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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (6 page)

— Me pregunto si iban juntos —intervino Gunvald Larsson—.

Quizá tuviera un lío.

Rönn le dirigió una mirada de desaprobación.

— Ya lo averiguaremos —dijo Kollberg.

— Compartía piso en Karlbergsvägen 87 con otra enfermera de Sabbatsberg. Según su compañera de piso, Monika Granholm, Britt Danielsson regresaba directamente del hospital. Recibió un disparo. En la sien. Es la única persona del autobús que sólo recibió un disparo. En su bolso llevaba treinta y ocho objetos distintos. ¿Los voy enumerando?

— No, joder —replicó Gunvald Larsson.

— El número cuatro, en la lista y en el dibujo, es Alfons Schwerin, el superviviente. Yacía de espaldas en el suelo entre los dos bancos transversales del fondo. Los daños que ha sufrido ya los sabéis. Un disparo en el vientre y una bala en la región del corazón. De él sabemos que vive solo. Domicilio: Norra Sationsgatan, 117. Tiene cuarenta y tres años y trabaja para la concejalía de urbanismo. Por cierto, ¿cómo está?

— Sigue en coma —dijo Martin Beck—. Los médicos dicen que hay alguna posibilidad de que sobreviva, pero no saben si en tal caso podrá volver a hablar o recordar algo.

— ¿Es que un tiro en la barriga quita el habla? —preguntó Gunvald Larsson.

— Es por la conmoción —respondió Martin Beck. Echó atrás la silla y se estiró. Luego encendió un cigarrillo y se colocó junto al plano.

— Bueno, ¿y qué hay del de la esquina, el número ocho?

Señaló el fondo derecho del autobús. Rönn consultó sus apuntes:

— Recibió ocho balazos. En el pecho y en el estómago. Era árabe y se llamaba Mohamed Boussie, ciudadano argelino, treinta y seis años, sin familia en Suecia. Vivía en una especie de pensión en Norra Stationsgatan. Al parecer, volvía a casa desde su lugar de trabajo en Zig-Zag, el asador de Vasagatan. De momento no se sabe nada más de él.

— Arabia —dijo Gunvald Larsson—. ¿No es ahí donde se pasan todo el puto día a tiros?

— Tus conocimientos de política son abrumadores —repuso Kollberg—. Deberías pedir traslado a la policía de seguridad.

— Se dice Departamento de Seguridad de la Dirección General de Policía.

Rönn se levantó, extrajo del montón varias fotografías y las extendió sobre la mesa:

— A este individuo no hemos podido identificarlo. Es el número seis.

Estaba sentado en el asiento del pasillo inmediatamente detrás de las puertas centrales del autobús y recibió seis impactos. En sus bolsillos llevaba una caja de cerillas, un paquete de cigarrillos Bill, un ticket de autobús y mil ochocientas veintitrés coronas en billetes sueltos. Eso es todo.

— Mucho dinero —dijo Melander meditabundo.

Inclinados sobre la mesa, se pusieron a estudiar las fotografías del desconocido. Se había deslizado a lo largo del asiento y estaba medio caído sobre el respaldo, con los brazos colgando y la pierna izquierda extendida por el corredor intermedio. La parte delantera de su abrigo aparecía empapada de sangre. No tenía rostro.

— ¡Hay que joderse! —exclamó Gunvald Larsson—. Tenía que ser precisamente éste. No lo reconocería ni su vieja.

Martin Beck se había puesto nuevamente a estudiar el croquis desplegado en la pared. Se llevó la mano izquierda a la cara y dijo:

— Me pregunto si no habrán sido dos, de todas maneras.

Los otros lo miraron.

— ¿Dos qué? —dijo Gunvald Larsson.

— Los que dispararon. Fijaos en que todos están tranquilamente sentados en sus asientos. Todos menos el que todavía sigue con vida, que bien puede haber caído del banco después.

— Dos locos —comentó Gunvald Larsson incrédulo—. ¿A la vez?

Kollberg se levantó y se colocó al lado de Martin Beck.

— Quieres decir que si hubiera sido uno solo alguien habría tenido tiempo de reaccionar. Sí, puede ser. Pero la verdad es que los ha acribillado. Todo debió de suceder muy deprisa, y si se tiene en cuenta que les cogió desprevenidos…

— ¿Continuamos con la lista? De eso nos enteraremos en cuanto sepamos si se trata de una o de varias armas.

— Sí, claro —dijo Martin Beck—. Sigue, Einar.

— El número siete es John Källström, jefe de taller. Viajaba sentado junto al individuo que todavía sigue sin identificar. Tenía cincuenta y dos años, estaba casado y vivía en Karlbergsvägen 89. Según su mujer, regresaba de su taller en Sibyllegatan, donde había estado haciendo horas extra. Así que respecto a él tampoco hay nada que llame la atención.

— No, si acaso, que le llenaron el estómago de plomo mientras volvía del trabajo a casa —intervino Gunvald Larsson.

— Junto a la ventana inmediatamente anterior a las puertas intermedias tenemos a Gösta Assarsson, número 8. Cuarenta y dos años. Un disparo le voló media cabeza. Vivía en Tegnérgatan 40, donde tenía también su despacho y su empresa, un negocio de importación y exportación que dirigía junto con su hermano. Su mujer no sabía por qué razón viajaba en el autobús. Según ella, debería haber estado en una asamblea, en Narvavägen.

— ¡Vaya, vaya! —exclamó Gunvald Larsson—. Corriendo aventuras fuera de casa.

— Sí, hay indicios que apuntan en esa dirección. En su cartera llevaba una botella de whisky de la marca Johnny Walker, Black Label.

— Anda —dijo Kollberg, que era un sibarita.

— Iba bien provisto de condones —siguió Rönn—. En el bolsillo interior llevaba siete. Además de su libreta de cheques y ochocientas coronas en metálico.

— ¿Y por qué precisamente siete? —preguntó Gunvald Larsson.

La puerta se abrió y Ek asomó la cabeza.

— Hammar dice que os paséis todos por su despacho dentro de un cuarto de hora. Toca puesta en común. Hasta las once menos cuarto, entonces.

Y volvió a desaparecer.

— Vale, sigamos —dijo Martin Beck.

— ¿Dónde estábamos?

— El tío de los siete condones —dijo Gunvald Larsson.

— ¿Hay algo más que decir sobre él? —preguntó Martin Beck. Rönn echó una ojeada a su papel lleno de garabatos.

— Creo que no.

— Pues entonces continúa —dijo Martin Beck tomando asiento junto a la mesa de Gunvald Larsson.

— Dos hileras de asientos delante de Assarsson viajaba el número nueve, la señora Hildur Johansson, sesenta y ocho años, viuda, residente en Norra Stationsgatan 119. Una bala le dio en el hombro y otra le atravesó el cuello. Tiene una hija casada que vive en Västmannagatan y regresaba desde allí a casa tras haber estado cuidando a los niños.

Rönn plegó el papel y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

— Eso es todo —dijo.

Gunvald Larsson suspiró y dispuso las fotografías en nueve montoncitos bien ordenados. Melander dejó a un lado la pipa, murmuró algo y se marchó al servicio. Kollberg, meciendo su silla, dijo:

— Bueno, ¿y qué sacamos en claro de todo esto? Que una tarde cualquiera, en un autobús cualquiera, nueve personas de lo más corriente son abatidas con una metralleta sin motivo aparente. Dejando aparte al individuo que todavía sigue sin identificar, no logro ver nada raro en ninguna de estas personas.

— Bueno, en una sí —dijo Martin Beck—. Stenström. ¿Qué estaba haciendo en ese autobús?

Nadie respondió. Una hora más tarde, era Hammar quien le planteaba esa misma pregunta a Martin Beck.

Hammar había reunido al grupo especial de investigación que, a partir de este momento, se ocuparía exclusivamente de la matanza en el autobús. El grupo estaba formado por diecisiete hombres de la policía criminal con amplia experiencia, con el propio Hammar al frente. Martin Beck y Kollberg también se incorporaban a la dirección de la investigación.

Habían recapitulado los hechos de los que tenían constancia, intentando analizar la situación y repartiendo las diferentes tareas. Una vez concluida la reunión, cuando ya todos habían abandonado la sala a excepción de Martin Beck y Kollberg, Hammar preguntó:

— ¿Qué hacía Stenström en ese autobús?

— No sé —respondió Martín Beck.

— Parece que nadie sabe de qué se ocupaba últimamente. ¿Alguno de vosotros tiene idea?

Kollberg hizo un gesto de resignación con los brazos y se encogió de hombros.

— No —respondió—. Quiero decir, aparte del trabajo rutinario. Posiblemente nada.

— Últimamente hemos estado más bien escasos de trabajo —comentó Martin Beck—. Así que ha tenido mucho tiempo libre. Bien merecido, por cierto, pues antes había echado un montón de horas extra.

Hammar tamborileó con los dedos contra el canto de la mesa y se puso a pensar un rato. Luego dijo:

— ¿Quién se encargó de decírselo a su novia?

— Melander —respondió Kollberg.

— Creo que tendréis que hablar un poco más detenidamente con ella tan pronto como sea posible —dijo Hammar—. Ella debe de saber qué se traía entre manos.

Hizo una pausa y luego añadió:

— A no ser que…

Se interrumpió.

— ¿Qué? —preguntó Martin Beck.

— A no ser que tuviera algo con la enfermera del autobús, quieres decir —terminó Kollberg.

Hammar no dijo nada.

— O estuviera de camino a algún otro asunto parecido —dijo Kollberg.

Hammar asintió:

— Enteraos de eso.

CAPÍTULO X

Delante de la Jefatura de policía de Kungholmsgatan había dos individuos que, sin duda alguna, hubieran preferido encontrarse en cualquier otro sitio. Iban vestidos con gorra de uniforme y cazadora de cuero con botones dorados, llevaban un cinturón cruzado en diagonal sobre el pecho y pistola y cachiporra atadas a la cintura. Se llamaban Kristiansson y Kvant.

Una mujer mayor bien vestida se acercó a ellos y dijo:

— Disculpen, ¿cómo puedo ir a Hjärnegatan?

— No lo sé —dijo Kvant—. Pregunte usted a algún policía. Mire, ahí hay uno.

La señora lo contempló perpleja.

— Es que no conocemos mucho esta zona —dijo Kristiansson a modo de explicación.

Mientras ascendían por la escalinata, la mujer aún seguía mirándolos.

— ¿Para qué nos querrán? —preguntó Kristiansson inquieto.

— ¡Hombre, pues para tomarnos declaración! ¡Fuimos nosotros los que lo descubrimos!

— Sí —respondió Kristiansson—. Eso ya lo sé, pero…

— Déjate de peros, Kalle, y haz el favor de entrar en el ascensor.

Dos plantas más arriba se encontraron con Kollberg, que los saludó con gesto sombrío y distante. Luego abrió una puerta y dijo:

— Gunvald, ya están aquí los dos colegas de Solna.

— Diles que esperen —se oyó una voz desde dentro.

— Esperad —dijo Kollberg, y se fue.

Cuando llevaban veinte minutos esperando, Kvant se sacudió y dijo:

— ¡A la mierda todo esto! ¡Ahora deberíamos estar de permiso! Siv tiene hoy médico y yo le había prometido encargarme de los niños.

— Sí, ya lo has dicho antes —respondió Kristiansson aburrido.

— Dice que nota algo raro en el co…

— Sí, también lo has dicho —le cortó Kristiansson.

— Y ahora va a volver a ponerse como una fiera —dijo Kvant—. Ya no la entiendo. Y, además, cada día que pasa está más fea. ¿También Kerstin está echando culo?

Kristiansson no respondió.

Kerstin era su mujer y no le agradaba hablar de ella. Kvant no lograba entenderle en ese punto.

Cinco minutos más tarde, Gunvald Larsson abrió la puerta y dijo lacónicamente:

— Pasad.

Entraron y tomaron asiento. Gunvald Larsson los examinó críticamente.

— Haced el favor de sentaros.

— Ya lo hemos hecho —replicó Kristiansson de manera borreguil.

Kvant lo mandó callar con un gesto de impaciencia. Comenzó a sospechar que iba a haber problemas. Gunvald Larsson permaneció callado durante un rato. Finalmente, ocupó su lugar al otro lado del escritorio, suspiró profundamente y dijo:

— ¿Cuánto tiempo lleváis en la policía?

— Ocho años —dijo Kvant.

Gunvald Larsson cogió un papel de encima de la mesa y se puso a estudiarlo.

— ¿Sabéis leer? —preguntó.

— Por supuesto —respondió Kristiansson antes de que Kvant tuviera tiempo de detenerlo.

— Pues entonces, lee —dijo Gunvald Larsson extendiendo el documento hacia el otro lado de la mesa.

— ¿Entendéis lo que pone ahí o tengo que explicároslo?

Kristiansson negó con la cabeza.

— Pues con mucho gusto os lo explico. Se trata de un informe preliminar de la investigación realizada en el lugar del crimen. Dice que dos personas que calzaban un cuarenta y seis han dejado aproximadamente cien huellas de su paso por el jodido autobús, tanto en el piso superior como en el inferior. ¿Tenéis alguna idea de quiénes pueden ser estas dos personas?

Ninguno de los dos respondió.

— Para dejarlo todo aún más claro, puedo añadir que hace un rato estuve hablando con un experto del laboratorio y me dijo que parecía como si en el lugar del crimen hubiera acampado una manada de hipopótamos. Dicho experto no logra comprender cómo es posible que un grupo de seres humanos, por lo demás integrado por dos únicos individuos, sea capaz de destruir la práctica totalidad de las huellas de una manera tan completa y en tan breve espacio de tiempo.

Kvant, que comenzaba a perder la paciencia, clavó una mirada rígida e irritada en el hombre sentado al otro lado del escritorio.

— Ocurre, en todo caso, que hipopótamos y demás bestias no suelen ir armados —dijo Gunvald Larsson con suavidad—. Pero hete aquí que, pese a todo, alguien disparó con un Walther de 7.65 milímetros en el interior del autobús, más exactamente hacia arriba por la escalera delantera. La bala rebotó contra el techo y ha aparecido alojada en el acolchado de uno de los asientos del piso de arriba. ¿Tenéis alguna idea de quién podría haber efectuado ese disparo?

— Nosotros —respondió Kristiansson—. Quiero decir, yo.

— ¿Ah, sí? ¡No me digas! ¿Y contra qué disparabas?

Kristiansson se rascó el cuello con gesto compungido.

— Contra nada —repuso.

— Era un disparo de aviso —intervino Kvant.

— ¿Dirigido a quién?

— Pensamos que tal vez el asesino estuviera todavía en el autobús, escondido en el otro piso —dijo Kristiansson.

— ¿Y era así?

— No —contestó Kvant.

— ¿Cómo podéis saberlo? ¿Qué hicisteis después de aquel chupinazo?

— Subimos a ver —dijo Kristiansson.

— Y allí no había nadie —añadió Kvant.

Gunvald Larsson clavó la mirada en ellos durante medio minuto. Luego golpeó la mesa con la palma de la mano derecha y gritó:

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