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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (33 page)

—Mariscal Sebastiani…

—¿Majestad?

—¿De cuántos súbditos muertos estaríamos hablando si…, digamos…, aceptase algunas acciones aisladas?

—No sé a qué os referís, majestad.

—¿Cuántos serían? En el caso de dar un escarmiento, como vosotros decís, digamos que… en cuatro o cinco pueblos grandes por provincia en las regiones de Valencia, Cataluña, Aragón y Castilla.

Sebastiani pasó la mirada fugazmente por los demás mariscales y cerró los ojos, intentando calcular de forma mental el número aproximado.

—No lo sé, majestad…

—Decid una cifra…, mariscal. Más o menos, aproximadamente…

—¿Diez mil…? —aventuró una suma Sebastiani.

—Bien —Bonaparte volvió a su paseo, con las manos entrelazadas a la espalda y sin dejar que los ojos se apartasen del suelo—. Yo calculo diez veces más. Veinte provincias, unos cien pueblos, a mil habitantes por pueblo… ¿Voy bien?

—Majestad…

—Sí, voy bien —siguió Bonaparte pensando en voz alta—. Sigamos… Pongamos que hablamos de cien mil muertos entre hombres, mujeres, niños, ancianos… ¿Cuántos litros de sangre crees, Sebastiani, que puede contener, de media, el cuerpo de una persona? ¿Cinco litros?

—No os entiendo, majestad.

Bonaparte se paró en mitad de la sala. Contempló uno por uno a los mariscales, asegurándose de que ellos le seguían también, y gritó:

—¿Cinco litros? ¿Cinco…? ¡Pues hablamos de medio millón de litros de sangre! ¡Medio millón de litros de sangre! ¿Oís bien? ¿Queréis que me ahogue en medio millón de litros de sangre? ¿Eh? ¿O esperáis que después de eso mis súbditos levanten en mi reino estatuas a mi memoria con semejante hazaña? ¡Harían bien en levantar fuentes con chorros de sangre en lugar de surtidores de agua! ¡Largo de aquí! ¡Marchaos inmediatamente de mi vista! ¡Sois despreciables! ¡Sois…!

Bonaparte los despidió con los ojos rojos de ira hasta que abandonaron la estancia uno tras otro, sin efectuar la reverencia de respeto y con la cabeza alzada, orgullosos, pero enrabietados. Luego dio un puñetazo sobre la mesa y se asomó al balcón para ver una ciudad a la que hubiese deseado no llegar jamás.

Y entonces fue cuando entró el mayordomo para informar de la irrupción del mensajero que traía noticias de la batalla que se preparaba en Almonacid.

—¡Prepárese mi guardia! —ordenó—. ¡Mañana mismo parto a ponerme al frente de mis ejércitos! ¡Yo enseñaré a esos imbéciles cómo hay que ganar una guerra!

José Bonaparte era un hombre esbelto, de estructura corporal pícnica, corpulento pero sin caer en la gordura. Su cara era redonda, su papada incipiente, sus facciones suaves y su sonrisa fácil; pero cuando se enojaba componía una mirada a la que se podía temer. De labios finos, cejas afiladas y nariz larga, se peinaba siempre hacia delante, como un césar, ocultando la calvicie con los rizos escasos que se arremolinaban sobre la parte superior de la frente. Con todo, lo más sobresaliente de su fisonomía eran sus ojos, protegidos por unos párpados gruesos que en su abultamiento parecían tejadillos que daban sombra a unas pupilas demasiado apagadas. Podía haber sido un hombre feliz, su rostro se lo hubiese permitido; pero nunca lo fue. Pudo ser una buena persona, un hombre en el que cabía confiar, pero la vida lo colocó exactamente en el otro lado de la calle.

De perfil, como ahora lo veía el mariscal Sebastiani, no parecía un rey. Tal vez nunca lo fue. Cabalgaba despacio, con la vista al frente, encerrado en sus pensamientos, como si una idea se hubiese adueñado de él y nada de lo que sucedía a su alrededor fuese capaz de devolverlo a la realidad. El mariscal cabalgaba a su lado, camino de Almonacid, detrás de ciento veinte jinetes polacos de su guardia personal y delante de dos mil marselleses que iban a incorporarse a la batalla que se celebraría después en los campos de Toledo. Pero Bonaparte no veía ni a los polacos ni a los marselleses; ni siquiera al mariscal, que cabalgaba a su lado escudriñándolo de soslayo a cada rato, por ver si salía de su ensimismamiento.

El rey intruso vestía camisa bordada y casaca labrada. A su cuello se anudaba un pañuelo de seda blanco. Faldriquera, pololos y botas. Se cubría con un sombrero apaisado, como el que usaba su hermano Napoleón. Y lucía un anillo de oro en el dedo anular de su mano izquierda con el sello de la casa Bonaparte. Sin forzarlo, sin guiarlo, se dejaba llevar por la bestia y miraba al frente, siempre al frente, aunque no viera nada más que lo que se cruzaba por sus pensamientos.

—¿Vais bien, majestad? —se atrevió a interrumpirle Sebastiani, después de cuatro horas de camino bajo un sol injusto.

Bonaparte se giró para verlo. Como extrañado por encontrárselo allí. Tardó unos instantes en salir del universo por el que navegaban sus pensamientos y, cuando lo reconoció, afirmó con la cabeza.

—Muy bien, mariscal.

Sebastiani afirmó también con la cabeza y volvió a poner los ojos en el horizonte. Comentó:

—Con este calor…

—Mariscal… —dijo Bonaparte—. ¿Crees que estuve muy duro ayer con los generales?

—No, majestad.

—Bien. —El rey calló, y echó un vistazo hacia atrás, por donde le seguían sus tropas. Y añadió—: Si te tengo el afecto que conoces, no es por tu destreza en mentir, mariscal. De sobra sé que fui inflexible y desconsiderado. Ellos velaban por sus hombres y yo sólo por el respeto que quiero obtener de los españoles.

—Es vuestro deber, majestad —respondió Sebastiani.

—Y el suyo es proteger a los ejércitos imperiales. A saber qué se irían diciendo de mí.

—No les escuché, señor —el mariscal parpadeó dos veces seguidas.

—Pero oíste, viejo amigo —sonrió Bonaparte—. Uno oye aunque no pretenda escuchar. ¿No es cierto?

Sebastiani dudó qué responder. Pero la mirada del rey era tan incisiva y persistente que, después de pensarlo un momento, se puso de pie en los estribos, se volvió hacia su rey y habló solemne.

—Está bien majestad. Os diré lo que oí.

—Adelante.

—Oí que las tropas están cansadas. Oí que muchos soldados han solicitado reintegrarse a los ejércitos de vuestro hermano. Oí que no soportan más a estos españoles, orgullosos como hidalgos arruinados, descarados como piratas, noctámbulos como ratas, osados como sabandijas. Oí que nuestro rey no ama a sus hombres.

—Eso no es cierto… —cabeceó el rey.

—Pues claro, majestad —Sebastiani se dejó caer de nuevo en su silla—. De sobra sé que no es así. Como sé que tanto os da Nápoles que Madrid. No os podéis sentir rey de estos ganapanes… Os admiro, sabéis que os admiro y os quiero, que daría la vida por vos, pero en nombre de ese afecto que decís tenerme, y el que yo os declaro, ¿podemos hablar con sinceridad?

—Hablemos, mariscal.

—Con su permiso, majestad. Lo que oí a los mariscales lo comparto plenamente, señor —Sebastiani cerró los ojos—. Y además creo que un pueblo que no elige a su rey no lo amará nunca. En España somos invasores y como tal nos tratan; y por buenas que sean vuestras intenciones, no os dejarán ser un buen rey. Nunca os dejarán.

Bonaparte guardó silencio. Sebastiani había expresado con fidelidad idénticos pensamientos a los que revoloteaban por su cabeza aquella mañana. Su ayudante de campo lo conocía bien, sin duda.

—Tienes razón. —El rey José bajó la cabeza, entristecido—. Creo firmemente que España merece que todos nos esforcemos por convertirla en un país moderno, libre, culto y rico, pero los españoles no ven en mí al rey que pueda hacerlo. Es más: preferirían seguir incultos y pobres antes que deber nada a un extranjero. Curioso pueblo…

—No os debería sorprender, majestad. Vos sois corso y los italianos, sin ir más lejos…

—Ya sé, ya sé… —El rey se volvió para que no descubriera una lágrima que estaba a punto de desbordarse de sus ojos—. ¿Y sabes? Si yo fuera español estaría de su parte. Pero mi hermano…

—¿Qué tiene que ver el emperador en todo esto? —Sebastiani frunció el ceño.

—Mi misión es reinar y poner España al servicio de Napoleón, mariscal. Se lo he prometido a mi hermano y así lo haré.

—¿Contra la voluntad de los españoles?

—Las voluntades también se derrotan, Sebastiani.

—Habrá fuentes con surtidores de sangre entonces, majestad.

—Las habrá. Si es preciso, las habrá. Ordenad a los mariscales que inicien los escarmientos de que me hablaron ayer. Con prudencia pero con energía.

—Como deseéis, majestad.

La batalla de Almonacid se saldó con una nueva derrota de los ejércitos regulares españoles. Cuatro mil bajas, entre muertos, heridos y prisioneros, fue el resultado de otra nueva confrontación en una guerra que no tenía visos de acabar nunca. Los franceses, con la presencia del rey José en el campo de batalla, tuvieron algunas bajas menos, pero sus pérdidas fueron también considerables.

Cuando José Bonaparte regresó a Madrid el 13 de agosto, había empezado a llover sobre la ciudad. Aquel verano tocaba a su fin.

6

Cayetana Queipo de Llano, marquesa de Laguardia, vestía de crema y azul mientras caminaba deprisa por la calle de Fuencarral, como si fuese en busca de una carta urgente o estuviesen a punto de cerrar el comercio de telas en donde habría de escoger una pieza.

Bajo una sombrilla de seda y encajes, con zapatos de ante que se mostraban y se volvían a esconder bajo el vuelo de la falda y un vestido escotado, ceñido, distinguido y pesado que llevaba con desenvoltura a pesar de los calores del mediodía, Cayetana estaba tan hermosa como irritada. No había esperado a sus criados ni pedido compañía. Sólo su doncella Candelaria la seguía a paso vivo entre la gente con que su desbocada ama se cruzaba y a la que apartaba, en ocasiones, a golpe de sombrillazos.

Ni la doncella ni ninguno de los viandantes podría decir a qué se debía aquella agitación, esos ojos contraídos y la mirada enfurecida que iba despejando el camino. Pero su paso fue un huracán que hizo volver la cabeza a cuantos vecinos deambulaban por la calle de Fuencarral.

Llevaba dos días sin dormir y sin apenas probar bocado. Había bebido mucha agua y, entre jarra y jarra, también algunas copitas de licor. Y en su corazón se hundía un poco más, con cada trago, la daga del desprecio de Zamorano, el maldito capitán a quien había acogido entre los pliegues de sus pensamientos para erigir una idea de futuro y había huido como una rata al prenderse la luz. Jamás había osado nadie procurarle desplante tal; ni conoció tanto desagradecimiento en toda su vida de mujer, desde que a los doce años descubrió que dos girasoles empezaban a florecer en su pecho y por la noche sentía cosquillas de fuego en los bajos de su vientre. Aquel hombre la había despreciado; incluso algo peor: había incumplido una promesa de matrimonio y, con ello, hecho jirones los blasones de su nobleza y desatados los nudos del orgullo herido. Cien generaciones humilladas por un solo hombre; como si una
razzia
morisca hubiese pisoteado los gloriosos pendones de sus antepasados.

Uno solo; un solo hombre. Arrogante y embustero, además. Pero pronto iba a probar el guiso emponzoñado de la venganza.

Cayetana no se detuvo hasta que apareció ante sus ojos el edificio de la guardia, frente al Hospicio. A la entrada, dos soldados españoles custodiaban el portón con el desinterés de quien no tiene nada que temer. El oficial, un francés pelirrojo de mirada abúlica, con los brazos en jarras, dejaba pasar el tiempo plantado en medio de la entrada, contando las horas que faltaban para acabar la guardia y, tal vez, los días hasta regresar a su casa, en los bosques del Loira. La marquesa de Laguardia se detuvo un instante para observarlos. Candelaria, su doncella, se quedó a su lado y esperó, intrigada.

—¿Adónde vamos, señora marquesa? —preguntó, confundida.

Cayetana no se volvió para verla. Siguió contemplando la entrada del cuartel sumida en unos pensamientos del color de la cuaresma. Sólo al cabo de un rato comprendió que la criada se había dirigido a ella.

—¿A ti qué te importa, deslenguada? —replicó airada antes de continuar su camino—. ¡Vamos!

Cayetana avanzó apresurada unos pasos, ocho o diez. Pero había algo en aquella edificación, en la guardia española y en el oficial extranjero que le repelía. Un capitán, pensó; otro maldito capitán. Y volvió a detenerse. A punto estuvo la fiel Candelaria de tropezar con ella a causa de la brusquedad de la parada, tan agitada como el resto de sus movimientos. La marquesa cerró los ojos. Ante ella pasaron imágenes del capitán Zamorano a su lado, en su casa, en su jardín, sentado a su mesa. Nunca la había besado: de repente aquella ausencia la obligó a asomarse a un pozo negro y profundo, como si se le hubiera revelado de improviso un vacío inexplicable. No, nunca la había besado; ni le había acariciado una mano, ni cortejado… Se comportaba de manera cortés, amable, sin crispación ni vehemencia; pero también sin demostración alguna de amor… Sin embargo había sido ella quien hizo la proposición de casarse. Él no se hubiese atrevido…; aunque tal vez le delatasen los ojos… Pero, ¿cómo puede un hombre aceptar en matrimonio a una mujer sin siquiera besarla y, al día siguiente, romper el compromiso como haría un vulgar rufián con su mantenida? Zamorano se había comportado así con ella, nada menos que con la marquesa de Laguardia. Cualquier escarmiento sería poco para él. ¡Cualquiera!

—¡Vamos! —ordenó a Candelaria echando a andar para introducirse en el cuartel.

—¡Señora! —se limitó a exclamar la doncella.

—¡Y tú a callar! —Cayetana se paró ante el oficial de guardia—. ¿Has oído? ¡A callar!
Bonjour, capitain
.


Bonjour, madame
. —El oficial se llevó la mano a su gorro en un saludo cercano al modo militar, desganado pero cortés.

—Soy la marquesa de Laguardia y creo mi deber de ciudadana poner en conocimiento de la autoridad ciertos hechos de interés para la seguridad del reino —habló Cayetana, con voz solemne y enérgica—. Os ruego que me anunciéis al comandante.

—En seguida, señora. —El capitán la invitó a pasar y se perdió junto a ella por las sombras de un pasillo protegido del sol amarillo y cegador del mediodía de Madrid, un Madrid que se quedaba afuera, en ebullición, dibujando perfiles geométricos de las fachadas sobre los adoquines recalentados de la calle.

Un redoble sostenido de ruidos de botas, levantando polvo en los peldaños de madera vieja, precedieron a tres golpes secos en la puerta de la casa. Era el empellón de madera contra madera, el repetido choque de la recia culata de fusil contra el pino viejo de la cancela. Ezequiel abrió los ojos en la cama, sorprendido, Sartenes siguió roncando sin oírlos, Teresa se sobresaltó y el capitán Zamorano se sentó en la cama decidido a buscar en la penumbra la silueta de su sable.

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