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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (9 page)

— Pues que el autor de los disparos no era un asesino en masa enajenado. O, dicho de otro modo, que no se trata de un asesinato cometido para causar sensación.

Kollberg se secó el sudor de la frente con un pañuelo doblado, lo miró pensativamente y luego dijo…

— El señor Larsson comentó…

— ¿Gunvald?

— El mismo. Antes de irse a casa a echarse desodorante en las axilas sentenció desde la altura de su sabiduría que no entendía absolutamente nada. Por ejemplo, que no entendía cómo es que el asesino no se quitó la vida o se quedó a esperar a que lo agarraran.

— Me parece que subestimas a Gunvald —dijo Martin Beck.

— ¿Tú crees?

Kollberg se encogió de hombros irritado.

— ¡Bah! Chorradas. No cabe la menor duda de que se trata de asesinato en masa. Y, por supuesto, el que disparó está loco. Por lo que sabemos, ahora mismo puede estar sentado viendo la televisión y disfrutando del efecto. También es perfectamente posible que se haya suicidado. Que Stenström fuera armado no significa nada, pues no conocemos sus costumbres. Probablemente, estaba en compañía de la enfermera. O de camino a casa de alguna zorra o de algún colega. A lo mejor discutió con su chica, o su vieja le montó una bronca y cogió y se sentó cabreado en un autobús, porque ya era demasiado tarde para ir al cine y no tenía ningún otro sitio donde meterse.

— Bueno, eso habrá que investigarlo —dijo Martin Beck.

— Sí, mañana. Pero hay una cosa que podríamos hacer inmediatamente. Antes de que se le ocurra a otra persona.

— Registrar su escritorio en Västberga —dijo Martin Beck.

— Tu capacidad para extraer conclusiones es admirable —dijo Kollberg.

Se metió la corbata en el bolsillo del pantalón y comenzó a ponerse la chaqueta.

Seguía sin llover, pero había niebla y la helada nocturna cubría como un sudario árboles, calles y tejados. Kollberg tenía dificultades para ver a través del cristal de la ventana, y mascullaba sombrías maldiciones cuando el coche patinaba en las curvas. En todo el camino hasta la jefatura sur apenas cruzaron dos frases. Kollberg dijo:

— ¿Los asesinos en masa suelen tener antecedentes criminales?

Martin Beck respondió:

— En general. Pero no siempre.

En Västberga, la jefatura estaba silenciosa y desértica. Cruzaron en silencio el vestíbulo y subieron por la escalera. Dos pisos más arriba, marcaron un código numérico en los botones de un panel colocado junto a las puertas de cristal y continuaron hasta el despacho de Stenström.

Kollberg vaciló un momento. Luego se sentó ante el escritorio y tanteó los cajones. No estaban cerrados con llave.

El despacho parecía limpio y ordenado pero resultaba totalmente impersonal. Stenström ni siquiera tenía un retrato de su novia sobre la mesa del escritorio.

En cambio, en la bandeja para lápices había dos fotografías del propio Stenström. Martin Beck sabía por qué. Por primera vez en muchos años, Stenström había tenido la suerte de conseguir vacaciones en Navidad y Año Nuevo. Y había reservado ya asientos en un vuelo chárter a las Islas Canarias. Las fotos eran para la renovación del pasaporte.

«La suerte…»

Pensó Martin Beck mientras observaba las fotografías, que eran recientes y mucho mejores que las publicadas en las portadas de los diarios vespertinos.

Stenström tenía veintinueve años, pero aparentaba bastantes menos. Tenía una mirada franca y clara, y cabello de color castaño oscuro, peinado hacia atrás, que en estas fotos, como casi siempre, daba la impresión de estar un poco revuelto. Al principio, una parte de sus colegas lo habían considerado ingenuo y bastante mediocre, entre ellos Kollberg, cuyos sarcasmos y trato condescendiente habían sido un calvario permanente. Pero esto fue mucho antes. Martin Beck recordaba que una vez, mientras todavía trabajaban en la sede de la antigua policía nacional en Kristineberg, había discutido sobre esto con Kollberg. Había dicho:

— ¿Por qué no paras de meterte con el chaval?

Y la respuesta de Kollberg fue:

— Para quebrar la falsa confianza que tiene en sí mismo. Para darle la oportunidad de que se forje otra nueva. Para que llegue a ser un buen policía. Para que aprenda a llamar a las puertas antes de entrar.

Posiblemente, Kollberg tenía razón. En cualquier caso, Stenström cambió con el paso del tiempo. Y aunque no consiguió aprender a llamar a las puertas, se convirtió en un buen policía: capaz, trabajador y con bastante buen juicio. En su apariencia externa era la gala del cuerpo: buena presencia, trato amigable, buena forma, buen deportista. De hecho, lo podrían haber utilizado en la propaganda de reclutamiento, cosa que no se podría decir de otros. Por ejemplo, de Kollberg, con su arrogancia y sus kilos de más. O del estoico Melander, cuya apariencia no venía en modo alguno a desmentir la tesis según la cual los individuos más anodinos son a menudo los mejores policías. O de Rönn, con su nariz roja, que era una medianía en todos los sentidos. O de Gunvald Larsson, capaz de aterrar a cualquiera con sus proporciones descomunales y su intensa mirada, y que además se sentía orgulloso de ello.

O incluso de él mismo, el gangoso Martin Beck. Esa tarde, sin ir más lejos, se había mirado al espejo, descubriendo a un individuo largo y de apariencia siniestra, de rostro demacrado, frente ancha, mandíbula poderosa y ojos tristes, de un color azul grisáceo.

Por lo demás, Stenström se había especializado en un par de cosas que habían resultado muy útiles para todos.

En todo esto pensaba Martin Beck mientras contemplaba los objetos que Kollberg iba sacando sistemáticamente de los cajones y colocando encima de la mesa.

Ahora recapitulaba fríamente lo que sabía del difunto Åke Stenström. Los sentimientos que por un momento habían estado a punto de dominarle, mientras Hammar soltaba obviedades a diestro y siniestro en el despacho de Kungholmsgatan, habían desaparecido. El momento pasó y ya nunca volvería.

Tras colgar la gorra en el sombrerero y vender su uniforme a un viejo compañero de la academia, Stenström había trabajado siempre a las órdenes de Martin Beck. Primero en Kristineberg, en los tiempos de la vieja Brigada Nacional de Homicidios, que en aquel entonces estaba adscrita a la Policía Nacional y funcionaba, sobre todo, como una suerte de unidad de intervención especial, pensada para prestar asistencia en situaciones de emergencia a la policía municipal de provincias.

Después, la totalidad de la policía pasó a depender del Estado, cosa que sucedió a partir del año 1965. Pasado algún tiempo, se trasladaron a Västberga.

A lo largo de los años, Kollberg había desempeñado diferentes comisiones de servicios y Melander fue trasladado por deseo propio, pero Stenström permaneció siempre con Martin Beck. Éste lo conocía desde hacía más de cinco años y habían trabajado juntos en innumerables investigaciones. Durante este tiempo, Stenström fue aprendiendo todo lo que sabía en el campo del trabajo policial práctico, y no era poco. Además, también había ido madurando, superando en buena medida su inseguridad y su timidez. Dejó la habitación en casa de sus padres para, con el tiempo, irse a vivir con la mujer que había elegido para compartir su vida. Antes, su padre había muerto y su madre regresó a Västmanland.

Martin Beck, por tanto, debería saber casi todo sobre Stenström.

Lo peculiar era que no sabía mucho. Ciertamente, tenía todos los datos importantes y una impresión general, sin duda bien fundada, sobre el carácter de Stenström, así como sus méritos y defectos como policía, pero a esto no había mucho más que añadir.

Un buen chico. Ambicioso, testarudo, bastante espabilado, dócil. Por otro lado, un poco tímido, todavía algo infantil, cualquier cosa menos ingenioso, en general sin mucho sentido del humor. Pero, ¿de quién no podía decirse lo mismo? Quizás estuviese acomplejado. Frente a Kollberg, por ejemplo, que brillaba con citas literarias y enrevesados sofismas. Frente a Gunvald Larsson, que una vez tardó quince segundos en derribar a patadas una puerta cerrada con llave y dejar inconsciente de un golpe a un asesino demente que blandía un hacha, mientras Stenström se quedaba parado a dos metros de distancia, reflexionando sobre qué hacer. O frente a Melander, que nunca cambiaba el gesto ni olvidaba nada que hubiera visto, leído u oído.

Claro, ¿quién no iba a estar acomplejado entre gente así?

¿Por qué sabía tan poco de Stenström? ¿Quizá por no haber sido suficientemente atento? ¿O tal vez porque en realidad no había nada que descubrir?

Martin Beck se masajeaba la raíz del cabello con las yemas de los dedos, examinando las cosas que Kollberg había puesto sobre la mesa.

Stenström había tenido siempre su punto de pedantería, por ejemplo en lo referente al reloj, que siempre debía marcar la hora exacta hasta el último segundo, algo que se reflejaba también en el orden meticuloso que imperaba sobre su escritorio y en los cajones.

Papeles, papeles y más papeles. Copias de informes, anotaciones, actas de procesos judiciales, instrucciones multicopiadas, separatas de textos legales. Todo en lotes pulcramente ordenados.

Lo más personal que allí había era una caja de cerillas y un paquete de chicles sin abrir. Teniendo en cuenta que Stenström no fumaba ni era mascador compulsivo de chicle, había que suponer que guardaba estas cosas para ofrecérselas a la gente que venía aquí a ser interrogada o quizá simplemente para sentarse a hablar.

Kollberg suspiró profundamente y dijo:

— Si en ese autobús hubiera estado yo, ahora Stenström y tú estaríais hurgando en mis cajones. Sin duda, una tarea mucho más jodida. Seguramente, habríais encontrado cosas que ensuciarían mi reputación.

Martin Beck podía hacerse una idea aproximada de lo que cabía encontrar en el escritorio de Kollberg, pero se abstuvo de todo comentario.

— Lo que hay aquí no es como para ensuciar la reputación de nadie —dijo Kollberg.

Martin Beck seguía sin contestar. Examinaron los papeles en silencio, con rapidez y minuciosidad. No apareció nada que no pudieran identificar inmediatamente o colocar en su contexto. Todas las anotaciones y documentos estaban relacionados con investigaciones en las que había participado Stenström y que ellos conocían bien.

Al final sólo quedaba una cosa. Un sobre marrón en cuarto. Estaba sellado y era bastante voluminoso.

— ¿Qué crees que puede haber aquí? —preguntó Kollberg.

— Ábrelo y mira a ver.

Kollberg hizo girar el sobre en sus manos.

— Parece que lo ha precintado con mucho cuidado. Fíjate en la cinta adhesiva.

Se encogió de hombros, sacó el abrecartas del estuche y abrió el sobre resueltamente.

— ¡Vaya! No sabía yo que Stenström se dedicaba a la fotografía.

Hojeó el montón de fotografías y después las extendió delante de sí.

— Y tampoco hubiera pensado que le interesaran estas cosas.

— Es su novia —dijo Martin Beck apagadamente.

— Sí, desde luego, pero nunca hubiera pensado que el chico tuviera unas inclinaciones tan sofisticadas.

Martin Beck repasó las fotografías movido por su sentido del deber, pero con el sentimiento de incomodidad que experimentaba siempre que se veía más o menos obligado a inmiscuirse en la vida privada de otras personas. Se trataba de una reacción espontánea e innata, que ni siquiera veintitrés años de trabajo en el cuerpo habían conseguido dominar.

Kollberg, en cambio, no sentía escrúpulos semejantes. Además, era un hombre con un fuerte instinto sensual.

— Pero si es muy guapa, joder —dijo con aprobación y gran énfasis.

Luego siguió estudiando las imágenes.

— Y también sabe hacer el pino. Nunca hubiera imaginado que fuera así de guapa.

— Pero si ya la has visto antes.

— Sí, pero vestida. Esto no tiene nada que ver.

Kollberg tenía razón, pero Martin Beck prefirió no hacer más comentarios al respecto. Se limitó a decir:

— Pues mañana vas a volver a verla.

— Sí —replicó Kollberg en un tono sombrío—. No va a ser divertido.

Recogió las fotografías y volvió a meterlas en el sobre. Luego dijo:

— A lo mejor deberíamos marcharnos a casa ya. Si quieres, te acerco.

Apagaron la luz y salieron. Ya en el coche, Martin Beck dijo:

— Por cierto, ¿cómo contactaron contigo ayer por la noche, para decirte que fueras a Norra Stationsgatan? Cuando llamé, Gun no sabía dónde estabas, pero te presentaste en el lugar bastante antes que yo.

— Fue de pura casualidad. Cuando nos separamos, me puse a caminar en dirección al centro. En el puente de Skanstull me crucé con dos tipos en un coche radiopatrulla que me reconocieron. Acababan de recibir la alerta por radio y me llevaron hasta allí directamente. Fui uno de los primeros en llegar.

Permanecieron sentados en silencio un largo rato. Luego, Kollberg dijo pensativamente:

— ¿Qué te parece? ¿Para qué querría esas fotos?

— Para mirarlas —respondió Martin Beck.

— Sí, claro, pero…

CAPÍTULO XIII

La mañana del jueves, antes de salir de casa, Martin Beck llamó a Kollberg. La conversación fue breve:

— Aquí Kollberg.

— Hola. Soy Martin. Salgo ahora.

— Vale.

Cuando el convoy entró en la estación de metro de Skärmarbrink, Kollberg estaba ya esperándole en el andén. Solían subir siempre en el último vagón, y así a menudo viajaban juntos hasta el centro, incluso sin quedar previamente.

Se apearon en Medborgarplatsen y salieron a Folkungagatan. Eran las nueve y veinte de la mañana y la desvaída luz solar se iba filtrando por entre la capa de nubes. Alzaron los cuellos de sus abrigos para protegerse del gélido viento y echaron a caminar por Folkungagatan en dirección este.

Al doblar la esquina de Östgötagatan, Kollberg dijo:

— ¿Sabes algo del tipo del hospital, el Schwerin ese?

— Sí. Llamé al Hospital Karolinska ayer. Ha salido vivo del quirófano. Pero sigue inconsciente y hasta que despierte los médicos no pueden decir nada sobre su evolución.

— ¿Entonces, despertará?

Martin Beck se encogió de hombros.

— No se sabe. Esperemos que sí.

— Me pregunto cuánto tiempo van a tardar los periódicos en dar con él.

— En el Karolinska han prometido guardar el secreto.

— Sí —dijo Kollberg—, pero ya sabes cómo son los periodistas. Igual que sanguijuelas.

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