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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo

 

Aquejado de una larga enfermedad, llega un niño de diez años a la casona de sus abuelos, situada en el Barrio Alto de una señorial población gaditana, para pasar los tres meses de un verano que se anuncia triste y aburrido. Pero habitan o visitan la casa parientes o personajes a la vez desconcertantes y fascinantes, que poco a poco irán perturbando su riguroso ritual de aparente austeridad con estrafalarias y misteriosas rarezas. El niño, privilegiado observador pasivo, lo husmea todo, lo aprehende todo con una sensibilidad cada vez más cercana a la de esos elegantes parientes, que viajan, recitan poemas y se rodean de exóticos personajes, o a la de las intrigantes sirvientas que cuidan de él, o incluso a la del palomo que anda cojeando por los tejados… Los inesperados acontecimientos que lo alborotarán todo servirán para revelar no sólo la tragicómica complejidad de las relaciones adultas, sino también la auténtica extraña naturaleza que ya apunta en él.

Eduardo Mendicutti

El palomo cojo

ePUB v1.0

Polifemo7
31.03.12

1.ª edición: mayo 1991

2.ª edición: julio 1991

3.ª edición: noviembre 1991

4.ª edición: mayo 1994

5.ª edición: septiembre 1995

6.ª edición: octubre 1995

© Eduardo Mendicutti, 1991

Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-381-2

Depósito legal: B. 41.245-1995

Allí donde toques la memoria duele.

Yorgos Seferis

Todas las familias dichosas se parecen,

y las desgraciadas lo son cada una a

su manera.

León Tolstoi

Junio
La destemplanza

Mi padre apreciaba mucho la belleza masculina. Por eso se casó con mamá.

Mi madre era muy femenina y tenía un estilo tremendo, pero en mi casa se hacía siempre lo que decía ella, y mi padre se lo tomaba a broma y decía tu madre es la que lleva aquí los pantalones. Por eso, cuando yo me puse malo, mi madre lo organizó todo y mi padre dijo amén.

Y es que el médico había dicho que tenía que quedarme en cama y no darme trajín, que la fiebre seguramente me duraría algún tiempo y que necesitaba mucho reposo, mucho cuidado con la humedad y con las corrientes, muchas vitaminas, mucho líquido, una inyección diaria y, sobre todo, tranquilidad. Repitió un sinfín de veces lo de la tranquilidad y mi madre dijo: —Este niño, siempre tan oportuno. Cuando el médico se fue, mi madre me miró como si yo tuviese la culpa de haberme puesto malo, y después se pasó días enteros quejándose:

—Qué desavío, por Dios, ahora que el verano ya está encima.

A mí nunca me dijeron el nombre de mi enfermedad, de modo que acabé pensando que sería una enfermedad fea, sucia, de las que cogían los chiquillos de la calle, y que por eso mi madre me miraba así. Pero yo sólo había sentido de pronto, mientras jugaba en el patio, un picotazo fuerte en la espalda, por dentro, entre las costillas, y me quedé doblado, sin poder respirar, sin poder moverme. Me encogí como si estuvieran a punto de darme una paliza, y sentía un dolor tan fuerte que no era capaz de pensar en otra cosa, tenía todo el aire como atrancado en el pecho y me asfixiaba y no podía hablar. Manolín y Diego, que estaban jugando conmigo, también se quedaron muy quietos, asustados, sin saber qué hacer. Sólo al cabo de un rato, que a mí me pareció una eternidad, Diego empezó a gritar llamando a mi madre, y no bajó mi madre sino Antonia, la niñera. Mi madre no estaba, se había ido a jugar a la canasta con las Caballero —tres hermanas de treinta años por lo menos, solteras, que vivían en una casa estupenda, al final de la calle, y no se casaban porque no encontraban hombres de su categoría, según decía mi madre, con mucho retintín—, así que Antonia me metió en la cama y me entraron unas fiebres altísimas y ya empezó todo el guirigay del médico, el practicante, las visitas, las llamadas del hermano Gerardo diciendo que toda la clase rezaba por mí.

Durante una semana estuve con muchísima calentura. Me pasaba los días como adormilado, como si me hubieran dado un narcótico —cuando me hablaban, era como si todos estuvieran muy lejos y no pudieran hacer nada por ayudarme—, pero no puedo acordarme bien de cómo me sentía de veras, porque creo que no me sentía de ningún modo. Quiero decir que no me daba cuenta. Ni siquiera recuerdo las pesadillas, y eso que Antonia, después, me dijo que casi todas las noches deliraba y decía cosas rarísimas, ardiendo de fiebre. Eso me dijo Antonia, que era quien se quedaba conmigo por las noches.

Menos mal que duró sólo una semana. Después, empecé a sentirme mejor y el médico dijo que lo grave ya había pasado. Poco a poco me fue bajando la fiebre y se me fue quitando el dolor de la espalda, y ya podía respirar sin que el pecho me crujiera todo el rato, aunque lo cierto es que aquellos crujidos tardaron bastante en irse por completo; cuando menos lo esperaba, incluso estando ya en casa de mis abuelos, los oía de pronto, al respirar, y entonces me asustaba mucho, porque era como si estuviesen advirtiéndome que no me curaría nunca. Pero la fiebre alta se me quitó casi por completo. Sólo algunos días, al atardecer, me subía un poco la temperatura y José Joaquín García Vela, el médico, decía que eso era normal, hasta cierto punto —yo me di cuenta de que cada vez que me ocurría se preocupaba un poco, aunque intentaba disimularlo—, dijo que la destemplanza es siempre muy latosa y que era fundamental cuidarse mucho.

—La destemplanza puede durar todo el verano, y más si no se cuida.

Y es que las décimas no había forma de quitármelas. Me ponían el termómetro en la ingle —que, según Antonia, es donde deben ponerse el termómetro los hombres; en la boca sólo se lo ponen los niños chicos y las mujeres, en el sobaco los carreteros, y en el culo los mariquitas— y siempre tenía algo. Treinta y siete tres, o treinta y siete y medio, o treinta y siete raspado. Siempre algo.

—Esto sí que tiene guasa —decía el médico, con mucha seriedad y dando muchísimas cabezadas, poniendo cara de mucha preocupación, no porque yo fuera a palmarla de eso, claro, sino por si todos pensábamos que él como médico era un manta y un negado.

La verdad es que la destemplanza no era una cosa del todo desagradable. Yo sentía un calorcillo muy especial y un cosquilleo suavecito en los cachetes y me entraban flojera y ganas de quedarme adormilado, pero sólo eso, sólo un poco de galbana y dejadez. Con destemplanza, en la cama se estaba bien, no como cuando uno tiene fiebre alta, que está todo el rato temblando y sudando a mares, o cuando no tiene nada y resulta aburridísimo. Yo creo que con destemplanza a uno le pueden pasar las cosas más alegres o más tristes y es como si le pasaran a otro.

Claro que la destemplanza no lo era todo. Encima, y después de miles de análisis y radiografías, resultó que también tenía anemia y que estaba deshidratado y no sé cuantísimas cosas más. Como dijo Antonia, estaba hecho un escarque. El coche de mi padre, que era viejísimo, también estaba hecho un escarque, y lo mismo mi bicicleta, que era del año de Matusalén. Un desastre, si se tiene en cuenta que éramos de buena familia. Sin embargo, como decía mi tía Emilia, la hermana de mi padre, cuando iba por casa y lo veía todo tan desastrado, lo importante era tener buena salud y el médico, seguro que para tranquilizarme, me explicó que estaba creciendo mucho, muy deprisa y demasiado pronto —que no era normal tener diez años y estar tan alto como yo estaba— y que necesitaba mucho reposo y comer bien y no andarme con ningún jaleo, ni siquiera de estudios.

Ya era casi verano y tuve que perder el curso. El médico dijo que ni pensar en los exámenes, que lo primero era la salud, y que, por supuesto, nada de excursiones a las dunas, nada de juegos, nada de playa. Sólo estarme en la cama quietecito, pensando en ponerme bien.

Así que mi madre se pasaba de la mañana a la noche refunfuñando y diciendo qué desavío, por Dios, este niño tan antipático como siempre. Se lo decía a todo el mundo y le importaba un pito que yo lo oyese. A mí al principio me dolía un poco, porque, ya digo, era como si para ella yo tuviese la culpa de haberme puesto malo; después me acostumbré y casi no me importaba, sobre todo cuando tenía décimas y me daba por pensar que era un hermano mío el que estaba fastidiando tantísimo a mi madre. Ella venga a rajar y a hacer morisquetas cada vez que me ponía el termómetro y se daba cuenta de que las décimas no se me iban, y yo como si oyese llover.

Y eso que en el fondo hay que reconocer que mi madre tenía un poco de razón. Aquello era un engorro para todos. Todo el mundo tendría que estar el verano entero pendiente de mí porque, según el médico, no podía levantarme, pero en realidad sin que yo estuviese malo de veras. No malo de morir, ni muchísimo menos. Sólo estaba un poquillo averiado —una pizquita mustio, como decía Antonia— y me pasaba el día en cama leyendo o pintando vírgenes, que era lo único que me salía bien, y, si me aburría mucho, me liaba a pensar en cosas estupendas que me gustaría ser cuando fuera mayor. Por ejemplo, artista de cine.

—Este tiene más cuento que Calleja —decía mi hermano Manolín, que nunca tuvo mucha imaginación y repetía siempre lo que decía todo el mundo, y además estaba convencido de que era la mar de gracioso. Entonces Manolín tenía nueve años, pero con el tiempo no ha cambiado lo más mínimo.

A Manolín y a Diego, que entonces era muy chico pero ya más listo que Briján, les dieron las vacaciones en seguida y aquello sí que fue un drama. Como Antonia tenía que llevárselos a las dunas, porque si se quedaban en casa todo el santo día se ponían de lo más cafres, a mi madre no le quedaba más remedio que estarse conmigo y no podía ir a casa de las Caballero a jugar a la canasta y a ponerse morada de chismorrear. Estaba de un humor de perros. De modo que, a las tres semanas de estar yo convaleciente, y como el médico seguía encasquillado en que de la cama no podía moverme, un día mi madre se puso medio histérica y decidió, de buenas a primeras, que en casa de los abuelos yo estaría muchísimo mejor, la mar de bien atendido y ella más tranquila —y con las tardes libres, naturalmente—, y a la abuela además le serviría de entretenimiento el tener que ocuparse de mí, porque seguro que la pobre se sentía muy sola desde que tía Blanca se había casado.

Por lo visto, a todo el mundo le pareció una idea estupenda, pero a mí ni me consultaron. Mi madre sólo me dijo:

—Mañana te llevaremos a casa de los abuelos para que pases allí todo el verano.

La mejor casa del Barrio Alto

La casa de mis abuelos era grandísima y de mucho postín. Estaba en el Barrio Alto, al final de la Cuesta Belén, y desde la última azotea se veía el pueblo entero, los campanarios de todas las iglesias, los tejados de todas las bodegas, con los nombres de las buenas familias pintados en letras grandísimas; si tu apellido no aparecía en ninguna tapia ni en ningún tejado de alguna bodega, entonces tú no eras de familia bien, eso seguro. También se veía el Castillo de Santiago y, al fondo, entre las casas del Barrio Bajo, la desembocadura del Guadalquivir y el mar como un bizcocho azul que se esponjaba o se afilaba según iban y venían las mareas.

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