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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (22 page)

Me juró por sus muertos que me avisaría cuando llegase tío Ramón. Me dijo: esta noche vengo, apenas termine de recoger y de fregar los cacharros de la cena hago el paripé de que estoy desencajá de calor y me siento en la azotea a ver si se me pasa, y después, en cuanto se apaguen todas las luces, en vez de subirme a mi cuarto me encajo aquí, en la calzadora, que es desde donde mejor se ve el cuarto de tu tío, así que no te asustes si te despiertas y me ves ahí sentada, con los ojos como platos. Luego fue cuando me juró que, en cuanto tío Ramón empezara a desnudarse, ella me despertaba, que de eso no me tenía que preocupar. Pero no me despertó, ni quiso contarme nada.

—No seas maniático, papafrita —me dijo ella, con mucho coraje pero sin querer levantar la voz—. Tu tío anoche llegó muy temprano, no sé por qué. Y se lió con tu tía Victoria a charlotear de ese pajolero recital que ella quiere dar, caiga quien caiga. Y se metieron en el gabinete de tu abuela a ensayar un poco, y les dieron las tantas. Y es verdad que me metí en tu habitación, pero es que el ensayo a tu tío lo dejó rendido y se quedó estroncado en el gabinete, como te lo cuento, y allí lo encontró tu abuela esta mañana y lo ayudó a acostarse y esta menda se quedó con dos palmos de narices. ¿No ves cómo estoy de descompuesta?

Sí que lo estaba, o por lo menos lo parecía, pero a mí nadie me convencerá nunca de que la Mary me dijo la verdad. La Mary me mintió, porque lo que pasó después no le pasa a un señor y una gachí de buenas a primeras.

En cambio, sí que era cierto que tía Victoria se había ido poniendo pesadísima con su recital.

—Lo haremos en el salón de los espejos —decía—. Federico pide lo mejor.

—Ese salón da una trabajera horrorosa, señorita Victoria —protestaba la Mary—. Todavía me acuerdo de cuando pidieron a la señorita Blanca.

Pero tía Victoria estaba emperrada y no quería ni oír hablar de hacerlo en otro sitio. O en el salón de los espejos, o no había recital. Se ponía muy pingorotuda para decirlo, y tío Ramón, para contentarla, le decía que se haría lo que se pudiera, y que él comprendía que en el salón de los espejos el espectáculo podía ser verdaderamente grandioso. El de los espejos era el mayor y más lujoso de los salones que había en casa de mis abuelos y sólo se usaba en ocasiones extraordinarias. Estaba en el principal, daba a la calle Caballero y tenía frente por frente la cancela más importante del jardín del palacio de los infantes de Orleans, y la última vez que lo abrieron fue para la petición de mano de tía Blanca, porque ella se empeñó en hacerlo con mucho empaque y a todo plan —la boda se celebró en La Altanera, la finca que mi abuelo tenía por la carretera de Bonanza—, y de eso hacía ya más de dos años, aunque la Mary aún se quejaba de la tarea tan espantosa que aquello le dio.

—Pues Federico no se merece menos —insistía tía Victoria—. Yo no recito a Federico como no sea en lugares selectos. Eso en el extranjero lo sabe todo el mundo.

En el extranjero, a lo mejor, pero en la familia no estaba tan claro. El abuelo dijo que ni pensarlo. Que en aquella casa el luto lo respetaba hasta el mismísimo Federico. Que si alguien tenía queja, ya se podía ir yendo por donde había venido, y que ya iba siendo hora de que tía Victoria sentara un poco la cabeza. Tía Victoria se llevó un disgusto de muerte, pero no se arrugó, según ella, porque Federico no se lo hubiera perdonado.

—Si no les gusta —dijo ella, muy rebelde—, tendrán que echarme de esta casa. Porque el salón de los espejos lo podrán cerrar con siete llaves, pero a mí no hay quien me quite el impulso artístico.

Y el impulso artístico, por lo visto, se ponía frenético cuando le llevaban la contraria. Porque a tía Victoria le entró de pronto la impaciencia y dijo que el recital había que darlo cuanto antes. Y en el salón de los espejos, costara lo que costase, y que si había que hacerlo a escondidas hasta sería más emocionante. Le preguntó a tío Ramón que si podía contar con él, y tío Ramón le dijo que por supuesto, que en aquellos tiempos lo único que merecía la pena era lo que se hacía a escondidas y a la contra, y que si la policía secreta de Franco no había podido con él, menos iba a poder la rama estrecha de la familia Calderón. La Mary, claro, le dijo a tía Victoria que también con ella podía contar, que ella hacía lo que fuera menester, aunque mi abuela al día siguiente le diera la cuenta.

—Y a ti también te voy a necesitar —me dijo tía Victoria—. Serás mi ayudante. Alguien tiene que hacer lo que hacía el mariconazo de Luiyi. Y no te preocupes, que es facilísimo.

Me explicó que sólo tenía que vestirme lo mejor posible y ponerme a su lado para ir pasando las hojas donde estaban escritas las poesías, mientras ella recitaba. Eran unas hojas enormes, de papel grueso y de mucha calidad, como dijo tío Ramón cuando tía Victoria, para que yo me fuera entrenando, las sacó de una de sus siete maletas. Los versos estaban escritos con unas letras grandísimas, y es que la Mary me explicó que tía Victoria andaba de la vista fatal, pero como era muy coqueta no quería ponerse gafas y tenía que escribir las poesías con letras casi tan grandes como las de los apellidos de la gente bien en los tejados de las bodegas, para poder leerlas si se le olvidaban en medio del impulso artístico; por eso mi papel iba a ser tan importante.

—Creo que contigo —dijo tía Victoria, muy contenta—, Federico va a salir ganando.

Sacó también un atril como los de las iglesias, sólo que mucho mayor, parecía una batea para llevar la comida a la cama cuando estás malo o jarón, y primero lo puso a mi altura para que yo pudiera pasar las hojas con comodidad, porque el atril se podía bajar o subir como se quisiera, pero si estaba demasiado bajo a tía Victoria no le servía de nada, de manera que decidió que yo me subiera en un taburete y que ya se encargaría ella de cubrirlo con una tela preciosa.

—Tienes que pasar las hojas —me dijo— como si las poesías que hay escritas se te fueran ocurriendo a ti. Con el mismo cuidado.

La verdad es que las poesías eran tan raras que a mí no se me habrían ocurrido nunca. Y además ensayamos sólo dos veces, por la tarde, a escondidas, pero lo hice tan bien que tía Victoria me dijo:

—Si tu madre te dejara, te podías venir conmigo a desparramar el impulso artístico por esos mundos de Dios.

Luego, me anunció que el recital sería el viernes de madrugada, que fuera preparándome para levantarme a aquellas horas —como cuando iba con mi padre y Eligio Nieto a cazar tórtolas, yo en el portamantas de la bicicleta de mi padre, porque por las trochas por las que nos metíamos no se podía ir en coche—, y que la Mary me despertaría con tiempo suficiente.

La Mary lo juró por sus muertos. Y además me dijo:

—Qué alivio, picha. A ver si tu tía después del artisteo descansa en paz.

Y es que todas las noches, cuando tío Ramón volvía de sus parrandeos, él y tía Victoria se dedicaban a ensayar en el gabinete, hasta que tío Ramón se caía de sueño y se acostaba sin quitarse ni los zapatos, y así no había manera de que la Mary le viese el perejil. Eso fue lo que ella me dijo. Pero a mí me pareció, por la forma que tuvo de decirlo, que tampoco aquello era verdad.

Los bichos raros

El salón de los espejos, con todas las lámparas encendidas, parecía el palacio de Sissi. Tía Victoria se había puesto un traje negro precioso, de terciopelo, sin adornos de ninguna clase, con un poco de escote pero sin exagerar, con mangas ajustadas hasta tres centímetros por debajo de los codos, y con un corte estupendo, sencillísimo, recto hasta los pies; la Mary ya me lo había contado hasta el último detalle, porque tía Victoria se lo había probado delante de ella para ver si necesitaba algún arreglo, pero le estaba impecable, le hacía una facha estupenda y se notaba que era un modelo de París. Según tía Victoria, la moda italiana era fenomenal para mañana y tarde, pero para vestidos de noche la costura francesa seguía siendo la mejor del mundo. Yo, con todas las explicaciones que me había dado la Mary, me fui haciendo una idea de tía Victoria arreglada para el recital, pero cuando se encendieron de pronto las tres grandes arañas del salón de los espejos y la vi allí, a mi lado, con aquel modelo tan bonito, con el collar de perlas que traía cuando llegó a casa de los abuelos, con aquel peinado que parecía un milagro porque tía Victoria llevaba una permanente cortita y ahora le caía una mata de tirabuzones hasta los hombros, y pintada como una Inmaculada de Murillo, me quedé sin respiración. Los balcones del salón estaban abiertos de par en par y los árboles del jardín del palacio de los infantes, al otro lado de la calle, eran sólo un borrón oscuro y quieto, como si fueran de piedra, porque no se movía ni un soplo de aire.

Tía Victoria parecía en éxtasis. Tenía los ojos cerrados, la cabeza un poquito levantada, la mano izquierda cerrada dentro de la derecha, a la altura de la garganta, y estaba como un poco encogida de pecho, como si no se atreviera a respirar para no perder la concentración. Se oyeron, en la calle, voces de hombres que venían del Barrio Bajo con unas copitas de más. A mí la Mary me había dejado allí, junto a tía Victoria, cuando el salón de los espejos estaba todavía a oscuras, y ya antes, por el camino, me había advertido tú quédate donde yo te ponga y no digas nada ni te muevas hasta que no te haga una señal. Escuché cómo la Mary cerraba las puertas que daban a la galería y después, durante un rato, nadie habló ni se movió, como si estuviéramos esperando alguna indicación. Por los balcones se veía una noche tirante, casi morada de tan oscura y quieta. Hacía tanto calor y había tanto silencio que yo creía escuchar cómo sudaba; era como si el cuerpo me estuviese chirriando. Eran las cuatro de la madrugada, porque acabábamos de oír las campanadas en el reloj de la galería, y ni siquiera cuando iba con mi padre y Eligio Nieto a cazar tórtolas me levantaba tan temprano. La Mary me había tenido que zarandear hasta cinco veces, me dijo, para conseguir que me despertase, y cuando por fin abrí los ojos y me senté en la cama, mareado de sueño, me puse a mirarlo todo, según ella, como si de pronto estuviera en Sebastopol. Me dijo que me diera prisa y no armara bulla, que fuera al cuarto de baño de tío Ramón y me enjuagara la cara para espabilarme, y que mientras tanto ella me sacaría la ropa. Yo estaba tan aturrullado que puse el suelo del cuarto de baño perdido de agua y, al salir, di un resbalón que casi me desgracio. La Mary vino con mucho apuro y me dijo que si estaba carajote, que si quería despertar a toda la casa, que seguro que la gallaruza de la tata Caridad, que estaba en la cocina junto al agua hirviendo, me había oído y podía fastidiarse todo. Sólo había encendido la lámpara chica que yo tenía en la mesilla de noche y me dijo que tuviera cuidado para no ir dando trompicones. Había sacado del ropero el pantalón azul marino y la camisa blanca de manga larga que mi madre me ponía siempre cuando tenía que ir bien arreglado, y me enseñó una cinta ancha, también azul, que tía Victoria quería que me pusiera al cuello, como un lazo. Le pedí a la Mary que me dejase vestirme solo, que no mirase mientras me quitaba el pijama y me ponía los pantalones, pero ella me dijo que no fuera escrupuloso y que a ver si me pensaba que se moría de interés por verme el menudillo. Se había puesto muy guapa, con un traje colorado de tirantas que no le había visto nunca, con el pelo muy estirado y un moño muy bien hecho, y se había dado sombra de ojos y se había pintado los labios con un carmín que brillaba como si estuviera derritiéndose, y llevaba unos zarcillos de mucho vestir que parecían racimos de picotas y se había puesto tacones altos que le obligaban a andar de puntillas para no despertar con el taconeo a todo el mundo. Mientras yo me anudaba los cordones de los zapatos, ella fue al cuarto de baño y volvió en seguida con el peine de tío Ramón chorreando agua y un bote de colonia que había siempre en la bañera para frotarse el cuerpo después de enjuagarse y secarse bien, y me echó muchísima colonia en la cabeza, porque con el pelo tan fino y tan suave que yo tenía era imposible que me aguantase el peinado. Luego nos fuimos por el pasillo andando a tientas, porque no se podían encender las luces, y me contó que íbamos al salón de los espejos porque tío Ramón había conseguido coger las llaves sin que se enterase el abuelo y que aquello era más emocionante que si fuéramos contrabandistas. Y que tenía que estarme quietecito hasta que ella me avisara. Y entramos en el salón y me llevó con mucho cuidado hasta donde estaba, en trance, tía Victoria, y allí me dejó, en pie, a oscuras, mientras ella cerraba las puertas y por los balcones se metía aquel bochorno tan espeso que se podía pisar. De pronto, tía Victoria dio un suspiro bastante exagerado, como si el impulso artístico acabara de darle un empujón, y la Mary entonces encendió todas las luces y yo tuve que parpadear porque los ojos me dolían.

Cuando pude mirar bien, después de que toda aquella claridad dejara de arañarme, vi que la Mary y tío Ramón estaban sentados en el sofá tapizado de terciopelo granate, el uno junto al otro, ella muy tiesa y respingada, seguramente por la falta de costumbre, y él dejándose caer con mucha clase sobre los cojines, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa que escuchar recitales. La luz de las arañas le pegaba mordiscos a los espejos y por eso en algunos sitios tenían como puñados de rasguños. Yo sabía, porque tía Victoria me lo había advertido en los ensayos, que no tenía que hacer nada hasta que ella no dijera, en un susurro muy dramático, escuchad, ha llegado Federico, a lo que luego seguía otra ración de trance, como decía la Mary, y después recitaba como sonámbula el título de la primera poesía, «Romance de la pena negra», y ya empezaba a declamar. Tío Ramón estaba muy elegante, con un traje de hilo de color tabaco que a la Mary la traía mártir porque todo el tiempo y todo el ahínco eran pocos para planchárselos, con una camisa erudita que parecía de papel de fumar por lo fina que era y una corbata de seda marrón con estampado en beis. Llevaba mocasines de ante y calcetines de color arena y también de hilo y así, medio tumbado en el sofá, con las piernas cruzadas, las manos entrelazadas sobre los muslos, con aquel bronceado tan bonito, peinado con fijador, y los ojos de color uva que brillaban como los de un gato con aquella claridad, parecía un anuncio de pitillos rubios americanos, de los que aparecían en las revistas extranjeras de tía Victoria, y eso que tío Ramón no fumaba. Parecía con ganas de disfrutar y sonreía como si estuviera cavilando una travesura.

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