Read El policía que ríe Online

Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (4 page)

— ¿Hay algún detenido?

— Que yo sepa, no.

Martin Beck pensó: «Pasaré a recoger a Kollberg por el camino. Espero que haya taxis». Luego dijo, en voz alta:

— De acuerdo. Salgo ahora mismo.

— Disculpe, señor comisario…

— ¿Sí?

— Uno de los muertos… parece que se trata de uno de sus hombres…

Martin Beck apretó el auricular.

— ¿Quién?

— No lo sé. No se ha mencionado ningún nombre.

Martin Beck estrelló el auricular contra el aparato y apoyó la frente contra la pared. ¡Lennart! Tenía que ser él. Maldita sea, ¿por qué tenía que salir a esas horas bajo la lluvia? ¿Qué coño pintaba en un autobús de la línea 47? Pero no, no podía ser Kollberg. Debía de tratarse de un error.

Volvió a levantar el auricular y marcó el número de Kollberg. Primera llamada. Segunda. Tercera. Cuarta. Quinta.

— Diga.

Era la voz somnolienta de Gun. Martin Beck intentó adoptar un tono natural, tranquilo:

— Hola, ¿está Lennart?

Creyó oír los crujidos del lecho al incorporarse ella. El tiempo que tardó en responder se le hizo eterno.

— No, por lo menos no está en la cama. Creí que estaba contigo. Mejor dicho, que tú estabas aquí.

— Cuando me fui, salió conmigo. Dijo que quería dar un paseo. ¿Estás segura de que no ha vuelto?

— Bueno, a lo mejor está en la cocina. Espera, que voy a ver.

El tiempo que tardó en volver al teléfono se le hizo nuevamente eterno.

— No, Martin, no está en casa.

Ahora, su voz se había vuelto intranquila.

— ¿Dónde crees que puede estar —preguntó ella— con un tiempo así?

— Querrá tomar un poco el aire. Tampoco lleva tanto tiempo fuera, yo mismo acabo de llegar a casa. No te preocupes.

— ¿Quieres que te llame cuando vuelva?

Parecía otra vez tranquila.

— No, no es nada importante. Que descanses. ¡Buenas noches!

Colgó y, de repente, notó que temblaba de frío. Volvió a coger el auricular, pensando en llamar a alguien que pudiera aclararle lo sucedido. Pero luego pensó que lo mejor sería acudir lo antes posible al lugar de los hechos. Marcó el número de la parada de taxis más cercana y le atendieron en seguida.

Martin Beck llevaba veintitrés años trabajando en la policía. Durante este tiempo, varios colegas habían muerto en acto de servicio. En esas ocasiones, se había sentido profundamente afectado, y en algún lugar de su inconsciente había surgido la convicción de que el trabajo policial se iba haciendo más duro de año en año, y de que la próxima vez podría tocarle a él. Pero con Kollberg le unía una relación que desbordaba el ámbito profesional. En el trabajo cada vez dependían más el uno del otro. Se complementaban bien y con el paso del tiempo habían aprendido a comprender las ideas y los sentimientos del otro sin necesidad de intercambiar muchas palabras. Cuando, año y medio atrás, Kollberg se casó y se mudó a vivir a Skärmarbrink, su cercanía se hizo también geográfica y comenzaron a verse en horas fuera de servicio.

Recientemente, en uno de sus raros momentos de depresión, Kollberg había dicho:

— Si tú no estuvieras, vete a saber si seguiría yo en este maldito cuerpo.

Martin Beck pensaba en todo esto mientras volvía a ponerse el húmedo abrigo y se apresuraba escalera abajo hasta el taxi que ya le estaba esperando.

CAPÍTULO VI

A pesar de la lluvia y de la hora tardía, tras el cordón policial instalado en Karlbergsvägen ya se habían concentrado unas cuantas personas, que miraron con curiosidad a Martin Beck cuando descendió del taxi. Al verle, un joven policía enfundado en un chubasquero negro realizó un gesto brusco, como para echarle el alto, pero otro agente le tomó del brazo, impidiéndoselo, y se llevó la mano a la visera.

Un señor bajito en gabardina y gorra deportiva se cruzó en el camino de Martin Beck y dijo:

— Mis condolencias, señor comisario. Acabo de saber que uno de sus…

Una mirada de Martin Beck bastó para que el hombre se tragase el resto de la frase. Conocía perfectamente al individuo de la gorra deportiva y no lo soportaba. Se trataba de un periodista freelance, que se autodenominaba reportero criminal. Su especialidad eran los reportajes sobre asesinatos, llenos de detalles sensacionalistas, escabrosos y en su mayor parte falsos, que sólo se publicaban en semanarios de la peor especie.

El hombre se retiró y Martin Beck pasó por encima del acordonamiento. Advirtió que se había realizado otro acordonamiento parecido en dirección Torsplan, un poco más arriba. En la zona acotada pululaban los coches blanquinegros de la policía y figuras irreconocibles en chubasqueros relucientes. La tierra en torno al autobús rojo de dos pisos se hallaba descompuesta y resbaladiza.

En el autobús había luz y los faros estaban encendidos, pero la fuerte lluvia impedía que la luz se proyectase demasiado lejos. Detrás del vehículo se había estacionado el autobús de guardia del Laboratorio Nacional de Investigaciones Forenses, con el radiador mirando hacia Karlbergsvägen, También estaba el coche del médico forense. Tras la verja golpeada, varios operarios instalaban reflectores. Todos estos detalles ponían de manifiesto que acababa de ocurrir algo muy por encima de lo común.

Martin Beck levantó la vista a los desangelados bloques de pisos situados al otro lado de la calle. En muchas de las ventanas iluminadas se perfilaban siluetas, y al otro lado de los cristales, golpeados por la lluvia, aparecían rostros apretados, como borrosas manchas blancas. Una mujer con las piernas desnudas, tras colocarse sus botas altas y el chubasquero directamente sobre el camisón, salió de un portal situado casi en frente del autobús. Tuvo tiempo de cruzar media calle antes de ser interceptada por un policía que la agarró del brazo y la condujo de vuelta al portal. El policía daba grandes zancadas y ella seguía su paso a trompicones, al tiempo que el camisón blanco, mojado, se le enredaba entre las piernas.

Martin Beck no podía ver las puertas del autobús, pero advirtió gente en movimiento al otro lado de las ventanas y supuso que los técnicos forenses ya estaban trabajando. Tampoco podía ver a ninguno de sus colegas de la brigada de homicidios, ni de la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo, pero supuso que se hallaban en alguna parte al otro lado del vehículo.

Involuntariamente, comenzó a aminorar el paso. Mientras rodeaba el autobús gris de los técnicos forenses, intentó prepararse psicológicamente para lo que se le venía encima y apretó los puños dentro de los bolsillos.

En el foco de luz que salía por las puertas abiertas del autobús estaba Hammar, que había sido su superior durante muchos años y que en la actualidad desempeñaba funciones de comisario jefe, hablando con alguien que, por lo visto, se encontraba en el interior del autobús. Al ver a Martin Beck, se interrumpió y le dijo:

— Pero si estás aquí. Ya empezaba a pensar que habían olvidado llamarte.

Sin responder, Martin Beck se acercó a las puertas y asomó la cabeza. Sintió cómo el estómago se le comprimía. Era peor de lo que había esperado. Bajo la clara y fría luz, los detalles se mostraban con nitidez de aguafuerte. Todo el autobús parecía lleno de cuerpos inertes, ensangrentados, en posturas desencajadas.

Hubiera preferido dar media vuelta y marcharse para no tener que ver aquello, pero ninguno de estos sentimientos se reflejaba en su rostro. En vez de ello, se obligó a sí mismo a realizar un registro sistemático de todos los detalles. Los técnicos forenses trabajaban en silencio, de manera metódica. Uno de ellos advirtió la presencia de Martin Beck y meneó despacio la cabeza.

Fue examinando los muertos uno tras otro. No reconoció a ninguno. Por lo menos no en su actual estado.

— ¿Está arriba? —preguntó de repente—. Ha…

Se giró hacia Hammar y se interrumpió.

Tras Hammar, Kollberg emergía desde la oscuridad, sin sombrero, con el cabello pegado a la frente.

Martin Beck se le quedó mirando fijamente.

— Hola —saludó Kollberg—. Ya empezaba a preguntarme dónde te habías metido. Casi pensé pedirle a alguien que te volviera a llamar.

Se quedó parado delante de Martin Beck, mirándolo inquisitivamente. Luego echó un rápido y asqueado vistazo al interior del autobús y añadió:

— Necesitas una taza de café. Voy por ella —Martin Beck negó con la cabeza—. Que sí —replicó Kollberg.

Se marchó chapoteando. Martin Beck se le quedó mirando, luego se dirigió a las puertas delanteras del autobús y se asomó. Hammar le siguió con pasos pesados.

En el asiento delantero yacía el cuerpo del conductor volcado sobre el volante. Al parecer, un disparo le había atravesado la cabeza. Martin Beck contempló lo que una vez fue el rostro del hombre y experimentó un leve asombro al comprobar que no sentía náuseas. Giró la cabeza y miró a Hammar, que observaba la lluvia fijamente con gesto inexpresivo.

— ¿Te puedes explicar por qué diablos tenía que estar aquí? —preguntó Hammar con voz apagada—. ¿En este autobús?

En ese preciso instante, Martin Beck comprendió a quién se había referido el hombre que le dio el aviso por teléfono.

Pegado a la ventana, detrás de la escalera que conducía al piso de arriba, estaba sentado Åke Stenström, subinspector de la Brigada Nacional de Homicidios, uno de los colaboradores más jóvenes de Martin Beck. Aunque decir que estaba sentado no era, quizá, del todo apropiado. Tenía la gabardina azul oscuro empapada de sangre y se hallaba medio tumbado con el hombro derecho apoyado contra la espalda de una mujer joven, doblada en el asiento de al lado.

Estaba muerto. Al igual que la mujer y los otros seis individuos del autobús.

En la mano derecha empuñaba su pistola reglamentaria.

CAPÍTULO VII

La lluvia continuó durante toda la noche y, aunque, según el calendario, el sol salía a las ocho y veinte, hasta casi las nueve de la mañana no consiguió la luz atravesar la capa de nubes y arrojar un poco de claridad vacilante, nebulosa.

El autobús rojo seguía todavía atravesado en mitad de la acera de Norra Stationsgatan, igual que nueve horas antes.

Pero ésta era la única circunstancia que no había cambiado. Dentro de la zona acordonada trabajaban ahora unos cincuenta hombres y fuera de ella seguían congregándose más y más curiosos. Muchos llevaban allí desde medianoche› sin ver otra cosa que policías, personal de ambulancia y vehículos ululantes de todas las formas imaginables. Había sido una noche llena de aullidos de sirenas, con un continuo flujo de coches que recorrían las calles mojadas de lluvia al parecer sin orden ni concierto alguno.

Nadie sabía nada cierto, pero había una palabra que pasaba entre susurros de unos a otros y que no tardó en extenderse en círculos concéntricos, primero entre las filas de mirones y los edificios aledaños, luego a toda la ciudad y que finalmente adquirió unos contornos cada vez más precisos, proyectándose sobre el país entero. A esas alturas, el rumor ya había llegado mucho más allá de las fronteras.

Matanza.

Matanza en Estocolmo.

Matanza en un autobús de Estocolmo.

Eso era, por lo menos, lo que todos creían saber.

La verdad es que en la Jefatura de la policía en Kungholmsgatan no sabían mucho más. Ni siquiera se sabía exactamente quién dirigía la investigación. La confusión parecía total. Los teléfonos sonaban sin cesar, la gente iba y venía a toda prisa, el suelo aparecía cubierto de suciedad y los hombres que lo ensuciaban estaban excitados y empapados de sudor y lluvia.

— ¿Quién se encarga de la lista de nombres? —preguntó Martin Beck.

— Creo que Rönn —respondió Kollberg sin volverse.

Estaba ocupado pegando con celo un croquis en la pared. El plano tenía tres metros de largo y más de medio metro de ancho y no resultaba fácil manejarlo.

— ¿Es que nadie puede echar una mano? —bufó Kollberg.

— Claro que sí —replicó tranquilamente Melander y se levantó dejando a un lado su pipa.

Fredrik Melander era un hombre alto y enjuto, de apariencia seria y hábitos metódicos. Tenía cuarenta y ocho años, y era subinspector primero en la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo. Anteriormente, Kollberg y él habían trabajado juntos muchos años. Kollberg no recordaba cuántos, pero sí Melander, que se había hecho célebre porque nunca olvidaba nada.

Dos teléfonos sonaron.

— Aquí comisario Beck. ¿Quién? No, no está aquí. ¿Quiere que le llame luego? ¿No?

Colgó y agarró el segundo auricular. Un hombre casi enteramente cano en la cincuentena entreabrió educadamente la puerta y permaneció indeciso en el umbral.

— Sí, Ek, ¿qué quieres? —preguntó Martin Beck con el auricular ya en la mano.

— En lo referente al autobús… —dijo el hombre del pelo cano.

— ¿Que cuándo voy a volver a casa? ¡No tengo ni la menor idea! —dijo Martin Beck al aparato.

— Maldita sea —blasfemó Kollberg cuando la cinta adhesiva se enredó entre sus gordos dedos.

— Tómatelo con calma —sugirió Melander.

Martin Beck se volvió otra vez al hombre del umbral:

— Sí. ¿Qué pasa con el autobús?

Ek cerró la puerta tras de sí y echó un vistazo rápido a su nota.

— Fabricado por Leyland en Inglaterra. El modelo se llama Atlantean, aquí se denomina H 35. Número de asientos: setenta y cinco. Lo raro es que…

La puerta se abrió de un golpe. Gunvald Larsson contempló el desorden de su despacho con gesto de desconcierto. Venía con su chubasquero claro empapado de lluvia, al igual que los pantalones y el pelo rubio. Sus zapatos estaban llenos de barro.

— Joder, cómo está esto —dijo con desagrado.

— ¿Qué es lo que había de raro respecto del autobús? —preguntó Melander.

— Bueno, pues, que ese tipo de vehículos no se emplean en la línea 47.

— ¿No?

— Normalmente, no, quiero decir. En principio, el trayecto lo cubren autobuses de fabricación alemana, de la marca Büssing, también de dos pisos. Fue una casualidad.

— Una pista magnífica —comentó Gunvald Larsson—. El loco que ha hecho esto sólo mata a gente en autobuses ingleses. ¿Es esto lo que sugieres?

Ek lo miró resignadamente. Gunvald Larsson se sacudió y siguió:

— Por cierto, esa panda de mandriles que está alborotando en el vestíbulo, ¿quiénes son?

— Los periodistas —replicó Ek—. Alguien debería hablar con ellos.

Other books

The Pizza Mystery by Gertrude Chandler Warner
Spinning Starlight by R.C. Lewis
Hidden Ontario by Terry Boyle
The Rock Season by R.L. Merrill
Italian Folktales by Italo Calvino
Girls Only! by Beverly Lewis
Gamble by Viola Grace
Wild Justice by Kelley Armstrong


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024