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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (43 page)

El rey no cesa de leer y firmar decretos, cada uno de ellos avalado por un miembro de la corte que le felicita por la decisión que ha tomado, aun sabiendo los dos que ni uno lo ha dictado por el bien de los ciudadanos ni el otro ha tenido ocasión de comprobar si era realmente justa su promulgación. Pero allá donde va se prepara todo para que se le aplauda, se le felicite, se le idolatre. Nadie se atreve a decirle, como en el viejo cuento, que va desnudo; nadie levanta la voz para decir que es injusto, que su pueblo desconfía, que cada vez hay más súbditos que lo aborrecen. Y el rey, como sólo recibe pláceme, cumplidos y elogios, se acaba por convencer de que no hay gobernante como él y no existe mal que no erradique ni acción que no sea benéfica.

Los gobernantes dejan de ser útiles para el pueblo cuando confunden a los ciudadanos con los cortesanos y ministros; cuando la voz falsa de quienes cobran sus haberes gracias a él acalla la voz verdadera de los que sufren su gobierno. José Bonaparte empezaba a vivir encerrado en su palacio cada vez más convencido de que era respetado por el pueblo que lo tenía por su rey, desechando los pensamientos frecuentes, y a la postre fugaces, que le indicaban que tal vez vivía en el seno de una gran farsa, la escenificada por sus enriquecidos zalameros y aduladores, y que en realidad era sólo un rey títere en las manos lejanas de Napoleón y en las más cercanas de su Consejo.

No pudo soportarlo más. Abrió los ojos llenos de ira, se volvió hacia Sebastiani y murmuró algo que no le oyó, tal vez en italiano. Luego se pasó la mano por la cara, desolado, y caminando lentamente se dirigió al escritorio, se dejó caer en su sillar y, con un hilo de voz, pronunció unas palabras ahogadas por el abatimiento:

—Luego todos pensáis que soy un rey impuesto.

—Majestad…

—Pensáis que reino contra los españoles y que bastaría ponerles un arma en las manos para que se levantasen contra mí.

—Señor, yo no he dicho…

—Lo piensan mis mariscales, lo piensan mis ministros, lo piensan mis enemigos… ¿Quién no lo piensa, Sebastiani?

—Yo, majestad…

—Tú también, Sebastiani. Lo pensáis todos menos yo. Mucho hablar de la legitimidad de las Cortes de Bayona, del aprecio de mi pueblo, de la simpatía que despierto en la corte… ¡Me tenéis engañado! ¡Si por ellos fuera, los españoles no dejarían intacto ni un pedazo de mármol para sellar con una lápida mi sepultura! ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto daría por saber qué opina el Emperador de mí! Sólo las bayonetas francesas me sostienen en el trono. Márchate, Sebastiani. Apártate de mi vista. Ya no tengo en quién confiar…

—Os aseguro, majestad…

—¡Sal!

Sebastiani hizo una reverencia y se dirigió a las puertas de salida. Pero antes de cerrarlas tras de sí, volvió la cabeza y preguntó:

—¿Y con el patrimonio real perdido? ¿Qué hacemos con el patrimonio real, majestad?

Bonaparte levantó los ojos de la mesa, lo buscó en la distancia y silabeó:

—Recupéralo, mariscal; recupéralo. Convertiré el oro en balas de fusil para dar a los españoles una muerte digna.

Y una vez cerrada la puerta, ya solo en su despacho, añadió en un susurro:

—Y a ti también, Sebastiani. A ti también…

6

Ezequiel y Sartenes se habían refugiado en la habitación de Teresa para poder hablar en privado. El niño dormía, después de una mala noche en la que no había hecho otra cosa que llorar, y Teresa, al fin, podía reposar sentada en la cama mientras ellos permanecían junto a la ventana. Por eso les pidió que hablasen lo más bajo que pudieran, no fuese a ser que el pequeño Manuel despertase de nuevo y a ella no le quedase otro recurso que acompañarle en el llanto.

—Creo que esto se nos está empezando a ir de las manos… —susurró el maestro.

—Ya lo veo —aceptó Teresa—. Porque, ¿se puede saber qué hacen todos esos ahí fuera?

Sartenes miró a la puerta, en la dirección que señalaba la mujer con la mano. En efecto, al otro lado, en la sala, el judío Gabriel estaba rodeado de sus seis amigos y no se dejaban hablar los unos a los otros, montando sus palabras unas sobre otras como naipes en una partida de descartes.

—Le confiamos a Gabriel la razón de nuestra presencia en Madrid y él…

—¿Cómo dices? —se escandalizó Teresa—. ¿Que le habéis confiado qué…?

—Tranquilízate, mujer —Ezequiel le rogó silencio con las palmas de las manos—. Sartenes y yo decidimos que solos no podíamos hacerlo, que Gabriel era de confianza y que…

—¿Y a mí? ¿Cuándo pensabais consultármelo a mí?

—En tu estado… —se excusó Sartenes y miró al bebé.

—Pero…, ¡no lo entiendo! —Teresa se recostó en la cama, indignada—. Si el capitán estuviese aquí no os hubierais atrevido a…

—No es eso, Teresa. —El maestro se acercó hasta ella y puso una mano en su antebrazo—. En ningún momento hemos prescindido de ti. Pero estabas demasiado ocupada para aumentar tus preocupaciones. De todos modos te aseguro que Gabriel no sabe por nosotros nada que no supiera ya. Al decirle que teníamos una misión de la Junta Central, consistente en buscar unos documentos importantes de nuestro señor el rey don Fernando, él mismo dijo que ya se lo figuraba y que lo que queremos está en Madrid. Dice que no sabe más, ni la calle, ni el lugar exacto; pero no le creemos. Ese judío es muy listo…

—¿Muy listo? —Teresa no daba crédito a la ingenuidad del maestro—. ¡Desde luego! Porque, ¿me quieres explicar qué hacen todos esos ahí, como bucaneros a la espera de repartirse el botín?

—Dicen que son españoles patriotas y que desean ayudarnos… —terció Sartenes.

—¿Judíos patriotas? —rió forzadamente Teresa—. ¿En dónde has visto tú unos judíos que tengan otra patria distinta que el dinero?

—¡Estos, Teresa! —afirmó severo Ezequiel—. ¡Y otros muchos también…! Déjalos y lo demostrarán.

Quedaron en silencio, mirándose unos a otros, con el deseo de recobrar la serenidad porque comprendían que entre ellos no debía caber la disputa. Ezequiel mostraba aplomo en su expresión, Teresa incredulidad y Sartenes confianza en que nada pudiera romper el afecto que los unía a los tres. El niño dormía entre aquel bisbiseo cercano y el murmullo de voces que crecía al otro lado de la puerta. Ezequiel miró en aquella dirección y volvió a afirmar con la cabeza.

—Pero, aun así, creo que se nos empieza a ir de las manos.

—El capitán… —musitó Teresa—. Cuánto daría porque estuviese aquí el capitán.

—Todos, Teresa —aceptó Ezequiel—. Todos le necesitamos…

Cuando el maestro y Sartenes entraron en la sala, los judíos guardaron un respetuoso silencio mientras les seguían con la mirada. Y cuando apareció Teresa en el quicio de la puerta, con el pelo recogido en un moño alto, las mangas remangadas y una cinta al cuello de la que colgaba unas tijeras, todos se pusieron de pie y le ofrecieron el mejor asiento. Teresa, sin inmutarse, lo tomó y sin alterar el rictus de seriedad, lo que la convertía en una mujer hierática y desafiante, repasó con los ojos uno a uno, deteniéndose en cada uno de ellos hasta que apartasen la vista, intimidados. Luego carraspeó, impasible, y se volvió hacia el maestro.

—Habla, Ezequiel.

El maestro se removió en la silla y se acarició la garganta, pensando en cómo empezar. La expectación que causaba no le menguó el ánimo, ni el peso de tantos ojos doblegó su espalda. Pero meditó qué podía decirles y cuánto podía confiar en ellos y optó por ser cauto.

—Os agradezco a todos vuestros deseos de participar en una acción tan arriesgada al servicio de su majestad el rey don Fernando, sobre todo a ti, Gabriel, buen amigo, tan presto a poner la vida en tan noble causa. Desconozco lo que has podido decir a tus amigos y qué les ha llevado a correr este alto riesgo, pero os aseguro que la causa merece la pena.

—Pero, ¿de qué se trata exactamente? —quiso saber Ismael.

—Porque si se trata de un asesinato, nosotros, señor… —anunció otro, llamado Benjamín.

—Depende, depende… —cabeceó David—. Hay muertes y muertes…

—¡No! —se alzó una voz—. ¡Una muerte nunca!

—¿Cómo que no? —otra voz interrumpió el diálogo y a partir de entonces no se pudo entender nada. Todos los judíos querían expresar hasta dónde llegaban los límites de su patriotismo y, por lo que parecía, reproducían la discusión que les había ocupado en la sala durante horas.

—¡Basta! —gritó Ezequiel, imponiendo su voz sobre las de los demás—. ¡No estamos aquí para pelearnos entre nosotros! El enemigo está ahí fuera, usurpando el trono de nuestro rey.

—Así es —le secundó Gabriel—. Pero mis amigos desearían saber…

—¡Sabes de sobra que no se trata de asesinar! —afirmó Ezequiel, enojado—. Pero si se tratase de matar, no sería asesinato sino legítima defensa, os lo recuerdo. Somos una nación invadida, señores; un país en guerra. Y en la guerra se debilitan las fuerzas enemigas, no se asesina. Pero calmaos, calmaos… —el maestro recobró el aliento—. Nuestra misión consiste en averiguar el paradero de unos documentos reales y llevarlos a lugar seguro. Ignoramos el contenido de ese material, pero tampoco debe importarnos porque, aunque lo recuperemos, no nos corresponde a nosotros sino a nuestro rey. Lo que necesitamos es descubrir dónde se encuentra y, cuando lo sepamos, planear la ejecución de nuestros objetivos y cumplirlos. Así es que hay dos asuntos esenciales: que encontremos los documentos y que corramos los menores riesgos posibles para recuperarlos.

—Pues tú dirás —se removió satisfecho Gabriel en su asiento, deseoso de entrar en acción.

—Os avisaremos cuando llegue el día. Por ahora, nada más. Y, de todo esto, ni una palabra a nadie, ¿entendido?

—Entendido —afirmaron todos.

Aquella misma tarde Ezequiel y Sartenes entraron como dos afligidos pecadores en la iglesia de San Sebastián y permanecieron al fondo de la nave central rezando devotamente hasta que nadie más quedó en la capilla. Sartenes llevaba disimulado un punzón de pequeñas dimensiones y un martillo de regular tamaño, sujeto a la faja como era costumbre entre los oficiales pedreros. Los cuchillos de sol que entraban por los ventanales de la iglesia que daban a la calle de los Vientos, así como los que se dejaban caer desde los altos de la torre, componían sobre el sagrario y el cáliz posado en el altar un mosaico refulgente que cegaba, agrandando la magia del sagrado lugar. Sartenes, atemorizado, se santiguó varias veces para ahuyentar el pecado de profanación que se disponían a realizar. Ezequiel, más decidido, apresuró a su compañero para bajar a la cripta mientras no hubiera testigos. Alguien tosió tras una puerta, que quizá diese a la sacristía, lo que les paralizó un instante. Sin duda se trataba de un fraile con males de pecho o el anciano párroco de la iglesia, dormitando a aquella hora del descanso tras la comida. Quedaron unos momentos en suspenso, por ver si se repetían las toses o quienquiera que fuera se aproximase, pero nada oyeron y de inmediato continuaron su camino.

Sartenes entregó el punzón y el martillo al maestro y, siguiendo sus instrucciones, se quedó junto a la escalera para dar aviso si surgía algún contratiempo. Temblaba, pero el miedo que se agarró a sus piernas no le permitió salir huyendo ni el que se quedó en sus labios representaba otra cosa distinta a que estuviese rezando. Sobre el coro refulgía ahora una gran espada de sol y devolvía su luz de oro, oscureciendo las velas encendidas junto al altar. Sartenes se volvió a santiguar y encomendó su alma al Sagrado Corazón de Jesús alzado sobre una peana junto a él.

El maestro Ezequiel se alumbró con las velas que permanecían encendidas en la cripta hasta llegar junto al nicho mortuorio donde estaba enterrado el
Fénix de los Ingenios
. Luego acercó un candelabro de tres velas prendidas hasta el azulejo escrito con el título de
Fuenteovejuna
y lo dejó en reposo en el suelo, de tal modo que llegase hasta él suficiente luz. Golpeó un par de veces el ladrillo para comprobar si se movía y, al verlo firme, miró hacia atrás, como asegurándose de que nadie oiría los golpes. Fijó el punzón en uno de los vértices de su juntura y entonces, con el martillo, golpeó el puntal suave y repetidamente hasta que cedió. No fue difícil. El fondo estaba hueco, por lo que a buen seguro contenía una cámara de aire que podía albergar cualquier cosa, como había previsto. Ezequiel sintió la emoción recorrerle las tripas y la espalda, un frío desconocido pero muy agradable que le hizo detenerse como si necesitara creer en la suerte que le acompañaba. Sonrió para sí y volvió a mirar en dirección a la escalera. Nada se oía. Por eso, a continuación fue astillando el yeso de la sujeción a lo largo de los cuatro lados del azulejo hasta que quedó libre.

Con esmero cuidó de que no cayera ni se quebrase. Lo extrajo haciendo palanca con el mismo punzón y, tal y como deseaba, tras él encontró un papiro doblado en cuatro partes sin rastros de humedad ni amarilleo, lo que demostraba que no hacía mucho tiempo que había sido escondido allí.

Con un temblor visible en las manos desdobló el papel y lo leyó. En él había escritas cuatro palabras, sin duda una dirección:
Calle del Lobo, dos
. Ezequiel se guardó el papel en la faja, colocó de nuevo el azulejo en su sitio y, confiando en que se sujetase por sí mismo el tiempo necesario para huir, apagó las velas del candelabro con un soplido prolongado y corrió escaleras arriba.

—¡Andando! —dijo a Sartenes sin detenerse—. ¡Salgamos de aquí cuanto antes!

—¿Ya? —preguntó su amigo—. Pero…

—¡Corre y calla!

Sartenes vio salir al maestro apresurado, como si le persiguiese un espectro, y se santiguó otras tres veces con una rodilla doblada antes de seguir su estela. Luego se encontró en la calle con la luz del día y la espalda de su amigo, calle de las Huertas abajo, cerca ya de la confluencia con la calle del Príncipe.

—¡Eh, maestro! —gritó—. ¡Espera! ¡Espera! ¡Creo que en la cripta…!

Ezequiel se paró en medio de la calle y se volvió con la cara envuelta en un enojo aterrador. Sartenes, que corría en pos, se detuvo al contemplar semejante rostro agriado y luego caminó despacio hasta él, aproximándose precavidamente.

—¿Te ocurre algo, maestro? —titubeó.

—¿Por qué no gritas más, zopenco? ¿Eh? —se cuadró con los brazos en jarras—. ¿Por qué no lo haces público en un bando? ¿Quieres decirle a todo el mundo que somos unos profanadores de tumbas? ¡Pues adelante, no te cohíbas!

—Yo… —se excusó Sartenes, avergonzado.

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