Tía Victoria seguía embelesadísima, de manera que la Mary y yo, mientras tanto, íbamos pasando las páginas de las revistas al tuntún, mirando las fotos. A mí, las que más me gustaban eran las de las modelos que salían desfilando en París, todas con unas fachas estupendas, con unos figurines de ensueño, con cutis de porcelana. Yo me quedaba embobado mirándolas. Y eso que la Mary me dijo que muchas de ellas no eran ni siquiera de buena familia, que eran niñatas corrientes o menos que corrientes, pero que habían salido finitas y dispuestas.
—Si tú en vez de haber salido niño hubieras salido niña —me dijo la Mary—, con esa cara tan preciosa que tienes y con el tipazo que vas a tener, habrías podido ser una modelo de campeonato.
A mí también me gustaban mucho las misses, a todas les regalaban un viaje alrededor del mundo y un vestuario escogidísimo. Y los reportajes más aburridos, sobre todo si tía Victoria estaba embelesada y no podía comentarlos, eran los de los conciertos, las cenas benéficas llenas de carcamales de medio pelo, las procesiones y, por mucho que tía Victoria los quisiera adornar, los recitales, incluidos los suyos. Así que, aprovechando el embeleso de tía Victoria por culpa del príncipe Michovsky, la Mary y yo nos saltábamos todo eso y buscábamos las revistas en las que salían artistas, princesas, modelos y misses. Por lo menos, pasábamos el tiempo tan ricamente.
Pero, de pronto, la Mary pegó un grito tan fuerte que casi me da un síncope. Chilló de verdad. Y con un dedo más tieso que el alcalde en la procesión del Corpus, señalaba una revista que ella misma había abierto, casi sin darse cuenta, de par en par. Una revista que seguro que tía Victoria no sabía que estaba allí. Una revista, sin embargo, que yo reconocí en seguida. Era la que Luiyi tenía encima del perejil, la noche que yo le vi echado en una tumbona en cueros vivos.
La revista se llamaba
Adonis
y estaba llena de muchachos con tantos músculos como Luiyi, y todos estaban con el perejil al aire, todos en pelota picada. En algunas fotografías, salían dos o tres haciéndose cucamonas, y tía Victoria, cuando salió de su embeleso por culpa de los gritos de la Mary —que no eran gritos de susto, sino de nerviosismo—, abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a desencajar y soltó un montón de carcajadas medio histéricas. La bisabuela Carmen también chillaba por su cuenta, como si ella no quisiera perderse el espectáculo. Tía Victoria gritó:
—¡Luiyi! —y se notaba que quería estar enfadadísima, pero la risa se le escapaba hasta por las orejas.
Luego, sin parar de reírse, dijo que cómo iba ella a figurarse que el mariconazo de Luiyi tuviera semejantes porquerías, que con qué clase de hombre había estado ella despachando, que inmediatamente iba a ponerlo en la soberana calle. Tía Victoria, con aquel ataque de risa, parecía una mujer del Barrio Bajo, dándose palmotazos en los muslos y todo.
Y cuando tía Victoria se fue, llamando a gritos a Luiyi para despacharlo a Badajoz, diciéndole mariconazo a voces por la galería, la Mary cogió la revista, la miró y remiró de punta a punta, me dijo que yo no tenía edad para ver aquello, pero que la bisabuela Carmen sí, que por qué no, que con aquellos pedazos de gachos se le pasaba a cualquiera la obcecación con los bandoleros, y enfiló la cama sin pensárselo dos veces y le plantó la revista a la bisabuela Carmen, con tantísimo músculo y perejil, a una cuarta de la nariz. Y la bisabuela Carmen chilló. ¡Que si chilló! Y se puso a temblar, pero no de sofocación o descompostura. A mí me pareció que temblaba de contento. La boca le rebullía como la tapadera de una olla con puchero hirviendo. La nariz, tan afilada, parecía como si quisiera olerlo todo. Los ojos le pegaban chispazos como si acabaran de darles cuerda. Y de repente dejó de chillar, pero en seguida empezó a hacer ruidos raros con la garganta, como una cañería cuando vuelve el agua después de un corte en la general, y de pronto, y bien clarito, empezó a decir:
—Gloria bendita, gloria bendita… De verdad. Decía eso. Gloria bendita. La Mary también salió corriendo a avisar a todo el mundo y en un santiamén la alcoba se llenó de gente:
tía Victoria, la abuela y el abuelo, la tata Caridad que iba de un lado para otro a la pata coja, Manolo el chófer, el hijo de Sudor Medinilla, que dijo que aquello era un fonomotriz espontáneo —lo tuvo que repetir un montón de veces, porque todo el mundo, uno detrás de otro, fue preguntando ¿un qué?—, y don Anselmo, el párroco de la Merced, a quien hubo que llamar porque el padre Vicente seguía de viaje.
La Mary había escondido en su cuarto la revista y ni ella ni yo dijimos lo que había pasado.
La Mary me dijo, por lo bajo:
—Qué joío el Luiyi. Con uno de ésos sí que bailaba yo un vals.
Y la bisabuela Carmen no se cansaba de repetir:
—Gloria bendita, gloria bendita…
Don Anselmo, el párroco de la Merced, dijo que la bisabuela Carmen tenía ya un pie en el paraíso.
La bisabuela Carmen murió al día siguiente, a la hora del almuerzo, de manera que todo el mundo se quedó en ayunas y aquello fue un desbarajuste. Cuando la Mary iba con la sopera por el pasillo, apareció Loli, la enfermera de mañana, echando tanto jumo como la sopa, y se metió en el comedor sin pedir permiso ni nada y dijo: La señora ha pasado a mejor vida. Todo el mundo salió corriendo para el dormitorio de la bisabuela Carmen y el almuerzo se quedó empantanado.
Yo no podía imaginarme que, cuando alguien se muere, se arma tantísimo tiberio. A mí me mandaron a la cocina para que Paca, la cocinera, me diese algo de comer, pero Paca había salido juyendo, sin quitarse ni el delantal, en cuanto supo que había un difunto en la casa, porque ella para eso era muy supersticiosa. Es verdad que yo habría podido servirme por mi cuenta un poco de caldo y acedías que estaban recién fritas en una batea, pero no tenía hambre ninguna y pensé, además, que era la primera vez que se me moría alguien y eso merecía un poco de sacrificio. A Gordillo, uno de la clase, se le murió el padre en un accidente y el chiquillo estuvo tanto tiempo sin comer que hasta tuvieron que llevarlo a un hospital.
Pensé en meterme en mi cuarto y esperar a que todo el mundo se tranquilizara un poco, pero allí no se enteraba uno de nada y, además, me daba un poco de canguelo quedarme solo, para qué voy a decir que no. De modo que me senté, muy quieto y muy seriecito, en una de las sillas que había en el recibidor del principal, junto al arcón que tía Blanca quería llevarse a toda costa para su piso de Madre de Dios, y como por el recibidor tenía que pasar cualquiera que fuese para el cuarto de la bisabuela Carmen o que volviera de allí, poco a poco, y si nadie me mandaba que me quitase de en medio, me iría enterando de todo.
Llegaron, muy apurados, el tío Antonio y la tía Blanca y ellos ni me vieron. Pasaron después, a los cinco minutos, el abuelo y el tío Antonio hablando de que tenían que avisar a la funeraria y al cementerio, que de la parroquia se encargaban las mujeres, y que a saber lo que iban a encontrarse en el panteón familiar, con el barullo de parentela que habían ido enterrando allí. También dijo tío Antonio que él estaba muerto de hambre, porque la noticia le había pillado con la cruzcampo y las olivas del aperitivo y que a ver si paraban de camino en cualquier parte, a engañar un poco la gazuza. Al abuelo y a tío Antonio, aunque eran hijos de la bisabuela Carmen, no les iba a pasar como a Gordillo, que hasta tuvieron que ponerle el gotagota cuando se murió su padre, porque se quedó sin vitaminas.
Y yo me ponía a pensar que la bisabuela Carmen estaba en el piso de arriba de cuerpo presente, sin cuchichear, sin pegar respingos de cigarrón, sin su fonomotriz espontáneo, como decía el hijo de Sudor Medinilla, y sin oír ni ver nada, muerta del todo, y me entraba un escalofrío muy raro, porque no se parecía al que me entraba cuando me subía la fiebre, no se parecía a ninguno que yo hubiera tenido antes; por no parecerse, ni siquiera se parecía al escalofrío que me dio cuando el hermano Gerardo nos mandó que cerráramos los ojos y pusiéramos un pie debajo de la pata del pupitre y nos apoyáramos en el pupitre con todas nuestras fuerzas, para que comprendiéramos lo que podía ser el que a uno los herejes lo descuartizaran como a san Bartolomé. Yo en el pie me hice un desollón que no quise enseñarle a nadie para sufrir por los chinos de las misiones y que casi se me infesta, pero aquella tarde, en el recibidor, pensando que en el piso de arriba estaba la muerte, el escalofrío que me entró era como si el desollón me lo hubiera hecho por dentro. En el alma. Porque si el alma, como decía el hermano Gerardo, podía estar blanca, o sucia, o llena de pus, ¿por qué no podía tener desollones?
La que sí me vio en seguida, en cuanto entró en el recibidor, fue la Mary, claro. Me dijo:
—La van a amortajar con el hábito de la Milagrosa.
Y se fue corriendo al convento de la Divina Pastora, que estaba en la esquina del carril de San Diego, para ver si las monjas tenían un hábito disponible.
Y cuando sonó el portón y yo me di cuenta de que la Mary ya no estaba en casa, me entró un escalofrío todavía mayor, sentí de pronto que ya no había nadie en la casa que pudiera ayudarme, que todos los demás estaban demasiado ocupados con sus cosas, que hasta tía Victoria había decidido distraerse un poco con los preparativos del entierro —porque cuando echó a Luiyi era igual que una jareña sin miramientos, pero después le dio el bajonazo y el comecome y me dijo la Mary que tuvo que tomarse dos narcóticos con un vaso de leche para poder dormirse—, que allí nadie me quería como me quería la Mary. Si la Mary se hubiera muerto en vez de la bisabuela Carmen, seguro que yo no tenía ya ni una gota de vitaminas.
Pasaron tía Victoria y tía Blanca discutiendo por culpa de la mortaja que le iban a poner a la bisabuela Carmen, y tía Victoria decía que lo del hábito de la Milagrosa era una ocurrencia fatal, que a la bisabuela Carmen no le hubiera gustado ni un pelo, que ella hubiera pedido un traje como los de Amparito Rivelles en la duquesa de Benamejí, que seguro que había bandoleros donjuanes en la otra vida. Tía Blanca, indignadísima, le pedía a tía Victoria que no dijera esa clase de disparates, que cómo podía andarse con esas bromas estando su madre de cuerpo presente, y entonces tía Victoria sí que se enfarrucó y le dijo, niña, no seas tan revenía, ¿quién te ha dicho que estoy de broma?, por eso de que soy su hija hasta muerta quiero para ella lo mejor, y lo mejor es que la enterremos vestida de duquesa de Benamejí.
Tía Victoria ni siquiera bajó la escalera. La tía Blanca se fue a la parroquia para avisar a don Anselmo —y menos mal que don Anselmo había estado en la casa por la mañanita temprano, con el santo viático y la santa extremaunción, que yo oí desde mi cama la campanilla que iba tocando el monaguillo por el patio y la escalera y que sonaba tan fino que parecía que aquel repiqueteo podía cortarte como una cuchilla si te ponías en su camino—, para que rezara los responsos y dijera la misa de funeral, y para que diera permiso para poner en la esquela que la bisabuela Carmen había muerto confortada por los santos sacramentos y la bendición de su santidad. Tía Victoria volvió al dormitorio de la bisabuela Carmen y tampoco me vio esta vez al pasar por mi lado; a lo mejor me estaba pasando algo parecido a lo que le pasaba a la tata Caridad, que me estaba haciendo invisible.
Menos mal que en seguida volvió la Mary del convento de la Divina Pastora, con un hábito de la Milagrosa que estaba hecho una aljofifa —pero las monjas habían dicho que, como era para enterrarlo, qué más daba—, y ella me vio otra vez sin ninguna dificultad y hasta me preguntó que si había comido algo, porque ella desde luego estaba esmayada.
—Ahora mismo vuelvo —me dijo—, y nos vamos tú y yo a la cocina a ver lo que cae.
Yo le habría podido decir el menú: caldo de pollo y acedías fritas, que estarían frías pero no importaba, porque las acedías frías también están riquísimas. Yo estaba deseando poder decirle a la Mary cualquier cosa, y que ella me contara lo primero que se le ocurriera, que estuviera conmigo, que se echara encima de mí para hacerme cosquillas y ver si se me empinaba el alfajor, como decía ella, y que me enseñara picardías y me contara chistes verdes. Y a lo mejor todo aquello era pecado, pero la bisabuela Carmen estaba muerta y a mí me daba miedo que después de eso las cosas ya no fueran lo mismo.
La Mary tardó en volver —después me dijo que la entretuvieron con el traperío de la mortaja, porque tía Victoria de verdad que estaba empeñada en vestir a la bisabuela Carmen de duquesa de Benamejí, incluso había estado rebuscando en los baúles del mirador y había encontrado algunos vestidos del año de maricastaña que, según ella, le sentarían a la difunta divinamente—, y en cambio la que apareció fue mi madre vestida ya de negro de los pies a la cabeza, estaba guapísima y con una facha fenomenal, porque el negro hace más delgado a todo el mundo. Mi madre me dio un beso y me puso la mano en la frente y me dijo no deberías estar aquí, porque yo estaba sudando y podía enfriarme, aunque hacía un calor horroroso, pero con tanto trajín y todas las visitas que vendrían el portón de la escalera iba a estar todo el tiempo abierto y por poca corriente que se formara sería malísima para lo que tenía yo. A mi padre no lo vi, pero seguro que se quedó con los hombres en el escritorio y no se acordaría de que yo estaba, como había dicho José Joaquín García Vela, bien, pero convaleciente.
Antes de que volviera la Mary, escuché unos pasos por la galería y aguanté la respiración para ver si no estaba teniendo alucinaciones, porque parecían los pasos de un ladrón que estuviera moviéndose con mucho cuidado. Los pasos se pararon de pronto y yo me quedé mirando sin pestañear hacia la puerta por la que se pasaba desde la galería al recibidor, acobardado por no saber quién podía aparecer por allí. Claro que si lo hubiera pensado un poco lo habría adivinado en seguida, pero tenía un atolondramiento y una habilidad para ponerme en lo peor que no se me ocurrió lo más sencillo. Y hasta que no vi la cabeza de tío Ricardo asomándose como la de un pordiosero, no me acordé de él y no caí en la cuenta de que también era su madre la que se había muerto, y me acordé de lo que yo había visto aquella noche, cuando Reglita Martínez se quedó a cuidar a la bisabuela Carmen y se quedó frita, y entonces pensé que también la bisabuela Carmen, como el padre de Gordillo, tendría a alguien a quien, por la pena que tenía, a lo mejor llevaban a un hospital. Por eso volví la cabeza y la bajé y cerré los ojos y aguanté así hasta que calculé que tío Ricardo, con lo despacio que se movía, había cruzado el recibidor, figurándose que yo no me daba cuenta, y subía al tercer piso a esconderse por las habitaciones y esperar algún descuido de la familia, o un aburrimiento de todos, para poder entrar en el dormitorio de la bisabuela Carmen y darle un beso antes de que cerrasen la caja.