Zamorano la observó con inquietud. Estaba en la casa de Cayetana en una habitación que no conocía y rodeado de un monte que no existía en Madrid, o al menos él nunca lo había visto. No era posible que junto a la casa de la marquesa se extendiesen aquellos pinares. Por eso, cada vez más turbado mientras la oía hablar, gritó:
—Pero, ¿dónde estoy?
—En mi casa —replicó extrañada Cayetana.
—¡No es verdad! —Zamorano apartó la bandeja con brusquedad, derramando la leche y desordenando los panecillos; y, en vano, intentó levantarse.
—Calma, amor mío —quiso tranquilizarle ella mientras le impedía salir de la cama—. Estás en mi casa de campo, lejos de Madrid y de tus enemigos. ¿No recuerdas que la tarde de ayer hiciste un largo viaje acompañado por Terencio? Vamos, vamos…, tranquilízate. Ahora tienes que comer algo y descansar. El médico lo ha prescrito con mucha claridad…
El capitán notó que se mareaba al intentar salir tan bruscamente del lecho y volvió a tenderse, esforzándose para controlar el baile de su cabeza y cerrando los ojos para entender las razones de su presencia allí y, sobre todo, la de aquella mujer. Una mujer a la que hacía meses que no veía y a quien sólo recordaba gritando, insultándole y, quizá, reclamando su ejecución, aunque de esto último no estaba completamente seguro. Pero, ¿por qué estuvo enfadada con él? No podía acordarse. Ni tampoco de qué misteriosa fuerza había obrado contra él en la sucesión de los acontecimientos para tener que estar ahora junto a ella en lugar de estar con Teresa, con quien se había prometido para… ¡Casarse! ¡Qué horror! ¡Él había prometido casarse con la marquesa! ¡Ahora, ahora lo recordaba! Abrió los ojos con desmesura, miró a aquella mujer y el terror se adueñó de su rostro.
—Tranquilo —repitió ella, acariciándole una mano—. Descansa, amor mío… Soy yo…
Sí, era ella, Cayetana. La mujer con la que había consentido casarse para ser liberado de presidio; así recordaba habérselo dicho al oficial de mando. Y ahora ella estaba allí, cobrándose la deuda.
Zamorano respiró hondo y se dejó caer en la almohada, desolado.
¿En dónde estaría Teresa? ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía? ¿Qué estaría haciendo en Madrid?
¿Habría nacido ya su hijo?
Y sus hombres…, ¿en dónde estarían sus hombres…?
Ezequiel y Sartenes estaban sentados junto a la ventana de la sala, inmóviles, viendo crecer el día con la parsimonia con que se extiende una gotera después de una noche de tormenta. El rostro del maestro era grave y su ceño se había fruncido sobre su mirada preocupada. Sartenes, a su lado, permanecía callado, pero a cada instante afirmaba dos veces con la cabeza y se rascaba una parte de ella, ahora la coronilla, ahora el mentón, ahora el cogote, como si estuviera repasando una hazaña imposible o un plan carcelario de fuga. La puerta de la alcoba de Teresa estaba cerrada y los espaciados gemidos del bebé, incluso sus llantos intermitentes, resonaban apagados en la distancia. El judío Gabriel, en su cuarto, dormía aún.
—¿Y tú qué le has dicho? —preguntó de repente Sartenes, llevándose las uñas a la nuca.
Ezequiel no contestó. Lo miró y encogió los hombros, como si fuese obvia la respuesta. Sartenes volvió a afirmar dos veces con la cabeza y de nuevo se rascó el mentón. Hacía frío, pero no lo sentían. Es difícil sentir la caricia del sol en la cara cuando el corazón está siendo arrasado por un huracán. Al cabo, como para sí mismo, el maestro dijo:
—Creo que habrá que decir que sí…
Sartenes asintió, sin apartar los ojos del horizonte que contemplaba a través del ventanal.
—Al fin y a la postre, ya hay confianza…
—Claro —admitió Sartenes.
—Y es que es mucho tiempo de convivencia… —añadió el maestro.
—Y tanto…
—Entonces, ¿das tu aprobación?
A Sartenes le sorprendió la pregunta. No estaba acostumbrado a esa clase de deferencias. Se volvió a Ezequiel con los ojos arrugados y la cabeza ladeada.
—¿Mi aprobación? ¡Pero si no la necesitas! Sabes que yo, no estando el capitán, te sigo a ti, maestro. Bueno será lo que dispongas. Además, qué diablos, no se me da muy bien eso de tomar decisiones. Yo soy…, un romántico…
—Está bien —concluyó el maestro—. Entonces, de acuerdo: la propuesta es suya y, por lo tanto, no vamos a ocultarle por más tiempo lo que tramamos. Además creo que Gabriel se ha ganado nuestra confianza y lo que está claro es que nosotros solos no podemos hacerlo. Y, aunque no sea por otra cosa, lleva demasiado tiempo aquí y ya me ha insinuado varias veces que urdimos algo y que, sea lo que sea, quiere que le dejemos participar. No podemos permitir que vaya por ahí contando quiénes somos ni que se invente a qué hemos venido. Pronto nos convertiríamos en hombres sospechosos y peligrosos. O sea que, si te parece, le contamos el plan.
—¿Todo? —Sartenes se extrañó—. No sé… Tal vez, por ahora…
—Sí, sí, por supuesto —el maestro opinó lo mismo—. Sólo le contaremos que buscamos algo por encargo de su majestad. Al fin y al cabo él ya se está imaginando algo así; de lo contrario no nos hubiese dicho que contemos con él: está seguro de que lo hacemos por el rey y por España. Me ha preguntado en concreto si puede unirse a nosotros.
—Bien —Sartenes afirmó una vez más con la cabeza—. Hasta que vuelva el capitán hay que seguir y Gabriel nos puede ser de gran ayuda. Por cierto, ¿qué le vas a decir a Teresa?
—Pues que Gabriel se une a…
—¡No! —Sartenes movió la cabeza y se rascó la coronilla—. ¡De lo de casarte con ella!
—Ah, ya se lo he dicho… Que sí. Y que si no regresa antes Zamorano, nos casaremos en cuanto termine la misión que nos ha traído a Madrid. Pero no hay cuidado: estoy seguro de que el capitán volverá antes con nosotros y Teresa no me reclamará la palabra dada.
Sartenes sonrió con las cejas alzadas; y Ezequiel no supo interpretar si de ese modo alababa su ingenio o se mofaba de su ingenuidad. Nunca se sabía qué vientos movían las velas del bergantín desmañado del cerebro de aquel hombre que tantas veces se hacía el tonto con maestría de cardenal.
—Al fin y al cabo, Sartenes, no hay motivo para la extrañeza —se alzó de hombros el maestro—. El amor es como la luna, ya lo dicen los portugueses: si no crece, decrece. Pudiera ser que acabase olvidando al capitán y se enamorase de mí. Quién sabe…
Y Sartenes sonrió de nuevo antes de darle la espalda…
Al cobijo de las sombras húmedas del pinar, que se confundían con la hojarasca de los arenales, el capitán Zamorano jugaba con las agujas esparcidas a sus pies, separándolas y después quebrándolas, cuidando de no pincharse. El día iba apagándose despacio y a lomos de un viento suave del sur iban alejándose las nubes que habían ido levantando una tormenta que decidió finalmente estallar más al norte, lejos de sus pensamientos heridos. A espaldas de donde estaba sentado, ahora eclipsada por un manojo de troncos del pinar, quedaba la casa de Cayetana. Delante de él, en la pequeña vaguada que ondulaba el arenal hacia arriba, otro ejército de pinos impedía levantar un vuelo de miradas alejadas. Sólo el cielo, esquivando la estatura de los árboles, se mostraba a retazos azules en continuo movimiento, unas veces manchado de jirones blancos, otras cubierto por completo de nubes. Cuando caía una piña, el golpe sordo atraía por un momento su atención con la llamada torpe de un cepo al saltar. Y cuando dos golondrinas se perseguían, buscando pasar la noche juntas, su chillido le obligaba a levantar la cabeza. Durante el tiempo restante Zamorano sólo se miraba a sí mismo y se debatía entre consideraciones contradictorias.
Había recobrado las fuerzas para caminar, incluso para cabalgar, pero no encontraba las necesarias para negar de nuevo la palabra dada a la marquesa y romper por segunda vez el compromiso. Por su parte, Cayetana estaba disponiendo todo lo relacionado con la boda que iba a celebrar con meticuloso cuidado, elaborando la relación de invitados, confeccionando la lista de los manjares para el banquete nupcial y asegurándose las prendas que habrían de componer su ajuar. Y entre medias no hacía otra cosa que desvivirse para que Zamorano estuviese lo mejor posible, para que ningún cuidado le faltase ni echase de menos nada de lo que no tuviese allí, a su lado.
Pero ella no llegaba a comprender que algunas personas, como los gorriones enjaulados, mueren sin remedio cuando les falta la libertad, aunque tengan el plato rebosante de alpiste, el vaso colmado de agua, los barrotes sin suciedad y la luz del amanecer bañando puntual la jaula. No lo podía comprender porque ignoraba que su presencia no lo satisfacía todo, que su entrega y amor no bastaban para procurarle una felicidad completa. La marquesa de Laguardia estaba tan segura de su amor y tenía una voluntad tan generosa, y tan ingenua, que no concebía que, amando ella, no fuese correspondida de idéntica manera ni que, atendiendo a todos los detalles para que nada le faltase al capitán, hubiera algo fuera que pudiese tentarlo o distraer su atención. Se sentía feliz con lo que hacía y con cómo lo hacía y no dejaba ningún espacio en su felicidad para cobijar la menor sombra de duda con respecto a la indudable dicha del capitán. Era una mujer que, amando tanto, creía no necesitar un instante de su vida para preguntar a su amado si algo de lo que le daba le hastiaba o si algo de lo que le faltaba le llegaba a producir turbación. Si ella era hermosa, si estaba en la mejor edad, si no le faltaba fortuna propia ni tampoco ciencia para complacerle con su amor, y si todo ello se lo entregaba al capitán sin requerir otra cosa que ser amada, le resultaba imposible concebir otra realidad distinta a que, en efecto, él estaba enamorado de ella. Como nadie amó nunca. Porque era una mujer que lo merecía y así lo sentía en lo más profundo de su corazón.
Pero las nieves de enero no siempre aseguran grandes cosechas en mayo. Por la cordillera de pensamientos del capitán no cruzaban los ríos del amor hacia Cayetana sino los caminos serpenteantes que, dibujados como laberintos imposibles de resolver, le dirigían a alejarse de ella lo antes posible. El honor es una cualidad moral que conduce a cumplir el deber con uno mismo y con los demás y el honor de Zamorano exigía cumplir la palabra dada aunque para ello hubiese de torcer sus deseos, ofrendar la vida y traicionar su amor. Pero, aun estando dispuesto a todo ello para preservar su honorabilidad, había algo más importante que él mismo y que sus cualidades morales, fuesen las que fueran: su deber era con la patria, un cumplimiento ineludible que reclamaba cualquier sacrificio, incluida la ofrenda de la vida y del honor de sus servidores. Él era un soldado y su país estaba en guerra; él tenía una misión al servicio de su majestad el rey don Fernando y sólo él podía cumplirla para poner a recaudo el patrimonio real y, llegado el caso, administrarlo para cambiar el curso de la guerra.
No era cuestión de elegir entre su deber como hombre y su deber como soldado. Un hombre que no es soldado cuando la nación ha sido humillada por sus enemigos nunca más será digno de tener nombre ni filiación. Cayetana tenía que comprenderlo: si se lo explicaba así, si era sincero con ella, sin duda entendería que por encima de él, de ella y de ambos estaban los intereses de su majestad y la independencia de la patria, ahora en peligro. Ella era una aristócrata española: tenía que sentirse orgullosa de él. Debía estarlo.
Y luego, acabada la guerra, si no había entregado la vida en cumplimiento del deber, si conservaba la integridad de hombre sin menoscabo de sus atributos, sería el momento de hacer realidad el compromiso. Aunque sólo le restase un suspiro de vida se lo daría a ella. Ni como capitán de Granaderos ni como ciudadano Manuel Zamorano subastaría su honor. Le ofrecería su palabra en prenda y a buen seguro Cayetana confeccionaría con ella un sobretodo de esperanza y de confianza en él.
Y así, con ese ánimo, Zamorano se levantó del suelo, cruzó los pinares, desanduvo el camino de la casa y llegó hasta ella, en el preciso momento en que Cayetana recogía unas pequeñas flores de invierno que crecían en los parterres del porche para adornar la mesa de la cena. Cortaba los tallos con mimo e iba engrosando un ramo de varios colores, amarillo, rojo, blanco y rosa. Zamorano la vio desde lejos: el vestido de ligeros tejidos blancos, ceñido a la cintura, amplio de vuelo en la falda, escote de barco y mangas de farolillo sobre los hombros le componía una figura esbelta y deslumbrante, como la de un hada, esplendorosa por los pálidos rayos del sol mortecino que se escondía en el crepúsculo. Hermosa y femenina, como un boceto de ángel. Zamorano se detuvo un instante para verla mover sus ágiles manos y su cintura sobre el parterre, sin que descubriese su presencia. Y pensó que con aquella mujer se podría pasar la vida si se la llegase a amar.
—¿Quién de vosotros es el padre?
La inesperada pregunta del cura provocó un instante de desconcierto en todos ellos y un silencio expectante que nadie se atrevió a rasgar. Teresa tenía a su hijo en los brazos y levantó los ojos buscando un padre. Ezequiel, Sartenes y Gabriel cruzaron sus miradas invitándose a ofrecerse, pero ninguno de los tres asumió el encargo. El cura estaba trajinando con los preparativos del bautizo y no se inmutó. Pero después de unos segundos de silencio arrugó la frente, levantó la cabeza y se dirigió a ellos.
—El padre. Que quién es el padre.
—Verá, señor cura —carraspeó Ezequiel—. No está…
—¿Cómo que no está?
—Murió —soltó Sartenes, de forma impetuosa—. Eso es, ha muerto.
—¿Muerto? —El cura volvió a ir y venir con el agua bendita, la sal y algunos óleos, como si la noticia careciese de interés—. ¡Vaya por Dios! El Señor lo tenga en su seno. Estos tiempos son terribles, hijos míos… Guerras y más guerras… Lucifer se está dando un festín con nuestros pecados…
—¡Pero no sabemos si está muerto! —Teresa irrumpió de pronto en el monólogo del cura con voz fuerte y los ojos enrojecidos—. ¡No lo sabemos!
—Teresa… —susurró Ezequiel poniendo la mano en su antebrazo.
—¡Sí! —gritó aún más fuerte Teresa—. ¡Fue preso de los franceses y nada sabemos de él! ¡Quizá esté vivo!
—Es cierto. —Sartenes miró a Ezequiel, conciliador—. Así es, señor cura: nadie nos ha dado razón de su paradero. Pero el caso es que ahí la tiene usted, pobrecilla… Sin un padre que dar a su hijo.
—Mientras no sea hijo del pecado… —rezongó el cura.
—Que también… —susurró Sartenes.
Ezequiel lo miró, indignado. No sólo se había empeñado en avisar a un cura para bautizar a la criatura, sin estar convencidos Teresa ni él mismo de la oportunidad, sino que ahora se dedicaba a pregonar la soltería de la mujer, a ver si podía estropear un poco más la ceremonia.