ¡Mi hermano acaba de dictar los decretos por los que proclama independientes de mi administración a las provincias al norte del Ebro y tú vienes aquí a hablarme de un vulgar tesoro! ¿Es que no te das cuenta de lo que eso significa, Sebastiani?
—Claro que lo entiendo, majestad…
—¡No! —Ahora sí que se crisparon todos los músculos de su cara y gritó furioso—. ¡Ninguno entendéis nada! —El rey dio una palmada sobre el escritorio y algunos papeles quedaron desordenados y confusos, como se alborotaron los pensamientos del mariscal—. ¡Me he quejado ante él y ni siquiera ha respondido a mi correo! ¡El Emperador está convirtiendo mi reino en un juego de quita y pon!
—Tan sólo se trata de un nuevo ordenamiento territorial militar, majestad. —El mariscal pretendió tranquilizar al monarca—. Sólo es eso. En mi opinión, señor, no deberíais preocuparos por ello. De esta manera…
—¡De esta manera media España será francesa, mariscal! ¡Casi todo Aragón, Cataluña, Navarra…! —El rey apoyó la frente en su mano y respiró profundamente—. Esto es inaceptable, Sebastiani… Francia crece mientras mi reino se queda en los huesos. Maldito Napoleón… Lo ha decidido y ni siquiera me ha consultado… Creo que debí darle una buena paliza mientras aún éramos pequeños…
Bonaparte cerró los ojos y volvió a inspirar hondo. Tenía que haberlo previsto y contar con ello porque comprendía que, a la vista de lo que estaba sucediendo en España, no quedaba más remedio que aceptar que su hermano había actuado correctamente, que lo había hecho bien: lo más probable era que él, en su caso, hubiese tomado la misma decisión. Tarragona y Gerona seguían resistiendo, como la ciudad de Zaragoza. Si él no había sido capaz de doblegar a los españoles, era comprensible que otro tomase la iniciativa. Y en el fondo, por qué no reconocerlo, le hacía un gran favor: buena parte de las arcas de la Corona se estaban dilapidando en asedios infructuosos, en ataques inútiles, en aprovisionamientos de tropas que se mostraban inoperantes frente a la terquedad de los españoles. Los somatenes catalanes se mostraban irreductibles y los ciudadanos aragoneses indomables.
—Pero fíjate bien, mariscal —el rey José le apuntó con el dedo—. Fíjate bien: el emperador actúa porque nosotros no lo hemos sabido hacer. Sois unos inútiles. ¡Todos! ¡He tenido que ponerme yo mismo al frente de los ejércitos para conquistar Andalucía!
—Una gran misión, majestad.
—¡Una misión pacificadora que me está dejando en la ruina! ¡Y todo para que ni siquiera hayamos sido capaces de culminarla con la rendición de Cádiz! ¡Qué desastre…!
—Será cuestión de semanas, majestad. Después…
—Después tendré que vender estos tapices a los belgas, a ver si logramos unas cuantas monedas para comer… ¿Y tú me vienes a hablar de un tesoro? Bien. —El rey cabeceó—. Háblame de ese tesoro…
Sebastiani cerró y abrió los párpados despacio, como para hacer visible su hartazgo por los continuos cambios de humor de quien no podía dejar de considerar un pelele, menospreciado hasta por su propio hermano. Contempló a José Bonaparte con curiosidad primero y desdén después y, al fin, volvió a cerrarlos. Respiró fatigado, se puso de pie e inclinó la cabeza con parsimonia teatral.
—Majestad: el otro día os informé de las carencias observadas en el inventario real y os solicité permiso para estudiar y averiguar las deficiencias contables. Una vez analizadas, os di razón de los pormenores de mi investigación y me concedisteis permiso para intentar encontrar un patrimonio que os pertenece como rey de España. Pues bien: vuestro patrimonio asciende a más de mil lingotes de oro, mil doscientos de plata, más de doscientos veinte millones de reales, setenta y nueve obras pictóricas, decenas de collares y brazaletes de oro, centenares de marcos de oro y plata, pulseras, broches de oro y brillantes…
—¡Basta, mariscal! —El rey José se levantó irritado y salió de detrás de su escritorio—. ¡Basta he dicho! ¡Te advertí que con nada vine a España y nada de eso es mío! ¡Si ese inventario es una trampa que me tendéis para corromperme, os advierto a quienes andéis detrás de esta conspiración que…!
—No lo entendéis, majestad —Sebastiani volvió a acompañarse de una reverencia exagerada—. Todo ello es propiedad privada del rey de España. Lo fue de don Fernando, antes de don Carlos y ahora os pertenece. Si lográsemos encontrarlo, naturalmente…
—Dudo de que el rey Carlos, si hubiese poseído esas riquezas, no las conservase todavía hoy —negó con la cabeza Bonaparte.
—Puede que sea así, majestad. Y puede que nunca perteneciesen a don Carlos y fuesen fruto de la rapiña de don Fernando en los días de su reinado. Pero en todo caso ahora son de vuestra pertenencia y se nos antoja de vital importancia recuperarlas.
—¿Se nos antoja? —El rey guiñó los ojos—. ¿A quiénes se os antoja?
—Lo he hablado con otros mariscales, majestad. Y con algunos miembros de vuestro gobierno. Y pensamos…
—¿Qué pensáis, Sebastiani?
—Nosotros pensamos… —titubeó el mariscal—, pensamos que si toda esa fortuna cayese en manos inapropiadas…
—No te entiendo.
—Sinceramente, majestad: con esos bienes los ingleses podrían instruir y armar a todos los españoles con el mejor armamento y, de ser así, vuestra permanencia en el trono se vería muy comprometida.
Bonaparte no necesitó oír más. Las palabras del mariscal expresaban con claridad los pensamientos que tantas veces habían cruzado por su cabeza y él, unas veces engañado y otras ensalzado, había desechado por obsesivas o erróneas. Pasar la vida rodeado de sabios hace olvidar que existen necios; pasarla rodeado de cristianos impide pensar que haya otras confesiones y muchos adeptos a ellas; vivir entre músicas hace olvidar el silencio; y rodearse de parabienes termina por confundir la realidad y por creer que siempre se actúa correctamente. Un rey no debería vivir en palacio, entre aplausos y felicitaciones. Encerrarse en una jaula con amigos permite desconocer que existen enemigos; pero no por ello desaparecen. Los gobernantes deberían embozarse la cara y salir por las calles del reino para escuchar las voces de su pueblo, que son las que gritan la única verdad. Y la única verdad de España era que si los españoles no lo asesinaban era porque no encontraban armas ni ocasión propicia para hacerlo.
Un rey es el menos libre de los ciudadanos de una nación. Y no porque carezca de libertad, sino porque no le dejan usarla o la que tiene es una libertad engañosa. Empieza su reinado dando muestras de comprensión, deseando usar el poder recibido para complacer a sus súbditos, buscando legislar con equidad para remediar las injusticias, proponiéndose satisfacer las demandas de quienes le llevaron a tan alta magistratura y le encomendaron administrar el Estado pensando en el bien común. Pero poco a poco se le amontonan los papeles sobre el escritorio, se le multiplican las visitas, se suceden los actos protocolarios y se le va reduciendo la toma de decisiones para que no le abrume el trabajo y, cuando quiere darse cuenta, la ley la hacen otros, las decisiones no son las deseadas y la libertad no puede usarse porque no hay horas donde disfrutarla.