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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (2 page)

En total fueron arrestadas unas cincuenta personas. Muchos sangraban. Entre los detenidos había algunos famosos, que previsiblemente escribirían sobre esto en los periódicos o se quejarían en radio y televisión. Al verlos, los subinspectores de guardia en las comisarías de los distritos eran presa de escalofríos, y se apresuraban a acompañarles hasta la puerta con sonrisas exculpatorias y comedidas reverencias. Otros, en cambio, lo pasaron mucho peor durante el interrogatorio de rigor. Un policía montado había recibido en la cabeza el impacto de una botella vacía, obviamente lanzada por alguien. El jefe de la operación era un alto cargo de la policía con formación militar. Pasaba por ser experto en cuestiones de orden público, y contemplaba satisfecho el completo caos que había conseguido provocar.

En el piso de Skärmarbrink, Kollberg recogió las figuras de ajedrez, las puso en la caja de madera y, dando un golpe, cerró la tapa corrediza. Su mujer había vuelto del curso vespertino y se había acostado inmediatamente.

—Nunca aprenderás —se quejó Kollberg.

—Tengo entendido que requiere algún tipo de talento especial —replicó Martin Beck melancólicamente—. Por lo visto, se denomina talento ajedrecístico.

Kollberg cambió de tema.

— Esta tarde debe de haber un follón de mil demonios en Strandvägen —comentó.

— Seguro. ¿De qué se trata exactamente?

— Iban a entregar una carta al embajador —contestó Kollberg—. Una carta. ¿Por qué no la mandan por correo?

— Sería menos espectacular.

— Ya. Pero de todas maneras es tan estúpido que da vergüenza.

— Sí —asintió Martin Beck.

Se había puesto abrigo y sombrero y se disponía a irse. Kollberg se levantó apresuradamente.

— Salgo contigo.

— ¿Y qué vas a hacer ahora?

— Bueno… dar una vuelta.

— ¿Con este tiempo?

— Me gusta la lluvia —dijo Kollberg, enfundándose su gabardina de color azul oscuro.

— ¿No basta con que yo esté resfriado? —dijo Martin Beck.

Martin Beck y Kollberg eran policías. Estaban adscritos a la Brigada Nacional de Homicidios. De momento no tenían nada especial entre manos y podían considerarse libres sin demasiada mala conciencia.

En la ciudad no se veía ni un solo policía por la calle. Delante de la estación central, una señora anciana esperaba en vano la llegada de algún agente que, tras hacerle el saludo militar, la ayudase sonriente a cruzar la calle. En pleno centro, una persona acababa de romper un escaparate con un ladrillo, sin temor alguno a que la llegada de un coche patrulla viniese, entre aullidos, a interrumpir sus actividades.

La policía estaba ocupada.

Una semana antes, el director general de la policía había declarado públicamente que muchas de las tareas cotidianas desarrolladas por el cuerpo quedaban necesariamente postergadas, ante la necesidad de proteger al embajador norteamericano de cartas y demás molestias causadas por personas que desaprobaban la guerra de Vietnam y la política del presidente Lyndon Johnson.

El subinspector primero de la policía criminal Lennart Kollberg tampoco aprobaba a Lyndon Johnson, ni la guerra de Vietnam, pero en cambio sí los paseos bajo la lluvia.

A las once de la noche todavía seguía lloviendo y la manifestación podía considerarse disuelta.

Hacia esa misma hora, se produjeron en Estocolmo ocho asesinatos y uno más en grado de tentativa.

CAPÍTULO II

Lluvia, pensó, mientras miraba malhumorado por la ventana. Oscuridad de noviembre y lluvia, fría y torrencial. Presagio de un invierno inminente. Pronto empezaría a nevar.

Nada en la ciudad le resultaba especialmente atractivo en ese momento, desde luego no aquella calle, con sus árboles pelados y sus grandes y desvencijados bloques de apartamentos; una explanada desértica, mal trazada y mal planificada desde el momento mismo de su proyección. No conducía ni había conducido nunca a ninguna parte y sólo subsistía como triste vestigio de un plan de ensanche iniciado hace tiempo con muchas ínfulas pero nunca llevado a término. No había escaparates iluminados ni gente por las aceras. Sólo grandes árboles pelados y las farolas del alumbrado público, cuya blanca y gélida luz se reflejaba en los charcos y en las carrocerías de los coches, relucientes de lluvia.

Había caminado tanto tiempo bajo la lluvia que tenía el pelo empapado y caladas las perneras del pantalón. Podía sentir la humedad en las piernas y las frías gotas de lluvia que descendían por su cuello, cerviz abajo, hasta alcanzar la espalda.

Soltó los dos botones superiores de su gabardina, metió la mano derecha dentro de la chaqueta y palpó con precaución la culata de su pistola, también fría y húmeda.

Al tocarla, el hombre de la gabardina azul oscura se estremeció involuntariamente e intentó pensar en otra cosa. Por ejemplo, en la terraza del hotel de Andraitx en el que había pasado sus vacaciones cinco meses antes. En el calor abrasador y el sol resplandeciente sobre el muelle y las barcas de los pescadores, y en el azul profundo del infinito cielo, sobre la cresta de la montaña, al otro lado de la bahía.

Luego pensó que en esta época del año sin duda estaría lloviendo allí también, y en las casas no había calefacción, sólo chimeneas abiertas.

Después advirtió que ya no estaban en la calle de antes. Dentro de poco, tendría que volver a salir a la lluvia.

Oyó cómo alguien descendía la escalera a sus espaldas y supo que se trataba de la persona que había subido al autobús doce paradas antes, delante de los grandes almacenes Åhléns de Klarabergsgatan, en el centro de la ciudad.

Lluvia, pensó. No va conmigo. La verdad es que la odio. Me pregunto cuándo van a ascenderme. ¿Qué se me ha perdido a mí aquí? ¿Por qué no estoy en casa con…?

Éste fue su último pensamiento.

El vehículo era un autobús rojo de dos pisos, con un cuerpo superior de color crema y techo lacado en gris, modelo Leyland Atlantean, fabricado en Inglaterra pero adaptado a la circulación por la derecha, implantada en Suecia dos meses antes. Se daba la circunstancia de que esa tarde cubría la línea 47, que hacía el recorrido de ida y vuelta entre Bellmansro, en Djurgården, y Karlberg. En ese momento avanzaba en dirección noroeste, aproximándose a su final de trayecto en Norra Stationsgatan, situada a sólo unos metros del límite municipal entre Estocolmo y Solna.

Solna es una ciudad residencial colindante con Estocolmo, que funciona como entidad independiente a efectos administrativos, si bien el límite entre ambos municipios no se deja notar más que como una línea trazada en el plano urbano.

El autobús rojo era grande, más de once metros de largo y casi cuatro y medio de altura. Su peso superaba las quince toneladas. Tenía los faros encendidos y resultaba cálido y acogedor, con sus ventanas empañadas, mientras avanzaba zumbando entre las filas de árboles pelados a lo largo del desierto Karlbergvägen. Luego torció a la derecha, enfilando Norrbackagatan, y el ruido del motor se amortiguó por la larga pendiente que desciende hasta Norra Stationsgatan. La recia lluvia repicaba contra la carrocería y los cristales, y las ruedas descendían firme e implacablemente, arrojando a su paso torrentes de agua arremolinada.

El cabo de la calle marcaba también el final de la pendiente. Aquí, el autobús debía torcer en ángulo de treinta grados y entrar en Norra Stationsgatan. Desde este punto al final de trayecto restaban sólo unos trescientos metros.

La única persona que observaba el vehículo en ese momento era un hombre arrimado al muro de una casa, unos ciento cincuenta metros más arriba, en Norrbackagatan. Era un ladrón, que estaba a punto de romper un escaparate. Miró el autobús, porque quería que se quitara de en medio, y esperó a que pasara.

Vio cómo, efectivamente, el autobús frenó al llegar al cruce y luego comenzó a girar a la izquierda con los intermitentes encendidos. Luego se perdió de vista. El ruido de la lluvia era ensordecedor. El individuo levantó la mano y echó abajo el cristal.

Lo que no pudo ver fue que el giro nunca llegó a completarse.

Por un instante, el autobús rojo de dos pisos pareció detenerse en mitad de la curva. Luego, cruzó transversalmente la calzada, atravesó la acera y penetró medio cuerpo por la verja de alambre que separa Norra Stationsgatan de los desiertos solares de la terminal ferroviaria, sita al otro lado.

Allí se detuvo. El motor se paró. Pero los faros y la iluminación interior continuaron encendidos. Las ventanas empañadas seguían brillando como antes, cálidas y acogedoras en medio del frío y de la oscuridad. Y la lluvia azotaba el techo de chapa.

Pasaban tres minutos de las once de la noche, el 13 de noviembre de 1967. En Estocolmo.

CAPÍTULO III

Kristiansson y Kvant eran agentes de radiopatrulla en Solna. A lo largo de su carrera profesional, no especialmente pródiga en sucesos, habían tenido ocasión de arrestar a varios millares de borrachos y a no pocos mangantes. En una ocasión, al parecer, llegaron incluso a salvar la vida de una niña de seis años, deteniendo a un notorio asesino sexual que estaba a punto de abatirse sobre la criatura. Esto había ocurrido hacía menos de cinco meses, de forma puramente fortuita, por decirlo de algún modo. No obstante, la intervención no dejaba de ser una hazaña, y ellos se habían propuesto vivir de las rentas durante mucho tiempo.

Esa tarde no habían pillado nada, aparte de unas cervezas que quizá contravenían el reglamento y respecto de las cuales, por tanto, hubo que omitir toda referencia.

Poco antes de las diez y media recibieron un aviso por radio y pusieron rumbo a la dirección indicada, en Kapellgatan, distrito de Huvudsta, donde alguien había encontrado a un hombre inconsciente junto a la escalera exterior de su casa. Apenas tardaron tres minutos en personarse en el lugar.

Allí, efectivamente, tumbado de través delante de la puerta, descubrieron a un individuo ataviado con unos pantalones negros deshilachados, zapatos gastados y un abrigo ulster andrajoso de color grisáceo. Una mujer mayor aguardaba en bata y zapatillas en el rellano de la escalera iluminado, al otro lado de la puerta. Ella era por lo visto la que se había quejado. Les hizo señas a través del cristal, luego entreabrió la puerta, sacó un brazo por la rendija y señaló imperiosamente al hombre que yacía inmóvil.

— Bueno, ¿entonces qué pasa aquí? —preguntó Kristiansson.

Kvant se agachó y se puso a husmear.

— Inconsciente —dijo con profundo e íntimo desagrado—.

Venga, echa una mano, Kalle.

— Espera un momento —respondió Kristiansson.

— ¿Qué?

— Señora, ¿conoce usted a este hombre? —preguntó Kristiansson educadamente.

— ¡Vaya que si le conozco!

— ¿Y dónde vive?

La mujer señaló una puerta del corredor, tres metros más allá.

— Allí —dijo—. Se quedó dormido mientras intentaba abrir.

— Cierto, todavía tiene las llaves en la mano —dijo Kristiansson rascándose la cabeza—. ¿Vive solo?

— ¿Y quién va a querer vivir con una mierda de hombre así? —respondió la señora.

— ¿Qué piensas hacer? —inquirió Kvant con desconfianza.

Kristiansson no respondió. Se inclinó y tomó las llaves de la mano del durmiente. Agarrándolo en seco, de un modo que evidenciaba largos años de experiencia profesional, puso de pie al borracho, abrió la puerta de un empujón con la rodilla y remolcó al individuo a lo largo del corredor. La mujer se hizo a un lado y Kvant se quedó parado en la escalera delante del portal. Ambos contemplaban la escena en actitud de pasivo desagrado.

Kristiansson abrió la puerta con la llave, dio la luz y le quitó al individuo el abrigo mojado. El borracho avanzó unos pasos, tambaleándose, se desplomó encima de la cama y balbució:

— Gracias, querida señorita.

Luego se puso de lado y se quedo dormido. Kristiansson dejó el llavero en una silla de tijera junto a la cama, apagó la luz, cerró la puerta tras de sí y regresó al coche.

— Buenas noches, señora —dijo.

La mujer se le quedó mirando con la boca fruncida, levantó la cabeza y se marchó.

La razón de tal conducta en Kristiansson no era tanto el amor al prójimo cuanto su propia holgazanería. Esto nadie lo sabía mejor que Kvant. Cuando ambos prestaban todavía servicio en Malmö como simples agentes de ronda, había visto muchas veces a Kristiansson coger a los borrachos y conducirlos cuidadosamente al otro lado de la calle o, incluso, de un puente, para así encasquetárselos a los del otro distrito.

Kvant se puso al volante. Arrancó el motor y dijo malhumorado:

— Siv no hace más que decir que soy un vago. Tendría que verte a ti.

Siv era la mujer de Kvant y también su tema de conversación favorito; en muchas ocasiones, único.

— ¿Y por qué va a tener que arriesgarse uno a que le echen la pota encima, sin necesidad?—respondió Kristiansson filosóficamente.

Kristiansson y Kvant se parecían mucho en su constitución corporal y apariencia física. Ambos medían uno ochenta y seis, eran rubios, anchos de hombros y con ojos azules. Sin embargo, tenían un temperamento muy distinto, y en muchas cuestiones manifestaban opiniones divergentes. Ésta era una de ellas.

Kvant era insobornable. Si veía algo, no intentaba quitarse el muerto de encima. Pero, eso sí, se había especializado en ver lo menos posible.

Desde Huvudsta y sumidos en un silencio enfurruñado, Kvant condujo despacio por un camino que pasaba junto a la Academia de Policía del Estado, una colonia de casitas aparceladas, el Museo del Ferrocarril, el Instituto Nacional de Bacteriología y el internado para niños ciegos. Luego atravesaron en zigzag el amplio campus universitario, con sus diferentes facultades, para finalmente torcer junto a los edificios administrativos del ferrocarril, entrando en Tomtebodavägen.

Se trataba de una ruta magistralmente elegida, pues conducía por zonas en las que estaba prácticamente garantizado que no encontrarían a nadie. Durante todo el trayecto no se les cruzó ni un coche y sólo vieron a dos seres vivos: primero un gato callejero y poco después otro.

Cuando llegaron al final de Tomtebodavägen, Kvant se detuvo con el radiador del coche a un metro del límite urbano de Estocolmo, dejando el motor en punto muerto, mientras consideraba cómo planificar el resto del turno.

«Me pregunto si serás capaz de dar media vuelta y regresar por el mismo sitio», pensó Kristiansson. Luego, en voz alta dijo:

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