—¿Cómo que también?
—En realidad —farfulló Sartenes mientras se rascaba la nuca con exageración—, iban a casarse justo cuando vino la guardia y lo arrestó, por culpa de una amiga del capitán que…
—¿Otra mujer? ¿Una amiga del capitán? —El cura empezaba, ahora sí, a interesarse por aquella historia—. ¿Ese capitán tenía una amante?
—¿Callarás, Sartenes? —El maestro negó con la cabeza con los ojos llenos de ira, rojos de sangre.
—Bueno, bueno… Una amante, una amante… —Sartenes intentó reconducir el relato con su proverbial tosquedad—. ¡Qué va a ser una amante! ¡Eso hubiese querido ella! ¡Si creía que por tenerlo todo el día al retortero…!
—¡Sartenes! —chilló, desesperada, Teresa.
—Esto es más interesante de lo que pensaba. —El cura depositó muy despacio todo el aparato bautismal sobre la mesa y luego, más lentamente aún, fue a tomar asiento junto al ventanal—. A ver, hijos míos, veamos poco a poco todo este asunto que me parece a mí un poco…
Una lágrima asomó a los ojos de Teresa.
—El caso es que… —intentó buscar una salida Ezequiel.
—El caso… —le reprimió el cura elevando el tono de voz y dispensándole una mirada recriminatoria por atreverse a interrumpirle—. El caso es que me habéis llamado para bautizar a un hijo del pecado, nacido de madre soltera, cuyo padre no se sabe si está vivo o no y que mantuvo amancebada hasta su desaparición a otra mujer con la que…
—Vistas así las cosas… —resopló Sartenes.
—¡No, no! —Ezequiel no sabía qué decir—. El capitán es un hombre de honor, señor cura.
Teresa empezó a llorar.
—¡Y tanto! —Sartenes adoptó un gesto desafiante, sintiéndose obligado a salir en defensa de su amigo ausente—. ¿Pues acaso no vinimos para robar a esos franceses…?
—¡Sartenes! —Ezequiel lo agarró de un brazo y tiró de él con todas las fuerzas que pudo reunir—. ¡Cállate, por los clavos de Cristo!
—¡Hijo mío! —se azoró el cura—. ¡Blasfemias no!
—Perdone, señor cura. —Ezequiel se pasó la mano por la cara, exasperado y abatido—. Y tú, Sartenes, como vuelvas a abrir la boca, te retuerzo el pescuezo… Mire, cura, mi amigo no sabe lo que dice. Haga el favor de no tomar en cuenta…
—Robar es pecado, hijo mío…
—Lo sé, lo sé.
—Incluso tratándose de esos malnacidos extranjeros que son causa de toda nuestra reprobación y desprecio.
—Lo sé…
Gabriel, que había permanecido en silencio observando la escena entre incrédulo y divertido, creyó que había llegado el momento de dar una salida a aquel galimatías que se enredaba cada vez más. Teresa lloraba, Sartenes gesticulaba en silencio como si no comprendiera qué había hecho él para ser tratado de aquella manera y Ezequiel sudaba mientras buscaba con las manos la forma de detener las palabras de recriminación del cura y ordenar todo lo que allí se había oído para que el escándalo no llegase a ponerles a todos en peligro. El sacerdote remiraba a unos y otros, confundido, intentando asimismo recomponer los párrafos de una conversación que estaba yendo demasiado lejos. Pero observando el abatimiento general y el drama dibujado en aquellas caras se apenó de aquellos fieles y se limitó a mover la cabeza con pesar.
—El caso es que yo sólo venía a suministrar el sacramento del bautismo… —musitó.
—Es cierto, cura. —Gabriel se adelantó, se acercó hasta él y se sentó a su lado—. La madre de este niño no desea otra cosa que bautizar a su hijo para que entre cuanto antes a formar parte de la Iglesia. Convertirlo en hijo de Dios en el seno de su Iglesia. Todo lo demás no importa. Desea que el niño se llame… ¿Cómo quieres que se llame, Teresa?
—Manuel.
—Eso, Manuel… Como su padre. —Gabriel tomó al cura por el brazo y lo invitó a levantarse—. Ahora vamos a lo que vamos. El padrino del niño es…, es… ¿Quién es, Teresa?
La mujer titubeó un instante. Pero finalmente pronunció su nombre:
—Ezequiel.
—Sea. ¿Vamos, cura?
—Sí, sí… —El cura se dejó conducir hasta los menesteres de su oficio—. Vamos a ello. Pero después me tendrás que explicar qué es lo que pretendéis contra los franceses. Porque yo, como patriota…
Zamorano se encontró con una dulce sonrisa en los labios de Cayetana cuando se aproximó hasta ella. Los reflejos del sol crepuscular de febrero doraban su cabello y le obligaban a guiñar los ojos, con lo que acrecentaba su belleza. La visión de la mujer al trasluz le trajo recuerdos de aquella hermosa joven que conoció tiempo atrás en casa de la prometida de su amigo Juan Díaz Porlier, memoria de aquella muchacha desinhibida y locuaz que al poco de conocerla le invitó a visitarla en Madrid y puso su casa y su afecto a su completa disposición. Ahora parecía mayor, más madura y más segura de sí misma. Hablaba poco, pero no se desprendía de los labios el regalo de su sonrisa. De repente, a Zamorano le pareció que poseía la serenidad de un roble viejo en la turbulencia de la tormenta y perdió cuidado de hablar con ella. Ahora ya estaba seguro de que le comprendería.
—¿Estás mejor?
—Sí, gracias —respondió él, complacido—. Pero, entremos en la casa, que ya hace frío…
Entraron juntos. A través de los visillos y de los cortinajes se filtraba una luz tenue que envolvía en oro las paredes y los suelos, el mobiliario y los libros de la biblioteca. Zamorano la invitó con un gesto de la mano a pasar al salón delante de él.
—Tengo que hablarte —dijo.
—Sentémonos —replicó ella, tomando asiento y palmeando con suavidad un lugar a su lado, en el diván.
El capitán se acomodó en donde le indicó Cayetana y, con voz pausada y eligiendo con meticulosidad las palabras, le expresó unos deseos que, como argumentó, respondían a su concepción del deber como militar y del honor como súbdito de un rey secuestrado. Usó con esmero las lecciones aprendidas en el ejército; habló de principios, de su juramento a la bandera, de sus obligaciones con la patria; salpicó su discurso de altos conceptos, como la moral, el honor, el deber, la patria y España, sin evitar poner el énfasis en la palabra dada de servir al rey y de entregar la vida en defensa de la nación. Y cuando, pasada casi media hora, agotó su disertación y creyó expuestas con claridad todas y cada una de sus razones, concluyó con un aldabonazo:
—La sangre de Manuela Malasaña y los demás mártires me llama a gritos. Ha llegado mi hora.
Cayetana escuchó las palabras del capitán sin perderse una ni moverse del sitio. Apenas pestañeó durante el tiempo que empleó en pronunciarlas y, de vez en cuando, en los momentos álgidos, afirmaba con la cabeza, sonreía levemente o suspiraba, conmovida. Al terminar, Zamorano guardó silencio a la espera de su respuesta, que a buen seguro sería de beneplácito, pero ella no dijo nada. Le rozó una mano con ternura, se levantó del diván y estiró dos veces el tirador, llamando al servicio.
—¿Señora?
—Cenaremos ahora.
—Enseguida, señora marquesa.
Cayetana se volvió hacia el capitán con su sonrisa habitual y le miró con compasión. Sin alterar el gesto ni perder la dulzura, dijo:
—Tú eres un traidor, amor mío. Traicionaste a tu amigo el coronel Díaz Porlier incumpliendo sus órdenes y después te burlaste una vez de mí, rompiendo tu promesa de matrimonio. Has traicionado a España y al rey José, por eso fuiste preso, no porque yo lo decidiera, pobre de mí, no tengo ningún poder para eso. Y ahora, que has jurado de nuevo casarte conmigo, no vas a volver a traicionarme. A mí no me importa lo que hayas sido ni cuántas veces hayas engañado a los que confiaban en ti porque cuando seas mi esposo, todos adorarán al señor marqués de Laguardia. Yo la primera… Pero de irte de mi lado, no. Eso sí que no. Ni hablar. Bien se ve que aún no estás recuperado del todo, de lo contrario no dirías esas cosas. Lo comprendo…
Zamorano se quedó perplejo, sin saber qué responder. Aquellos ojos eran compasivos, pero no mentían. Y la serenidad de Cayetana le hacía comprender que sus palabras no estaban huecas. Tal y como imaginaba, ella también lo pensó. Y leyó sus pensamientos:
—Y por cierto… He dado instrucciones para que vigilen día y noche todos los caminos. Los franceses han sabido que merodean bandidos por los alrededores y los buscan con rabia. Te informo de ello para que evites caer en la tentación de salir a caballo con la intención de pasear demasiado lejos… Tengo que cuidarte mucho, amor mío, compréndelo: no me perdonaría una recaída…
El capitán Zamorano no durmió aquella noche. En la penumbra de su alcoba estuvo pensando en el modo de escapar. Una noche eterna que, sin embargo, no le bastó para encontrar una respuesta.
Dio vueltas y más vueltas en la cama, repasando cuanto le había sucedido hasta entonces. Lo único que alcanzó a comprender con claridad fue que a aquella mujer tanto le daba comprometerse con los leales a su majestad que con el ejército invasor con tal de conseguir sus fines. Detrás de su rostro afable, de su sonrisa cálida y de sus maneras refinadas se escondía la más torturada de las mujeres. Sospechaba que no era amada, intuía sus deseos de huir, comprendía que no era bueno tener a su lado un hombre si lo forzaba a quedarse y, no obstante, había empeñado su orgullo en conquistar una fortaleza inaccesible y no pararía hasta lograrlo. Concluyó que estaba enferma, o loca, pero en ningún momento sintió compasión por ella. Sólo sabía que tenía que escapar y que habría de hallar el modo de hacerlo. Por eso no pudo dormir en toda la noche.
Una tormenta seguida de un fuerte aguacero sosegó su inquietud antes de la alborada.
Y al amanecer descartó la más sencilla de las opciones: llegarse al establo, ensillar un caballo y huir campo a través amparado por la oscuridad. De ser cierta la noticia dada por la marquesa, los franceses no tardarían en toparse con él porque desconocía dónde estaba con precisión y no estaría seguro de qué dirección tomar ni los caminos a seguir. Y apresar por la fuerza un rehén entre los servidores de la casa para que le indicara el rumbo de la población más próxima, desde donde seguir camino a Madrid, se le antojaba un reto que, en la debilidad de su convalecencia, no estaba seguro de superar. Sólo quedaba emplear la astucia, pero aún no sabía cómo. Tal vez tardase algún tiempo en dar con la respuesta.
Se levantó como cualquier otro día, con el rostro sin crispación y la indumentaria impecable. Desayunó junto a Cayetana, que le facilitó noticias de la rendición de algunas ciudades andaluzas, y después salió a dar un paseo por los alrededores. Los pinares estaban relucientes por la lluvia nocturna, el sol resplandecía en lo más alto en una atmósfera límpida y el aire fresco y húmedo le ayudó a despejar la mente después de la vela. Se alejó de la casa lo suficiente para observar los movimientos que se producían allí sin ser visto, se sentó a la sombra de un pino sobre un tronco caído e intentó descansar para enseguida volver a pensar en la fuga.
Lo primero que vio fue la llegada del mielero, que proveía de queso y miel a la despensa: un hombre de edad, de paso cansino y andares torpes, que no podía ayudarle. Pero su presencia significaba que la casa no podía encontrarse en lugar muy apartado, puesto que llegaba a pie hasta ella, y supuso que en los alrededores se levantaría alguna población. Acarreaba un hato o fardel con viandas atado al hombro en bandolera y de sus brazos colgaban varios jarros de miel que a simple vista parecían muy pesados. No; no podía venir de muy lejos con semejante carga.
Zamorano se puso de pie para otear el horizonte y ver si descubría algún pueblo en las cercanías; pero la planicie que se extendía hasta donde se perdía la vista, combada tan solo por pequeñas ondulaciones cubiertas también de pinares, imposibilitaba descubrir edificaciones en la distancia, o un campanario que pudiese orientarle.
Todo se convierte en fealdad e incomodidad cuando se espera ver algo y no se ve. De repente ya no le pareció soportable el frío, ni bello el paisaje ni confortable el lugar en que se encontraba. Malhumorado, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la casa para elegir un libro de la biblioteca y echarse un rato a descansar en su alcoba.
Pero mientras pisaba el camino de grava que marcaba la entrada de la finca vio llegar un carro conducido por un hombre de aspecto gigantesco, cara aplastada, ojos hundidos y orejas desmesuradas. Zamorano se detuvo para verlo pasar. El hombre, al verlo, se echó la mano al sombrero, se descubrió y saludó:
—Buen día nos dé Dios. —Y añadió—: Las provisiones.
—¿Las provisiones? —respondió el capitán sin entender a qué se refería, admirado aún por su corpulencia.
—Las provisiones —confirmó—. ¿Las dejo donde siempre?
—Sí, sí…, adelante. —Zamorano se movió para dejarlo pasar.
El hombre sacudió el látigo junto al lomo de la muía y volvió las riendas para entrar a la casa. Zamorano caminó unos metros tras él y, de pronto, sin pensarlo, avivó el paso hasta ponerse a su altura.
—¿Mucho frío? —trató de iniciar una conversación.
—El justo.
El capitán no encontraba el modo de continuar. No se le ocurrían nada más que banalidades. Pero se acercaban a la casa y no había mucho tiempo que perder.
—Largo viaje, ¿no? —dijo.
—¿Largo? —el hombre se recompuso el sombrero—. ¡Quiá! El mismo de siempre.
Zamorano buscó con los ojos la presencia de Cayetana en el porche, las ventanas de la casa y el huerto, sin encontrarla. Más confiado, se puso de nuevo a la altura del gigante.
—¿De dónde vienes?
—Donde siempre —rezongó.
—¿De Madrid? —aventuró Zamorano.
—¡Que el diablo me…! —Rió groseramente el mastodonte dejando ver una dentadura mellada y sucia en la que había menos piezas que las que faltaban—. ¿Pero cómo voy a venir de Madrid?
—¿Y entonces…?
—Bien se ve que el caballero es nuevo en estas tierras. Un pariente de la señora marquesa, se me figura.
—Eso es. —El capitán empezó a perder la esperanza de sacar algo en claro de aquella conversación—. Entonces vienes de más cerca…
—De aquí mismo, sí señor.
Zamorano detuvo sus pasos, rendido, y le dejó seguir.
—Pues ve con Dios, hombre.
—Lo mismo digo —respondió, volviendo la cabeza—. Y si alguna vez el señor me necesita, ya lo sabe: pregunte por el Vicente. En Navalperal me conocen todos.
Navalperal: el descubrimiento de un pueblo cercano con ese nombre no le aportaba nada para alumbrar su desorientación. Dedujo que estaría al norte de Madrid, por la abundancia de pinares y la fría temperatura, a una distancia no mayor de tres o cuatro horas a caballo, a un par de millas del pueblo más cercano. Así era que, dirigiéndose hacia el sur, empezaría pronto a reconocer el terreno. El capitán Zamorano, sin duda, tenía tomada la decisión: lo único que faltaba era buscar la ocasión propicia.