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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (10 page)

Siguieron caminando por Tjärhovsgatan hasta el número dieciocho, TORELL, podía leerse en la lista de vecinos colocada en el portal. Pero dos pisos más arriba, en la puerta de la vivienda, había una tarjeta blanca con el nombre ÅKE STENSTRÖM escrito con letra de imprenta en tinta negra.

La muchacha que les abrió era menuda. En una apreciación rutinaria, Martin Beck le echó un metro sesenta de estatura.

— Pasen y dejen ahí sus cosas —dijo cerrando la puerta tras de sí.

Hablaba en voz baja y con algo de ronquera.

Åsa Torell llevaba unos pantalones negros y ajustados, y un jersey de cuello alto de punto grueso, color azul centaura. En los pies tenía calcetines gruesos de lana, de color gris, que le venían varias tallas grandes y posiblemente habrían pertenecido a Stenström. Tenía ojos castaños y pelo oscuro, muy corto. Su rostro era anguloso y no podía calificarse ni como bonito ni como bello, más bien gracioso y picante. Era de complexión delgada, con hombros y caderas estrechas y poco pecho.

Permaneció callada aguardando, mientras Martin Beck y Kollberg colocaban sus sombreros junto a la vieja gorra de Stenström y se desprendían de sus abrigos. Luego, los condujo hasta el interior del apartamento.

El salón, con sus dos ventanas exteriores, resultaba cálido y acogedor. En una de las paredes había una enorme librería, con laterales tallados y frontones del mismo estilo. Quitando este mueble y un sillón de orejas tapizado de cuero, el mobiliario parecía bastante nuevo. El suelo estaba cubierto casi en su totalidad por una gruesa alfombra de nudos de color rojo brillante y las finas cortinas de lana tenían exactamente el mismo matiz de rojo.

El salón era irregular y, al fondo, un corto pasillo conducía a la cocina. Una puerta abierta del corredor permitía vislumbrar la otra habitación del apartamento. La cocina y el dormitorio daban al jardín.

Åsa Torell se sentó en el sillón de piel y pasó los pies por debajo. Señaló dos sillas safari, y Martin Beck y Kollberg tomaron asiento. El cenicero de la mesita baja situada entre ellos y la mujer estaba lleno a rebosar de colillas.

— Espero que comprenda que no nos agrada molestarla —dijo Martin Beck—, pero era necesario que hablásemos con usted lo antes posible.

Åsa Torell no respondió inmediatamente. Cogió el cigarro que yacía encendido en el cenicero y le dio una larga calada. Su mano temblaba ligeramente y tenía sombras oscuras bajo los ojos.

— Claro —dijo—. Lo comprendo. Está bien que hayan venido. He estado sentada en este sillón desde… sí, desde que supe… He estado aquí sentada, intentando comprender… intentando asumir que es cierto que…

— Señorita Torell —dijo Kollberg—. ¿No tiene usted a nadie que pueda venir a quedarse con usted?

Negó con la cabeza.

— No. Y tampoco quiero que venga nadie.

— ¿Y sus padres?

Volvió a negar con la cabeza.

— Mi madre murió el año pasado. Mi padre, hace ya veinte.

Martin Beck se inclinó hacia delante y la miró inquisitivamente.

— ¿Ha podido dormir algo? —preguntó.

— No sé. Los que estuvieron aquí… ayer… me dieron un par de pastillas, para que durmiera un rato. Pero tampoco tiene mucha importancia. Me las arreglo.

Aplastó el cigarrillo contra el cenicero y bajando la mirada murmuró:

— Todo lo que debo hacer es acostumbrarme a la idea de que está muerto. Me llevará tiempo, sin duda.

Ni Martin Beck ni Kollberg supieron qué decir. Martin Beck advirtió de repente que el aire estaba viciado y cargado de humo de tabaco. Un silencio opresivo se apoderó del salón. Finalmente, Kollberg carraspeó y dijo en tono sepulcral:

— Señorita Torell, ¿le importaría que le hiciéramos algunas preguntas sobre Stenstr… sobre Åke?

Åsa Torell levantó los ojos lentamente. De repente, sus ojos se iluminaron y sonrió:

— ¿No pensaréis en serio que os voy a llamar «señor comisario» y «señor subinspector primero». Haced el favor de llamarme Åsa, porque yo pienso tutearos. En cierto sentido, os conozco ya bastante bien.

Los miró con ojos burlones y añadió:

— A través de Åke. La verdad es que él y yo pasábamos bastante tiempo juntos, sabéis. Vivimos aquí desde hace varios años.

«Señores empresarios de pompas fúnebres Kollberg and Beck animaos». Pensó Martin Beck. La chica está bien.

— Nosotros también hemos oído hablar de ti —dijo Kollberg en un tono más distendido.

Åsa se levantó y abrió una ventana. Luego cogió el cenicero y se lo llevó a la cocina. La sonrisa había desaparecido, sustituida por un gesto firme en torno a la boca. Volvió con otro cenicero y se sentó de nuevo en el sillón.

— ¿Queréis hacer el favor de contarme cómo sucedió? —dijo—. ¿Qué es lo que pasó realmente? Ayer no me enteré de mucho y, desde luego, no pienso leer los periódicos.

Martin Beck encendió un Florida.

— De acuerdo —dijo.

Mientras Martin Beck narraba los hechos, ella permaneció absolutamente tranquila sin dejar de mirarlo.

Le hizo un relato de lo sucedido siguiendo la reconstrucción de los hechos, pero omitiendo ciertos detalles. Cuando terminó, Åsa preguntó:

— ¿A dónde iba Åke? ¿Por qué viajaba en ese autobús?

Kollberg miró a Martin Beck y luego dijo:

— Esto es precisamente lo que esperábamos que tú nos pudieses aclarar.

Åsa Torell negó con la cabeza.

— No tengo ni la menor idea.

— ¿Y sabes qué estuvo haciendo antes, ese día? —preguntó Martin Beck.

Ella lo miró desconcertada.

— ¿Es que no lo sabéis vosotros? Pero si estuvo trabajando todo el día. Deberíais saber lo que hacía, ¿no?

Martin Beck vaciló un momento, luego dijo:

— La última vez que lo vi con vida fue el viernes. Subió un rato a verme por la mañana.

Ella se levantó y dio unos pasos por la habitación. Luego se volvió:

— Pero si estuvo trabajando tanto el sábado como el lunes. El lunes por la mañana salimos de casa juntos. ¿Tú tampoco viste a Åke el lunes?

Fijó la mirada en Kollberg, que negaba con la cabeza y reflexionaba:

— ¿Te dijo si iba a Västberga? —preguntó Kollberg—, ¿o a Kungholmsgatan?

Åsa meditó un momento.

— No, no dijo nada —respondió—. Eso tal vez lo explica todo. Debió de estar en la calle, ocupado en algo.

— ¿Has dicho que también trabajó el sábado? —preguntó Martin Beck.

Ella asintió.

— Sí, pero no todo el día. Salimos juntos por la mañana. Yo terminé a la una y volví a casa directamente desde el trabajo. Poco después apareció Åke. Había hecho la compra. El domingo libró y pasamos juntos todo el día.

Volvió y se sentó en el sillón, estiró las piernas, enlazó los dedos sujetando las rodillas subidas al sillón y se mordió el labio inferior.

— ¿Y no te contó qué se traía entre manos? —preguntó Kollberg.

Åsa negó con la cabeza.

— ¿No solía hablar de su trabajo? —intervino Martin Beck.

— Sí, sí que lo hacía. Nos lo contábamos todo. Pero últimamente no. De este último trabajo no decía nada. Me pareció raro que no hablase conmigo de ello, porque siempre me solía comentar los diferentes casos, especialmente cuando se trataba de un asunto latoso y difícil. Pero quizá no pudo…

Se interrumpió y elevó la voz:

— ¿Pero por qué me lo preguntáis a mí? Vosotros erais sus superiores. Si lo que queréis es saber si me contó algún secreto policial, os puedo asegurar que no. Las tres últimas semanas no dijo ni pío sobre su trabajo.

— Quizá no había nada que contar —dijo Kollberg para tranquilizarla—. En estas tres últimas semanas no ha sucedido prácticamente nada y la verdad es que no hemos tenido mucho que hacer.

Åsa Torell se le quedó mirando.

— ¿Pero qué dices? Åke, por lo menos, tenía mucho que hacer. Últimamente ha estado trabajando día y noche.

CAPÍTULO XIV

Rönn miró el reloj y bostezó.

Después echó un vistazo a la camilla y al individuo que yacía en ella, vendado de forma indescriptible. Luego contempló los complejos aparatos requeridos, al parecer, para mantener al herido con vida, y la engreída enfermera de mediana edad encargada de controlar que todo funcionase correctamente. En ese mismo momento procedía a cambiar una de las botellas de goteo. Sus movimientos eran rápidos y precisos, y el modo en que ejecutaba las diferentes operaciones evidenciaba una experiencia de muchos años y una admirable economía de movimientos corporales.

Rönn suspiró y volvió a bostezar detrás de su protector bucal.

La enfermera lo advirtió de inmediato y le dirigió una rápida mirada de desaprobación.

Llevaba ya demasiadas horas en esta aséptica sala de aislamiento, con su fría luz y sus blancos muros desnudos, o deambulando de un lado para otro en los corredores fuera del quirófano.

Además, la mayor parte del tiempo había estado en compañía de un individuo llamado Ullholm, al que nunca había visto antes, pero que resultó ser un subinspector primero de policía en traje de paisano.

Rönn no era uno de los grandes talentos del mundo contemporáneo y tampoco tenía pretensiones de ser especialmente lúcido. Se declaraba satisfecho consigo mismo y con la existencia en general y pensaba que la mayor parte de las cosas estaban bien como estaban. Eran precisamente estas cualidades las que hacían de él un policía aprovechable, por no decir hábil. Enfocaba los asuntos desde un punto de vista simple y directo, sin la más mínima propensión a generar problemas y dificultades que no existían.

La mayor parte de la gente le caía bien y él caía bien a la mayor parte de la gente.

Pero incluso para una persona tan poco complicada como Rönn, el tal Ullholm resultaba un prodigio de pesadez y estupidez reaccionaria.

Ullholm se mostraba descontento con todo, comenzando por el lugar que ocupaba en la escala salarial —bastante bajo, según era de esperar— y terminando por el director general de la policía, que según él carecía de mano dura.

Le indignaba el hecho de que los niños ya no aprendieran modales en la escuela y el relajamiento de la disciplina dentro de los cuerpos de seguridad del estado.

Se cebaba con especial intensidad en tres categorías de ciudadanos, que para Rönn no habían sido nunca motivo de preocupación ni de reflexión: los extranjeros, los jóvenes y los socialistas.

Ullholm pensaba que era un escándalo que los policías de uniforme pudiesen dejarse barba. «Todo lo más, bigote —decía—. Pero incluso esto resulta sumamente discutible. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?».

Ullholm consideraba que no había existido un verdadero orden social desde los años treinta.

El fuerte incremento de la criminalidad y el salvajismo se debían, según él, a que la policía carecía de una formación militar adecuada y había dejado de llevar sable.

El cambio de la circulación a la derecha debía considerarse un error clamoroso, que venía a complicar extremadamente las cosas en una sociedad ya de por sí indisciplinada y postrada moralmente.

— Además, provoca un aumento de la promiscuidad. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?

— ¿Qué? —decía Rönn.

— La promiscuidad. Todos esos lugares para girar y aparcar en las vías de circulación. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?

Se trataba de un individuo que sabía la mayor parte de las cosas y se mostraba entendido en todo. Sólo una vez se vio obligado a pedir aclaraciones a Rönn. Todo comenzó cuando dijo:

— Contemplando tanta relajación, le entran a uno ganas de regresar a la naturaleza. Yo me iría a las montañas del norte, si no fuera porque toda Laponia está llena de lapones. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?

— Sí, claro, estoy casado con una sami —replicó Rönn.

Ullholm lo miró con una peculiar mezcla de repulsión y curiosidad, bajó el tono de voz y dijo:

— Me parece extremadamente peculiar e interesante. ¿Es cierto eso de que las mujeres laponas lo tienen de través?

— No —contestó Rönn fatigado—. No es verdad. Es sólo una superstición muy extendida.

Rönn se preguntaba cómo es que un individuo así no llevaba ya tiempo destinado en el departamento de objetos perdidos. Ullholm hablaba prácticamente sin interrupción, cerrando cada una de sus intervenciones con las palabras: «supongo que sabes a lo que me refiero, ¿no?».

Pero Rönn sólo sabía dos cosas.

Primero: lo que realmente había sucedido en el centro de operaciones cuando él mismo planteó la inocente pregunta:

— Bueno, ¿y quién está vigilando en el hospital?

Kollberg estaba hojeando sus papeles con indiferencia y respondió:

— Un tal Ullholm.

Al parecer, el único que reconoció el nombre fue Gunvald Larsson, quien al instante exclamó:

— ¿Cómo? ¿Quién?

— Ullholm —repitió Kollberg.

— ¡No puede ser! ¡Tenemos que enviar a alguien para vigilarlo! Alguien que esté más o menos en sus cabales.

Al final, esa persona más o menos en sus cabales resultó ser Rönn. Con la misma inocencia había preguntado:

— ¿Queréis que lo releve?

— ¿Relevarlo? ¡No, eso es imposible! Si lo relevamos se sentirá menospreciado y escribirá cientos de instancias. Denunciará a la Dirección General de Policía ante el Defensor del Pueblo. Llamará al ministro.

Y cuando Rönn ya se iba, Gunvald Larsson le dio una última instrucción.

— ¡Einar!

— Sí.

— No permitas que le dirija ni una sola palabra al testigo. ¡No antes de ver el certificado de defunción!

Segundo: de la manera que fuera, se hacía necesario poner diques a tanta verborrea. Al final, ideó una solución teórica que trasladada a la práctica se concretó como sigue. Ullholm dio fin a un largo parlamento diciendo:

— Resulta absolutamente obvio que yo, como individuo particular y persona de derechas, ciudadano de un estado libre y democrático, no voy a hacer la más mínima acepción de personas en función de cosas como el color de la piel, la raza o la ideología. Pero imagínate qué pasaría en un cuerpo de policía lleno de judíos y comunistas. Supongo que sabes a lo que me refiero, ¿no?

Ante lo cual, Rönn carraspeó modestamente detrás de su protector bucal y dijo:

— Sí, pero resulta que yo mismo soy socialista y…

— ¿¡Comunista!?

— Sí, justo.

Ullholm se abismó inmediatamente en un silencio sepulcral y se retiró hasta la ventana.

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