—Ya lo sé —dije yo—. Se llamaba Federico.
Tío Ramón me miró con cara de mucha sorpresa, como si no supiera de quién le estaba hablando. Y entonces le dije espera un momento, y me fui a mi cuarto y busqué la postal de Federico, y cuando se la di a tío Ramón él no se lo podía creer, la leyó por lo menos tres veces, y estaba claro que se acordaba la mar de bien de Federico, aunque a lo mejor hacía mucho tiempo que no sabía nada de él.
—Caramba, qué cosas escribía Federico —dijo, pero a mí no iba a hacerme creer que se le había olvidado del todo— ¿Y tú de dónde has sacado esta postal?
Se lo conté, y le dije que me sabía de memoria lo que estaba escrito por detrás, y que no se la había enseñado a nadie. Y que la Mary me había dicho que aquello a ella le olía a chamusquina. A tío Ramón no le sentó nada bien lo que le conté que había dicho la Mary.
—La Mary era una estúpida. Qué más quisiera ella parecerse a Federico. Qué buena gente era este hombre. Un señor.
Se quedó un momento pensando y luego se le escapó una sonrisita traviesa y dijo:
—Sólo tenía un defecto.
—Ya lo sé —me acordé de tía Victoria—. Tenía opiniones.
—¿Cómo dices?
—Tía Victoria también me dijo que había tenido un secretario sensacional, pero con un defecto. Opiniones.
Por lo visto, tío Ramón se estaba divirtiendo mucho con todo lo que yo le decía. No hacía más que reírse.
—Esta familia dice unas cosas fantásticas. Pero tener opiniones es sólo un defectillo, créeme. El defecto de Federico era mucho peor. No tenía suficiente dinero.
Eso sí que parecía un defecto gordo, la verdad. Como me dijo tío Ramón, si no tienes dinero, no sabes a nada.
También me dijo que, por desgracia, a veces los hombres con más defectos son los más interesantes, así que tampoco tenía que hacerle a él demasiado caso, y luego me pidió que le prometiera que no iba a enseñarle la postal a nadie.
—Te lo prometo.
—Está bien. Ya veo que te gusta. Te la regalo.
Le habría dado un beso. Un beso como una catedral. Pero de pronto pensé que a lo mejor la Mary tenía razón y se me había puesto una cara clavada a la de Cigala, el manicura, y tío Ramón a Cigala le tenía una tirria espantosa. Pero algo le tenía que decir, tenía que darle las gracias de otra manera, y no sólo diciéndole gracias, que eso me parecía muy soso; quiero decir que, aunque de verdad me pareciera a Cigala, como había dicho la bruja de la Mary, me moría de ganas por darle un beso a tío Ramón. Y lo único que se me ocurrió fue ponerme a mirarlo como el perro callejero miraba al palomo en la postal de Federico.
—Caramba —dijo tío Ramón, mientras cerraba la maleta—, ¿por qué me miras así?
—¿Puedo decirte otra cosa?
—Claro que sí. Dime.
Tenía que decírselo, aunque me escupiera.
—Tienes unos ojos preciosos.
Pero no me escupió. Así que no me parecía al manicura. Porque tío Ramón escupía cada vez que el manicura, cuando se lo encontraba por la galería, le echaba un piropo. Eso sí, se puso otra vez a reír, pero así llevaba todo el día.
—Gracias, beibi —me dijo, con todo su gancho y todo su caché. Eso de beibi era inglés.
Y me revolvió el pelo, que eso a mí sólo me gustaba cuando me lo hacía él, y seguro que no me dio un beso porque, claro, yo tenía un defecto muy grave: en la alcancía no me quedaba ni una peseta.
—Tú llegarás lejos —me dijo tío Ramón—, Muy lejos, sobrino.
Le dije que no se hiciera ilusiones, que la Mary me había echado una maldición. Tío Ramón no salía de su asombro.
—¿Una maldición? Esta sí que es buena. ¿Qué clase de maldición te ha echado la fiera de la Mary?
A él no me importaba decírselo.
—Que no se me empine nunca el alfajor ni con señoras ni con gachises. Que a lo mejor se me empina con hombres, pero con mucha dificultad.
—Vaya, sobrino, eso no es tan malo —me dijo entonces tío Ramón, con mucha guasa—. Todo tiene su parte buena. Ya lo verás.
De modo que yo no tenía que ponerme triste. Porque hasta a lo que tiene más castaña, según tío Ramón, se le puede sacar provecho. Y eso era lo que yo pensaba aquella mañana, en la cama, jaroneando un poco, sin ganas de levantarme porque ya no volvería a dormir en aquel dormitorio ni en el de tío Ramón, ahora que él se había ido. En mi casa dormía en un cuarto con Manolín y Diego, yo en una cama grande con cabecero de metal y ellos en dos iguales y más pequeñas, de madera, y allí ni se podía leer
Mujercitas
tranquilo ni se iba Antonia a planchar por las tardes y a hablarme de sus novios. No comprendía cuál podía ser la parte buena de un cambio tan malo, pero si tío Ramón había dicho que todo, absolutamente todo, la tenía, seguro que era verdad.
En los últimos días, había empezado a refrescar por la mañana y por la noche y, entonces, se notaba un olor diferente en toda la casa. Desde las cocheras, que Manolo el chófer se encargaba de tener como los chorros del oro, iba extendiéndose un olor dulzón a cuero y gasolina que a veces se volvía la mar de empalagoso. En septiembre, cuando era la vendimia y abrían todas las puertas de la bodega del Barrio Alto para que entrasen los carros y los camiones con la uva, había días en que no se podía parar en la casa del olor tan fuerte que salía por todas partes y mi madre contaba que un año, cuando ella era pequeña, el mosto olía tanto que toda la familia tuvo que irse a pasar una semana en un hotel. Después, en invierno, el olor a vino casi no se notaba, pero uno entraba en casa de mis abuelos y se daba cuenta de que allí dentro el aire era diferente, a lo mejor un poquito pringoso, pero muy suave y tibio, como si no se moviera, por más que ventilaran las habitaciones. Mi casa, en cambio, no tenía ningún olor especial, ni en verano ni en invierno, a lo mejor porque mi madre tenía una manía horrorosa con la ventilación. Claro que, cuando yo volviera, tendría que andarse con mucho cuidado y procurar no ir abriendo puertas y ventanas al tuntún, porque ya había advertido el hijo de Sudor Medinilla que podía volverme la destemplanza en cualquier descuido que tuviera con las corrientes. La verdad es que, si hubiera estado tío Ramón, le habría preguntado cuál era la parte buena de volver a mi casa, porque no sólo era un engorro para todo el mundo, sino que para mí encima podía ser peligroso, en cuanto mi madre, con las prisas de irse a jugar a la canasta a casa de las Caballero, tuviese un desliz, como decía tía Blanca —estaba alteradísima porque la hija de su amiga Rosario Durán había tenido un desliz—, y lo dejase todo abierto sin acordarse de mi salud.
Miré para la azotea. El cielo estaba tan azul y tan tirante que parecía de loza. El poyete de la ventana estaba lleno de buganvillas resecas y de vez en cuando se movían un poco, señal de que había un soplo de aire, aunque la verdad es que yo no las veía moverse, pero sí que escuchaba el sonido que levantaban sobre la cal, como si estuvieran rascándola con mucho cuidado. Mi madre decía que en la familia Calderón todo el mundo tenía oído de tísico y que se veía a las claras que yo había salido a su gente. A veces, en casa, hacíamos apuestas, a ver quién escuchaba un ruido que no oyese nadie, y yo ganaba siempre, o presumía de oír el timbre del teléfono aunque estuviéramos en el lavadero, un montón de niños, cafreando como locos. Mi madre una vez dijo que a ella a veces hasta le daba preocupación saber que yo oía tantísimo, que parecía casi una enfermedad.
De pronto, en el poyete de la ventana, moviendo un poco todo lo que parecía tan quieto, se posó un palomo.
En seguida me di cuenta de que era el palomo cojo. Dio unos pasitos por el poyete y la verdad es que no se le notaba mucho que cojease. Pero era Visconti, eso seguro, tenía aquella pintilla de palomo litri, como decía la Mary —y que a lo mejor se la daba la cojera—, y parecía muy nervioso, como si estuviera deseando meterse en la habitación y mirase a todas partes para ver si alguien le veía. Yo me acordé de tío Ramón haciéndome un gesto y diciéndome ven, anda, acércate y no pongas esa cara de huérfano, que cualquiera diría que no tienes a nadie en el mundo. Me levanté muy despacio, con mucho tiento, para que el palomo no se espantase. En cuanto me moví, se me quedó mirando muy fijo y a mí me dio por sonreírle como si fuera una persona. Di dos pasos hacia la ventana, con los brazos caídos, para que Visconti no se figurase que quería echarle el guante, y a pesar de todo hubo un momento en el que creí que iba a echarse a volar, asustado. Moví un poco la cabeza, afeándole que no se fiara de mí. Casi sin abrir los labios, como si hablara solo, le dije picha, no te asustes, no voy a hacerte nada malo. Di otros dos pasos y esta vez Visconti no sólo no se asustó, sino que se subió en el listón de madera del marco de la ventana, con mucho desparpajo, se veía que estaba cogiendo confianza. Estaba tan cerca de mí y me miraba de pronto con tanta tranquilidad que me pareció que quería quedarse conmigo, porque se sentía tan solo como yo. Claro que a lo mejor eran imaginaciones mías. Porque dije en voz alta su nombre y el palomo, más despegado que un hijo fraile, como decía Antonia, ni se alteró, se veía que no le impresionaba nada tener aquel nombre tan precioso. También es verdad que el palomo sólo tenía un nombre, como los chiquillos de la calle. Los niños callejeros tenían sólo un nombre y un apellido, todo lo más dos, y los dos corrientes. Yo, en cambio, tenía tres nombres y ocho apellidos, todos estupendos, que en eso se le nota a una persona el pedigrí, como decía tía Blanca. Si a mí me quitaran los nombres y los apellidos sería como si me despellejasen, un martirio horrible que le dieron a san Inocencio y que el hermano Gerardo nos explicó cómo era y, para que calculásemos lo que dolía, nos pidió que cerrásemos los ojos y nos imaginásemos que nos estaban quitando con un alicate toda la piel y nos dejaban entero en carne viva. Claro que los apellidos no se pueden arrancar con alicates. Y además, seguro que una persona que tenga muchos nombres y apellidos es más difícil que vaya por ahí hecho un solitario, porque se puede llamar de una manera o de otra, y es como si se disfrazara, o mejor aún como si se dividiera en dos o en tres y de ese modo se hiciera compañía.
Me acerqué tanto a Visconti que creí que me iba a dar un picotazo.
—Tú te llamas Visconti —le dije—. Yo me llamo Felipe Jesús Guillermo (por mi abuelo, que era mi padrino) Bonasera Calderón Hidalgo Ríos Núñez de Arboleya (apellido compuesto) Lebert Aramburu Gutiérrez.
Visconti ni se inmutó.
—No seas desagradecido, caramba. Cuando te sientas solo, vienes y te presto los apellidos que más te gusten.
Visconti levantó la cabeza, le pegó un picotazo al aire como si dijera guárdate el pedigrí y esa patulea de apellidos en la tartera de la piriñaca, mariquitazúcar, y echó a volar como si temiera contagiarse. Como si yo pudiera pegarle alguna enfermedad.
Entonces me di cuenta de verdad de lo solo que me había quedado, y de que seguramente me tocaba ser una de esas personas que andan solitarias por el mundo.
En aquel momento, me habría echado a llorar, pero entró la abuela a decirme que ya era hora de desayunar y que qué hacía con esa cara de pena.
—Aquí puedes volver cuando quieras —me dijo, y me revolvió el pelo—. Desde ahora, éste será tu cuarto.
Pero yo sabía que ya nunca iba a ser lo mismo.
Eduardo Mendicutti
nace en Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, en 1948. En 1972 se traslada a Madrid, donde obtiene el título de periodismo y se gana la vida haciendo crítica literaria y colaborando en distintos periódicos y revistas. Escribe entretanto relatos y novelas, y obtiene, entre otros, el Premio Sésamo y el Café Gijón. En 1974 publica su primera novela corta,
Cenizas
. Entre 1982 y 1985 escribe otras tres, de las que Tusquets Editores ha publicado
Una mala noche la tiene cualquiera
(La flauta mágica 14 y Fábula 20) y tiene en preparación
Ultima conversación
. En 1987, y en la colección de narrativa erótica La sonrisa vertical, publica
Siete contra Georgia
y, dos años después,
Tiempos mejores
(La flauta mágica 18). Su sexta novela,
Los novios búlgaros
, salió a la luz en diciembre de 1993 y, en otoño de 1995, publica su primer libro de cuentos,
Fuego de marzo
(Andanzas 254). Es actualmente director de estudios de una asociación de empresas de ingeniería y consultorías. Eduardo Mendicutti ha elaborado una obra que hoy ya conforma un mundo novelesco muy personal, que ha obtenido una excelente acogida de público y crítica y que está siendo traducida con éxito a otros idiomas.