Read El policía que ríe Online

Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (7 page)

— ¡Así que subisteis los dos arriba! ¡Cómo coño se puede ser tan gilipollas!

— Cada cual subió desde su posición —replicó Kvant en tono defensivo—. Yo subí por detrás y Kalle tomó la escalera de delante.

— Así que, de haber habido alguien arriba, no hubiera podido escapar —precisó Kristiansson.

— ¡Pero es que arriba no había nadie, joder! ¡Y lo único que habéis conseguido ha sido echar a perder hasta la última huella que había en el puto autobús! ¡Y eso, por no hablar del exterior! ¿Y por qué estuvisteis dando vueltas entre los cadáveres? ¿Para llenar todavía más de sangre aquello?

— Para ver si alguno seguía todavía vivo —explicó Kristiansson.

Empalideció y tragó saliva.

— No te pongas a vomitar, Kalle —le reprendió Kvant.

La puerta se abrió y entró Martin Beck. Kristiansson se levantó inmediatamente. Pasado un momento, Kvant siguió su ejemplo.

Martin Beck los saludó a ambos con un movimiento de cabeza y luego miró inquisitivo a Gunvald Larsson.

— ¿Eras tú el que daba voces? Tampoco sirve de mucho ponerse a gritar a los chicos.

— ¡Cómo que no! Tiene un sentido.

— ¿Un sentido?

— Exacto. Estos dos idiotas…

Se interrumpió y trató de elegir mejor su vocabulario.

— Estos dos colegas son los únicos testigos que tenemos. Ahora, escuchadme los dos. ¿A qué hora llegasteis al lugar de los hechos?

— A las once y trece —respondió Kvant— Exactamente. Miré la hora en mi cronógrafo.

— Y yo estaba sentado exactamente en el mismo lugar en que me encuentro ahora —dijo Gunvald Larsson—. Recibí el aviso a las once y dieciocho. Si manejamos unos márgenes amplios y suponemos que os llevó medio minuto manejar la radio, y que luego la central tardó quince segundos en contactar conmigo, ¡quedan todavía cuatro minutos largos! ¿Qué hicisteis durante todo ese tiempo?

— Bueno, pues… —empezó Kvant.

— Corretear de acá para allá como ratas envenenadas, pisoteando sangre y restos de masa encefálica, removiendo los cuerpos y no sé qué más. ¡Durante cuatro minutos!

— La verdad es que no veo qué sentido tiene esto… —empezó a decir Martin Beck pero Gunvald Larsson le interrumpió inmediatamente.

— Sí, espera un poco. Pasemos por alto que estos mendas emplearon cuatro minutos en dejar arrasado el lugar del crimen. En cualquier caso, llegaron allí a las once y trece. Y no se acercaron allí por propia iniciativa, sino que fueron alertados por el hombre que primero descubrió el autobús. ¿No es así?

— Sí —replicó Kvant.

— El tío del perro —añadió Kristiansson.

— Exacto. Los llamó una persona cuyo nombre ni siquiera se preocuparon de averiguar y que nosotros tal vez no hubiéramos podido identificar, de no haber tenido él la amabilidad de presentarse aquí hoy. ¿Cuándo visteis por primera vez al hombre del perro?

— Bueno, pues… —dijo Kvant.

— Aproximadamente dos minutos antes de llegar al autobús —contestó Kristiansson con la mirada puesta en sus botas.

— ¡Exacto! Porque estos tipos, según la declaración del hombre, dejaron escapar como mínimo un minuto sentaditos en el coche, echándole la bronca a él. Sobre perros y demás. ¿Me equivoco?

— No —murmuró Kristiansson.

— O sea, cuando recibisteis el aviso pasaban aproximadamente diez u once minutos de las once. ¿A qué distancia del autobús se encontraba el hombre cuando os llamó?

— A unos trescientos metros —dijo Kvant.

— Correcto. Correcto —dijo Gunvald Larsson—. Y considerando que el hombre tiene setenta años y que además tiraba de un chucho enfermo…

— ¿Enfermo? —preguntó Kvant sorprendido.

— Sí, eso es —continuó Gunvald Larsson—. El jodido perro salchicha tiene una hernia discal y casi no puede mover las patas traseras.

— Por fin creo que empiezo a entender lo que quieres decir —intervino Martin Beck.

— ¿Sí? Hoy he hecho que el viejo corriera todo el tramo, para probar.

Con el perro y toda la hostia. Lo hizo tres veces, pero luego el perro ya no podía más.

— Eso es maltrato a los animales —protestó Kvant indignado.

Martin Beck le dirigió una mirada de asombro e interés.

— Y en ningún caso ha sido posible conseguir que la comitiva bajase de los tres minutos. Esto quiere decir que el hombre tuvo que ver el autobús, ya parado, como muy tarde, a las once y siete minutos. Y sabemos con toda certeza que la masacre tuvo lugar entre tres y cuatro minutos antes.

— ¿Y cómo sabemos eso? —preguntaron a la vez Kristiansson y Kvant.

— No es asunto vuestro —replicó Gunvald Larsson.

— Por el reloj del subinspector primero Stenström —aclaró Martin Beck—. Una de las balas le atravesó el pecho y fue a alojarse en su muñeca derecha. Arrancó la rueda de su reloj de pulsera, un Omega Speedmaster, y esto, según los expertos, hizo que el reloj se detuviera en el acto. Quedó parado a las 23 horas 3 minutos y 37 segundos.

Gunvald Larsson le dirigió una mirada de desaprobación.

— Quienes conocíamos al subinspector primero Stenström sabemos que era muy puntilloso en lo referente a la hora —siguió Martin Beck apenado—. Era de esas personas a las que los relojeros suelen llamar «cazasegundos». En otras palabras, su reloj marcaba siempre la hora exacta. Continúa, Gunvald.

— El tío del perro caminaba por Norrbackagatan procedente de Karlsbergvägen. De hecho, el autobús le sobrepasó justo en la cabecera de la calle. Él tardó unos cinco minutos en recorrer Norrbackagatan. El autobús empleó aproximadamente cuarenta y cinco segundos en hacer el mismo trayecto. No se cruzó con nadie en el camino. Cuando llegó a la esquina, pudo ver el autobús detenido al otro lado de la calle.

— Ya, ¿y qué? —preguntó Kvant.

— Cállate la boca —le espetó Gunvald Larsson.

Kvant hizo un gesto brusco y a punto estuvo de decir algo, pero echó una mirada a Martin Beck y se contuvo.

— El hombre no vio que las ventanas estaban rotas, cosa que, dicho entre paréntesis, tampoco advirtieron estos dos fenómenos aquí presentes, cuando finalmente consiguieron arrastrar el culo hasta el lugar de los hechos. Por el contrario, sí notó que la puerta delantera estaba abierta. Pensó que se trataba de un accidente de tráfico y se apresuró a buscar ayuda. Calculó, muy sabiamente, que tardaría menos en llegar hasta la parada final de la línea que en volver a subir Norrbackagatan, así que tomó Norra Sationsgatan en dirección suroeste.

— ¿Por qué? —preguntó Martin Beck.

— Porque pensaba que en la parada final de trayecto habría otro autobús. Pero no fue así, y en vez de ello tuvo la desgracia de encontrarse con un coche de policía.

Los ojos de color azul porcelana de Gunvald Larsson lanzaron una mirada devastadora sobre Kristiansson y Kvant.

— Un coche patrulla de Solna que venía arrastrándose desde su distrito, como una babosa que aparece cuando uno levanta una piedra. A ver, ¿cuánto tiempo os tirasteis sentados al volante y con el motor en punto muerto, parados junto al límite de la ciudad?

— Tres minutos —respondió Kvant.

— Más bien cuatro o cinco —corrigió Kristiansson.

Kvant le dirigió una mirada desafecta.

— ¿Y visteis a alguien en aquella dirección?

— No —repuso Kristiansson—. Al primero que vimos fue al hombre del perro.

— Lo cual prueba, en todo caso, que el criminal no puede haber escapado en dirección suroeste, a lo largo de Norra Sationsgatan, ni hacia el sur, por Norrbackagatan. Y si aceptamos que tampoco huyó cruzando a través de los terrenos del ferrocarril, sólo queda una posibilidad: que escapara por Norra Stationsgatan en dirección opuesta.

— ¿Y cómo sabe…mos que no tiró por los terrenos del ferrocarril? —preguntó Kristiansson.

— Porque se trata del único punto en que vosotros no lo pisoteasteis todo. ¡Se os olvidó cruzar la verja y poner perdido también aquello!

— De acuerdo, Gunvald, has llegado a donde querías —dijo Martin Beck—. Pero, como de costumbre, has tardado demasiado tiempo en venir al grano.

La respuesta de Martin Beck animó a Kristiansson y a Kvant a intercambiar una mirada de alivio y connivencia. Pero Gunvald Larsson añadió inmediatamente:

— Si en vuestras tristes cabezas hubiera quedado algún asomo de lucidez os habríais puesto al volante a perseguir al criminal, alcanzarle y detenerle.

— O nos hubiera matado también a nosotros —comentó Kristiansson con pesimismo.

— Cuando haya que ir a coger a ese tío, os juro que os llevaré a vosotros dos delante —puntualizó Gunvald Larsson encolerizado.

Kvant miró de refilón el reloj de pared y dijo:

— ¿Nos podemos ir ya? Es que mi mujer…

— Sí —le espetó Gunvald Larsson—. Iros a la mierda.

Esquivando la mirada de reproche que le dirigía Martin Beck, exclamó:

— ¿Por qué no usaron la cabeza?

— Algunas personas necesitan más tiempo que otras para razonar —repuso Martin Beck amigablemente—. Y esto no sólo vale para los detectives.

CAPÍTULO XI

— Pues ahora nos toca razonar a nosotros —dijo Gunvald Larsson en tono enérgico, cerrando la puerta de un golpe—. Hay reunión con Hammar a las tres en punto. Dentro de diez minutos.

Martin Beck, que estaba sentado con el teléfono pegado a la oreja, le dirigió una mirada irritada y Kollberg, levantando la vista de sus papeles, murmuró en tono sombrío:

— Como si no lo supiéramos. Pero prueba a razonar con el estómago vacío, ya verás qué fácil es…

Verse obligado a saltarse una comida era una de las pocas cosas que podían poner a Kollberg de mal humor. A estas alturas se había saltado por lo menos tres comidas y se sentía, en consecuencia, extremadamente melancólico. Además, sospechaba que el rostro satisfecho de Gunvald Larsson se debía a que había salido a comer fuera, pensamiento que no venía precisamente a mejorar su estado de ánimo.

— ¿A dónde has ido? —preguntó con suspicacia.

Gunvald Larsson no respondió. Mientras se acercaba a su mesa y tomaba asiento, Kollberg lo siguió con la mirada.

Martin Beck colgó el teléfono.

— ¿A qué vienen esas voces? —preguntó.

Luego se levantó, tomó sus notas y se acercó a Kollberg.

— Era del laboratorio —dijo—. Han contado sesenta y ocho casquillos de bala.

— ¿De qué calibre? —preguntó Kollberg.

— Lo que creíamos, nueve milímetros. Nada impide pensar que sesenta y siete de ellos provengan de la misma arma.

— ¿Y el sesenta y ocho?

— Un Walther 7.65.

— El disparo que el tal Kristiansson lanzó al techo —constató Kollberg. —Exacto.

— Así que, con toda probabilidad, se trata de un único loco —dijo Gunvald Larsson.

— Así es —asintió Martin Beck.

Luego se acercó al croquis y dibujó una cruz bajo la puerta central más amplia.

— Sí —dijo Kollberg—. Tiene que haber estado ahí.

— Lo cual explicaría…

— ¿Qué? —interrumpió Gunvald Larsson.

Martin Beck no respondió.

— ¿Qué ibas a decir? —le preguntó Kollberg—. ¿Qué es lo que explicaría?

— Por qué Stenström no tuvo tiempo de disparar —respondió Martin Beck.

Los otros lo miraron inquisitivamente. —¡Bah! —exclamó Gunvald Larsson.

— Vale, vale, tenéis razón —dijo Martin Beck meditabundo, acariciándose el puente de la nariz con los dedos pulgar e índice de la mano derecha.

Hammar abrió la puerta de golpe y entró en la habitación seguido por Ek y un hombre de la fiscalía.

— ¡Reconstrucción! —anunció bruscamente—. Cortad todas las llamadas telefónicas. ¿Estáis listos?

Martin Beck lo miró apesadumbrado. Precisamente así solía hacer su entrada Stenström, dejándose caer por sorpresa y sin llamar a la puerta. Casi siempre. Era algo que a él le irritaba muchísimo.

— ¿Qué es eso? —preguntó Gunvald Larsson—, ¿los periódicos vespertinos?

— Sí —respondió Hammar—. Muy confortantes.

Levantó los periódicos mirándolos con inquina. Los titulares eran grandes y negros, pero el contenido aclaraba poco.

— Cito literalmente —dijo Hammar—: «Se trata del crimen del siglo», afirma el curtido detective Gunvald Larsson de la policía criminal de Estocolmo, y añade: «Ha sido el espectáculo más terrible que he visto en toda mi vida». Dos signos de exclamación.

Gunvald Larsson se reclinó en su silla y frunció las cejas en señal de descontento.

— Estás en buena compañía —le dijo Hammar—. También se recoge una declaración del ministro de Justicia: «Hay que poner fin a esta marea de anarquía y mentalidad criminal. La policía está dedicando todos sus recursos materiales y humanos a atrapar al malhechor cuanto antes».

Miró a su alrededor y dijo:

— ¡Pues estos son los recursos!

Martin Beck se sonó la nariz.

— En estos momentos ya participan directamente en la investigación un centenar de los mejores expertos de la policía criminal del país —continuó Hammar señalando uno de los periódicos—. Se trata del mayor despliegue realizado en la historia criminal de Suecia.

Kollberg suspiró y se rascó la cabeza.

— Políticos —murmuró Hammar para sí.

Tiró los periódicos sobre la mesa y dijo:

— ¿Dónde está Melander?

— Hablando con los psicólogos —respondió Kollberg.

— ¿Y Rönn?

— En el hospital.

— ¿Hay novedades de allí?

Martin Beck negó con la cabeza.

— Siguen en el quirófano.

— Bueno —dijo Hammar—. La reconstrucción.

Kollberg revolvió entre sus papeles.

— El autobús salió de Bellmansro aproximadamente a las diez de la noche —dijo.

— ¿Aproximadamente?

— Sí, hubo un desplazamiento de horario, debido al tumulto de Strandvägen. Los autobuses quedaron atrapados en los embotellamientos y en los acordonamientos policiales y, como los retrasos eran ya grandes, los conductores recibieron la orden de olvidarse del horario y dar la vuelta directamente al llegar al final del trayecto.

— ¿Por radio?

— Sí. Los conductores de la línea 47 recibieron dicha orden poco después de las nueve de la noche, por la longitud de onda de la propia empresa municipal de transportes.

— Sigue.

— Es de suponer que hay personas que viajaron en este autobús en algún tramo concreto. Pero hasta el momento no hemos logrado contactar con ningún testigo.

— Ya aparecerán —dijo Hammar.

Other books

A Much Compromised Lady by Shannon Donnelly
The Sky Over Lima by Juan Gómez Bárcena
Death By Chick Lit by Lynn Harris
The Killing Club by Paul Finch
Legionary by Gordon Doherty
El poder del ahora by Eckhart Tolle
Tiffany Street by Jerome Weidman


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024