—Por mis muertos.
La abuela tenía que buscar el dinero que le pedía tío Ramón sin que el abuelo se enterase, y luego le encargaba a la Mary ponerle un giro.
A mí por entonces no me importaba lo que se dice nada jurar por mis muertos, porque yo aún no tenía muertos, sólo los otros abuelos, los padres de mi padre, pero se murieron los dos mucho antes de que yo naciera y a mí me parecía que eso no contaba. Ya durante aquel verano sí se murió alguien que me tocaba y a quien yo había tratado, aunque fuera poco —la bisabuela Carmen—, y desde entonces me dio más apuro jurar cuando alguien me lo pedía.
El caso es que como tío Ramón venía por el pueblo de higos a brevas, y siempre para quedarse poquísimo, y como todo el mundo estaba seguro de que no aparecería en mucho tiempo, me pusieron en su dormitorio y vaciaron los cajones de la cómoda y de la mesilla de noche para colocar mis cosas. Era estupendo. Yo nunca había dormido en una habitación así, tan grande y de techo tan alto, con muebles tan buenos y tan cómodos, y sin tener que compartirla con Manolín y Diego ni con nadie. Y no es que la habitación fuera la basílica de El Valle de los Caídos —la tía Blanca la había visitado en su viaje de novios y decía que era una preciosidad, la última maravilla del mundo, como para quedarse bizcos, y que parecía mentira que en España fuésemos capaces de hacer cosas así—, pero yo miraba las paredes, los cuadros, las cortinas, la lámpara del techo, la alfombra al pie de la cama, las calzadoras tapizadas de cretona, el armario de luna, y me sentía un marqués. Mi madre decía a veces, medio de chufleo, que cuando tenía que quedarse a dormir, por lo que fuera, en casa de los abuelos, comprendía de lo buena familia que ella era. Yo, nada más meterme en la cama de tío Ramón, empecé a sentir lo mismo.
—Niño —me dijo la Mary cuando se lo conté—, no seas carajote.
Claro que la Mary también decía que tía Blanca estaba carajota con El Valle de los Caídos.
—Es que nuestro caudillo tiene muchísimo mérito sólo con que se le haya ocurrido —decía a cada rato tía Blanca, tratando de convencer a todo el mundo de que había aprovechado una barbaridad su viaje de novios.
Tía Blanca se había ido a vivir con su marido recién pescado, como decía la Mary, a una casa alquilada por Madre de Dios, en el Barrio Bajo, pero no lo llevaba muy bien, no acababa de acostumbrarse y se pasaba la vida dando barzones por la casa del Barrio Alto. Muchos días, la primera noticia que me daba la Mary cuando entraba en mi dormitorio por la mañana era:
—Por ahí viene tu tía Blanca con carita de arrepentimiento.
Yo me levantaba de la cama para ver a tía Blanca subiendo con mucha impaciencia por la Cuesta Belén, pero la verdad es que no distinguía si estaba arrepentida o no de haberse casado con Paco Galván, constructor de los primeros bloques de pisos baratos que estaban apareciendo por El Palmar, y de haber tenido que irse a vivir al Barrio Bajo. La Mary no me dejaba fijarme bien, en seguida me mandaba de nuevo a la cama. Y desde la cama no se veía la calle. La habitación de tío Ramón tenía un cierro grandísimo que daba a la calle Caballero —la calle de verdad se llama San Francisco de Paula, pero todo el mundo la ha llamado siempre calle Caballero—, aunque para ver a la gente que pasaba tenía que levantarme, porque desde la cama sólo se veían la parte alta de la tapia y los árboles enormes del palacio de los infantes.
Además del cierro, el dormitorio tenía cuatro puertas, lo que puede parecer una exageración, pero a mí no me molestaba, al contrario, siempre estaba entrando y saliendo gente por un sitio o por otro. Una de las puertas daba a la galería, estaba haciendo esquinazo y la abuela procuraba tenerla siempre cerrada, porque por allí se formaba una corriente horrorosa, incluso en pleno agosto. Otra puerta daba a un cuarto de baño, el mejor de toda la casa y el más nuevo, yo siempre que estaba en casa de los abuelos y quería ir al retrete, me metía en aquél porque en los demás me daba apuro, yo no sé qué pasaba que en los otros nunca encontraba papel para limpiarme y sin querer tenía que hacer alguna porquería. La casa de mis abuelos estaba llena de cuartos de baño, había cuatro sin contar el de las criadas, que estaba en el último piso, junto al palomar, y todos los habían hecho en habitaciones enormes y un poco destartaladas. Todos menos el de tío Ramón, que era el más recogidito y el más coqueto, como decía la Mary. La puerta del cuarto de baño de tío Ramón no era una preciosidad, claro, pero mi madre decía que daba una sensación de limpieza y de higiene que se agradecía mucho. Mi madre se descomponía si el cuarto de baño no lo dejábamos limpio, sobre todo la taza del váter, y a mí me pasaba lo mismo. Mi madre siempre decía, sin poder esconder en la cara un remanguilleo de satisfacción, este niño ha salido a mí en lo escrupuloso.
Una puerta bonita de verdad era la que daba al gabinete, una habitación pequeña pero con un cierro tan grande como el de la habitación de tío Ramón, un cuartito de estar con una mesa camilla y un sofá de ésos antiguos que tienen un nombre francés, un nombre que suena la mar de cursi: cheslón. Mi madre lo pronunciaba divinamente, como si hubiera vivido en Francia toda su vida, que desde luego jamás la había pisado, pero ella una vez me dio a entender que la gente bien tiene cierta facilidad para los idiomas. Yo había visto montones de cheslones más o menos parecidos en las postales de antes, de los tiempos de mi abuela o de mi bisabuela o peor todavía. Siempre había una señorita la mar de lánguida recostada de lado, como si le faltaran cinco minutos para morirse. Esas señoritas de las postales siempre hacen como que leen un libro, pero encima del libro nunca falta una rosa enorme, que yo nunca comprendí cómo podían leer así, con una rosa como una lechuga tapándolo todo.
—Raras que somos las mujeres —me explicó la Mary, cuando se lo consulté.
Pues aquella puerta que daba al gabinete era, ya digo, preciosa, de madera oscura que cuando le daba el sol parecía roja, y con clavos y un rodapié labrado con cabezas de perros. Como he dicho, mi abuela pasaba muchísimo tiempo en el gabinete, sobre todo por las tardes, y allí hacía sus tertulias y organizaba todo lo de la casa.
Y ya por fin había, en aquella habitación que iba a ser para mí durante todo el verano, otra puerta grandota, de esas que son todas de cristales pequeños y que daba al dormitorio de soltera de tía Blanca, y aquel dormitorio sí que era como para perderse en un descuido, allí se podía jugar al fútbol, y eso que todos los muebles también eran gigantones, empezando por la cama, una plaza de toros. Pero aquel dormitorio no lo usaba nadie desde que tía Blanca se había casado, y era la única habitación de la casa en la que había una luz distinta, como muy quieta, como si no cambiara nunca, a lo mejor porque daba a una azoteíta completamente llena de buganvillas y no se podía airear bien por mucho que la ventana estuviera semanas abierta de par en par. La verdad es que era un alivio pasar del cuarto de tía Blanca al de tío Ramón, y yo, desde la cama, había veces que no quería mirar al dormitorio de al lado porque me parecía un sitio que se había quedado hueco. El cuarto de tío Ramón, en cambio, como decían todos, era una maravilla.
—A este cuarto me voy a venir a planchar todas las tardes —me dijo la Mary—. Así te hago compañía.
Si uno se asomaba un poquito al cierro, veía, por la derecha, la esquina de la Cuesta Belén y el almacén de Domingo, y más al fondo toda la calle hasta la Plaza Alta, donde antes estaba la cárcel y donde sigue la iglesia Parroquial —la iglesia de la O— y el palacio de la duquesa —de la que mi madre me había contado cosas de niña borde de verdad, porque desde siempre habían sido vecinas como quien dice, y mi madre contaba mucho que la duquesita, el día de su primera comunión, bajaba en burro por la Cuesta Belén con el vestido carísimo hecho una lástima y diciendo montones de palabrotas, y por lo visto Franco la había desterrado y andaba por París haciendo locuras; yo hubiera dado cualquier cosa por verla alguna vez, porque me parecía una señora muy divertida y con muchas agallas, pero decían que Franco no la dejaba volver—, y más a lo hondo, antes de llegar al Castillo de Santiago, el cuartel de la Guardia Civil y, casi enfrente, la Casa de la Silla, una bodega de mucho postín, cuyo dueño era un primo hermano de mi abuelo y allí llevaban a toda la gente importante que, por hache o por be, se acercaba de visiteo por el pueblo.
—La duquesa tendrá títulos a esportones —decía mi madre—, pero en educación y en maneras no nos llega a las Calderón ni a la suela del zapato.
Por la izquierda, y aunque la calle Caballero se arremangaba un poquito a partir precisamente de la casa de mis abuelos, uno podía ver la Casa de Maternidad y la Cuesta de los Perros, con una verja que a lo mejor tenía su mérito, pero que estaba la pobre destrozadita, y además en la cuesta había mierda como para parar un tren, todos los chiquillos callejeros aprovechaban para hacer allí sus necesidades y yo creo que la cuesta no la limpiaban nunca. La Mary decía que, por la noche, la Cuesta de los Perros se llenaba de parejitas que no tenían otro sitio mejor donde desahogarse, y yo le pregunté que cómo podía nadie andar por allí con la peste que había. La Mary, riendo, me dijo:
—Niño, cuando te entra la calentura, no hay peste que valga.
Cuando me dijo eso yo ya me convencí de que la Mary era una fresca. Claro que era una fresca la mar de entretenida y se pasaba todo el tiempo, mientras planchaba, descubriéndome cosas muy emocionantes. Me contó que tenía cuatro novios al mismo tiempo y que cada noche se pasaba con uno distinto dos horas de palique en la casapuerta, que siempre con el mismo sería un aburrimiento, que los hombres se ponen muy jartibles en cuanto una mujer afloja una mijita y ella no lo podía soportar, si alguno se subía a la parra lo mandaba en seguida a pelar chícharos.
—Los hombres —me dijo— no sabéis tratar a las mujeres.
Yo le dije que no sabía que a las mujeres hubiera que tratarlas de una manera especial, y ella puso cara de guasa y me dijo:
—Pues ten cuidado, porque una cosa es saberlo y no echar cuenta, que es lo que hacen los hombres, y otra no figurárselo siquiera, que es el defecto de los sarasas.
En eso yo estaba tranquilo, porque un primo de mi padre que se llamaba como mi padre y como yo decía siempre que él no conocía a nadie con ese nombre que fuese mariquita.
Una tarde vino Antonia a hacerme una visita y, como con ella tenía confianza, le dije lo que me había contado la Mary de sus novios y de los hombres, y Antonia me advirtió que no le hiciera caso a la Mary porque era una cochambrosa. Como con la Mary cogí en seguida también un montón de confianza, le dije lo que me había dicho Antonia y entonces ella me dijo que a Antonia lo que le pasaba era que estaba celosa como una burra, pero que no tenía ningún porvenir porque era una lacia y una sansirolé. Luego, aprovechando que mi abuela no estaba en el gabinete, se lió a contarme chistes verdes del Bizco Pardá, aunque siempre decía que no quería contarme muchos porque ya tenía yo bastante con mi destemplanza y no era cosa de ponerme más caliente. Pero no creo que le preocupase mucho el que yo me calentase más de la cuenta. Si alguna vez me contaba algún chiste exagerado de verde, en seguida empezaba a hacer aspavientos, como si tuviera calambres, y se me echaba encima, sujetándome bien para que no me encogiese, y metía la mano bajo la sábana y me rebuscaba en el pantalón del pijama con aquellos dedos que parecían alicates.
—Niño —decía aparentando mucho escándalo y mucho apuro—, no te habrás empalmado, ¿verdad?
Yo al principio nunca me empalmaba, primero porque me daba repele tener a la Mary encima manoseándome de aquella manera, y segundo porque temía que mi abuela nos pillase. Mi abuela no llegó a pillarnos, pero la tata Caridad sí y le dijo a la Mary que era una guarra y un pendón, y luego la engañó diciéndole que mi abuela la estaba buscando. Mientras la Mary estaba fuera, la tata Caridad aprovechó para anunciarme, con mucho misterio, que tenía que contarme otro secreto, otra cosa rara que le estaba pasando. No pudo darme más explicaciones porque la Mary volvió en seguida hecha un basilisco, la llamó bruja piojosa y la mandó que se fuera al lavadero a fregarse con estropajo y jabón verde los sobacos. La tata Caridad era capaz de mirarte como si te fuera a sacar los ojos, pero la Mary no se impresionó:
—Bruja, deje al chiquillo en paz. Y no se le acerque tanto que van a salirle ronchas al niño del pestazo que está echándole.
En eso de la peste la Mary no tenía razón. La tata Caridad no olía peor que el resto de las personas mayores. Para mí, todas las personas mayores tenían un olor horroroso, era como si ya se estuvieran pudriendo, que el hermano Gerardo nos contó la historia de no sé qué santo que tenía, antes de convertirse, una novia guapísima que se le murió, y él quiso dejarla sin enterrar más tiempo de lo corriente, no podía consentir que los gusanos se comieran aquella cara y aquel tipo tan preciosos, así que un día acabó por encontrarse a la muchacha en su propia cama convertida en un esqueleto asqueroso, y el muchacho se impresionó tantísimo que lo dejó todo y se metió a santo, no se lo pensó dos veces; el hermano Gerardo dijo entonces que empezamos a corrompernos desde el mismo día en que nacemos, que las apariencias engañan, y yo estaba convencido de que eso era verdad, a las personas mayores se les notaba mucho. De la alcoba de la bisabuela Carmen, por ejemplo, salía un tufazo tan enorme que a mí a veces hasta me entraba fatiga.
El olor de la tata Caridad no era tan malo, a lo mejor porque le daba un poco más el aire.
—Tengo que contarte un secreto.
Aquello de que tenía que contarme otro secreto me lo estuvo diciendo un montón de días, siempre a escondidas de la Mary.
—Es una cosa la mar de rara que me está pasando, fíjate.
La Mary naturalmente se enteró y le echó una bronca espantosa, la amenazó con decirle a mi abuela que me estaba contando supersticiones.
—No son supersticiones —dijo la tata Caridad, con mucho coraje.
Y yo no creo que fueran supersticiones. Era una cosa rara, desde luego. Cuando por fin me lo contó, aprovechando que la Mary andaba de palique con uno de sus novios en la casapuerta, a mí me pareció una cosa como para preocupar a cualquiera. Sobre todo, teniendo en cuenta que a la tata Caridad ya le faltaba un perfil. Porque a cualquiera le puede faltar un ojo, una oreja, hasta un brazo o el apéndice o algo peor. Pero lo que a la tata Caridad le faltaba de pronto, según ella, a mí me pareció casi imposible que pudiera faltarle a nadie.