—Deme la llave, señora, por Dios, que nos van a dar aquí las tantas de pentecostés.
—Quita, quita…
A mi abuela, por lo visto, no se le ocurría otra cosa que decir. Claro que, me figuro, tampoco podía quitarse de la cabeza la charlotada espantosa de un desfile de visitas chufleándose de ella a cuenta de las bragas y sostenes que habían ido encontrándose en el Recibidor. Así que no tuvo más remedio que decidirse, y fue como si cogiese carrerilla antes de meter, con mucho apuro, la llave en la cerradura mientras miraba para otro lado. Se puso hasta colorada y yo pensé, con el corazón encogido, a la abuela está a punto de darle un sopetón.
Todo lo demás ocurrió muy deprisa. Tan deprisa que yo creí que la Mary no había conseguido nada. La Mary, muy dispuesta, eso sí, había dicho esto lo apaño yo en un periquete, déjeme a mí, señora. En un santiamén hizo sitio para el montón de ropa que llevaba en brazos, aunque también es verdad que todo lo demás lo dejó más estrujado que la picha de un torero. Pero la Mary lo hizo todo tan ligero y con tanta habilidad que pensé que le traería más cuenta trabajar en un circo, y la abuela no tuvo tiempo ni de quejarse. Ya digo, a mí hasta se me cayó el alma a los pies y me dije jeríngate, tonto, seguro que la Mary no ha cogido nada y tú vas a tener que entretenerte chupándote un dedo. Sin embargo, después de que mi abuela cerrase de nuevo con llave y con mucha bulla aquel cuerpo del armario y se fuese corriendo al gabinete porque ya estaba a punto de empezar el visiteo, la Mary me guiñó un ojo. Y me hizo un gesto con la mano para que tuviese paciencia.
—Anda —me dijo luego, medio a gritos, como si estuviese en un teatro—, deja que te arregle un poco la cama, pero no te adormiles, que es hora de merendar.
Habrían tenido que darme cloroformo para que yo me durmiese en aquel momento.
—Luego vengo —dijo la Mary, mientras me estiraba las sábanas, pero ahora cuchicheando y señalando lo que llevaba escondido debajo del delantal—. Después te lo enseño todo.
Pero yo sé que todo no me lo enseñó. Ella me dijo que sí, que no fuese maniático, que iba a terminar mochales como tío Ricardo si no me corregía a tiempo. Que no fuera tan jartible, que aquello era todo lo que había podido sacar del armario sin que la abuela se enterase. Francamente, puede que yo tuviese destemplanza, pero eso no quería decir que me hubiese vuelto carajote: la Mary sólo me enseñó lo que le dio la gana. No me trajo ninguna revista. Me dijo que revistas no había, y tuvo la poca vergüenza de jurármelo por sus muertos.
Cuando la Mary me trajo la merienda, ya había unas cuantas visitas en el gabinete con la abuela, y la pobre de Reglita Martínez —la que durante siglos había sido la novia de tío Ricardo, hasta que tío Ricardo la dejó plantada, ya estropeadísima la criatura, cuando le dio el siroco, y eso que todo el mundo decía que Reglita Martínez, de joven, había sido una belleza— entró en mi habitación a darme un beso y un cartucho de chocolatinas; Reglita Martínez casi todos los días me traía algo y si no se disculpaba, y mi madre me dijo que tenía que agradecérselo mucho porque la pobrecita estaba fatal de dinero, por eso iba a las casas de visita a las horas más inoportunas, a la hora del almuerzo o de la merienda o hasta de la cena, a ver quién le daba de comer, y a cambio, como agradecimiento, contaba todos los chismorreos del pueblo. Una vez también le había oído decir a mi madre que, antes de que ella se casara y de que tía Blanca se echara novio, le tenían mucha tirria a Reglita Martínez porque era una metementodo y una chivata, y Reglita Martínez seguía haciendo lo mismo, pero bastante tenía y a mamá y a tía Blanca ya no les importaba tanto, así que pelillos a la mar. Aquella tarde, Reglita Martínez se fue en seguida al gabinete a contar sus chismorreos y todas las señoras estaban muy entretenidas con la charlita y con el café, así que no había peligro de que nos descubrieran.
—Mira —me dijo la Mary—, esta postal se la mandó un amigo a tu tío Ramón desde San Sebastián. Es la playa de la Concha, fíjate qué hermosura. Dice: «Por aquí hay unas niñas preciosas que están deseando conocerte, les he contado de ti cosas que no se pueden creer y todas te mandan un montón de besos». Menuda pieza tu tío Ramón.
En la postal, claro, no aparecían las niñas por ninguna parte. Otras postales estaban firmadas por mujeres, pero ninguna decía nada de particular, nada verdaderamente atrevido, le felicitaban el cumpleaños o le mandaban recuerdos desde sitios rarísimos como Avilés o Villanueva y Geltrú, aunque todas, pero todas, se despedían diciendo tu amiga que sabes que te aprecia de verdad y no te olvida. Según la Mary, eso quería decir que tío Ramón era un bandido y conquistaba a la que se le pusiera por delante, sin echar cuenta de los sentimientos.
De todas las postales, sin embargo, la que más me llamó la atención fue una que le mandó a tío Ramón un hombre y que decía: «Ya sé que es doloroso pedir lo que no te pueden dar y ofrecer lo que no pueden aceptarte, pero prefiero ese dolor a la cobardía de no intentarlo». Cuando la Mary me lo leyó no entendí lo que se dice nada, pero la postal era muy bonita, un palomo posado en la rama de un árbol y abajo, en el suelo, un perro corriente, callejero, que lo miraba no como si quisiera comérselo, sino como si estuviese enamorado de él.
Le pregunté a la Mary que si me la podía quedar y me dijo que bueno, pero que tuviese cuidado, que si la abuela me la descubría ella no quería saber nada, que dijese que la había encontrado en el cajón de la mesilla de noche. Le dije que sí y me pidió que se lo jurase.
—Te lo juro.
—Por tus muertos.
—Por mis muertos.
De tanto leer lo que estaba escrito en la tarjeta, acabé aprendiéndomelo de memoria. El hombre que la firmaba se llamaba Federico y se despedía diciendo tuyo afectísimo. La Mary no supo explicarme bien lo que significaba aquello de afectísimo, pero me dijo que, de todos modos, a ella le olía a chamusquina.
La Mary, de pronto, se me quedó mirando de una manera rara y, sin venir mucho a cuento, me advirtió:
—Ten mucho cuidado, picha. Hay por ahí un montón de perros y de palomos.
La Mary a veces desvariaba.
Luego me enseñó tres o cuatro fotos, pero seguro que también se guardó alguna para que yo no la viese. De todos modos, en una de las fotos estaba tío Ramón con dos o tres mujeres en maillot en una playa, y la Mary dijo que a ninguna de aquellas gachises le encontraba ella nada de particular, y a mí de pronto me dio por pensar que lo mismo la cateta de la Mary estaba medio colada por tío Ramón y que viéndole en aquellas fotos se ponía medio celosa y se le alborotaba la bandurria, como decía Antonia que le pasaba a ella cuando recibía carta del novio que tenía haciendo la mili en San Fernando.
En otra de las fotos estaba tío Ramón en un bar, con otros dos hombres y lo menos cuatro mujeres y todos parecían medio piripis. La Mary dijo que aquello era seguro, seguro, un bar de alterne, como los que últimamente estaban abriendo a porrillo en Rota para los americanos de la Base. Yo le dije a la Mary fíjate cómo tío Ramón le está cogiendo una teta a la rubia que tiene al lado, y la Mary me dijo tú estás majareta, mocoso, tú ves visiones, ¿no ves que tiene un pitillo entre los dedos?, es sólo que la mano, al pasársela a la gachí por detrás del cuello le queda así, que pareces Jaimito.
—Pero esa rubia no vale un pimiento —añadió.
Para la Mary, ninguna de las mujeres que estaban con tío Ramón en las fotos valía un pimiento. Ni las que estaban en maillot, ni las que iban de calle, ni las que estaban de cacería, todas vestidas como si se fueran a Africa de safari, con unas escopetas grandísimas, pero con unas poses que parecía que estaban ensayando para el teatro de Manolita Chen. Detrás de esa foto ponía, a lápiz, dónde la habían hecho, en Villanueva de la Serena, en junio de 1955. Ni la Mary ni yo sabíamos por dónde caía ese sitio; la Mary dijo que, por lo visto, a tío Ramón le encantaba meterse en sitios peligrosos, y puso una cara que cualquiera podía darse cuenta de que a la cochina se le empezaba a alborotar la bandurria otra vez.
Claro que caérsele la baba, lo que se dice caérsele la baba a la Mary, con la foto de tío Ramón en bañador, una foto donde se veía clarísimo que tío Ramón tenía una facha estupenda. El bañador era de aquéllos antiguos con tirantes, de punto, a rayas blancas y negras —bueno, la foto era en blanco y negro, así que no se podía saber si el bañador era de algún otro color, pero la Mary dijo que ni pensarlo, que los bañadores de colorines eran para las mariquitas como Cigala, el manicura, que los machotes como tío Ramón sólo iban en blanco y negro, en gris todo lo más— y le sentaba estupendamente. La Mary me dijo fíjate qué jechuras tiene el mamonazo, y qué apretura de carnes y que bulto tan grandísimo marca, por Dios. Yo una vez había visto a mi padre en la playa con un bañador de aquéllos y le sentaba fatal, y un día le pregunté a mi madre que por qué papá no tenía músculos como el novio de Antonia, el marinerito de San Fernando, que era boxeador amater y, cuando estaba de permiso y venía a la playa o a las dunas con nosotros, se pasaba todo el tiempo haciendo flexiones. Mi madre me dijo papá tiene algo mucho más importante, que es la inteligencia, pero la verdad es que, con un bañador de punto, a mi padre la inteligencia no se le notaba nada. Menos mal que mi padre iba poquísimo a la playa, lo suyo era el Instituto, donde daba clases de química, y leer todo el santo día en el despachito que mamá le había preparado en casa, un sitio donde no se podía entrar sino para darle a papá las buenas noches; tanto yo como Manolín y Diego comprendíamos que a mi padre no se le podía molestar. A mi madre, en cambio, sí podíamos molestarla, aunque se pusiese hecha una fiera.
Lo raro era que aquella foto de tío Ramón en bañador estaba hecha allí mismo, en su dormitorio, en casa de los abuelos. Yo me di cuenta en seguida. Le dije a la Mary oye, fíjate, tío Ramón se hizo esta foto ahí, apoyado en la puerta del cierro, y la Mary al principio dijo que no, que valiente pamplina, pero luego tuvo que reconocer que yo tenía razón.
—Entonces —le pregunté—, ¿quién le hizo la foto?
Aquello sí que era un misterio. Porque no se la iban a haber hecho ni la abuela ni el abuelo ni tía Blanca ni mucho menos tío Ricardo o la tata Caridad. No pegaba nada. Así que la Mary dijo pues lo mismo se trajo una fulana a que se lo hiciera todo, y yo vi que hasta se le saltaban las lágrimas al decirlo. La verdad es que yo no lo entendía muy bien, porque la Mary tenía cuatro novios y los cuatro venían, uno cada noche, a echar el ratito con ella en la casapuerta, así que no tenía por qué andar con la bandurria desafinada, como decía Antonia cada vez que se tiraba dos o tres meses sin ver a su marinerito, pero también podía ser que ninguno de los cuatro novios de la Mary tuviese las hechuras —ella decía siempre jechuras, que sonaba más vicioso— ni la apretura de carnes ni el bulto tan exagerado que marcaba tío Ramón en el bañador de punto.
—Y qué lástima —dijo la Mary— que en esta foto no se le vean los ojos bien, con los ojos tan verdes y tan preciosísimos que tiene.
Los ojos de tío Ramón también le gustaban una barbaridad, por lo visto, a Cigala, el manicura, que cada vez que venía a hacerle las manos a tía Blanca o a mi madre preguntaba por él y siempre le echaba un piropo, como decía mi madre, en ausencia. Si tío Ramón estaba en casa y Cigala se lo encontraba por el pasillo, el piropo se lo echaba igual —pero de cuerpo presente, como decía la Mary—, qué ojos tan lindos tiene usted, señorito Ramón, y entonces tío Ramón volvía la cara y escupía. Según la Mary, eso a Cigala lo ponía todavía más cachondo.
—Con esta foto me van a enterrar a mí —dijo la Mary, como en un trance, y se la guardó deprisa y corriendo en la pechera.
Todo lo demás se lo metió en el bolsillo del uniforme, debajo del delantal, menos la postal de Federico que yo me quedé.
Y fue un poco milagroso que a ella le diese el ventarrón de quitarlo todo de en medio, porque casi en seguida las señoras de la tertulia empezaron a despedirse y algunas entraron en mi cuarto a decirme adiós y a ver si te mejoras, guapito, que había que ver lo guapísimo que yo era cuando tenía diez años —aunque mi padre decía que los hombres no son guapos por fuera sino por dentro, y que ésa era la belleza masculina que él apreciaba. Reglita Martínez, la pobre, me preguntó que si me habían gustado las chocolatinas y le dije que sí, aunque ni las había probado. Pues sí que estaba yo para chocolatinas, con todas aquellas emociones.
Luego, como todos los días, empezó a entrarme la flojera y a subirme un poco la temperatura. Para mí, aquélla era la peor hora. La Mary tenía que irse a preparar la mesa para la cena de los abuelos, y era como si de pronto la casa se quedara vacía. No se escuchaba nada, ni siquiera el trajín de la Mary que no paraba ni un momento. Sólo las campanas de la Parroquial llamando para el rosario. A mí, cuando me entraba la destemplanza y aquella modorra que me ponía un cuerpo rarísimo, lo único que me apetecía era dormir.
Aquella noche, sin embargo, no me entró sueño alguno. Me sentía como en la noche de Reyes, nervioso perdido, pero cuando la abuela entró a darme un vaso de leche yo cerré los ojos y me puse a respirar despacito, como si estuviera frito de verdad, y cuando la abuela me llamó yo me hice el longui. Me besó en la frente y escuché cómo decía qué chiquillo tan precioso, es un ángel del cielo.
Al cabo de un rato, en la casa no se oía ni un suspiro. Supongo que tío Ricardo todavía no había empezado su excursión, las palomas estarían dormidas, la bisabuela Carmen se habría aburrido de contarse todas sus imaginaciones sobre los bandoleros, y las ánimas del purgatorio andarían organizando en voz baja la serenata de cada noche. Había luna llena y por el cierro entraba mucha claridad. Yo empecé a dar vueltas y vueltas en la cama y no podía dejar de pensar en aquella foto de tío Ramón y en la postal de Federico. Estaba empapado de sudor. Me levanté despacito y sentí que me mareaba un poco, como si el suelo estuviese más bajo de lo que yo pensaba. Me quité el pijama y me quedé en calzoncillos, unos calzoncillos blancos de algodón, de los que mi madre nos había comprado a todos —también a mi padre— porque decía que eran más cómodos y más higiénicos que los de tela con pemiles. Noté que me entraban escalofríos, y me asusté un poco porque a lo mejor la fiebre estaba subiéndome más que nunca. Pero quería verme allí, en el espejo, en la luna del armario, en la misma postura que tenía en la foto tío Ramón. No sé por qué. Quería verme igual que él. Así que fui a abrir un poco la puerta del armario y pegué un respingo cuando la madera crujió, pero después todo siguió en silencio y puse el espejo de manera que pudiera verme desde el cierro, desde el mismo sitio en el que estaba tío Ramón cuando le hicieron la foto. Yo estaba muy delgado y tampoco a mí, con aquellos calzoncillos, se me notaba el bulto ni la inteligencia. Tenía frío, y eso que había oído a la abuela pidiéndole a la Mary que dejase abierta toda la galería, porque aquella noche había bochorno. La claridad que entraba por el cierro me daba un color raro, como si brillase. Yo notaba en la cara el cosquilleo de la calentura, y me daban ganas de dejar caer un poco la cabeza, era como si alguien a quien no veía estuviera acariciándome. Me gustaba, y a la vez me daba miedo que me acariciaran así. Qué lástima que no pueda verme los ojos, pensé, porque el espejo estaba demasiado lejos. Fui acercándome poco a poco, muy despacio, como si flotase y el aire o aquella claridad de la luna me empujasen suavemente. De pronto, me di cuenta de que ya me veía los ojos y sentí una punzada en el cuello, por detrás. Y no sé por qué lo hice. Me quité casi sin darme cuenta los calzoncillos y de pronto me dio por pensar que estaba sonámbulo, pero no era cierto, yo estaba más despierto que nunca. Y asustado. Me entró de repente un miedo horroroso, no sabía por qué, a lo mejor porque nunca antes había estado así, solo y desnudo y mirándome a los ojos. Y otra vez sentí que me mareaba, como si el suelo se hubiera hundido de pronto una cuarta. Y me encogí, como la primera vez que me dio el dolor y me quedé doblado, sin poder respirar, sin poder moverme. Me encogí otra vez como si estuvieran a punto de darme una paliza. Y me di cuenta de que estaba tiritando. Y busqué a tientas los calzoncillos y el pijama y me lo puse todo de mala manera y me pegué en el dedo chico del pie con la pata de la cama —me dolió tanto que pensé que iba a quedarme cojo para siempre— y me tiré en la cama boca abajo, para no ver la luna del armario, y me tapé hasta la coronilla con la sábana porque estaba temblando de fiebre y porque tenía el corazón pegándome saltos, como si alguien me persiguiera.