Justo enfrente de la casa de mis abuelos estaba el palacio de los infantes de Orleans, que no aparecían por allí casi nunca, al menos que yo recuerde; al final parece que preferían El Botánico, otro palacio con un parque inmenso, a la entrada del pueblo, y que todo el mundo decía que era precioso. Mi tía Emilia, la hermana de mi padre, antes iba muchísimo a las fiestas de la infanta doña Beatriz, porque mi tía Emilia siempre fue la mar de elegante, una cosa mala, y yo creo que con eso compensaba un poquito el que su primer apellido, que es el mío, aunque sonoro y original, no apareciera ni por casualidad pintado en la tapia o en el tejado de ninguna bodega. Luego, doña Beatriz se murió y en el pueblo le hicieron unos funerales divinos, muchísimo mejores que los que por lo visto le hicieron en Madrid, y desde entonces ya casi no había fiestas en El Botánico ni en el palacio del Barrio Alto y, si las daban, porque alguno de los hijos de la infanta se empeñase, ya no eran como en los buenos tiempos. Eso decía mi tía Emilia, con muchísima tristeza.
Cuando mi padre y mi madre se casaron —antes de que fueran mi padre y mi madre, claro—, mi tía Emilia consiguió que los infantes los invitaran una tarde a merendar, y mi madre siempre que lo contaba ponía cara de mucho pitorreo. Yo creo que, en el fondo, mi madre siempre ha pensado que una Calderón es por lo menos tanto como una Orleans, sobre todo desde que en España se proclamó la república y más en el pueblo, donde los Calderón Lebert siempre tuvieron mucha categoría. Cuando era joven, a mi madre le encantaba bromear con esas cosas y mi tía Emilia se horrorizaba, decía que era como un sacrilegio.
—A Emilia lo que le pasa —decía mi madre, chufleándose— es que tiene complejo porque ha vivido siempre en el Barrio Bajo. Yo comprendo que es una cosa que no se puede remediar.
A cuenta de eso, mi tía Emilia se llevaba unos sofocones espantosos. Mi tío Ramón, el hermano más joven de mi madre y el balarrasa de la familia, también se metía con la pobre tía Emilia en cuanto se encartaba y le decía que en aquel pueblo la gente bien había vivido siempre en el Barrio Alto, que el Barrio Bajo era para gente de medio pelo, por mucho pisto que se diera, y para los marineros de la calle Barrameda. Tía Emilia entonces se ponía hasta colorada y decía que tío Ramón era un cafre y un balaperdida, pero que tenía mucho encanto y mucho caché.
Toda la familia Calderón Lebert tenía un caché despampanante, según mi tía Emilia, y estaba en la gloria de haber emparentado con ella. Se pasaba media vida de visiteo en casa de mis abuelos, una casa que, como ya he dicho, además de estar en el Barrio Alto, era enorme y de mucha categoría, aunque por fuera no lo pareciese tanto; en realidad, los Calderón Lebert siempre han sido muy especiales y nunca se han dedicado a presumir de lo que hayan podido tener ni de llevar un apellido con mucha solera, un apellido pintado con letras gigantes en las tapias de todas las bodegas de la familia. Nunca han presumido de nada de eso, excepto, quizás, mi madre y mi tía Blanca cuando eran jóvenes y se ajumaban un poco en el Chin-Pún.
En casa de mis abuelos había un patio grande y húmedo, todo de mármol, con un pozo en el centro, también de mármol, precioso, y helechos gigantes en grandes macetones junto a las columnas. El patio tenía eco y una luz rara; si uno se quedaba allí un ratito, a la hora que fuese, y se paraba a pensarlo, siempre parecía que estaba a punto de anochecer. A mí no me gustaba mucho el patio, sin saber muy bien por qué, a lo mejor por culpa de aquel eco y de aquella penumbra perpetua que hacía que uno se sintiera como mareado, y prefería mil veces cualquiera de las azoteas de la casa, desde las que se podía ver todo el pueblo y donde uno no podía comprender, con aquella luz tan rabiosa y tan tirante, que alguna vez pudiera hacerse de noche. Sobre todo en verano. En invierno, cuando íbamos a ver a los abuelos, casi siempre los domingos por la tarde, volvíamos pronto a casa y mi prima Rocío aprovechaba para presumir porque a ella la dejaban siempre quedarse hasta las tantas. Mi prima Rocío era hija única de mi tío Esteban, el hermano mayor de mi madre, y nació el mismo día que yo pero cuatro horas antes, lo que le servía para mortificarme continuamente. Era una redicha y presumía sin ningún fundamento de montones de cosas, aunque tengo que reconocer que lo del mirador era algo que me traía por la calle de la amargura. El mirador era una habitación enorme y destartalada que había junto a la azotea del último piso y, en invierno, algunas tardes de domingo, cuando llovía, nos dejaban meternos allí porque era donde dábamos menos lata. En el mirador se amontonaban muebles viejísimos, cacharros que no se sabía bien qué eran ni para qué servían, baúles llenos de ropa de los tiempos de maricastaña y una misteriosa colección de polvorientos retratos al óleo, retratos que a mí me parecían de mucha alcurnia —tía Emilia me había enseñado esa palabra que me encantaba— y yo no acababa de entender por qué todas las habitaciones y galerías de la casa no tenían las paredes llenas de aquellos señores y señoras tan aparentes. Alguna vez se lo pregunté a mi madre y ella entonces sólo sabía decir ay por Dios con muchos aspavientos, como si le diesen grima los retratos. Mi prima Rocío, que siempre fue muy novelera, me juró que ella conocía el secreto, porque de algo tenía que servir el poder quedarse en casa de los abuelos, en invierno, cuando se hacía de noche. Rocío me explicó que todos aquellos hombres y mujeres de los cuadros eran antepasados nuestros y que se pasaban las noches gimiendo y charlando entre ellos como descosidos.
—Se quejan de las penas del purgatorio —me dijo—, y piden oraciones y misas en tal cantidad que toda nuestra familia junta no podría encargarlas porque nos arruinaríamos. Así que no hubo más remedio que encerrarlos en el mirador. Pero si te quedaras aquí alguna noche, ya verías cómo se escuchan sus súplicas y lamentos por toda la casa.
De modo que, cuando mi madre se puso farruca y me dijo mañana te llevaremos a casa de los abuelos para que pases allí el verano, yo lo primero que pensé, la verdad, fue que por fin iba a poder oír a aquellas almas del purgatorio pidiendo misas, poniendo como un trapo a toda la familia Calderón Lebert, que no estaba dispuesta a gastarse un real en la salvación eterna de sus antepasados, y a lo mejor hasta diciendo palabrotas. A Rocío le iban a dar las siete cosas cuando lo supiera, porque yo podría escucharlo todo durante toda la noche, y no como ella, sólo durante un rato.
Como cualquiera puede comprender por lo que llevo dicho, la casa de mis abuelos no era una casa corriente, y eso que no he hecho más que empezar. La Mary, la muchacha del cuerpo de casa, me dijo que aquello era un pangelingua con tomate. Yo le pregunté qué significaba pangelingua y ella me dijo que ni idea y que además le sudaba el chocho lo que significase, pero que a ella le sonaba a barullo del copón y que por eso lo decía. La Mary hablaba así todo el tiempo. Ella decía que aquella casa la estaba poniendo mal de los nervios y que con los nervios desatados se le iba la lengua, y yo no sé si sería para tanto, pero la verdad es que lo que pasaba allí seguro que no pasaba en ningún otro sitio.
Estaba, por ejemplo, aquel olor, un olor que yo no he vuelto a encontrar en ningún lado. Era un olor espeso, dulzón y un poquito empalagoso; un olor que te acompañaba a todas partes, pero que no era igual en unos cuartos que en otros, era más fuerte o más suave según en qué habitaciones, como si fuera un olor inteligente y bien educado y supiera lo que convenía a cada lugar y en cada momento. Muchas tardes de las que íbamos a visitar a los abuelos me entretenía descubriendo el olor de cada cuarto, de cada mueble, de las cortinas del comedor o de los cojines de las butacas y mecedoras del gabinete donde mi abuela, mi madre, mis tías y las señoras que iban a diario merendaban, hacían punto o crochet y jugaban a las cartas. Para mí era como descubrirle el alma a cada habitación, y hasta tocársela un poco y hundir en ella los dedos suavemente, como en el vientre de la perra Yoli cuando estaba esperando crías.
También la luz en aquella casa era algo especial, sin comparación con la que había en nuestro piso o en otras casas que yo conocía. La luz era medio verdosa y parecía que uno se podía acostar en ella. Era más clara la que entraba por los cierros que daban a la calle Caballero y al palacio de los infantes, más amarilla y como rizándose un poco la que venía de la callejuela del Monte de Piedad, más de color naranja la que iba metiéndose en las alcobas desde las azoteas del primer piso, deslizándose como una gran serpiente adormilada entre las enredaderas y las persianas de color marfil. Era una luz que, misteriosamente, siempre dejaba un poco de resplandor, hasta cuando se hacía de noche, como si comprendiera que, aunque el mundo esté hecho como está, en aquella casa hacía falta un poquito de claridad de madrugada.
Y es que de noche, en" casa de mis abuelos, seguían pasando cosas como si nada, como si fuera peligroso el que todo se quedara quietecito y en silencio. Por una parte, estaba aquella cháchara de nuestros antepasados del mirador y, por otra, el trajín interminable de tío Ricardo. Tío Ricardo era el hijo menor de la bisabuela Carmen, mucho más joven que mi abuelo y que tío Antonio y tía Victoria. Tío Ricardo estuvo siempre como una cabra, pero llevaba todas sus manías con mucha dignidad y desenvoltura. Sólo salía de noche de sus habitaciones del piso bajo, siempre llevaba el pijama puesto y nunca comprendía cómo los demás podían hacer tantas cosas seguidas sin aturrullarse. El tenía que hacerlo todo con una grandísima parsimonia, de manera que se le echaba el tiempo encima y no había forma de que viviese al ritmo de todo el mundo. Así que, por ejemplo, desayunaba a las. siete de la tarde, almorzaba —con un poco de suerte— a media noche, tocaba la campanilla pidiendo la merienda justo con el amanecer y cenaba rayando el mediodía; a partir de ahí, empezaba de nuevo a acumular retrasos y a encajar en horas rarísimas las comidas, el churreteo de su aseo personal —mucha gárgara y mucho purgante para estar impecable por dentro, pero de lo de fuera se olvidaba durante meses y daba penita verlo—, los intentos inútiles de las criadas por arreglar un poco su alcoba, su vestidor y su gabinete, y sus paseos perfectamente cronometrados hasta la playa de Valdelagrana, en El Puerto, siempre en coches de alquiler con chófer que se pasaban horas aparcados frente a la casa y salían por un dineral.
—Pero el dinero es suyo y se lo gasta como le sale del regaliz —decía la Mary—. Bien que hace.
De todas formas, cualquiera podía comprender que organizarse todo aquel jubileo, y encima cuidar a sus palomas —porque tío Ricardo criaba palomas y hacía con ellas cosas de mucho mérito—, tenía que resultar espantoso, y así se pasaba el pobre todo el rato diciendo ojú qué lío, ojú qué lío.
La verdad es que yo no veía mucho a tío Ricardo atareado con las palomas y haciendo con ellas las habilidades tan increíbles que la Mary me juraba que le había visto hacer. Decía la Mary que tío Ricardo ponía a las palomas de lado, pero siempre mirando hacia el mismo sitio, hacia el campanario de la Parroquial, y que les enseñaba fotos, dibujos, les hacía morisquetas, les hablaba con los dedos como si fueran sordomudas y estuviera amaestrándolas. Las palomas más espabiladas eran capaces, según la Mary, de reconocer a una persona si tío Ricardo antes les había enseñado su foto con la suficiente paciencia y cabezonería, pero yo nunca me lo creí del todo. En realidad, ya digo, a tío Ricardo era difícil encontrarle dos días en el mismo sitio a la misma hora, y, pensándolo bien, era rarísimo que las palomas pudieran seguirle y obedecerle, por poco que fuera, en aquel desbarajuste. La Mary, como estaba todo el día zascandileando, andaba más al tanto de los progresos asombrosos de tío Ricardo con las palomas y decía que a veces se tenía que pellizcar para creer lo que estaba viendo, porque se quedaba zurumbática perdida. Yo sólo veía las palomas revoloteando por el patio y las azoteas y escuchaba, eso sí, aquel zureo que llenaba la casa de un runrún como un hervor de murmuraciones.
Una tarde, poco antes de aquel verano que pasé convaleciente y medio tarumba por culpa de la destemplanza y de las cosas que me pasaron en casa de mis abuelos, me fijé en una paloma que se paseaba, con un movimiento raro y como melindroso, por el pretil de la azotea chica y no sé por qué —a lo mejor porque había hecho uno de aquellos días nublados que ya de chinarri, como decía la Mary, me ponían medio mustio— en seguida pensé que era una paloma tristona y solitaria y que lo estaba pasando mal. Cosas así se me ocurrían a mí de vez en cuando. Desde aquella tarde, empecé a ver aquella paloma casi todos los días que íbamos a casa de mis abuelos, y en cuanto pude se la señalé a la Mary. Ella se rió de mis ocurrencias y me explicó después, dándose muchos aires de enterada, que no era paloma sino palomo y que lo único que le pasaba era que había salido cojo y que ya sabía yo lo que se decía de los palomos rengos. La Mary dijo que era una lástima, porque era un palomo bonito, pintado de negro, o sea zarandalí, y además zumbón, con aquel buche pequeño y alto que le daba un aire un poquito litri y peripuesto. Nadie tenía la culpa de que cojease y no le hicieran tilín las palomas.
—Uno menos para traer palomas al mundo —dijo la Mary—, con lo jartibles que son.
No sé por qué yo me acordé de pronto de cuando tuve que probarme el traje de primera comunión, que la hice de marinero y de pantalón largo, y el sastre, al probarme la primera vez, dijo uy este niño tiene una pierna más corta que otra, y era verdad porque el pemil izquierdo se me quedaba un poco respingón. Mi madre me dijo que no me preocupase, que era una tontería y le pasaba a casi todo el mundo, pero yo me pasé un montón de días mirándome en el espejo del armario de su dormitorio y, aunque poco a poco se me fue olvidando, tardó mucho en quitárseme el comecome de saberme cojo, por poquito que fuera y por mucho que me dijese a mí mismo que no se me notaba nada.
A mi prima Rocío, desde luego, no se lo conté, con lo repajolera que sabía ser para mortificarme, pero a Antonia, la niñera, sí se lo confesé y ella me dijo no seas tan novelero que empiezas imaginándote que eres cojo y acabas creyéndote el conde Drácula. A la Mary nunca se lo dije.
La Mary decía que las palomas eran unas jartibles porque lo ensuciaban todo una barbaridad, y mi madre y tía Blanca también rajaban mucho contra las palomas de tío Ricardo porque destrozaban los tejados y, como siguieran multiplicándose de aquella forma, acabarían con toda la casa. Y cuando la casa fuera una ruina —o, simplemente, cuando desaparecieran los abuelos, por ley de vida— ¿quién iba a cuidar de tío Ricardo? Esa era una de las grandes preocupaciones de la familia desde que tío Ricardo empezó a volverse chaveta y rompió su noviazgo con Reglita Martínez, una medio pariente nuestra con la que tío Ricardo llevaba más de diez años de relaciones.