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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (18 page)

—Vamonos a la cocina —dijo la Mary—, que dentro de nada va a empezar el lililí.

Yo no la había sentido llegar, pero no sería porque se andaba con escrúpulos respetuosos, que no se le había puesto ni cara, ni voz, ni andares ni manoteo de Viernes Santos o de misa de difuntos. Ella, como siempre: una levantera. Seguía llevando en el brazo el hábito de la Milagrosa, y yo le pregunté, camino de la cocina, si tía Victoria por fin se había salido con la suya, pero no, la abuela había visto el hábito y le había parecido cochambroso y a la bisabuela Carmen la iban a amortajar, por fin, con un traje de alivio que la abuela ya no se ponía, aunque le sobrara mortaja por todas partes.

—Y ahora que no nos ve nadie nos vamos a hacer una tortilla de dos huevos —la Mary sabía que José Joaquín García Vela me los tenía prohibidos—, porque ya ves de lo que le ha servido a tu bisabuela privarse de sus gustos.

La Mary se refería a los noviazgos de la bisabuela Carmen con los bandoleros. Claro que la bisabuela Carmen se había muerto con noventa y cuatro años, y hasta última hora estuvo dando la tabarra con sus pretendientes de Sierra Morena, de forma que si se privó de algo que tanto le gustaba no fue por falta de tiempo ni por no insistir. Y morirse tiene que morirse todo el mundo; lo tonto era morirse pronto o en pecado mortal sólo por darse un capricho, que ya decía el hermano Gerardo que por un instante de placer podía achicharrarse uno por toda la eternidad. Un instante de placer, por lo visto, era como una tortilla de dos huevos: no tienes fuerza de voluntad para resistir la tentación, y luego pagas las consecuencias. A mí, de todos modos, la tortilla de dos huevos me supo a gloria.

—De lo que me alegro —dijo la Mary— es de que tu bisabuela se haya muerto con buen sabor de boca. ¿No te fijaste en que hasta le cambió la cara cuando empezó a decir aquello de gloria bendita, gloria bendita?

Yo siempre le había visto a la bisabuela Carmen la misma cara de regaliz mascado, pero no quise llevarle la contraria á la Mary, no se fuera a enfadar y me dejase otra vez solo.

—Los hombres dejan un gusto muy rico, picha. Fíjate cómo le volvió el sabor a tu bisabuela, y eso que estaba en artículo mortis, en cuanto les vio las carnes y el boniato a los bandidos de la revista. ¡Las carnes y los boniatos que recordaría ella de pronto!

Tal y como lo contaba la Mary, estaba claro que la bisabuela Carmen se había muerto en pecado mortal, por mucho viático y mucha extremaunción que le hubiera administrado don Anselmo a las ocho de la mañana. Yo eso sólo lo pensé, pero no lo dije porque me daba miedo que fuera verdad. Y además porque tía Blanca entró en aquel momento en la cocina y le dijo a la Mary que espabilara, que había que hacer café porque ya estaban llegando las visitas, que seguro que íbamos a tener una avalancha y ahora se iba a ver lo querida y lo respetada que había sido la bisabuela Carmen.

—Y tú vete a tu cuarto —me dijo tía Blanca—, que estas cosas no son para los niños.

Yo no sabía qué no era para los niños, si hacer café, si estar entre las personas mayores que venían de visita, o si pensar que la bisabuela Carmen estaba muerta.

También vino mi madre a la cocina, haciéndose la doñaordenada, y me dijo lo mismo, pero con peores modos y peores palabras, que me quitara de en medio porque no hacía sino estorbar. La Mary, a espaldas de tía Blanca y de mi madre, me hizo señales para que me fuera, que mejor si les hacía caso, porque en los duelos hasta los más cuajones acababan con los nervios de punta, o por lo menos eso fue lo que yo le entendí entre las morisquetas y los aspavientos que me hizo.

Me fui de mala gana. Por la galería, me encontré a algunas visitas que andaban curioseando por la casa, mirando los cuadros y los muebles con mucha atención, como si estuvieran cavilando qué se iba a llevar cada uno, como si con la muerte de la bisabuela Carmen aquella casa fuera a desbaratarse y todo el mundo pudiese coger lo que quisiera. Dos señoras estaban chismorreando delante de las fotografías de boda de mis padres y mis tíos, y a lo mejor echaban de menos a tío Ramón y se estarían preguntando ¿por dónde andará ese balarrasa? En el gabinete había ya muchas señoras y seguro que faltaban sillas, de mi cuarto habían desaparecido las dos que la abuela acababa de tapizar con una cretona muy alegre. Las sillas estaban una a cada lado del armario de luna donde la abuela guardaba las cosas de tío Ramón, y a mí me dio aprensión ver de pronto que no estaban, como si la muerte de la bisabuela Carmen hubiera empezado a comerse cosas por todas partes. Pensé que lo mejor que podía hacer era no mirar, y no escuchar a las visitas en el gabinete, y ponerme a remirar tebeos para ver si me olvidaba de que la bisabuela Carmen estaba muerta. Los tebeos los tenía ya vistos y revistos, pero cogí los de Roberto Alcázar y Pedrín porque eran los que más me gustaban.

Y entonces me acordé de tía Virginia Serrador, porque ella decía siempre que Roberto Alcázar era clavado a su difunto marido. Y me acordé de que tía Virginia Serrador estaba siempre canturreando una canción que se llamaba
Sabor a ti,
y cuando el trío Los Panchos la cantaba por la radio tía Virginia Serrador dejaba empantanada cualquier cosa que estuviera haciendo, aunque fuera lo más sagrado, y ella sí que se quedaba embelesada. Tía Virginia Serrador ni era tía nuestra ni nada, era la viuda del viudo de una prima segunda de mi padre, pero cuando se murió su marido la pobre se había quedado sin un real y a mi padre le dio lástima y le dijo a mi madre que por qué no la cogían de señorita de compañía para nosotros; fue la única vez que Manolín, Diego y yo tuvimos señorita de compañía, las otras veces lo que teníamos era niñera. Tía Virginia Serrador se mandó hacer unas tarjetas de visita en las que, debajo de su nombre y de su condición, viuda de Marmolejo, ponía «Institutriz», y ella en la casa no tocaba ni un plumero, su marido la tenía como una reina y le hubiera dado una privación si la hubiese visto haciendo faenas de criada, ella a su difunto no podía ofenderlo así. Nos llevaba al colegio, nos daba las comidas, nos ponía de punta en blanco para salir por la tarde de paseo a La Calzada. Y eso sí, canturreaba todo el tiempo
Sabor a ti.
Y me acordé de que ella decía lo mismo que la Mary, el gusto tan rico que deja un hombre, y que el gusto de su difunto lo tenía ella bien encajado, que no iba a cansarse nunca de saborearlo, y yo le pregunté que si no se le confundía nunca con el gusto de la comida o del café, y ella me dijo que si le prometía guardarle el secreto me confesaba una cosa. Yo le prometí que no le diría nada a nadie —palabrita del Niño Jesús—, y ella entonces abrió la boca, se señaló los dientes, sonrió como una contorsionista que estuviera a punto de ponerse los tobillos en la punta de la nariz, y en un periquete hizo algo que me dejó con la boca como un lebrillo: se sacó de un tirón toda la dentadura, que era postiza, y se la volvió a poner con la misma bulla, y sonrió otra vez, ahora como si acabara de salir sin un rasguño de un cajón que acababa de atravesar con espadas un mago de los de la feria, y me dijo: Era la dentadura postiza de mi esposo, y así es como si tuviera siempre su boca con la mía, así llevo siempre el sabor a él, aprende hijo mío lo que es el verdadero amor matrimonial. Mi padre no tenía dentadura postiza —se lo pregunté tantas veces a mi madre que ella acabó por mandarme que me callara de una vez, que le estaba dando hasta asco—, y entonces lo que tenían mi madre y mi padre a lo mejor ni era amor matrimonial ni nada parecido.

—Chiquillo, ¿qué te pasa?

La Mary se había escapado un momento y me encontró con la cabeza escondida debajo de la almohada, pero yo ni me había dado cuenta de que estaba así.

—Esto parece la novena de la Caridad —me dijo la Mary—. La casa se ha puesto de bote en bote. He hecho esta tarde más cafés que el Bar Correos.

Pero, por lo visto, las visitas ya habían empezado a desfilar y dentro de nada se quedaría sola la familia velando a la bisabuela Carmen.

—No te vayas a dormir —me advirtió la Mary— que en seguida te traigo la cena.

No tenía ganas de cenar, pero seguro que la Mary no me perdonaba la cena completa, con los dos platos y el postre. Con tanto jaleo, tampoco había merendado, y sin embargo era como si estuviese empachado y me costara trabajo hacer la digestión.

Reglita Martínez, por aquello de que era como de la familia, que ya se lo había dicho tía Victoria, entró a darme un beso y hasta me dio el pésame, me dijo con mucha solemnidad te acompaño en el sentimiento, hijo mío. Fue la única que lo hizo. Cuando se murió la bisabuela Carmen nadie más me acompañó en el sentimiento, ni siquiera la señora que entró con Reglita Martínez en mi dormitorio y a la que yo sólo conocía de vista.

Mientras Reglita Martínez me besuqueaba y se empeñaba en arroparme con la sábana como si quisiera asfixiarme, la otra señora fue pasando revista a todo el cuarto, y pasó la mano con mucha suavidad por encima de la cómoda, y hasta descolgó un cuadro para mirarlo por la parte de atrás, y se metió en el cuarto de baño y estuvo allí como media hora mientras Reglita Martínez me decía que menos mal que no se había muerto la bisabuela Carmen mientras ella estaba cuidándola, que ella seguramente no hubiera podido resistirlo.

Cuando la otra señora salió del cuarto de baño, tirándose de la faja, se quejó de que ya era tardísimo, pero ella se puso otra vez a curiosear todos los cuadros y las cortinas y el jarrón de cristal que la abuela tenía, siempre lleno de jazmines frescos, encima de la cómoda. La señora metomentodo dijo éste era el cuarto de Ramoncito, ¿verdad?, ¿y qué se sabe de él?

—Seguro que está en un crucero con lo mejor de la alta sociedad —dijo Reglita Martínez.

Por suerte, la Mary apareció en aquel momento con mi cena y dijo, con toda frescura, que Reglita Martínez y la otra señora eran las únicas visitas que quedaban ya en la casa y que las señoras de la familia iban a empezar un rosario en el cuarto de la bisabuela Carmen, junto al cuerpo presente. Reglita Martínez y su amiga dijeron que qué apuro, por Dios, y se fueron con muchas prisas.

—Ahora vas a cenar tranquilito —dijo la Mary—, Hasta la hora del entierro, mañana a las doce, no tenemos que apurarnos.

La familia entera —es decir, las personas mayores— se iba a pasar despierta y levantada toda la noche. Las señoras, rezando rosarios y jaculatorias junto al cuerpo presente de la bisabuela Carmen, y los hombres en el piso bajo, en el escritorio, hablando de sus cosas.

—Picha, deja de masticar y traga. Ni que te estuviera dando un purgante.

Me costaba mucho tragar, como si tuviera remordimientos, y además, sentado en la cama, no podía dejar de mirar los sitios vacíos donde antes estaban las sillas que la abuela había mandado tapizar con una cretona alegre. A lo mejor las visitas, aprovechando que la bisabuela Carmen se había muerto, habían empezado a llevarse algunos muebles. O a lo mejor la muerte había empezado a desbaratar cosas y había empezado por las sillas de mi habitación.

—Mira, si no vas a tragar, me lo dices y a tomar viento. Yo no me pienso llevar un sofocón.

—Es que tengo que preguntarte una cosa —le dije a la Mary, y puse cara de que ya no me cabía en el estómago ni una gota de agua.

La Mary me quitó la bandeja y la dejó encima de la cómoda y puso cara de curiosidad.

—¿Y se puede saber qué tienes tú que preguntarme?

—Una cosa.

—Pues pregúntala ya, alma de cántaro.

Yo me seguía acordando de la bisabuela Carmen repitiendo sin parar gloria bendita, gloria bendita. Y de la tía Virginia Serrador canturreando
Sabor a ti
sin que se le moviera nada la dentadura postiza de su difunto. Y de la Mary diciéndome que los hombres dejan un gusto muy rico. Así que le pregunté:

—¿Las mujeres tienen el mismo sabor que los hombres?

La Mary dijo uy, niño, qué rabúo me estás saliendo, y se echó a reír. Después se puso seria y se quedó pensando. Al cabo de un buen rato, dijo:

—Yo creo que los hombres saben mucho mejor, qué quieres que te diga.

La Mary se sentó a mi lado, en el borde de la cama, y me miraba con mucha atención. Luego me fue acercando la cara, y separó un poco los labios, y cerró los ojos, y cuando le di un beso en los labios ella no hizo nada. Después, sí. Después empezó a besarme los cachetes, la barbilla, la nariz, los ojos, y me fue besando detrás de la oreja, y yo no dejaba de mirar el hueco donde habían estado las sillas tapizadas de cretona, y la Mary me besaba muy despacio, me besaba el cuello, y me fue abriendo la camisa del pijama mientras me iba besando el pecho, y las tetitas, y los hombros, y pensé que a lo mejor yo ya era un hombre y tenía un gusto muy rico, y la Mary me besó el estómago, el ombligo, muy despacio, muy suavecito, sin apretar, y me desató el cordón del pantalón del pijama, y me pidió que me acostara bien, que me estirase, que ya era hora de dormir, y me metió la mano por el pijama como si tuviera miedo, y yo de pronto me di cuenta de que tenía empinado el alfajor, como la Mary decía, y quería preguntarle a la Mary si mi sabor era tan rico como el de un hombre, pero no pude, porque entonces la Mary me puso una de sus manos sobre la boca, para que se la besara, y yo se la besé, despacio, como hacía ella, y la mano de la Mary estaba rasposa y olía un poco a sosa de lavar y no sabía a nada, era como si estuviera besando un papel, y me pareció que escuchaba los murmullos de las mujeres rezando el rosario, y la Mary quería que le besara los brazos, y los hombros, y el cuello, y la cara, y yo lo besaba todo muy despacio, tan despacio que era como si no llegara a besarlo, y me quedé dormido sin darme cuenta…

Por la mañana, la Mary me despertó y me dijo que me tenía que vestir para despedirme de la bisabuela Carmen.

—Y date prisa que no me puedo entretener.

La Mary estaba con la aceleración, y cuando ella se ponía así no se andaba con monsergas.

Mi madre había dicho que yo no estaba para ir a la iglesia ni al cementerio, pero que podía estar en la galería —bien vestido, eso sí— cuando se llevaran la caja.

Pero yo no quería levantarme, no quería ver cómo se llevaban a la bisabuela Carmen y cómo se iban todos a la iglesia y al cementerio y me dejaban solo en la casa. Las campanas de la parroquia habían empezado a tocar a duelo. Y le dije a la Mary que cerrara todas las puertas de mi dormitorio, que no me encontraba bien, que creía que me había subido la fiebre y que después me contara ella lo que había pasado.

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