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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (21 page)

— ¿Cómo puedes saberlo?

— Porque una vez hablamos sobre ello. Cuando trabajabais en el caso de aquella chica americana que murió asesinada en el Canal de Gota.

— Roseanna —dijo Kollberg.

Se quedó pensativo un momento, luego añadió:

— Pero entonces este libro todavía no estaba en su poder. Recuerdo que di con él haciendo limpieza en mi escritorio, cuando nos trasladamos desde Kristineberg. Fue mucho después.

— Y lo otro que ha escrito resulta bastante ilógico —comentó ella.

— Sí. ¿No hay por ahí algún bloc, dietario o lo que fuera, donde apuntara cosas?

— ¿Es que no llevaba encima su libreta?

— Sí. Lo hemos mirado. No contiene nada de interés.

— He buscado por toda la casa.

— ¿Y qué has encontrado?

— En resumidas cuentas, nada. No solía esconder cosas. Además, era muy ordenado. Por supuesto, tenía una libreta suplementaria. Está allí, sobre el escritorio.

Kollberg se levantó y fue a buscar la libreta. Era del mismo tipo que la que Stenström llevaba en el bolsillo.

— En esa libreta no hay casi nada —dijo Åsa Torell.

Se quitó el calcetín derecho y se rascó la planta del pie. Tenía un pie fino y pequeño, de configuración delicada, con dedos largos, rectos. Kollberg lo miró. Luego examinó la libreta de notas. La chica tenía razón. En ella no había casi nada escrito. La primera hoja contenía apuntes del desgraciado individuo apellidado Birgersson, que había matado a golpes a su mujer. En la parte superior de la segunda hoja había una única palabra. Un nombre: Morris.

Åsa Torell miró la libreta y se encogió de hombros.

— Un coche —dijo.

— O un agente literario de Nueva York —replicó Kollberg.

Ella se colocó junto a la mesa. Miró las consabidas fotografías. De repente, golpeó la palma de la mano en la mesa y exclamó en voz alta:

— ¡Si por lo menos estuviera embarazada!

Luego bajó el tono de voz:

— Dijo que teníamos tiempo de sobra, que esperáramos hasta que le ascendieran.

Kollberg se dirigió vacilante hacia el vestíbulo.

— Sí, tiempo de sobra —murmuró.

Y luego:

— ¿Qué va a ser de mí ahora?

Kollberg se volvió y dijo:

— Esto no puede seguir así, Åsa. Ven conmigo.

Ella se volvió hacia él como un rayo y le espetó con rabia:

— ¿Que vaya contigo? ¿A dónde? ¿A la cama? ¡Desde luego!

Kollberg la miró.

De cada mil hombres, novecientos noventa y nueve hubieran visto en ella a una chica flaca, pequeña, pálida y poco desarrollada, sin garbo, de cuerpo frágil, finos dedos amarillos de nicotina y rasgos curtidos. Despeinada, vestida con cuatro trapos y con un calcetín grueso, de talla muy superior a la suya, en uno de los pies.

Lennart Kollberg, en cambio, veía a una muchacha física y psíquicamente compleja, con ojos flameantes, de caderas anchas y sugestivas; una chica atractiva, interesante, a la que merecería la pena conocer. ¿Habría visto todo esto también Stenström? ¿O era uno más de los novecientos noventa y nueve y simplemente había tenido una suerte enorme? Suerte.

— No quería decir eso —respondió Kollberg—. Quería decir que vinieras conmigo a casa. Tenemos sitio de sobra. Has estado demasiado tiempo sola.

Comenzó a llorar ya en el coche.

CAPÍTULO XXII

Cuando Nordin salió del metro, en la intersección de Sveavägen y Rådmansgatan, corría un aire helado. Con el viento de espalda, descendió a toda prisa Sveavägen en dirección sur. Tras doblar la esquina de Tegnérgatan, quedó al abrigo del viento y aminoró su marcha. A unos veinte metros de la esquina había una pastelería. Se detuvo ante el escaparate y echó un vistazo al interior.

Detrás del mostrador estaba sentada una mujer pelirroja, que llevaba una chaqueta de color verde pistacho y hablaba por teléfono. No había nadie más en el local.

Nordin continuó, cruzó Luntmakargatan y se quedó mirando una pintura al óleo que colgaba tras el cristal de la puerta de una librería de viejo. Mientras permanecía en pie, pensando si la intención del autor había sido representar dos alces, dos renos o, tal vez, un alce y un reno, pudo oír una voz a sus espaldas.


Aber Mensch, bist du doch ganz verrückt?
(1)

Nordin se giró y vio a dos hombres cruzar la calle. Pero sólo cuando alcanzaron la acera advirtió que se dirigían a la pastelería. Entró en el local al tiempo que ambos individuos descendían por una escalera de caracol situada al otro lado del mostrador y se fue tras ellos.

El local estaba lleno de jóvenes y el jaleo y la música resultaban ensordecedores. Buscó una mesa vacía, pero daba la impresión de que no quedaba ninguna. Se preguntó si debía quitarse abrigo y sombrero, pero finalmente decidió no correr riesgos. En Estocolmo, uno no podía fiarse de nadie, tal era su convicción.

Nordin examinó a los clientes de sexo femenino. En la sala había varias rubias, pero ninguna encajaba en la descripción de la Rubia Malin.

El alemán parecía ser la lengua dominante. Junto a una morena delgada que tenía toda la pinta de ser sueca, había una silla libre. Nordin se desabrochó el abrigo y tomó asiento. Puso el sombrero sobre sus rodillas, y cayó en la cuenta de que con su sombrero de cazador y su abrigo de paño tirolés no se distinguía demasiado de la mayoría de los alemanes.

La camarera se hizo esperar un cuarto de hora. Mientras tanto, echó un vistazo a su alrededor. Del otro lado de la mesa, la amiga de la morena le echaba de vez en cuando una mirada contenida.

Llegó por fin su café y se puso a remover la taza, mientras miraba de refilón a la chica sentada junto a él. Con la vaga esperanza de pasar por cliente habitual, al dirigirse a ella, hizo un esfuerzo para pronunciar sus palabras con acento de Estocolmo, y dijo:

— ¿No sabrás por dónde anda la Rubia Malin?

La morena lo miró fijamente. Luego sonrió, se inclinó sobre la mesa y le dijo a su compañera:

— Oye, Eva, aquí hay un tipo de Norrland que pregunta por la Rubia Malin. ¿Sabes dónde está?

La amiga echó una mirada a Nordin, luego llamó a gritos a alguien situado en una mesa apartada.

— Aquí hay un madero que pregunta por la Rubia Malin. ¿No habrá nadie que sepa dónde anda, a que no?

— Noooo —respondieron al unísono desde la otra mesa.

Apesadumbrado, Nordin apuraba su café intentando comprender qué delataba su condición de policía. No conseguía entender a la gente de Estocolmo. De vuelta ya en la planta de arriba, la camarera que le había servido el café se acercó a él.

— He oído que busca a la Rubia Malin —dijo—. ¿De verdad es usted policía?

Nordin vaciló un momento. Luego asintió, con gesto lúgubre.

— Si consiguierais echarle el guante a esa tipa me daríais una alegría —prosiguió—. Creo que sé dónde anda. Cuando no está por aquí suele ir a un café de Engelbrektsplan.

Nordin dio las gracias y salió de nuevo al frío.

La Rubia Malin no estaba tampoco en el segundo local, que había sido poco menos que abandonado por su eventual clientela. Pero Nordin, que se resistía a tirar la toalla, se acercó a una mujer sentada sin compañía que estaba leyendo una revista bastante sobada. No sabía quién era la Rubia Malin, pero le recomendó echar un vistazo en un restaurante con carta de vinos de Kungsgatan.

Nordin volvió a patearse las odiosas calles de Estocolmo, deseando volver a su casa de Sundsvall.

Pero esta vez su esfuerzo se vio recompensado.

Rechazó con un movimiento de cabeza al encargado del guardarropa, que se había acercado para tomar su abrigo, y se colocó en la puerta del restaurante para echar una mirada al local. La descubrió casi al instante. Era de constitución fuerte, pero no parecía gorda. Su cabello, de color rubio platino, estaba recogido en un peinado artístico sobre la coronilla.

Nordin no dudó ni un momento que se trataba de la Rubia Malin. Estaba sentada en un sofá pegado a la pared, con una copa de vino delante. La acompañaba una mujer de bastante más edad, con una larga melena negra de rizos indómitos que caía sobre sus hombros sin conseguir devolverle el aspecto juvenil. Sin duda, una «putona gratis», pensó Nordin.

Observó a las dos mujeres durante un rato. No hablaban. La Rubia Malin tenía los ojos fijos en la copa de vino, que hacía girar entre sus dedos. La morena no paraba de mirar alrededor y, de vez en cuando, dejaba caer su melena con un coqueto movimiento de cabeza.

Nordin se dirigió al encargado del guardarropa:

— Perdone, ¿sabe usted cómo se llama la señora rubia que está sentada en aquel sofá?

El hombre echó un vistazo.

— ¿Señora? —rezongó—. ¿Esa? No, no sé cuál es su nombre, pero la llaman nosequé Malin. La gorda Malin, o algo por el estilo.

Nordin le entregó abrigo y sombrero.

Cuando se acercó a la mesa, la morena lo observó expectante.

— Perdonen que las moleste, pero si puede ser me gustaría hablar con la señorita Malin.

La Rubia Malin lo miró y tomo un sorbo de vino.

— ¿De qué se trata?

— Se refiere a un amigo suyo —dijo Nordin—. ¿Le importaría a usted si nos cambiáramos a otra mesa un rato, para así poder hablar más tranquilamente?

La Rubia Malin cruzó una mirada con su amiga, y Nordin se apresuró a decir.

— Por supuesto, si a su amiga no le importa.

La morena cogió la jarra que había en la mesa, llenó su copa y se levantó.

— No quiero molestarles —dijo agraviada.

La Rubia Malin no hizo ningún comentario.

— Voy a sentarme con Tora —dijo la amiga—. Luego nos vemos, Malin.

Cogió su copa y se alejó hacia una mesa situada al otro lado del local.

Nordin cogió una silla y se sentó. La Rubia Malin lo miraba expectante.

— Mi nombre es Ulf Nordin, subinspector primero de policía —dijo—. Quizá pueda usted ayudarnos en un asunto.

— ¿Ah, sí? —respondió la Rubia Malin—. ¿Y de qué se trata? Dijo usted que tiene que ver con un amigo mío.

— Sí —contestó Nordin—. Querríamos saber cosas sobre un conocido suyo.

La Rubia Malin lo miró llena de desprecio.

— No soy una chivata —dijo.

Nordin sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y le ofreció. Ella sacó un cigarrillo y Nordin le dio fuego.

— No se trata de dar chivatazos —dijo—. Hace un par de semanas, fue usted en compañía de dos hombres, que conducían un Volvo Amazon blanco, hasta un garaje de Hägersten. El garaje está situado en Klubbacken y su propietario es un suizo, de nombre Horst. El hombre que conducía el coche era español. ¿Se acuerda usted de esto?

— Sí, claro, lo recuerdo perfectamente. ¿Por qué? Nisse y yo sólo fuimos con el tal Paco porque Nisse quería enseñarle cómo se iba a ese garaje. Y por cierto, se ha ido a España.

— ¿Paco?

— Sí.

Apuró su copa y luego se echó lo que quedaba de vino en la jarra.

— ¿Puedo invitarla a tomar algo? ¿Un poco más de vino?

Ella asintió y Nordin hizo un gesto a la camarera. Pidió media jarra de vino y una pinta de cerveza.

— ¿Quién es Nisse? —preguntó.

— Pues el otro que venía en el coche, ¿quién va a ser? ¡Si usted mismo lo acaba de decir!

— Sí, pero lo que le pregunto es cuál es su nombre completo. ¿A qué se dedica?

— Se llama Göransson. Nils Erik «Nisse» Göransson. Y no sé a qué se dedica. Lleva un par de semanas sin dejarse ver…

— ¿Y eso? —preguntó Nordin.

— ¿Cómo?

— Le pregunto que cómo es que lleva un par de semanas sin verlo. Antes, solían ustedes verse más a menudo, ¿no?

— Oiga, que no estamos casados, ¿eh? Ni siquiera enrollados. Salíamos de vez en cuando. Lo mismo ha conocido a alguna tía. ¡Yo qué sé! Pero, desde luego, lleva ya un tiempo sin dejarse ver.

La camarera llegó con el vino y la cerveza de Nordin. La Rubia Malin se apresuró a llenar su copa.

— ¿Sabe dónde vive? —le preguntó Nordin.

— ¿Nisse? No. Digamos que no tiene residencia fija. Durante un tiempo vivió conmigo, luego se fue a Söder, a casa de un colega, pero me parece que ya no vive allí. La verdad es que no lo sé. Y aunque lo supiera, no se lo iba a contar a un madero. Yo no me chivo de nadie.

Nordin bebió un trago de cerveza y miró con simpatía a la gran mujer rubia sentada en el sofá.

— No tiene necesidad de hacerlo, señorita… Perdone, ¿cuál es su nombre completo, además de Malin?

— No me llamo Malin —replicó—. Mi nombre es Magdalena Rosén. La gente me llama «la Rubia Malin» por mi color de pelo.

Se pasó la mano por el pelo.

— ¿Para qué busca a Nisse, por cierto? ¿Ha hecho algo? No estoy dispuesta a quedarme aquí sentada, respondiendo a un montón de preguntas, si primero no me dice de qué se trata.

— Claro, la entiendo, señorita Rosen. Intentaré explicarle en qué sentido puede sernos de utilidad —dijo Ulf Nordin.

Bebió un trago de cerveza y se secó los labios.

— ¿Puedo hacerle una pregunta más? —dijo.

Ella asintió.

— ¿Cómo solía ir vestido Nisse?

La mujer arrugó la frente y reflexionó durante un instante.

— Casi siempre llevaba traje —dijo—. Un traje claro, de color beige, con botones forrados. Y luego camisa, zapatos y calzoncillos, como todos los demás tíos.

— ¿Y no llevaba abrigo?

— Abrigo, lo que se dice abrigo, no. Llevaba una especie de cosa negra, fina, de nylon o algo así. ¿Por qué?

Miró a Nordin con gesto inquisitivo.

— Bueno, señorita Rosen, es posible que haya muerto.

— ¿Muerto? ¿Nisse? Pero… ¿por qué… por qué dice usted que «es posible»? ¿Cómo sabe que ha muerto?

Ulf Nordin sacó su pañuelo y se secó el cuello. En el restaurante hacía mucho calor y se sentía pegajoso por todo el cuerpo.

— Lo que ocurre es que en el depósito de cadáveres tenernos un hombre al que no hemos podido identificar. Hay razones para pensar que se trata de Nils Erik Göransson.

— ¿Y cuál sería la causa de su muerte? —preguntó la Rubia Malin con desconfianza.

— Era uno de los pasajeros que viajaban en el autobús de marras. Seguramente habrá oído hablar del caso… Le dispararon en la cabeza y posiblemente murió en el acto. Es usted la única persona que conocía a Göransson con la que hemos podido contactar, así que le estaríamos agradecidos si quisiera venir al depósito mañana, a ver si es él.

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