—No tengo nada de cintura para abajo —me dijo.
Se había levantado al decirlo la falda de sopetón, todo, también las enaguas, y tenía unas bragas enormes y como de lona y del color de los toldos que ponían en verano, para cubrir el patio, en casa de mis abuelos. La tata Caridad tenía unas piernas que daba fatiga verlas, de flacas que eran y de arrugadas y llenas de tolondrones como estaban, pero parecía claro que ella no se refería a las piernas, sino a otra cosa. Ella me dijo, la mar de nerviosa, mira, fíjate bien, pero a mí me daba apuro andar mirándole aquello.
—De verdad —insistía la pobrecita, medio llorando—. Aunque no te lo creas, de cintura para abajo no tengo nada.
Pensé que a lo mejor era cierto y que sería un milagro.
—¿Qué es lo que sientes? —le pregunté.
—Nada. No siento nada. Por eso te lo digo.
No es que estuviera muy claro, pero podía ser. La verdad es que cuando uno tiene algo lo siente, y si la tata Caridad no sentía nada era porque de verdad sus bajos, como su perfil derecho, se le habían quedado por ahí. Ya era mala pata, ya era triste ir perdiéndolo todo poco a poco, ya es desgracia que a uno se le vayan borrando de esa manera sus cosas.
La Mary hizo una montaña de morisquetas cuando se lo conté. Se fue en busca de la tata Caridad, que se había metido en el antiguo dormitorio de tía Blanca a descansar un poco, y le dijo a grito pelado:
—Bruja, liante, ya está bien de pervertir al niño, asquerosa.
Luego se fue a por mí.
—Y tú a ver si te enteras, cuajón, que estás en babia. A ésa lo que le pasa es que tiene chuchurrío el chumino.
Aquel día la pobre tata Caridad cogió un berrinche espantoso y me llamó chivato mariquita y se pasó horas y horas lloriqueando. A mí me daba una pena horrible, porque era como esos santos que tienen visiones y nadie les cree. Estuve escuchándola lloriquear toda la tarde, hasta que me quedé adormilado, porque por entonces yo aún me dormía a las primeras de cambio, y no como más adelante, que podía pasarme en blanco noches enteras. Pero al principio, casi todos los días, y sobre todo cuando empezaba a oscurecer, me subía un poco la fiebre y no era capaz de aguantar el sueño. Y es que José Joaquín García Vela, el médico, conmigo había acertado de pe a pa. Aquella destemplanza no se me iba por mucha tranquilidad que tuviese y por más que me cuidasen la abuela, la Mary, la tata Caridad y todos los santos del paraíso. Mi abuela todas las noches se asustaba un poco, después de ponerme el termómetro y ver que la destemplanza no se me iba por nada del mundo, y luego le reñía a la Mary por estar tanto tiempo de cháchara conmigo porque eso no tenía más remedio que cansarme y subirme la fiebre. Pero la Mary decía que aquello ni era fiebre ni era nada, que ya estaba bien de tanta zanguanga, y no le hacía a mi abuela ningún caso.
—Te voy a contar un chiste verde y ya verás como te espabilo —decía la Mary cuando notaba que empezaba a entrarme la zangarriana, como ella decía, y si mi abuela no la escuchaba.
Me lo contaba y después siempre quería comprobar si me había empalmado.
—Uy, uy, uy —decía la Mary—, este niño ni siente ni padece.
Si estaba con décimas, no tenía ganas ni de pelearme con la Mary para que no me manoseara tanto, pero, cuando ella decía aquello de uy, uy, este niño ni siente ni padece, pensaba yo si no me estaría ya pasando lo que a la tata Caridad, que no tenía nada de cintura para abajo, y me entraba un agobio grandísimo, como si comprendiera que tenía que preocuparme por algo y no supiera bien por qué. Desde luego, no se lo conté a nadie, ni siquiera a la Mary, porque hay cosas que uno siente pero se calla, y además no habría sabido explicarme.
La primera noche que no me dormí en seguida, a pesar de la destemplanza, fue como un aviso de todo lo que después iba a pasar. La culpa la tuvo aquella foto de tío Ramón. Y no es que yo vaya a decir que noté como si estuviera adivinando el porvenir, porque eso sería una exageración, pero sí es verdad que nunca hasta aquella noche yo me había sentido así, asustado, pero no por cosas que estuvieran pasando en la habitación, en la oscuridad, o al otro lado de las puertas y que yo no podía ni imaginarme, sino por algo que me arañaba por dentro o por alguien a quien tenía que conocer. Alguien que alguna vez acabaría por agarrarme.
Llevaba casi dos semanas en casa de mis abuelos, sin poder moverme de la cama más que para ir al cuarto de baño, y me pasaba las horas muertas pensando en las musarañas, porque hasta de leer tebeos me cansaba en seguida. Aquel día, después de comer, mientras la abuela se quedaba traspuesta en el gabinete, la Mary estaba planchando junto al cierro de mi cuarto y de pronto me preguntó:
—¿A que no te has dado cuenta de una cosa?
Yo me había dado cuenta de muchas, pero a saber a qué se refería ella.
—¿A que no te has dado cuenta de que la foto de tu tío Ramón no está en la galería?
Yo sí que me había fijado, pero nunca le había preguntado a nadie por qué la foto de tío Ramón no estaba allí, con todas las demás. Yo pensaba que a lo mejor en aquella casa, en mi familia, todo el mundo se avergonzaba de tío Ramón y de su mala cabeza, y si no ponían su foto en la galería a lo mejor las visitas se acordarían menos de él y no andarían todo el tiempo preguntando ¿qué es de Ramoncito?, ¡cuantísimo tiempo sin verle! Si no veían un retrato suyo en la pared o encima de la consola, con su marquito de plata —como estaba la foto de boda de mis padres, y las de mis tíos, porque todos estaban casados, menos tío Ramón—, la gente echaría menos cuenta y se pondría menos impertinente. En la alcoba de la abuela, en cambio, sí que estaban las fotos de todos sus hijos, pero allí no entraban las visitas casi nunca, sólo si la abuela se ponía mala y eso ocurría de pascuas a ramos, porque mi abuela tuvo siempre una salud de maravilla. La Mary me dijo que ella estaba segura de que mi abuela había ordenado las fotos como estaban, con la de tío Ramón junto a la cabecera de su cama, porque así lo tenía cerquita, aunque fuera en un retrato, y que apostaría lo que fuese a que aquélla era la única foto que la abuela besaba cada noche cuando se iba a dormir.
En el cuarto de tío Ramón tampoco había fotos suyas, o por lo menos las quitaron cuando a mí me pusieron allí. Uno de los cuerpos del armario estaba cerrado con llave, y la Mary me explicó que allí había guardado mi abuela todas las cosas de mi tío, para que yo no fuera a pasarme el verano curioseando y metiendo el hocico donde no debía. La Mary, claro, no decía hocico sino jocico, y a mí me daba mucha rabia, porque si en aquella casa había alguna cochina no podía ser más que ella. Bueno, también tío Ramón tenía que ser un poco sinvergüenza, porque de lo contrario no se comprendía que la abuela me escondiese sus cosas como si fuesen pecado.
—Yo no sé si serán pecado —me dijo la Mary, que siempre se ponía muy novelera cuando hablábamos de esas cosas—, pero tu abuela, mientras las guardaba, no las quería ni mirar.
La Mary, por supuesto, no había podido verlas. Decía que era tonta por no habérsele ocurrido mirar en el cajón de la mesita de noche, de donde la abuela había sacado todas las fotos y revistas que guardó bajo llave, con la de veces que había tenido que limpiar aquel dormitorio. Tonta del higo decía la Mary que era. Claro que no decía higo sino jigo, y además, cuando lo decía, se llevaba la mano a la bandurria, que era cómo lo llamaba Antonia a aquello, porque después de todo a Antonia la había ajustado mi madre para que nos enseñase un poquito de educación.
—Si tu abuela no hubiese cerrado esto con llave… —se quejó la Mary, mientras buscaba sitio para guardar la ropa de cama que acababa de planchar—. Seguro que aquí dentro hay espacio de sobra.
La Mary se refería al cuerpo del ropero cerrado con llave, porque en otro de los tres habían puesto mi ropa y en el del centro, el de la luna, tenía mi abuela ropa blanca —sábanas, toallas, manteles y cosas así—, pero estaba tan lleno que ya no cabía ni una manopla. La Mary hasta intentó abrir la puerta cerrada del armario, con la excusa de lo de la plancha, pero la cerradura no se movió ni un milímetro. Yo entonces me puse a hacerle preguntas y eso era lo único que ella necesitaba. La Mary, por mucho que quisiera disimular, estaba segura de que las fotos de tío Ramón eran pecado, sólo había que ver las cosas que se imaginaba: a lo mejor en las fotos estaba tío Ramón besándose con mujeres, a lo mejor dándose el lote con dos o tres al mismo tiempo. Además, la Mary juraba por sus muertos que entre las cosas de tío Ramón que había guardado mi abuela había también revistas y cartas. Las revistas seguro que eran revistas verdes, de las que no se podían leer porque el Papa —que se llamaba Pío XII, aunque su apellido de verdad se pronunciaba Pacheli y, según tía Blanca, tenía una cara de santo que no se podía aguantar y daban ganas de comérselo a besos— te excomulgaba. Y las cartas a lo mejor eran de señoras casadas que les ponían los cuernos a sus maridos con tío Ramón, aunque la Mary no decía señoras sino gachises, pero mi madre una vez me riñó porque llamé gachí a la mujer de Segundo Mestre, el nuevo comandante de Marina, que era de no sé dónde y estaba recién llegado y el pobre andaba haciendo lo imposible por meterse entre la gente bien; a mi madre, Segundo Mestre le parecía un hombre con mucho estilo, aunque su mujer era cursilita y poquita cosa, pero de ningún modo una gachí, y me lo dijo bien claro, que una señora nunca es una gachí y, por tanto, yo estaba seguro, por mucho que la Mary dijera calumnias, de que a tío Ramón no le escribían gachises sino señoras, por loconas que fuesen —la palabra locona la repetía mucho tía Blanca, pero tía Blanca llamaba loconas a mujeres a las que la Mary llamaba en cambio pindongas—, y es que un Calderón no se podía tratar con gachises, faltaría más, por muy bala perdida que llegara a ser y por bajo que cayese.
Ni que decir tiene que la Mary y yo estábamos locos por saber hasta dónde de bajo había caído tío Ramón.
—Pelanduscas —decía la Mary, con un tonillo de voz la mar de ordinario—. Todas lo mismo, pichilla. Pelanduscas y pindongas.
—Tú qué sabrás. Mi madre dice que tío Ramón se trata con la mejor gente de Madrid.
La Mary hizo como que le entraba una risa floja y muy antipática y me dijo anda, niño, no seas moscatel, menudo es tu tío Ramón. Pero era verdad que mi madre decía eso, aunque también decía que habría que ver a cuántos habría sableado ya tío Ramón, y soltaba entonces unas risitas medio coquetonas, yo creo que quería dar a entender que andar por Madrid dando sablazos era algo la mar de elegante.
La Mary estaba convencida de que, si tío Ramón daba sablazos, se los daría a gachises. No había quien la bajase del burro. Por supuesto, el único modo de demostrarlo era lograr que mi abuela abriese el cuerpo del armario que había cerrado con llave. Así que la Mary empezó a encorajinarse y a jalearse a sí misma. Acababa de terminar la plancha de la semana y se le había disparado la sofocación por no tener dónde poner tantísima ropa, pero sobre todo estaba ya que se le salía el triquitraque por las orejas porque no podía más con el castigo de no saber, tenía el comecome metido en el cuerpo hasta las asaduras, como ella decía, y además, en cuanto lo pensaba un poco de seguido y en silencio, sin distraerse ella misma con su propio palique, se ponía tan nerviosa con el coraje que le entraba que tenía que irse corriendo a orinar. Yo sabía que la curiosidad era lo que la mataba, pero ella cogió una perra espantosa por no tener donde guardar la ropa planchada y se lió a decir que ésa no era manera de trabajar y que en ese plan le entraban ganas de mandarlo todo a tomar por culo —mi tía Blanca, que también tenía un genio de aúpa, mandaba siempre a la gente a tomar viento, y la Mary a tomar por culo, y yo me imaginaba que las dos cosas eran horribles, pero no sabía decir cuál sería peor—, la Mary lo decía todo sin aguantarse ni mijita la voz, bien fuerte, a ver si mi abuela, que seguía traspuesta en el gabinete, se enteraba de una vez. Pero mi abuela, o no se enteraba, o no hacía ni caso. Hasta que la Mary no pudo más.
—Picha —me dijo de pronto, como si estuviera atragantándose—, de hoy no pasa. O tu abuela abre eso, o le pido la cuenta y que caigan bombas.
Y decidió entrar por derecho, echándole una jeta espantosa, aunque con mucha vista y habilidad, eso sí, que tonta no era. Yo hasta aguanté la respiración cuando la Mary entró en el gabinete, después de pedir permiso con mucha ceremonia, como si estuviera en el palacio de El Pardo —que tía Blanca decía que la ilusión de su vida era conocer El Pardo y hacerle una genuflexión al Generalísimo, y qué mala suerte, durante su viaje de bodas no pudo ser, tuvo que contentarse con El Valle de los Caídos. La Mary se hizo la hacendosa, le dijo a mi abuela que en una casa bien no se deja la plancha en cualquier sitio, pero que ella, tal como estaban las cosas, acabaría dejándolo todo en la mesita del recibidor, porque ya no había sitio para guardar ni sus bragas —las de mi abuela— y qué espectáculo si las visitas que estaban a punto de llegar se encontraban lo primero con la ropa interior de Magdalena Ríos —que así se llamaba mi abuela—, y si luego iban todas las señoras entrando en el gabinete, cada una con un sostén o una braguita o un calzoncillo del abuelo en la mano, cogidos con las puntitas de los dedos como si tuvieran microbios, y diciéndole a la abuela con mucho recochineo Magdalena, hija, ¿quién ha perdido esto por el pasillo? Mi abuela no tenía más que figurárselo para que le diera un ataque y se desmayase de pura vergüenza.
Cuando oí el ruido de la butaquita donde siempre se sentaba la abuela, el ruido que hizo al moverla, comprendí que la abuela se había levantado, que la Mary la había convencido a la primera. A la Mary, cuando entró en mi habitación detrás de mi abuela, se le escapaba por los ojos la satisfacción de haberse salido con la suya. A mi pobre abuela, en cambio, se le había quedado una cara de susto que sólo de vérsela te daba fatiga y remordimiento.
Pero la Mary, además de ser una fresca, no tenía corazón.
—Déjeme que yo abra, señora, y ya verá como me avío.
—Quita, quita… —dijo mi abuela, la mar de nerviosa y medio aturrullada—. Yo no creo que haya sitio para mucho.
Se quedó de pronto parada y como aguantando la respiración, con los ojos muy abiertos y muy quietos, como si de repente se acordase bien, con todo detalle, de lo que había guardado allí y le entrasen unos escrúpulos horribles. La Mary empezó a hacer montones de morisquetas, por lo impaciente que estaba, y movía el culete, dando respingos, como si se le hubiese metido una salamanquesa. Mi abuela parecía dispuesta a no soltar la llave ni aunque le hincasen astillas debajo de las uñas.