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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (3 page)

— ¿Me puedes prestar diez coronas?

Kvant asintió, sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y entregó el billete a su colega, sin tan siquiera dignarse a mirarlo. Al mismo tiempo, tomó una rápida decisión. Cruzando el límite urbano y siguiendo unos quinientos metros en dirección noreste por Norra Stationsgalan, tardarían como mucho dos minutos en volver a abandonar el término municipal de Estocolmo. Luego podía coger Eugeniavägen, cruzar el recinto del hospital y continuar por Hagaparken y el cementerio del norte para, finalmente, llegar a la comisaría. Para entonces, el turno habría terminado, y las posibilidades de encontrar algo por el camino deberían de ser mínimas.

El coche se metió en el término municipal de Estocolmo y torció a la izquierda, entrando en Norra Stationsgatan.

Kristiansson se guardó el billete de diez coronas y bostezó. Luego contempló con ojos entornados la lluvia torrencial y dijo:

— Por allí corriendo viene un tipo, arriba, allí.

Kristiansson y Kvant eran de Escania y su instinto para ordenar las palabras dentro de la frase dejaba bastante que desear.

— Un perro trae también —siguió Kristiansson— y nos está haciendo señas.

— No es mi problema —dijo Kvant.

El hombre del perro —un perro, por cierto, ridículamente canijo, que el individuo prácticamente arrastraba tras de sí a través de los charcos— invadió corriendo la calzada y se colocó delante del coche.

— ¡Joder! —exclamó Kvant y frenó en seco.

Bajó el cristal de la ventanilla y rugió:

— ¡Cómo se atreve usted a irrumpir de este modo en mitad de la calzada!

— Ahí… ahí detrás hay un autobús… —dijo el hombre casi sin aliento, señalando a lo largo de la calle.

— ¿Y qué? —le espetó Kvant de mala manera—. Además, ¿cómo puede tratar así al perro? ¡Pobre animal!

— Ha… ha ocurrido un accidente.

— Sí, sí, ahora vamos a ver qué pasa —respondió Kvant con impaciencia—. Quítese de en medio.

Hizo avanzar el coche despacio.

— Y no vuelva a actuar de este modo —gritó por encima del hombro.

Kristiansson echó una mirada a través de la lluvia.

— Pues sí —dijo con resignación—, un autobús se ha salido de la calzada. Uno de esos de dos pisos.

— Tiene las luces encendidas —dijo Kvant— y la puerta delantera está abierta. Baja y mira a ver, Kalle.

Paró detrás del autobús, en diagonal. Kristiansson abrió la puerta del coche. En un gesto automático, se recompuso el cinturón y murmuró para sí:

()[]— Bueno, ¿y qué pasa aquí?

Al igual que Kvant, llevaba botas y una cazadora de cuero con botones brillantes, con pistola y porra de goma colgadas del cinturón.

Kvant se quedó sentado en el coche, mirando a Kristiansson, que avanzaba tranquilo hacia la puerta abierta del autobús. Lo vio alzar la mano al asidero y subir con desgana hasta la plataforma de acceso para echar un vistazo al interior. Pero, acto seguido, se estremeció y, agazapándose, llevó rápidamente la mano derecha a la funda de su pistola.

Kvant reaccionó al instante. En menos de un segundo, encendió la luz azul, el faro piloto y la luz anaranjada intermitente del coche patrulla. Kristiansson continuaba todavía agazapado junto al autobús cuando Kvant abrió de un tirón la puerta del coche y se precipitó al exterior, en medio de la tromba de agua. Ya había tenido tiempo de echar mano de su Walther calibre 7.65, de quitarle el seguro e incluso de echar un vistazo a su reloj.

Eran exactamente las 23 horas 13 minutos.

CAPÍTULO IV

El primer mando policial que se personó en el lugar de los hechos en Norra Stationsgatan fue Gunvald Larsson.

Había estado sentado en su escritorio de la Jefatura de Kungsholmen, hojeando un indigesto informe policial, con desgana manifiesta, y posiblemente por décima vez, preguntándose cuándo demonios se iría por fin a casa toda aquella gente.

«Toda aquella gente» incluía, entre otros, al director de la policía nacional y a un jefe local interino, así como a varios comisarios jefes y comisarios, que iban y venían por escaleras y pasillos, celebrando el feliz final de las manifestaciones. Gunvald Larsson se proponía desaparecer a escape, tan pronto como dichos señores tuviesen a bien poner fin a su jornada laboral y largarse a casa.

Sonó el teléfono. Refunfuñando, echó mano al aparato.

— Larsson al habla.

— Aquí unidad central. Un coche patrulla de Solna ha descubierto un autobús lleno de cadáveres en Norra Stationsgatan.

Gunvald Larsson echó una mirada al reloj eléctrico de pared, que marcaba exactamente las 23 horas y 18 minutos, y replicó:

— ¿Y cómo es posible que una patrulla de Solna haya encontrado un autobús lleno de cadáveres… en Estocolmo?

Gunvald Larsson era subinspector primero de la brigada antiviolencia de la policía criminal de Estocolmo. Tenía un carácter envarado y no era, precisamente, una de las personas más apreciadas dentro del cuerpo. Pero no era de los que pierden el tiempo, y fue quien primero se presentó en el lugar de los hechos.

Paró el coche en seco, se subió el cuello del abrigo y salió al aguacero. Vio un autobús rojo de dos pisos, cruzado sobre la acera, que con su parte delantera había impactado contra una alta valla de alambre, atravesándola parcialmente. Vio también un Plymouth negro, con chapas de protección blancas, en cuyas puertas podía leerse, escrita en grandes letras blancas, la palabra POLICÍA. Tenía encendidos los faros de emergencia, y en el cono de luz emitida por el faro piloto aparecían dos policías uniformados, pistola en mano. Ambos mostraban una palidez anormal. Uno de ellos había vomitado, y secaba atribulado su chaqueta de cuero con un pañuelo empapado.

— ¿Qué pasa aquí? —preguntó Gunvald Larsson.

— Eso… eso está lleno de muertos —dijo uno de los policías.

— Sí —asintió el otro—. Así es. Justo. Y de casquillos de bala.

— Y uno de ellos da signos de vida.

— Y hay un policía.

— ¿Un policía? —preguntó sorprendido Gunvald Larsson.

— Sí, de la policía criminal.

— Lo hemos reconocido. Trabaja en Västberga, en la brigada de homicidios.

— No sabemos su nombre. Lleva puesto un abrigo azul. Y está muerto.

Los patrulleros hablaban inseguros y en voz baja, interrumpiéndose mutuamente.

Desde luego, no se podía decir que fueran de baja estatura, pero al lado de Gunvald Larsson no causaban lo que se dice mucha impresión. Gunvald Larsson medía uno noventa y dos y pesaba noventa y nueve kilos. Tenía la anchura de hombros propia de un boxeador de peso pesado, y grandes manos velludas. Su pelo, peinado hacia atrás, estaba ya empapado de lluvia.

El aullido de muchas sirenas penetró el fragor de la lluvia. Parecían llegar desde todas partes. Gunvald Larsson prestó atención un momento, luego preguntó:

— ¿Es esto Solna?

— Justo en el límite municipal —respondió Kvant con astucia.

Gunvald Larsson clavó una inexpresiva mirada celeste a Kristiansson y Kvant. Luego avanzó hacia el autobús a grandes zancadas.

— Ahí dentro… parece un matadero —dijo Kristiansson.

Gunvald Larsson no tocó el autobús. Asomó la cabeza por la puerta abierta y echó un vistazo.

— Sí —constató sin perder la calma—. La verdad es que sí.

CAPÍTULO V

Martin Beck se detuvo a la entrada de su piso en Bagarmossen. Se quitó abrigo y sombrero y, tras sacudirles el agua, los colgó del perchero y cerró la puerta de la calle.

El recibidor estaba a oscuras, pero Martin Beck no se molestó en encender la luz. Por debajo de la puerta de la habitación de su hija se veía una fina raya iluminada y dentro sonaba la radio o el tocadiscos. Llamó y entró.

La muchacha se llamaba Ingrid y tenía dieciséis años. Ultimamente había madurado bastante y Martin Beck tenía cada vez mejor relación con ella. Era una chica tranquila, realista, bastante inteligente, y a Martin Beck le gustaba hablar con ella. Estaba en el último curso de la escuela obligatoria e iba bastante bien, pero sin pertenecer a esa categoría de estudiantes que en los tiempos de Martin Beck solían denominarse «empollones».

Ahora estaba tumbada de espaldas sobre la cama, leyendo. En la mesilla de noche sonaba el tocadiscos. No música pop, sino algo clásico, Beethoven, supuso.

— ¡Hola! —dijo—. ¿Aún estás despierta?

Se calló en seguida, paralizado por el total sinsentido de la pregunta y se paró a pensar por un momento en cuántas cosas insustanciales se habían dicho entre estas cuatro paredes en los últimos diez años.

Ingrid dejó a un lado el libro y paró el tocadiscos.

— Hola, papá, ¿qué has dicho?

Martin Beck negó con la cabeza.

— ¡Pero si tienes las perneras del pantalón caladas! ¿Tanto llueve ahí fuera?

— A cántaros. ¿Están ya dormidos mamá y Rolf?

— Creo que sí. Mamá mandó a la cama a Rolf nada más cenar. Dice que está resfriado.

Martin Beck se sentó en el borde de la cama.

— ¿Y no es verdad?

— A mí me ha parecido que tenía buena cara. Pero se fue a su cuarto sin rechistar. Supongo que quiere librarse de la escuela mañana.

— Bueno, tú por lo menos pareces aplicada. ¿Qué estás estudiando?

— Francés. Mañana tenemos examen. ¿Quieres preguntarme?

— No serviría de mucho. El francés nunca ha sido mi fuerte. Mejor, acuéstate.

Martin Beck se levantó, y la muchacha, obediente, se deslizó bajo el edredón y se acomodó. Él la abrigó y antes de cerrar la puerta tras de sí, la oyó susurrar:

— Mañana, cuando te acuerdes de mí, deséame suerte.

— Buenas noches.

Sin encender la luz, entró en la cocina y se quedó parado un momento junto a la ventana. Parecía que la lluvia había remitido algo, aunque quizá era sólo que la ventana estaba protegida del viento. Martin Beck se preguntó qué habría ocurrido en la manifestación delante de la Embajada americana, y si la prensa mañana calificaría la actuación policial de torpe e incompetente o, más bien, de brutal y desafiante. Sea como fuere, los juicios serían desfavorables. Martin Beck, guiado desde siempre por un espíritu de solidaridad corporativa, sólo para sus adentros reconocía que las críticas a menudo estaban justificadas, aunque carecían de matices y de comprensión. Pensó en algo que Ingrid le había contado una tarde, un par de semanas atrás. Muchos de sus compañeros de clase intervenían en política, tomaban parte en las manifestaciones y, en su mayoría, tenían un pésimo concepto de la policía. De pequeña, le dijo, podía alardear de que su padre era policía y estar orgullosa de ello, pero ahora prefería callárselo. No es que la muchacha se avergonzase de él, pero a menudo se veía envuelta en discusiones donde se esperaba de ella que respondiera por todo el cuerpo de policía. Absurdo, desde luego, pero así estaban las cosas.

Martin Beck entró en el salón. Se puso a escuchar junto a la puerta del dormitorio de su mujer y oyó sus ligeros ronquidos. Con cuidado, abrió el sofá cama, encendió la lámpara de pared y corrió la cortina. Acababa de comprar el sofá cama y abandonar el dormitorio común, pretextando que no quería molestar a su mujer cuando llegaba tarde por las noches. Ella protestó, recordando que a menudo se pasaba toda la noche trabajando y, en consecuencia, dormía durante el día, así que no quería tenerle tirado en medio del salón. Él prometió que en esas ocasiones le tendría tirado en medio del dormitorio, por donde ella no solía aparecer durante el día. Así pues, llevaba ya un mes durmiendo en el salón y se sentía a gusto.

Su mujer se llamaba Inga.

Con los años, su relación había ido empeorando y dejar de compartir cama supuso un alivio para Martin Beck. Este sentimiento a veces le daba remordimientos, pero tras diecisiete años de matrimonio la cosa no tenía ya mucho remedio, y hacía ya tiempo que había dejado incluso de plantearse quién tenía la culpa.

Martin Beck reprimió un acceso de tos, se quitó los pantalones mojados y los colgó sobre una silla junto a la calefacción. Se sentó en el borde del sofá y, mientras se quitaba los calcetines, le vino a la cabeza la idea de que quizá Kollberg salía a pasear de noche bajo la lluvia porque también su matrimonio comenzaba a caer en la rutina y en el tedio. ¿Tan pronto? Kollberg llevaba casado sólo año y medio.

Descartó la idea antes incluso de haberse quitado el primer calcetín. Lennart y Gun eran felices, no cabían dudas al respecto. Además, no era asunto suyo.

Se levantó, cruzó desnudo el cuarto hasta la librería y estuvo deliberando un rato antes de decidirse. Eligió un libro del viejo diplomático inglés Sir Eugen Millington-Drake que trataba del Graf Spee y de la batalla de La Plata. Lo había comprado hacía ya un año en una librería de viejo, pero todavía no había empezado a leerlo. Se metió en la cama, tosió con sentimiento de culpabilidad, abrió el libro y se dio cuenta de que no tenía los cigarrillos a mano. Una de las ventajas del sofá era que ahora podía fumar libremente.

Volvió a levantarse, sacó un húmedo y arrugado paquete de Florida del bolsillo del abrigo, extrajo los cigarrillos, los puso a secar en fila sobre el tablero de la mesita de noche, escogió el que mejor pinta tenía y lo encendió. Estaba ya con el cigarrillo entre los dientes y una pierna en la cama cuando sonó el teléfono.

El teléfono estaba en el hall. Seis meses atrás, había solicitado una segunda toma en el salón, pero dado el ritmo habitual de trabajo de la compañía telefónica, probablemente podría considerarse afortunado si la instalación se realizase en el plazo de otros seis meses.

Cruzó la habitación dando grandes y apresuradas zancadas y descolgó el auricular antes de que terminara el segundo timbrazo.

— Beck.

— ¿El comisario Beck?

No reconoció la voz.

— Sí, soy yo.

— Aquí centralita. Varios pasajeros han sido hallados muertos a tiros en un autobús de la línea 47, cerca de su final de trayecto, en Norra Stationsgatan. Se ruega acuda usted inmediatamente.

Lo primero que se le ocurrió fue que alguien le estaba gastando una broma de mal gusto, o que algún adversario intentaba engañarle para que saliera de noche en mitad de la lluvia, sólo por fastidiar.

— ¿Quién ha enviado el mensaje? —preguntó.

— Hansson, del quinto distrito. El comisario jefe Hammar está ya informado.

— ¿Cuántos muertos?

— Este dato no está todavía del todo confirmado. Como mínimo, seis.

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