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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (23 page)

Delante de tía Victoria estaba el atril con las hojas de papel barba en las que estaban escritas las poesías, y delante de mí un posapiés que estaba siempre en el dormitorio de la bisabuela Carmen, para que Luisa, la enfermera de noche, pudiese estirar las piernas y descansar, aunque no durmiera, y que habían cubierto con una tela roja y brillante para que pareciera más bonito y más lujoso. A tía Victoria le brillaba el cuello por el sudor, y yo pensé que le costaba trabajo abrir los ojos, como si el calor se los estuviera apretando. Separó los labios, le temblaron sin que acabaran de salirle las palabras, y por fin, en un murmullo la mar de misterioso, dijo:

—Escuchad… Ha llegado Federico.

Entonces la Mary me hizo la señal para que me subiera en el taburete y fuera pasando las hojas mientras tía Victoria, después de decir el título —«Romance de la pena negra»— iba declamando la poesía.

La voz de tía Victoria, de repente, era como las del cuadro de actores de radio nacional. Hacía con los brazos unos aspavientos muy escandalosos, y de vez en cuando se quedaba como traspuesta, como si la poesía se la estuviera inventando sobre la marcha y por un momento la hubiera dejado empantanada la inspiración. A lo mejor la inspiración andaba por allí, en el salón de los espejos, pegándose trompicones contra las paredes como un abejorro en un día de levante. Cuando volvía a decir el verso, era como si se le escapara por las buenas de la garganta y ella misma se llevara un susto de muerte. Yo iba leyendo las palabras una por una, y al mismo tiempo se las oía decir a tía Victoria, y estaba muy atento a no quedarme atrás ni adelantarme demasiado, y era como andar por encima del pretil de la azotea, con los brazos en cruz, guardando el equilibrio para no meterme un guarrazo de robajigos, como decía la Mary. Tía Victoria decía que la inspiración era muy repajolera, que lo mismo te viene como un retortijón, sin que te lo esperes, que se hace la remolona y te deja en un arrumbe malísimo. Aquella noche, sin embargo, la inspiración se fue portando bastante bien y yo fui cogiendo confianza y en seguida le cogí el tranquillo a la ciencia de pasar las hojas, en el momento justo, mientras tía Victoria recitaba.

Tía Victoria iba diciendo los versos con mucho arte y muchísima emoción, decía que iba corriendo por la casa como una loca y con las trenzas por el suelo de la cocina a la alcoba, o algo parecido, y yo empecé a mirar a la Mary y a tío Ramón porque algo raro les pasaba. La Mary seguía sentada muy derecha, como si acabara de tragarse la vara de medir, pero de vez en cuando se le escapaba una risita a destiempo y se ponía rebullona como si le estuvieran haciendo cosquillas en el portamantas. Por los balcones, se veía que estaba empezando a clarear, aunque aún sólo se notara un filito gris por los tejados de las casas de la Cuesta Belén; o tía Victoria se daba prisa con la inspiración, o la abuela, que estaría a punto de levantarse, nos pillaba in fraganti. La abuela pondría el grito en el cielo, y el abuelo saldría del cuarto de baño en albornoz para saber lo que estaba pasando, y seguro que nos daba a todos un escarmiento por habernos metido de madrugada en el salón de los espejos, sin respetar el luto por la bisabuela Carmen, y a lo mejor la Mary se tenía que buscar otra casa donde servir y a mí me devolvían al piso con mi padre y mi madre y Manolín y Diego, aunque me pasara el día más solo que la una, mientras Antonia y mis hermanos se iban a la playa y mi padre salía de pesca con Eligio Nieto y mi madre jugaba a la canasta en casa de las Caballero, un día detrás de otro, sin parar. Tía Victoria decía, a voz en grito, sin ninguna precaución, que tenía muslos de amapola, y a la Mary algo le repiqueteaba por debajo de los riñones porque pegaba respingos y no acababa de aguantarse bien unos grititos que se le venían a la boca como si tuviera un tiragritos, como un tirachinas, en la boca del estómago. Sólo de pensar que iba a quedarme solo en mi casa, sin ver más a la Mary ni a tía Victoria ni a tío Ramón, se me quitaban las ganas de seguir pasando las hojas de las poesías, aunque tía Victoria diese un traspiés y se quedase con los muslos no como amapolas, sino como ortigas. En los cuatro espejos del salón rebotaba la luz de las arañas como si fuera de goma, y en uno de ellos, el que estaba sobre el sofá donde se sentaban la Mary y tío Ramón, veía a tía Victoria peleándose con el trance, que iba a dejarla destrozada por la de retorcimientos que le obligaba a hacer, y me veía a mí, de medio cuerpo para arriba, con mi camisa blanca y el lazo azul al cuello y con el flequillo pegado a la frente por culpa del sudor. Tío Ramón tenía apoyada la cabeza en la mano izquierda, pero la mano derecha no se la podía ver, la tenía por detrás del cuerpo de la Mary y la movía casi sin que se notara, como si estuviera robando algo por allí. En los espejos que había entre las puertas que daban a la galería, frente a los balcones abiertos del salón, la noche se agarraba como si fuera un bicho. Tío Ramón se mordió un poquito el labio de debajo, como si con la mano derecha que yo no le veía estuviera escarbando en el sofá, por debajo de la Mary, y no acabase de encontrar lo que buscaba. Tía Victoria estaba preocupadísima, de pronto, con la pena de los gitanos; dijo aquello de oh pena de los gitanos por lo menos tres veces, como si se le hubiera encasquillado la gramola, y se tapaba los ojos con una mano, muy desesperada. Por la calle pasaba un carro, moviéndose con mucha dificultad, y se oían los pisotones del mulo en los adoquines. La Mary dio un chillido corto y débil, medio aguantado, como si no hubiera podido remediar que se le escapara. Se le cortó la respiración y apretó la boca y se le puso cara de susto, como si acabase de cometer un sacrilegio con aquel gritito mientras tía Victoria, llena de trance, no encontraba la forma de quitarse de encima la pena de los gitanos. Escuché un revoloteo que venía de la azotea, y luego vi que dos palomas se posaban encima de la baranda del balcón por el que yo veía el jardín del palacio de los infantes. Por encima de los árboles del jardín, parecía que la noche ya empezaba a desteñirse. La Mary fue recuperando, con mucho cuidado, la respiración y se le iba quedando cara de pastorcita de Fátima, como si empezara a tener apariciones celestiales. Tío Ramón seguía rebuscando por debajo de la Mary y no cambiaba nunca aquella sonrisita de calavera elegante y simpaticote. Allí estábamos los cuatro, tío Ramón y la Mary, tía Victoria y yo, los bichos raros de la familia, y seguro que tío Ricardo estaba espiando detrás de las puertas, mientras sus palomas empezaban ya, tan temprano, a dar la murga. Tía Blanca diría, con mucho arremangamiento de boca, Dios los cría y ellos se juntan; pero mucho mejor era estar allí, con tío Ramón y tía Victoria y la Mary, y con tío Ricardo detrás de la puerta, poniendo la oreja para ver si se enteraba de algo antes de empezar a hacer flexiones en calzoncillos en el recibidor, que con tía Blanca y su marido metiéndose el uno con el otro en su casa de Madre de Dios, o con mi madre jugando a la canasta con las presumidas de las Caballero, o con mi abuela aguantando a las visitas todas las tardes en el gabinete, o con tío Esteban teniendo que tragarse cada dos por tres el que tía Loreto, con todo su caché, le dijese delante de todo el mundo eres una inutilidad. Era mucho mejor, más divertido y más emocionante, estar con los bichos raros. Así que no tenía que darme vergüenza cuando se me ocurría que de mayor iba a ser un bicho raro, y por eso tampoco tenía que darme lástima el palomo cojo, que a saber dónde estaría, seguro que haciendo su vida por ahí, la mar de orgulloso por llamarse Visconti, contentísimo de tener un nombre a la moda italiana. De mayor, yo quería ser como tío Ramón y tía Victoria, aunque acabase como tío Ricardo, desayunando a las siete de la tarde y empeñado en hacer que las palomas aprendiesen gimnasia como las niñas de doña Pilar Primo de Rivera, qué más daba. Yo quería bailar el vals en el castillo del Aga Khan, vestido como el príncipe Michovsky, o decirle impertinencias al marqués de Villaverde, para que no se pensara que sólo él era de buena familia y podía tratar a los demás como si fueran estropajos. Yo quería estar toda mi vida allí, en casa de mis abuelos, leyendo
Mujercitas
y organizando de vez en cuando, a escondidas, una función de poesía en el salón de los espejos, y llegar a ser con el tiempo el secretario de tía Victoria, despachando con ella tan bien como lo hacía Luiyi, y escuchando con la Mary todas las tardes, mientras ella planchaba, los seriales de la radio, y dejando que me hiciera cosquillas en cuanto tío Ramón se fuera de nuevo a alternar con la alta sociedad y me prestara otra vez su dormitorio. Yo no quería, por nada del mundo, que me sacaran de aquella casa.

Claro que eso fue antes de descubrir lo de la sortija.

Porque de pronto me di cuenta de que tía Victoria ahora sí que se había atascado. Estaba traspuesta, seguramente, pero hacía morisquetas como si la hubieran echado al agua y no supiese nadar. Yo miré la hoja que estaba abierta en aquel momento encima del atril y allí ponía que un señor era hijo y nieto de Camborios. De aquel señor no había hablado tía Victoria en toda la noche.

A lo mejor aquello no era lo que tocaba. Como se me había ido el santo al cielo, seguro que me había equivocado yo. Era horrible. Tía Victoria, con el trance atravesado, con el trance lleno de equivocaciones, parecía que se estaba quedando sin aire y que en cualquier momento iba a darle una congestión. Yo miré a la Mary y a tío Ramón para que me ayudaran, pero ellos no se habían dado cuenta. Parecían en Villa Distracción, como decía mi madre cuando uno estaba en babia. Parecían hipnotizados. Los miré bien, de arriba abajo, para ver si les había dado algún paralís o se habían quedado electrocutados o algo por el estilo, y entonces lo vi.

Tío Ramón seguía rebuscando con la mano derecha por debajo de la Mary. Y ella, que respiraba bajito y con mucha dificultad, como si estuviera ajigada y no quisiera que se le notase, agarraba con la mano izquierda, y con mucha agonía, la bragueta de tío Ramón. Y en aquella mano, en el dedo meñique, que era en el único en el que le cabía, la Mary llevaba puesta la sortija que le habían robado a tía Victoria. El rubí de la sortija, que era un talismán para que se cumplieran tus deseos, como tía Victoria nos había dicho, hacía juego con el vestido de la Mary.

Y a mí me dio tanto coraje, y me entraron unas ganas tan grandes de llorar —porque la Mary me había engañado, y porque tío Ramón se dejaba manosear por una criada, y porque el talismán de tía Victoria estaba en el dedo de aquella fresca, y porque no habían contado para nada conmigo— y cogí un berrinche tan fuerte que tiré el atril de un empujón y me puse a gritar:

—¡Cochambrosa, cochambrosa, cochambrosa…!

Me bajé del taburete, descompuesto, y me fui para la puerta como si alguien viniera detrás de mí para molerme a palos. Y cuando abrí la puerta para echar a correr por la galería, escuché aquel ruido y los gritos apurados de tío Ramón y de la Mary, y me volví a mirar lo que había pasado, y era que a tía Victoria le había dado un jamacuco y se había caído redonda, desmayada.

Entonces apareció el abuelo, en albornoz, y muy serio, con aquel modo tan raro que tenía de enfadarse —porque cuanto más furioso estaba menos levantaba la voz—, dijo que a ver qué era aquello y quién se lo explicaba.

La maldición

Dije toda la verdad. Expliqué las cosas tal y como habían pasado y dije, sobre todo, que la Mary le había robado la sortija a tía Victoria. El abuelo me pidió que repitiera eso, pero que antes me lo pensase bien, porque lo que él más odiaba en el mundo era una calumnia. Pero yo sabía que no era una calumnia y miré al abuelo a los ojos para que me creyese y repetí:

—La Mary le robó a tía Victoria la sortija. Y anoche la llevaba puesta.

Estábamos en el escritorio, porque el abuelo las cosas importantes las despachaba allí. La abuela había ido a mi cuarto a despertarme, pero yo no había podido pegar ojo desde que el abuelo nos había pillado in fraganti —la tía Blanca decía siempre que Reglita Martínez tenía la santa habilidad de pillar in fraganti a todo el mundo, porque se presentaba en las casas a cualquier hora y sin avisar— y me había dicho tú vete ahora mismo a tu cuarto a dormir. La abuela también apareció en seguida y entre ella y la Mary se llevaron a tía Victoria a su habitación, y menos mal que la Mary tenía mucha fuerza, porque tía Victoria había perdido de verdad el sentido y estaba como un trapo, con los brazos colgando mientras la Mary y la abuela se la llevaban parecía el Descendimiento. Yo me hice un poco el remolón y oí cómo el abuelo le decía a tío Ramón, con voz de confesión pero mordiendo las palabras, tú y yo nos vamos ahora mismo al escritorio que tenemos que hablar. Me fui a mi dormitorio y me metí en la cama y no tenía ni pizca de sueño, estaba muy nervioso; con cualquier ruido me llevaba un sobresalto, como si temiera que fuese a pasar algo muy grave, como si la casa entera estuviese a punto de estallar. Por la ventana que daba a la azotea vi pasar a tío Ricardo en camiseta y calzoncillos y con un plato lleno de migas de pan para las palomas. Las campanas de la parroquia sonaron avisando con media hora de antelación para la primera misa de la mañana. Oí que alguien pasaba por la galería dando saltitos; sería la tata Caridad que había perdido una pierna mientras iba por la casa de excursión. Luego, al cabo de un buen rato, tío Ramón volvió del escritorio y vi que abría la puerta de mi cuarto para pasar al suyo, pero se arrepintió y la cerró en seguida y entró en su cuarto por la puerta que daba a la galería; seguro que estaba enfadado conmigo y no iba a perdonarme nunca. Corrió del todo las cortinas del cierro y su dormitorio se quedó tan oscuro que no pude ver si se quedaba en cueros vivos para acostarse, porque no encendió ninguna luz. Yo creo que lo hizo aposta. Porque seguro que tío Ramón me odiaba. Seguro que no volvía a hablarme en el resto de su vida, y la Mary tenía la culpa. La Mary era una cochambrosa y una ladrona, y le había cogido de pronto tanta tirria que no me dio ninguna lástima decírselo al abuelo.

Estábamos los dos solos en el escritorio, sin testigos, porque la abuela, después de vestirme y hacerme el desayuno y llevarme junto al abuelo, quiso quedarse conmigo, a mi lado, a lo mejor por si tenía que defenderme, pero el abuelo le mandó que se fuera y esperase en la salita de al lado. El abuelo iba trajeado como si le viniera una visita importante, estaba sentado en la butaca en la que siempre se ponía para meditar las cosas serias, junto al cierro, y me había pedido que me acercara para verme bien los ojos y descubrir si decía la verdad o intentaba engañarle. Le conté todo lo que había pasado, le dije que la Mary había robado la sortija, se lo repetí, y él en seguida se dio cuenta de que yo no mentía. De todas maneras, para darme una última oportunidad, me preguntó:

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