Zamorano aceptó la afirmación, moviendo dos veces la cabeza arriba y abajo, y continuó andando. Pero, al cabo, frunciendo el ceño, dijo:
—¿Y no se te ocurre pensar que tal vez ya se han congraciado con el francés?
Ezequiel lo estudió, sorprendido. El capitán no podía estar hablando en serio.
—Pero…, si fuese así, si así lo creyésemos… —titubeó de pura indignación—, ¡no sé qué hacemos nosotros jugándonos el gaznate por el rey don Fernando, capitán! ¿No es el bien del pueblo lo que buscamos con el regreso del rey, nuestro señor?
—El bien del pueblo… —suspiró Zamorano y arqueó las cejas—. A saber cuál es el bien del pueblo. Tú mismo me dijiste en una ocasión que las reformas de Bonaparte son buenas, que los ideales de la República favorecen a los ciudadanos, que las ideas políticas de nuestro rey son un enigma y en cambio las ideas francesas son beneficiosas para los ciudadanos… Me hablaste de ello e, incluso, llegaste a dudar en dónde estaba la razón.
—Yo no… —balbució Ezequiel—. Yo no quise decir eso…
—No te excuses, maestro, no es preciso. Yo mismo también guardo esas dudas. Pero lo único cierto es que nuestro rey ha sido humillado y con ello se ha ofendido a todos los españoles. Y el honor nacional exige combatir a los invasores y el regreso de don Fernando. Tiempo habrá después, entre nosotros, de ahorcar a quien se lo busque si su gobierno es humillante, injusto o deshonroso. Por muy rey que sea…
Ezequiel permaneció en silencio. Las palabras del capitán sonaron firmes, solemnes, como una declaración de principios. Palabras que mostraban mucho más amor por la patria que por sus gobernantes y, por lo tanto, respetables y dignas de ser compartidas, punto por punto. Era verdad: el extranjero había invadido un país por la fuerza, en nombre de no se sabía qué derecho internacional ni qué razones políticas, y no tenía legitimidad para perpetuar el crimen. Por lo tanto los ciudadanos, los derrotados, tenían derecho a utilizar cualquier medio a su alcance, incluida la violencia, para recuperar sus derechos de hombres libres. El maestro tardó unos segundos en contestar.
—Tienes razón, capitán. Nosotros a lo nuestro, que es de ley. Seguro que ellos, que ahora aparentan tanto conformismo, están esperando que alguien como nosotros les devuelva la esperanza.
—O puede que no nos perdonen que irritemos a los franceses y, entonces, como represalia, empiecen a ahorcar a los vecinos por las plazas. En ese caso, a lo mejor los que terminamos balanceándonos de una soga somos nosotros…
—Pues correremos el riesgo, ¿no?
—En eso estamos.
En los alrededores de la plaza de San Miguel las tabernas estaban empezando a acoger a los primeros parroquianos. Zamorano y Ezequiel decidieron entrar en una de ellas, situada justo en medio, y se acodaron en el mostrador delante de una jarra de vino y de dos vasos pequeños. La idea propuesta por el capitán era esperar lo que fuese necesario con el oído puesto en las conversaciones de los vecinos, por ver si alguno de ellos hablaba del judío o comentaba algo que les indicase el camino para dar con él; y si pasado un tiempo prudencial no obtenían resultado alguno, escoger a un parroquiano que por su modo de expresarse les infundiera confianza y preguntarle abiertamente el modo de encontrarlo. Ese era el plan.
Estaban preparados, pues, para aguardar con paciencia; pero a la postre no precisaron de un solo gramo de ella porque, antes de que se dispusieran a oír charla alguna, los indignados presentes ya estaban vociferando la noticia de lo que le había ocurrido la noche anterior a Gabriel, el judío, en casa del ministro Ansorena, a consecuencia de la cual se estaba debatiendo entre la vida y la muerte en una cama de su casa, atendido por un estudiante de Medicina y rodeado de seis amigos, todos ellos judíos, que se habían hecho cargo de velar por su salud. Ezequiel y Zamorano se miraron desconcertados, incrédulos. ¿Hablaban del judío, de su judío? Pero, ¿cómo era posible tanta casualidad?
El azar se cumplió en su beneficio. En efecto hablaban de Gabriel y, en pocas palabras, conocieron su rapto, su tortura, su liberación y el suicidio de Ansorena. Y también supieron que por ahora no sería fácil acercarse a él ni, por lo tanto, entablar conversación alguna.
—Creo que dada la situación tendremos que dejar pasar unos cuantos días —dijo Zamorano, apesadumbrado.
—Así es —coincidió el maestro.
—De todos modos, no nos vendría mal conocer su paradero…
—Voy —Ezequiel se alejó unos pasos.
Zamorano no reaccionó. Vio cómo se iba el maestro, se acercaba a un hombre, conversaba con él en voz baja y después le daba una palmada en el hombro antes de volver junto al capitán.
—Ya podemos irnos —dijo el maestro, arrojando unas monedas sobre el mostrador.
—¿Y la dirección…? —Zamorano estaba asombrado.
—Ya la tengo.
Salieron de la taberna despacio y caminaron pausados por la calle Mayor y otras muchas calles, de regreso a casa. Ezequiel continuaba mirando edificios, deteniéndose ante tenderetes y comercios, observando el trajín de los vecinos y comentándolo todo con la indiferencia, y a la vez la curiosidad, de un aristócrata inglés en viaje de placer. Zamorano no daba crédito a la impasibilidad del maestro, como si la información obtenida, y el ardid usado para conseguirla, careciesen de interés para él. El maestro notaba que su amigo lo observaba de continuo, a veces con impertinencia, pero no se sintió aludido en ningún momento. Incluso se entretuvo haciendo pequeñas alusiones a detalles nimios del paseo, como la tacañería del chorro de una fuente o la minúscula grieta que amenazaba la viga de un corral. Aquella displicencia iba sembrando en las tripas del capitán una tormenta de vientos que amenazaba con provocar un huracán vociferante, como si sus nervios se fueran a desatar en un estallido de ira; pero la indiferencia del maestro le hacía dudar, no fuese que la discreción estuviese obligada por alguna causa o que él no tuviese que saber, por ahora, lo que deseaba conocer. Miró y remiró a Ezequiel varias veces, alguna ya adoptando un semblante enojado, pero el maestro, aun dándose cuenta de ello, no alcanzaba a comprender qué le ocurría a su amigo y siguió a lo suyo, absorto en la magnitud y variedad de acontecimientos que se sucedían en la gran ciudad.
Hasta que el capitán, con los nervios deshechos, sudando por el calor y sumamente irritado, después de darse dos o tres veces la vuelta por ver si alguien les seguía, se paró en medio de la calle, tomó del brazo a Ezequiel con energía y le espetó:
—Pero ¿se puede saber qué demonios ha sucedido?
El maestro quedó sorprendido con la violencia de Zamorano y, sobre todo, con la desmesura de su tono de voz.
—¿Qué ha sucedido con qué? —se encogió de hombros, desconcertado y aturdido.
—¡Con ese hombre! —el capitán zarandeó el brazo del maestro—. ¿Es que no me vas a decir qué rayos te ha dicho?
—Tan solo la dirección del judío —respondió el maestro frunciendo los labios, todavía confundido, turbado—. Es lo que buscábamos, ¿no?
—¡Por todos los diablos! —se enfureció más Zamorano—. ¿Y a qué esperabas para decírmelo?
—Pero…, ¡si creía que ya lo sabías! —Ezequiel se zafó de la mano del capitán que empezaba a causarle dolor en el brazo—. Queríamos saberlo y lo pregunté, sólo eso.
—¿Y te lo dijeron así, sin más? —el capitán creyó que se marearía con todo aquello—. Vamos, esto es inconcebible… ¿Me vas a decir…, me vas a decir que tú, un desconocido, pregunta a otro desconocido dónde está ese judío herido, que además ha estado a punto de ser asesinado, y te lo dicen así, como si tal cosa?
—Naturalmente. —Ezequiel se ajustó las gafas en el puente de la nariz y se volvió, dispuesto a continuar su camino—. Bueno, yo creo que también ayudó el hecho de que me presentara como un médico recién llegado de Toledo, avisado por un amigo del enfermo. Pero, sin ser así, creo que aquel hombre me lo hubiese dicho de todas formas. Al fin y al cabo no tengo aspecto de franchute ni de asesino. ¿O sí?
Teresa, azuzada por Sartenes, había preparado una comida especial. Al llegar Zamorano y Ezequiel a la casa se encontraron la mesa cubierta con un mantel fino, platos de loza nuevos, una servilleta sobre cada plato y tres fuentes con un aspecto de lo más apetitoso. En una sobresalían hojas de lechuga salteadas con tomates cortados en forma de dados, rodajas de pepino, aros de cebolla, aceitunas negras, huevos duros cortados por la mitad y un salteado de berros, todo ello regado con aceite y vinagre y luego sazonado. En otra, tacos de jamón curado se entremezclaban con pulpa de melón cortada en gajos o tajadas, adornado todo ello con guindas dulces; y en la tercera, cuatro piernas de cordero asadas dejaban escurrir su grasa hasta el fondo, con un brillo deslumbrante sobre su piel dorada por el centro y churruscada por los bordes. Un plato de pasteles de chocolate y crema, reservados para el postre, resguardaba en una esquina de la mesa dos botellas de vidrio llenas de vino tinto, de muchos reales cada una. El capitán se sorprendió al ver tanta comida y tan bien puesta y preguntó a qué se debía todo aquello.
Sartenes no contestó. Se limitó a mirar a Teresa y luego, sonriendo, volverse de nuevo a Zamorano. El capitán entendió perfectamente la intención de aquel banquete y fue decidido a besar a la mujer, que esperaba con la mirada vacilante y turbada su aprobación. Y ella, enseñando la mejilla para ser besada, como si aquel beso de conformidad y agradecimiento no lo necesitase, dijo con desdén:
—Nada, ya sabes: cosas de éste —señaló a Sartenes—. Y haced el favor de lavaros las manos antes de sentaros a la mesa, que a saber en dónde y con quién habréis andado por ahí…
La comida transcurrió en silencio, sólo interrumpido para alabar la frescura de la ensalada, la dulzura del melón y el buen diente del cordero. Y para saborear con deleite el vino traído de una bodega de la misma calle de San Pedro, proveedora de la Casa Real desde 1755. Fue al terminar, una vez que los pasteles quedaron terciados sobre el plato, cuando Zamorano rellenó los vasos de todos, se puso en pie y levantó el suyo:
—Por ti, Teresa —dijo—. Por hacerme el más feliz de los hombres. Y por el rey don Fernando. Y también por vosotros, amigos, que al fin y al cabo los buenos amigos es la única familia que nos permiten escoger. Por eso seréis los testigos de una boda que celebraremos en cuanto cumplamos la misión que nos ha traído a Madrid.
—¡Y por ti, capitán! —respondieron al unísono Ezequiel y Sartenes.
Los cuatro bebieron, a continuación. Ellos apurando los vasos de un solo trago; Teresa llevándose el suyo a los labios y bebiendo, tan solo, un pequeño sorbo. Con la mirada confundida. Y los pensamientos volando tristes dentro de su cabeza porque el capitán no había fijado plazo para la boda y porque la noche anterior, como un mal presagio, había caído un rayo cerca y todavía se sacudían en su interior los ecos de un escalofrío que, como la otra vez, le había causado un estremecimiento que anunciaba la inminencia de nuevos días amargos.
Las noticias llegadas a Palacio el 5 de agosto de 1809 irritaron de forma inusual al rey José. En Aranjuez, a escasos kilómetros de Madrid, se volvían a levantar los rebeldes causando graves daños a la estabilidad del país, mientras que la Junta Central, desde Sevilla, había dado la orden de presentar batalla a los franceses en Almonacid, cerca de Toledo, con el objetivo de dificultar el avance de los franceses, cerrando el paso en Despeñaperros. El 11 de agosto, seis días después, volvieron por tanto los disparos de artillería, las cargas de la caballería polaca, el olor a cadáveres dispersos en tierras abrasadas por el fuego, sólo gozados por moscardones carroñeros verdes, y, en definitiva, una nueva excusa para que los leales al rey Fernando acrecentaran las noticias sobre el heroísmo del ejército regular español. Una nueva derrota patriota, desde luego; pero de nuevo el reino de Bonaparte manando sangre por heridas imposibles de cicatrizar e impidiendo un gobierno sosegado y benéfico para los españoles, como deseaba el nuevo rey.
José Bonaparte había recibido con agrado la noticia del honroso final que se había procurado a sí mismo el ministro Ansorena, de quien daba por bueno que ya había perdido la lucidez y por tanto su cabeza era ya del todo inútil. Y estaba preparándose para dictar doce decretos sobre abastecimiento, aduana, sanidad, urbanismo y fomento cuando, como una pesadilla, volvió el mensajero con primicias de guerra y se vio obligado, de nuevo, a vestir casaca, empuñar sable y ponerse al frente de sus tropas para domeñar a los rebeldes. Sus mariscales se quejaban continuamente de que en Cataluña, Aragón y Castilla las partidas de bandoleros acosaban a sus guarniciones y destacamentos en ruta, causándoles más inconvenientes que pérdidas, más desmoralización entre los hombres que heridas físicas; pero que el incordio era tan enojoso que esperaban instrucciones precisas para acabar con esas guerrillas. Y la orden sólo podía darla él.
—Pero, ¿qué deseáis exactamente? —les demandó el rey.
—Una solución.
—No veo cuál —Bonaparte movió la cabeza, a un lado y otro.
—Sencilla —le explicaron—. Otorgad licencia para arrasar todos los pueblos que den cobijo a esos bandidos. Dad permiso para pasar por las armas a todos sus habitantes. Firmad una autorización para reducir a cenizas diez pueblos por provincia, anunciando en los pueblos vecinos similar escarmiento si…
—Pero…, ¿sabéis lo que me pedís? —Bonaparte se puso de pie, rojo de ira y con la mirada furiosa—. ¡Estáis hablando de mi reino! ¿Qué clase de respeto puede exigir un rey que asesina a sus súbditos?
Los mariscales callaron y se intercambiaron miradas de resignación. Estaba claro que se encontraban delante de un pelele sin dotes para el mando, por lo que dilucidaban si seguir o no con aquella conversación. Bonaparte nunca sería para ellos nada más que el hermano de Napoleón, un vulgar gobernador y, además, débil.
—Como desee su majestad —dijo al fin uno de ellos—. Seguiremos viendo desangrarse a nuestros compatriotas mientras los españoles celebran orgías de victoria después de cada una de sus escaramuzas.
—No quería decir eso —negó el rey—. Eso tampoco. Pero habrá otras maneras de impedir…
—No las hay, majestad.
Bonaparte bajó la cabeza y paseó por el salón, con las manos a la espalda. Estaba reflexionando. Los mariscales hacían gestos de desaprobación y se cruzaban miradas de desconsideración dirigidas al monarca, como si de aquel patán no pudiesen esperar nada. El rey francés, ajeno a los desprecios de sus generales, pensaba que aquellos militares tenían razón, que era imposible mantener el orden siquiera en el camino de Francia y que era preciso acabar con los continuos asaltos a los convoyes de aprovisionamiento de uniformes, armas, pólvora y productos franceses, incluso del correo, que muchas veces no llegaba o había que enviar por tres rutas diferentes para que alguna saca alcanzase su destino; y que los continuos asaltos a los destacamentos minaban la moral de los soldados y causaban muchas bajas, aunque en la mayor parte de los casos se tratase de heridos leves. Pero por otra parte estaba seguro de que eran focos aislados que poco a poco irían desapareciendo en cuanto llegase el invierno y, sobre todo, en cuanto él concluyese con la resistencia en el sur, en donde todavía se reunían ejércitos regulares patriotas que hacían imposible el buen gobierno de la totalidad de su reino. Creía firmemente que, derrotadas las tropas leales a la Junta Central, las partidas de bandoleros se desharían solas, y en todo caso tiempo habría de dar caza a aquellos asesinos que se dedicaban a sembrar el terror entre sus ejércitos. Lo prudente era no dar licencia para arrasar pueblos enteros, para hacer escarmientos indiscriminados, para matar mujeres y niños…