No me quedé dormido hasta que empezó a amanecer. Y la noche fue tan larga que hubo un momento en que llegué a pensar que me había hecho viejísimo y que había crecido horrores. Porque, por una parte, recordaba las cosas como si todas ellas me hubieran pasado muchas veces y no fueran nunca a dejarme en paz, y, por otra, en cuanto me movía un poco se me salían los pies fuera de la cama y tuve que pasarme toda la noche encogido, acurrucado, sin darme cuenta de que me había puesto atravesado, con toda la ropa hecha un revoltijo. De manera que abría los ojos y miraba en medio de la oscuridad y no distinguía nada, pero no porque estuviera demasiado oscuro —que por el cierro entraba la claridad de la luna—, sino porque me empeñaba en ver lo que no podía ver, ya que no estaba mirando hacia donde yo creía que miraba. No distinguía el reflejo de la luna del armario, ni el hueco de la puerta del gabinete, que siempre estaba abierta, ni siquiera me daba cuenta de que por el cierro tenía que entrar un poco de luz y, si no lo veía, era porque estaba mirando hacia otra parte, acostado en la cama de cualquier forma. Empecé a sentirme mareado, como si de pronto todo en la habitación hubiera cambiado de sitio y por las puertas, ahora en lugares diferentes, pudiese entrar algún desconocido. De pronto se me ocurrió que las puertas y el cierro de aquel cuarto daban ahora a sitios que yo no conocía, carboneras o bodegas que quizás ya en la casa no recordaba nadie, pasadizos secretos que iban a dar a habitaciones abandonadas en las que podía esconderse cualquiera, patios tapiados desde hacía muchos años, pero con alguien que se hubiera quedado dentro y se alimentara sólo de los bichos que seguían colándose por las grietas de la pared, sobre todo ratas y salamanquesas, y otros lugares que se habían olvidado porque alguien alguna vez los había mandado cerrar para siempre, aunque seguían allí, en la casa. Eran lugares de los que ahora, al cambiar de sitio las puertas de la habitación de tío Ramón, podía salir cualquiera que hubiese estado allí escondido o prisionero. Las cuatro puertas y el cierro del dormitorio se habían movido y donde antes estaban ya sólo había pared, por eso no veía yo el resplandor de la luna ni distinguía el brillo del espejo ni escuchaba los pasos de tío Ricardo por la galería ni el parloterío destartalado de la bisabuela Carmen, que según decía la Mary había noches en las que hasta gritaba pidiendo auxilio, ni podía oír las voces roncas y vengativas de nuestros antepasados amontonados en el mirador, en aquellos retratos tan elegantes, pero con sus almas amarradas a la cancela del purgatorio mientras no se dijeran por ellos las misas que necesitaban. Oía pasos, sí, pero se me antojaban de alguien a quien se le hubiera olvidado andar y necesitara ayuda o quizás chupar sangre fresca para escaparse y recuperar los bríos y preparar la forma de vengarse de toda mi familia. Oía susurros, pero venían del techo, y a lo mejor alguna de las puertas se había puesto allí, encima de mí, y quizás un viejo esquelético y sucio, lleno de greñas, con los dientes podridos, con las manos como patas de una gallina gigante, se me abalanzaba de golpe y me mordía y me abría un agujero en el pecho para sacarme el corazón. Yo trataba de no moverme, de no respirar hasta sentir que me ahogaba, de mantener los ojos muy abiertos por si era capaz de distinguir si algo se movía, si algo brillaba, si alguna puerta, en algún lugar, empezaba a abrirse lentamente, y a lo mejor si aguantaba la respiración y no movía ni un músculo y ni siquiera tragaba saliva conseguía que, quienquiera que fuese el que entrara en el dormitorio, no se diera cuenta de que yo estaba allí y pasara de largo —porque de nada iba a servirme gritar, ni la abuela ni la Mary ni nadie iba a saber por dónde entrar para ayudarme, ya las puertas no estaban donde ellos creían—, pero lo único que no conseguía controlar era aquellos temblores del corazón, que parecía empeñado en descubrirme.
¿Por qué puerta entrará el desconocido? Eso era lo que preguntaba el capitán Valiente en aquel teatro zarrapastroso que ponían en la Plaza de la Pescadería, a principios de verano. Era un tenderete pintado de colorines y que aguantaba una semana como mucho. Luego se iban a otro pueblo y a Antonia le duraba el disgusto por lo menos dos días. Porque Antonia estaba por los huesos del capitán Valiente, las cosas como son —yo le decía que iba a chivarme al marinerito de San Fernando—, y se las arreglaba para llevarnos todas las tardes, durante aquella semana, a ver la obra, y todo el mundo se la sabía ya de memoria porque todos los años era la misma. Nosotros la vimos tres años seguidos —Antonia nos llevaba a Manolín y a mí, porque Diego era muy chico para ir al teatro— y si, alguna vez, el capitán Valiente se equivocaba el público le corregía a grito pelado. El escenario era sólo una tarima y había un telón con tres puertas, y el escenario era primero un castillo y después una cárcel sin que cambiara nada, pero el capitán Valiente lo hacía tan requetebién, según Antonia, que te lo creías todo. Al final de la función, con el capitán prisionero, el rey le daba la oportunidad de salvarse si vencía a un guerrero desconocido en una lucha a espada, y entonces era cuando el capitán le hacía al público aquella pregunta, ¿por qué puerta entrará el desconocido?, porque eso era lo único que cambiaba de un día a otro, y se armaba un guirigay grandísimo, todo el mundo chillaba y avisaba al capitán cuando una de las puertas se abría un poquito y a mí siempre me entraban ganas de hacer pipí de la emoción que me entraba. El final era muy alegre y muy triste al mismo tiempo, porque el capitán siempre ganaba, claro, hería de muerte a su enemigo, pero descubría que aquel desconocido era su propio hermano, que le había traicionado y que acababa muriendo después de que el capitán lo perdonase. Antonia lloraba siempre como una descosida y luego nos llevaba a un bar a comer gambas o altramuces, según el dinero que tuviera, hasta que se le pasaba el sofocón.
Aquella noche, en casa de mis abuelos, yo empecé a escuchar la pregunta del capitán Valiente. Pero no era la voz del capitán Valiente la que yo escuchaba, sino como un eco que iba arrastrándose por el aire oscuro de la habitación como si fuera un lagarto, y de vez en cuando se posaba en la cama y se me iba acercando poco a poco hasta hacerme junto a la oreja aquella pregunta: ¿Por qué puerta entrará el desconocido? Y yo ya no podía encogerme más, ya no podía apretarme más el pecho con los brazos, para que el corazón se me frenase un poco, ya no podía estarme más quieto de lo que estaba sin empezar a sentir que me estaba muriendo. Alguien iba a entrar en el dormitorio en cualquier momento, de eso ya no me cabía la menor duda, y estaba seguro de que iba a lastimarme. Venía tan despacio, tan tapado, que era como un montón de oscuridad que iba moviéndose a cámara lenta y sin hacer ruido, sin que yo fuera capaz de distinguirlo hasta que me agarrase por los hombros. A lo mejor estaba tan cerca de mí que la respiración que yo escuchaba, tan apagada, no era mi respiración, sino la de aquel desconocido que estaba quitándome el aire hasta conseguir que me asfixiara. Si lograba no mover ni un dedo, si lograba no rozar siquiera el manto negro y frío de aquel extraño que quería ahogarme, podía pasar por muerto y que se desentendiera de mí. Pero,
¿y
si era un muerto que quería arrastrarme hasta su tumba? ¿Y si era un alma en pena? A lo mejor era el alma de tío Ramón, que había tenido un accidente, y no quería hacerme daño, sólo quería que yo tuviese una revelación, a lo mejor el espíritu de tío Ramón quería decirme algo, quería servirse de mí para que los abuelos supiesen dónde estaba, o quería castigarme por estar ocupando su sitio en aquella habitación, quería echarme de allí para que él pudiera descansar en paz. El hermano Gerardo nos contó una vez en clase que a un soldado cristiano se le apareció en plena batalla un hermano suyo al que acababan de matar los herejes en Roma, y el espíritu del muerto le pidió al soldado que fuera inmediatamente a casa de sus padres porque necesitaban consuelo, pero el soldado cristiano no quería ir para que no le condenasen por desertor, y el espíritu le dijo vete tranquilo que yo me quedaré aquí en tu lugar, y el soldado tuvo fe y abandonó el frente para consolar a sus padres, y el espíritu del muerto, con la apariencia del vivo, fue el héroe de aquella batalla, de modo que el emperador quiso condecorar a aquel soldado, pero el soldado, que hasta entonces había ocultado que era cristiano por miedo al martirio, declaró públicamente su fe, fortalecido por el milagro, y lo hicieron mártir. Se lo conté a mi madre y mi madre dijo pues menuda faena le hizo el hermanito muerto al pobre soldado. Y eso fue lo que yo empecé a pensar aquella noche, que el espíritu de tío Ramón quería hacerme una faena, a lo mejor quería asustarme tanto que yo ya no quisiera seguir allí, en su dormitorio, o a lo mejor quería corromperme para que yo me volviese como él, un balarrasa y un perdido, que el hermano Gerardo decía siempre que los pecadores son capaces de hacer cualquier cosa para que todo el mundo se vuelva pecador. Pero si tío Ramón, vivo o muerto, quería corromperme, ¿por qué tenía además que hacerme pasar un mal rato? Si tío Ramón me hubiese dicho por las buenas que iba a corromperme, yo ni me habría asustado ni nada, hasta creo que en el fondo me habría llevado una alegría, porque ya decía tía Emilia, la hermana solterona de mi padre, que tío Ramón era un bandido y un bribón, pero que tenía mucho estilo y mucho gancho. Lo malo era aquella manera de hacerlo. Yo estaba tan quieto que me dolía el cuerpo entero de tanto aguantarme las ganas de moverme. Me escocían los ojos de tanto empeñarme en tenerlos abiertos, hasta que ya no tenía más remedio que pestañear, y entonces lo hacía muy deprisa, como si no quisiera que el espíritu de tío Ramón o quienquiera que fuese me pillara a ciegas o desprevenido. Y estaba ardiendo, pero no sabía si era de miedo o de fiebre. Y así durante toda la noche, hasta que de pronto me dio por pensar que tío Ramón no iba a martirizarme, que sólo quería advertirme algo, que a lo mejor quería estar conmigo antes de irse de una vez al otro mundo, o que sólo quería dormir por última vez en su cama, sólo eso, y empecé a tranquilizarme, porque era como si yo fuese el capitán Valiente y supiera de antemano que el desconocido que venía contra mí no era tal desconocido, y como si ya no me importase la puerta por la que iba a entrar, aunque crujiera un poco al entreabrirse. Ya no me importaba que las puertas dieran a los sitios más oscuros y más fríos. Ya no me importaba que se oyesen todavía aquellas pisadas arrastrándose junto a las paredes de la habitación, aquellos murmullos en el techo, aquel eco como un lagarto por encima de las sábanas y aquellos latidos de mi corazón que se encargaba de recordarme que aún estaba asustado. Quienquiera que fuese, quizás ya estaba en la habitación. El colchón tembló un poco. Me pareció escuchar, a lo lejos, el sonido de una campana. Alguien se había sentado a los pies de la cama y repetía una y otra vez, en un susurro, ¿por qué puerta entrará el desconocido? Era como si quisiera hipnotizarme. Sin querer, respiré hondo y no me esperaba, en medio de aquel silencio, hacer tanto ruido. Cerré los ojos y no supe que me estaba durmiendo, aunque sabía que estaba empezando a amanecer. Cuando la Mary, como todos los días, entró en mi habitación armando bulla y anunciándome como una cotorra por ahí viene tu tía Blanca con carita de arrepentimiento, yo pegué un respingo y me llevé un susto de muerte al ver que estaba agarrando una mano que no era la mía. Pero sí que era mi mano. La izquierda. Sólo que se me había dormido por la mala postura que tuve durante toda la noche y casi no la sentía. No podía moverla. Parecía de cartón. Y además era como si me saliera de la barriga y a mí se me antojó que era la mano de otro. La mano de un desconocido. Entonces, no sé por qué, se me ocurrió pensar que a lo mejor quien me perseguía, durante toda la noche, no venía de fuera, sino que me salía de dentro, porque a lo mejor dentro de mí había una puerta secreta.
Durante unos días volví a tener fiebre alta y mis padres vinieron apuradísimos, como si tuviesen remordimientos. Desde que me llevaron a casa de los abuelos sólo pudieron ir dos días a verme, de modo que, si me hubiera dado un colapso y me hubiera muerto, se les habría quedado un cargo de conciencia para toda la vida. A lo mejor mi madre, por el luto, hasta tenía que dejar de ir a jugar a la canasta a casa de las Caballero, y ésa sí que hubiera sido una penitencia por haberme tenido tan abandonado.
Menos mal que José Joaquín García Vela tranquilizó a todo el mundo diciendo que era una cosa pasajera y sin importancia. Yo ya me barruntaba que José Joaquín García Vela era un médico muy churri, pero además de sicología no tenía ni idea. Por supuesto, no le dije nada de aquellos desarreglos que había sentido en el corazón, y es que estaba seguro de que aquel medicucho de tres al cuarto no sabía nada de corazones. Luego, cuando se presentó en la casa tía Victoria para pasar el verano, me di cuenta de que algo sí que sabía José Joaquín García Vela de los males del corazón, pero si no podía curarse los suyos mal podía ponerles remedio a los de los demás. Así que lo del corazón, por el momento, a mí se me curó solo y la Mary, cuando vio que ya me encontraba bien —o por lo menos eso parecía—, me dijo que menos mal que no me había chivado.
—Si te llegas a chivar, te corto las castañuelas.
Luego me contó la noticia del día, y el alboroto que se había armado:
—Tu tía Victoria ha mandado un telegrama diciendo que viene. Cualquiera sabe, picha, lo que ha pasado. Todo el mundo anda revuelto.
Si la Mary no me lo hubiese dicho, yo no habría tardado ni una hora en darme cuenta. Porque cuando llegó el telegrama de tía Victoria, mi corazón había dejado ya de pegar saltos, pero empezaron a darlos los de los demás. La noticia causó verdadera conmoción. Tía Victoria había mandado un telegrama medio estrafalario, porque, según la Mary, los telegramas son para decir cuatro palabras a palo seco, sólo lo justo, y tía Victoria, en cambio, si se descuida un poco, escribe el pregón de la Fiesta de la Vendimia. Cosas de artista, dijo la Mary.
La noticia sirvió por lo menos para que mi madre me hiciera otra visita, sin quejarse por haberse perdido otra partida de canasta con las Caballero. Tía Blanca y mi madre mantuvieron con la abuela una reunión extraordinaria para comentar la novedad y tratar de averiguar lo que podía haber ocurrido, sobre todo porque no era corriente que tía Victoria advirtiera de su intención de aparecer por allí, siempre lo hacía por las buenas y sin pararse a pensar que en algún momento pudiera ser inoportuna. La reunión la tuvieron, ellas solas, a las tres de la tarde, cuando en aquella casa todo el mundo dormía la siesta. Pero como la hicieron en el gabinete y tuvieron que dejar las puertas abiertas por el calor, yo pude escucharlo todo.