—¿Qué tienes, amor? —le dijo, exagerando dulzura en la inflexión de su tono de voz—. Tienes un aspecto horrible… ¿Estás enfermo?
—He dormido mal.
—Ven. —Cayetana le tomó del brazo y se apretó contra él—. Siéntate en el jardín y bebe un poco de agua fresca. Ahora mismo pediré que te traigan el almuerzo.
—No, no…, gracias. No me apetece comer nada. —El capitán se sentó y bebió agua, pero rechazó tomar nada más—. Tenemos que hablar…
—¡Pues claro que tenemos que hablar! —La marquesa fingió severidad y tomó asiento a su lado—. ¡Y vas a tener que explicarme muchas cosas…!
Zamorano dio un respingo. La mirada de Cayetana era penetrante; su rostro, grave; el tono de voz, áspero. El capitán observó las facciones endurecidas de su cara y temió haberla ofendido en algo. ¿O acaso era que había leído sus intenciones en el desaliño de su aspecto? Conocía la agudeza de su inteligencia y lo afilado de sus intuiciones, pero no podía creer que estuviese ya al cabo de algo de lo que sólo él y los suyos tenían noticia.
—¿Explicarte muchas cosas? —titubeó Zamorano—. No sé a qué te refieres.
—Muchas. Naturalmente. —Cayetana extrajo de su faltriquera un papel blanco que desdobló con cuidado y que pasó ante los ojos de Zamorano, como abanicándolo—. Acabo de recibir carta de mi prima segunda, Josefa, ya sabes, la prometida de tu amigo Juan Díaz Porlier… —Sí…
—Y, ¿sabes? Me pregunta qué haces tú en Madrid.
—¿Yo? —el capitán se extrañó—. ¿Y ella cómo sabe…?
—Se lo dije yo misma hace semanas, en una carta… —Cayetana se encogió de hombros, sin comprender la sorpresa de Zamorano—. ¿Cómo no iba a hablarle de lo bien que me encuentro a tu lado? Y ahora se sorprenderá aún más cuando le anuncie nuestro compromiso…
—Cayetana, yo…
—Sí, es cierto. —La marquesa volvió a fingir disgusto y arrugó los labios—. Antes tienes que explicarme por qué has engañado a tu superior y estás en Madrid. El coronel Díaz Porlier dice que deberías estar en otros lugares, Josefa no me dice dónde, supongo que temiendo que controlen mi correspondencia; pero lo cierto es que dice que no deberías estar aquí. Juan está sorprendido e intrigado. Y no sé si enfadado…
Zamorano se quedó pensativo. No esperaba que Cayetana anduviese informando sobre él a nadie. Creía haber dejado claro, cuando se presentó en su casa, que su estancia en Madrid tenía un carácter confidencial, secreto. No sólo por el peligro personal que corría, le informó, sino porque podía dar al traste con la misión que estaba cumpliendo por orden de sus jefes.
Ahora lo que menos le importaba era satisfacer la curiosidad de la marquesa, naturalmente: con qué rapidez se puede pasar de la ficción del amor a la realidad de la indiferencia, se dijo.
Porque lo único que le inquietaba era la opinión que se forjaría su amigo Juan al conocer que había desobedecido sus órdenes y, en lugar de cabalgar junto a la partida de el
Empecinado
, estaba en la ciudad, una ciudad en manos de los franceses además, sin una razón que lo justificase. Improvisó deprisa.
—Cayetana, escúchame. —Zamorano puso la mano en su antebrazo y la miró fijamente a los ojos—. Te advertí al llegar que mi estancia en Madrid tenía que considerarse un secreto militar. No tiene mucha importancia que hayas informado de ello a Porlier, e incluso a su prometida, para el caso es lo mismo; pero has de saber que si los franceses abren tu correo sabrán de mí y eso nos perjudica a todos, a mí, a mis hombres y a nuestro rey. Incluso a ti. Estoy en Madrid cumpliendo unas precisas instrucciones de…, de… la Junta Central. Precisas y reservadas, eso es. Nadie debe saberlo, ¿comprendes? O sea que, si vas a escribir a tu prima, dile que ya no estoy en Madrid, que he partido para reincorporarme a mi destino, el que me ordenó Juan. ¿Has entendido? ¡Por Dios, Cayetana! ¡Tiempo habrá de que yo les aclare…!
—¿De veras te he puesto en peligro? —Cayetana frunció los labios y el entrecejo, arrepentida y mimosa, como si fuese un perrito implorando una caricia.
—Está bien. No hablemos más de ello.
—¿Podrás perdonarme? —La marquesa insistió en su súplica exagerada de misericordia, acercándose mucho a la cara del capitán, que se violentaba cada vez más—. Moriría de dolor si…
—Olvídalo —dijo al fin, fatigado, Zamorano.
—Como quieras, amor mío… —se irguió ella, suspirando—. Pero si pudiera compensarte…
El capitán se levantó y paseó por el jardín, pensativo. Las plantas que vivían en las macetas tenían la piel cansada, de un verde apagado, sin vigor. Las pocas flores que sobrevivían al incendio del aire desmayaban sus pétalos convertidos en lenguas de perro rendidas por el cansancio y por la ígnea desmesura del mediodía. La tierra del suelo estaba reseca y respondía con una nube de polvo a cada arañazo de las botas pesadas de Zamorano. Pero en aquella queja común de la naturaleza contra la crueldad del verano los pensamientos del capitán no encajaban. Ella se había ofrecido a compensarle: podía aprovechar la proposición para preguntarle algo que hasta entonces no se había atrevido, para no levantar sospecha alguna sobre la razón de su estancia en la ciudad. Y luego (era muy importante que no se le olvidara), tenía que cumplir el objetivo que lo había llevado, tan de mañana, a la casa de la marquesa: romper con ella el compromiso matrimonial, sin más explicaciones.
—¿Compensarme? Bueno, necesito saber algo —le dijo, sentándose otra vez—. Tal vez puedas ayudarme.
—Desde luego.
—Quizá conozcas a alguien, no importa quién, que permaneciera lo suficientemente cerca de su majestad antes de su partida a Francia. Alguien con quien yo pudiera hablar, que no tuviese inconveniente en…
—Gabriel, el judío. Todavía debe de estar en Madrid.
—¿Gabriel? —A Zamorano le sorprendió la rapidez de la respuesta y que no intentara averiguar para qué lo quería.
—Sí. Fue uno de los secretarios reales hasta que llegó a Palacio ese Bonaparte. Dicen que ayudaba al administrador con la correspondencia y otros asuntos de despacho y que ya no trabaja para nadie. ¡Juanito! —la marquesa llamó a un criado que en ese momento pasaba por el patio, hacia el interior de la casa.
—¿Sí, señora marquesa?
—Acércate. ¿Qué se sabe del judío? ¿Tú sabes en dónde está?
—¿El judío? —dudó el sirviente, rascándose la coronilla con el dedo índice de la mano—. Pues no lo sé, señora. Creo que la señora marquesa puede encontrarlo, si ese hombre sigue con vida, en alguna de las tabernas que rodean a la plazuela de San Miguel. Pero me temo que…, no sé. Hablaba mucho y siempre mal de los franceses, por eso puede que le haya ocurrido alguna desgracia. Pero si vive…
—Gracias, Juanito —Cayetana le indicó que se alejase, empujando el aire con el dorso de su mano. Y luego se volvió a Zamorano—: No hay pérdida. Todo el mundo conoce al judío.
El capitán afirmó con la cabeza y se repitió las señas para recordarlas con exactitud. Luego se levantó.
—Me voy, Cayetana —dijo, sin mirarla—. Y creo que tardaremos bastante tiempo en volver a vernos.
—¿Cómo dices? —La marquesa se levantó deprisa y se acercó a él—. ¿Acaso tienes que salir de Madrid?
—Algo así. Y no hagas más preguntas, por favor —Zamorano se ajustó el pantalón y se volvió a mirarla—. Se trata de nuestra seguridad. Por ahora hemos de cancelar nuestro compromiso. Algún día, tal vez…
—¿Cancelar? ¿Qué quieres decir con eso de cancelar? ¿Que no vas a casarte conmigo?
—Eso es.
Cayetana negó con la cabeza, nerviosa, incrédula.
—¿Cancelar? ¿Nuestra seguridad? ¿El rey? ¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Que lo mejor, por ahora… —titubeó Zamorano.
—¿Cuándo entonces?
—¡No lo sé…! —Zamorano se pasó la mano por la cabeza y luego se abrió un poco más el cuello de la camisola, como si necesitase más aire para respirar—. Nunca. Creo que nunca…
—Pero…, pero… ¡Cómo te atreves! ¿Que no vas a casarte conmigo? ¿Y lo de ayer? ¿Y lo de ayer?
—Ayer fue ayer, Cayetana, y además creo que yo había bebido demasiado… —Zamorano se mostró inflexible—. Pero eso ya pasó.
—¿Tú…? ¿Tú te crees que puedes hacerme esto a mí? ¿Con quién te crees que estás hablando? ¿Con una de esas guarras que frecuentan a la soldadesca y que…?
—Tengo que irme, lo siento.
—Pero…, ¡Manuel!
—Adiós, Cayetana.
La marquesa se quedó estupefacta en medio del jardín viendo marchar a Zamorano. Y, cuando reaccionó, echó a correr tras él, gritando enfurecida:
—¡Te arrepentirás de esto, capitán! ¡Juro que te arrepentirás de esto! ¡Toda tu vida!
El regreso de José Bonaparte a Madrid se produjo durante la noche. Su comitiva, encabezada por una compañía de guardias reales, estaba formada por doce carruajes y más de un centenar de soldados veteranos, elegidos personalmente por él entre las tropas francesas destacadas en Madrid. No había ni un solo español en su guardia personal; en cambio, participaban en ella una treintena de soldados polacos, dos docenas de napolitanos y cuatro árabes; el resto era un pelotón de marselleses. En el carruaje le acompañaba el mariscal Sebastiani, que por lo demás no había abierto la boca durante todo el viaje.
Madrid estaba muy hermosa aquella noche. Sudaba luces desde las farolas y los vecinos habían sacado las sillas a los portales para buscar briznas de aire con las que enjugar sus propios calores. Las madrileñas lucían escotes exagerados en sus vestidos blancos o estampados de flores o lunares, y los hombres camisolas abiertas hasta el cuarto botón, remangadas al codo y, algunos, con pañuelos al cuello con los que se limpiaban continuamente la frente y la nuca. Sí; estaba muy viva y hermosa la ciudad, viviendo en la calle, pero también sumida en un profundo silencio. O al menos eso fue lo que sintió el rey nuevo, lo que le produjo una extraña sensación de alejamiento de sus súbditos.
—Fíjate: parecen muy discretos estos españoles —comentó a Sebastiani—. Discretos y callados.
—Cotorras —rezongó Sebastiani, después de carraspear—. Hablan como cotorras. Es sólo a vuestro paso cuando callan, majestad.
—Es posible… —El rey afirmó con la cabeza sin dejar de mirar al exterior por la ventanilla del carruaje. Y añadió—: Esto demuestra una vez más que las apariencias pueden engañarnos y tal vez sea que nos estemos equivocando con ellos. Quiero hacer lo que esté en mi mano para que estos vecinos sean felices, general.
—Sí, majestad —respondió Sebastiani con un tono de voz neutro, fatigado.
—Pero, en fin, muestras tanto entusiasmo… —Bonaparte se volvió a su mariscal y sonrió—. No sé si encargarte a ti este menester…
—Siempre a vuestras órdenes, majestad…
En efecto. Era notorio que el paso de la comitiva no despertaba ningún interés en los vecinos, y simpatía menos aún. Algunos volvieron las cabezas a su paso, para coincidir en que se trataba de
Pepe Botella
de regreso a la ciudad a saber con qué intenciones, y de inmediato volver a su faena, consistente en resoplar, tirar del botijo y mirar al cielo en busca de una nube. Y, en cuanto se alejaba el cortejo, reanudar la conversación que se había quedado en suspenso por no querer compartir con el usurpador tan siquiera el ruido de su palabrería.
Bonaparte admiraba Madrid y soñaba con convertirla en una gran ciudad. El rey Carlos III había diseñado una urbe monumental, construyendo el Hospital General, la Casa de Correos en la Puerta del Sol, el Palacio de Benavente, la Casa Real de la Aduana, la Basílica de San Francisco el Grande y el Salón del Prado, entre otros edificios, y había coronado toda su obra con la apertura del Parque del Buen Retiro y con la imponente presencia de la Puerta de Alcalá; pero no le había dado tiempo a concluir todos sus deseos. Y su hijo, el rey don Carlos, se había preocupado más por capear los temporales internacionales que por hacer de España un país moderno. Tal vez le correspondía a él concluir lo que ni don Carlos hizo ni don Fernando había tenido tiempo de hacer.
—Tengo una idea, Sebastiani…
—Majestad…
—Voy a ordenar derribar la Casa del Tesoro y las manzanas de casas que hay alrededor y construir una gran plaza frente a Palacio. La Plaza del Oriente, puede llamarse…
—Espléndido, majestad…
—Te parece una tontería, ¿verdad?
—En absoluto, majestad.
—¡Pues entonces yérguete y mírame a la cara, mariscal, que soy el rey!
—Lo siento, majestad.
Bonaparte respiró hondo. Le gustaba lo que veía desde su carroza y quería contribuir a que su reinado fuese útil para los madrileños. Se lo dijo al mariscal Sebastiani, que intentaba permanecer erguido, pero los párpados le pesaban como si no hubiese dormido en una semana.
—Y además voy a refundir las Reales Academias españolas de la Lengua y de la Historia, mariscal. Como en Francia. ¿Qué te parece?
—Necesario.
—Eso es —el rey parecía un niño jugando a su antojo con las piezas de un rompecabezas—. Y tengo otras grandes ideas… Mira, ¿conoces el Palacio de Buenavista, mariscal?
—Sí, majestad.
—Pues voy a crear en él un museo. Un gran museo para albergar los objetos de arte del patrimonio real y de los conventos que estoy suprimiendo. Un gran museo que…
—No sé qué decir, majestad… Algunas obras de arte…
—¡Lo sé, mariscal! ¡Lo sé! —se irritó el rey José—. ¡Por eso mismo lo digo! ¡Se las están llevando a Francia nuestros compatriotas, a manos llenas, y no me parece nada bien saquear de este modo España! ¡No olvides que estamos hablando de mi reino!
—Sí, majestad.
—¡Pues tenlo presente tú también!
Sí. Definitivamente estaba hermosa la ciudad aquella noche mientras la comitiva real la cruzaba camino de Palacio. El calor, agobiante durante el día, había remitido en esa hora tardía y se podía respirar. Seguramente se podría dormir bien.
El cielo estaba cuajado de estrellas y los suelos, a pesar de la época del año, no parecían demasiado sucios. Puede que la ciudad estuviese sedienta a causa del calor, pero los vecinos la hacían parecer luminosa.
—Voy a derribar muchas casas, mariscal. Quiero calles más amplias y plazas muy despejadas.
—Excelente. —Sebastiani luchaba con sus párpados, a punto de ser derrotado.
—Y deseo mucha más luz por la noche.
—Admirable, majestad —contestó, al fin, con los ojos cerrados.
—Buenas noches, mariscal —susurró el rey.