—¡Acaba, mariscal, que vas a terminar por preocuparme de veras! —le urgió el rey.
—¡Falta una fortuna, majestad! ¡Una verdadera fortuna!
Bonaparte se echó en el respaldo de su sillar y entornó los ojos. Lo que faltaba, pensó. Ahora sólo quedaba que lo acusasen también de ladrón. De repente sintió unas inmensas ganas de ponerse de pie, ordenar que le preparasen las maletas y abandonar el país antes de que despertase el amanecer. Acabar con todo de una vez. Que el reino se las compusiera solo. Pero se contuvo, respiró hondo, se removió en su asiento y dijo, incubando una derrota más:
—Continúa.
—Como sabéis —siguió Sebastiani—, era costumbre en España realizar un inventario general de las posesiones reales cada cinco años; pero atendiendo a las extraordinarias condiciones actuales ordené realizarlo antes: el último databa de junio de 1807. Pues bien: una vez comparados ambos inventarios, el resultado no puede ser más desolador. Faltan varios cuadros, entre ellos bastantes obras de Velázquez, algunas del Greco, algún Tiziano…
—Ya os ordené que vigilaseis para que no se los llevasen a Francia, mariscal —cabeceó doblegado el rey—. Están expoliando mi reino…
—¡No! No es eso, majestad. —Sebastiani adelantó el cuerpo hacia Bonaparte y abrió mucho los ojos—. En esta ocasión no se trata de eso… Porque no sólo faltan obras de arte. Lo más grave para vuestras arcas es que faltan también cientos de lingotes de oro y de plata, miles de monedas de oro acuñadas por los reyes Carlos III y Carlos IV, muchas joyas… Y, lo que es más revelador de todo, varios cientos de millones de reales. Estáis en la ruina, majestad… Todo cuanto de valor había…
—¿Qué quieres decir, Sebastiani? —El rey frunció el ceño, se puso en pie y levantó la voz—. ¿Se puede saber de qué demonios estás hablando?
—De…, de vuestro patrimonio real, majestad —titubeó el mariscal al decirlo.
—Pero…, ¿qué patrimonio…?
José Bonaparte no podía comprender lo que le estaba diciendo aquel hombre. Él había llegado a Madrid sin patrimonio alguno, todos sus bienes estaban custodiados en Córcega, en Nápoles y en París, administrados por sus empleados y sin ningún riesgo. ¿De qué patrimonio le estaba hablando Sebastiani? ¿De los bienes del Estado? ¿De las reservas del Reino? Y, en todo caso, si faltaban, la que estaría en la ruina sería España, no él. Que iba a un país pobre ya lo daba por sentado cuando fue destinado a llevar la corona en Madrid. No entendía por tanto la angustia del mariscal y volvió a gritar:
—¡Entre unos y otros me estáis volviendo loco! ¿A qué viene esta sandez si yo jamás he tenido patrimonio en este país?
—Lo teníais, majestad —respondió con un hilo de voz Sebastiani—. El rey de España posee una fortuna personal que constituye su patrimonio, una fortuna que se hereda con la corona y que os corresponde por derecho.
—¿Este palacio, por ejemplo? —El rey sonrió, con una mueca tan forzada como despectiva.
—No, majestad —habló el mariscal pausadamente—. El palacio es propiedad del Reino, aunque algunos de sus contenidos son privativos de los reyes. El inventario real se refiere a las propiedades personales de la familia real, unos bienes que componen la riqueza del monarca y que a vos, al ser coronado…
—Me estás confundiendo, mariscal —cabeceó Bonaparte y se puso en pie—. Prefiero pensar que estás de broma…
El rey José se alejó del escritorio y se puso a pasear por la estancia, con las manos enlazadas a la espalda y la mirada baja, intentando descubrir qué se hallaba detrás de las palabras del mariscal, si una simple confusión, una broma intolerable o una información cuya importancia, de tenerla, a él se le escapaba. Sebastiani, sin moverse de su silla, le seguía con los ojos, esperando a que el rey reaccionase. Y así se mantuvieron ambos durante un tiempo largo, del que ninguno de los dos echó cuentas.
Hay una tradición en la creación artística de las estatuas ecuestres según la cual los héroes, los militares, los caballeros y los reyes son representados de acuerdo al modo en que murieron, y con ello se conoce a través de los tiempos su desenlace vital. Si se representa al caballo con las dos patas delanteras alzadas, significa que el homenajeado murió en combate; en cambio, si es representado sobre una montura que tiene sólo una pata levantada, significa que murió a consecuencia de las heridas que recibió en la batalla, pero un tiempo después, en su lecho. Por último, si el equino tiene las cuatro patas asentadas en tierra, la información que comunica es que el personaje histórico que retrata murió en la cama, cuando le correspondiese y del mal que le condujera a su última morada. Es una tradición ornamental urbana y palaciega que rinde homenaje a los grandes hombres de la Historia dando cuenta, mediante tan visible representación, de un dato histórico que todos cuantos la contemplen habrán de conocer.
Aquel pensamiento fue el primero que se le pasó por la cabeza al rey José mientras paseaba sobre la alfombra mullida de su despacho, intentando componer la verosimilitud de las palabras del mariscal, tan inesperadas como sorprendentes. A él no le hubiese gustado morir en combate, no tenía tan elevado espíritu militar como su hermano Napoleón ni el menor interés en perder la vida luchando lejos de su país por intereses que, de otro lado, tan alejados le resultaban. Y menos aún morir como consecuencia de las heridas de una batalla, tras innumerables sufrimientos y una larga agonía. Si alguien, alguna vez, realizaba una estatua ecuestre de su persona, como rey de Nápoles o como rey de España, le gustaría que el caballo tuviese las cuatro patas en tierra, lo que significaría que habría fallecido de muerte natural, en su cama y a la edad provecta que deseaba, como corresponde a un abogado, que fue para lo que estudió y lo que siempre quiso ser. Pero si continuaban dándole disgustos y malas noticias, se dijo, terminaría sucumbiendo de un síncope a su temprana edad, y la estatua sería de su gusto, pero con una antelación muy superior a la que hubiese preferido.
Si se hubiera atrevido, habría expulsado a Sebastiani de su despacho y le habría ordenado que no volviese a incomodarle con fantasías semejantes. Y que, incluso si no se trataba de fantasías, lo dejase en paz, alejado de esas cuitas, porque a fin de cuentas en todo caso se trataba de un problema de los reyes españoles, no suyo. Con las manos vacías había llegado a España y así se iría si en alguna ocasión tuviera que hacerlo, lo que cada vez descartaba menos. Pero, siempre tan débil, tan acomplejado ante sus mariscales y ante lo que pudiese pensar de él su hermano, el emperador, Bonaparte no se atrevió.
—Veamos, Sebastiani —se detuvo en mitad de la sala, acariciándose el mentón—. Según dices había un patrimonio real que ha desaparecido, y por lo visto cuantioso. ¿De qué te sorprendes?
—Pues… —titubeó el mariscal.
—Si fuese tuyo y te ordenasen viajar a otro país, en donde no sabrías qué te espera, ¿acaso no te lo llevarías contigo?
—No obstante… —intentó hablar Sebastiani.
—Espera —siguió Bonaparte—. Don Fernando sospechaba su exilio forzado por mi hermano, el Emperador; poseía esos bienes y tuvo que marchar al extranjero. ¿No es natural que lo portase consigo?
—Pues no lo llevó.
—¿Y cómo puedes saberlo?
—Por su equipaje —manifestó seguro de sí mismo el mariscal—. Me he informado y todos coinciden en que era ligero. Consigo no viajó, sin duda.
—Pudo viajar luego —aventuró el rey—. Incluso a la vez, tomando otra ruta…
—Es posible —aceptó Sebastiani—. Pero el mariscal Lannes, con quien he comentado el suceso, está convencido de que el tesoro real está en Madrid.
Bonaparte rió con ganas y movió la cabeza de un lado a otro, con gesto compasivo y paciente. Después, poniendo una mano sobre el hombro de su edecán, silabeó:
—No me fié yo de mi antiguo ayudante de campo y lo haces tú —alzó las cejas el rey—. Era amigo de Ansorena y creo que ha terminado por volverse tan loco como él.
Sebastiani no supo qué pensar. El rey no daba ninguna importancia al hecho y, no obstante, eran ya varios los indicios que apuntaban a que, en efecto, el patrimonio real estaba escondido en algún lugar de Madrid. Por una parte le ahorraría dolores de cabeza acompañar al rey en su descreimiento, pero por otra su deber como hombre de Estado era calcular todos los riesgos. Después de pensarlo durante unos instantes, finalmente decidió dar cobijo a su deber.
—Sea como fuere, señor, solicito el permiso de su majestad para intentar aclarar lo sucedido. —Sebastiani se puso en pie—. Puede que todo sea absurdo, pero si existiese de verdad esa fortuna y cayese en manos de los rebeldes, compréndalo, majestad: las consecuencias serían muy graves. Quizá fatales.
—Está bien. Cumple con tu deber, Sebastiani. —El rey volvió a su escritorio sin añadir a las suyas una nueva preocupación—. Pero, por favor, tráeme alguna vez buenas noticias, para variar…
—Majestad…
Y el mariscal abandonó el despacho tras despedirse con una reverencia exagerada.
Las maletas. Tendría que dar órdenes a la guardia de que hiciesen las maletas y dispusiesen un carruaje para marchar a casa, a reencontrarse con su país y, de paso, con un poco de cordura. El oficio de rey era absurdo, sobre todo en un país como España. En qué hora se le ocurriría a Napoleón invadirlo, como si lo necesitase. Y en qué hora se le pasaría por la cabeza aceptar a él gobernarlo, como si a un país invadido se le pudiese ordenar contra la voluntad de sus habitantes. Hasta sus mariscales estaban enloqueciendo. A ver si completaba de una maldita vez la conquista de Andalucía y, concluido el trabajo, reunía fuerzas bastantes para comunicarle al Emperador su decisión de volver a casa, dejando esa España para quien la quisiese, que él ya estaba harto.
Los pensamientos de un rey no son diferentes a los de cualquier otro ser humano. Como no lo es su sangre ni sus ambiciones. Porque un ser humano sólo se construye en la dicha de las pequeñas cosas, no en la aparente felicidad de las grandes. Bonaparte supo, aquella noche, que nada vale la inmortalidad, la fama o la gloria cuando cada día no se descubre un rincón pequeño, en la cotidianidad de la existencia, donde detenerse a disfrutar de la emoción de sentirse vivo. Y hacía demasiado tiempo que él no reía, lloraba o se emocionaba con pequeñeces y menudencias como la sonrisa de un niño, la bienvenida de un perro, el bostezo de un arco iris tras la tormenta o el sonoro beso de una madre al atardecer que no lleva demanda de amor porque ella lo pone todo.
La marquesa de Laguardia poseía una casa con tierras de labor y pinares que se perdían en el horizonte, campesinos a su servicio y rebaños de ovejas. El edificio, de dos plantas, era de piedra; y lo atendían una docena de empleados entre mayordomos, doncellas, cocineras, cocheros y guardeses. En el interior de aquel caserón no se sentía el frío en invierno ni el calor en verano y desde sus ventanales podían verse las extensiones de pinos y las laderas de las montañas de las sierras que la circundaban, como almenas.
Lo primero que vio Zamorano cuando se despertó al alba fue un gran manto verde formado por las copas de los árboles. Se levantó con gran esfuerzo de la cama y se llegó hasta el balcón para saber en dónde se encontraba. Descorrió el cortinaje, apartó las cortinas, abrió las hojas del ventanal y empujó las persianas de listas de madera barnizada. Y aquella inmensa mancha de pinares a sus pies, extendiéndose hasta donde se perdía la vista, le desconcertó aún más, dejándolo tan inquieto como puede pernoctar un fraile novicio en una casa de mujeres recogidas.
El aire gélido de la mañana, golpeándole la cara, le trajo vagos recuerdos de su salida de la prisión, de un viaje en coche cubierto y de un médico atendiéndole. Y de otro viaje más que realizó entre pesadillas y sobresaltos. Del resto, no recordaba nada. Había sido liberado del presidio, de eso se acordaba, pero no sabía a dónde había sido llevado. Tal vez estaría con su partida en algún escondite a las afueras de Madrid y pronto se reencontraría con Teresa, con Ezequiel y con el pobre Sartenes. Era lo más probable.
Más calmado, cerrando apresuradamente las hojas del ventanal para que la estancia no se enfriase más, volvió a la cama. Estaba exhausto. Le sorprendió no extrañar su barba descuidada y larga, su cabellera sobre los hombros ni los ropajes repugnantes que durante meses le habían cubierto las vergüenzas. Lo que le causó gran turbación fue sentir que tenía fiebre, que se encontraba con una debilidad desconocida para él, que le costaba un gran esfuerzo moverse y que le apetecía beber continuamente, incluso después de vaciar dos vasos de agua que se sirvió de la jarra que alguien había dejado en la mesilla de noche: una sed inextinguible, como nunca había sentido, ni siquiera en las largas jornadas de estancia en el monte ni en las horas previas a la batalla, cuando la garganta se seca y no queda saliva para tragar.
Debía de ser muy temprano: seguramente aún no habían dado las siete de la mañana. A lo lejos oyó el canto de un gallo, que de inmediato fue respondido por otro más cercano. Y luego unos pasos menudos, de mujer, por la tierra que rodeaba a la casa y que se introdujeron en la planta baja sin hacer ruido. Zamorano dobló la almohada, se recostó en ella y recorrió con los ojos nublados los enseres de la habitación y las vigas de madera del techo hasta que, sin darse cuenta, volvió a adormilarse.
Le despertó una doncella que entró en la estancia con una bandeja en las manos, portando frutas, panecillos, mantequilla y un gran vaso de leche que humeaba. Y tras ella Cayetana, con una sonrisa más luminosa que el nuevo día y apresurada para sentarse junto a él, en el borde de la cama, y tomarle una mano.
—Estás mucho mejor —dijo—. No hay nada más que verte la cara.
El capitán no tardó en reconocer a la mujer. Tampoco intentó disimular la sorpresa que le causaba su presencia. Se incorporó en el lecho, mientras colocaban ante él la bandeja del desayuno, y se la quedó mirando fijamente.
—¿Tú? —acertó de decir.
—Ya estás en casa… —exclamó Cayetana sin atender la sorpresa del capitán.
—¿En casa? —Zamorano se mostró incrédulo y desconcertado, sin lograr comprender a la mujer—. ¿En qué casa?
—No creas que ha sido fácil —continuó ella, ajena a su estupor—. Pero, ya lo ves: una vez conseguido que te dejasen libre, como te prometí, me ha parecido lo más conveniente que viniésemos aquí para que te recuperes lo antes posible de los malos tiempos que te han hecho pasar. Pobrecito. Debes de estar agotado.