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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya

 

Esta vez en solitario. Preston nos conduce a la selva maya, en cuyo corazón aguarda un fabuloso tesoro custodiado por innumerables peligros. Los tres herederos de un excéntrico coleccionista que ha decidido hacerse enterrar en un templo oculto durante siglos junto con las valiosas piezas de su colección tendrán que embarcarse en una azarosa aventura si quieren hacerse con la codiciada herencia, que incluye un valiosísimo códice maya. Una historia sencilla (la búsqueda del tesoro escondido) con un ritmo de película De Spielberg; tipo Indiana Jones. Con buenos ingredientes: los peligros de la selva, persecuciones y muertes, tribus desconocidas, una ciudad maya escondida…

Douglas Preston

El códice Maya

ePUB v1.0

NitoStrad
01.05.12

Autor: Douglas Preston

Título:
The Codex

Traductor: Aurora Echevarria

Primera edición: julio de 2005

Para Aletheia Vaune Preston

e Isaac Jerome Preston

1

Tom Broadbent tomó la última curva del serpenteante camino de acceso y encontró a sus dos hermanos esperando frente a la gran verja de hierro de la residencia Broadbent. Philip, irritado, vaciaba su pipa dándole golpecitos contra uno de los pilares de la verja mientras Vernon tocaba el timbre un par de veces con vigor. Ante ellos se alzaba la casa, silenciosa y oscura, en lo alto de la colina como el palacio de algún bajá, sus chimeneas, torres y pináculos dorados a la intensa luz vespertina de Santa Fe, Nuevo México.

—No es propio de padre llegar tarde —dijo Philip.

Deslizó la pipa entre sus dientes blancos y los cerró alrededor de la boquilla con un chasquido. Tocó a su vez el timbre con brusquedad, consultó el reloj, se estiró el puño de la camisa. Philip apenas había cambiado, pensó Tom: pipa de brezo, mirada sardónica, mejillas bien rasuradas y rociadas con loción para después del afeitado, pelo liso peinado hacia atrás desde una frente alta, un reluciente reloj de oro en la muñeca, holgados pantalones de estambre grises y americana azul marino. Solo su acento parecía haberse vuelto un poco más ampuloso. Vernon, por otra parte, con sus pantalones de gaucho, sandalias, pelo largo y barba, tenía un extraordinario parecido con Jesucristo.

—Está jugando con nosotros —dijo, volviendo a tocar el timbre varias veces con rudeza. El viento susurraba a través de los pinos trayendo consigo el olor a resina caliente y a polvo. La enorme mansión estaba silenciosa.

El aroma del tabaco caro de Philip flotaba en el aire. Se volvió hacia Tom.

—¿Y qué tal te va todo allá entre los indios, Tom?

—Bien.

—Me alegro.

—¿Y a ti?

—Genial. No podría irme mejor.

—¿Vernon? —preguntó Tom.

—Todo bien. Estupendo.

La conversación languideció; se miraron y desviaron la vista, avergonzados. Tom nunca tenía gran cosa que decir a sus hermanos. Un cuervo los sobrevoló graznando. Sobre el grupo reunido frente a la verja se cernió un silencio incómodo. Al cabo de un momento Philip volvió a pulsar el timbre varías veces y miró ceñudo a través del hierro forjado, asiendo las barras.

—Su coche sigue en el garaje. Debe de haberse estropeado el timbre. —Tomó aire—. ¡Holaaaa! ¡Padre! ¡Holaaa! ¡Tus abnegados hijos están aquí!

Se oyó un chasquido cuando la verja se abrió ligeramente al apoyarse contra ella.

—La verja está abierta —dijo Philip, sorprendido—. Nunca la deja abierta.

—Nos espera dentro, eso es todo —dijo Vernon.

Arrimaron el hombro contra la pesada verja, que se abrió girando sobre sus chirriantes goznes. Vernon y Philip regresaron a sus coches para aparcarlos dentro del recinto mientras Tom entraba caminando. Se encontró frente a frente con la gran mansión, la casa de su niñez. ¿Cuántos años habían transcurrido desde la última vez que había estado de visita? ¿Tres? Le inundaron sentimientos extraños y conflictivos, los propios del adulto que vuelve al lugar que lo vio crecer. Era una mansión de Santa Fe en el sentido más suntuoso. El camino de gravilla describía un semicírculo frente a las dos enormes puertas que se abrían a un zaguán del siglo
XVII
, hechas de gruesas tablas de mezquite labradas a mano. La casa propiamente dicha era una estructura de adobe de suelo bajo, paredes curvas, arbotantes esculpidos, vigas y latas, hornacinas, portales y chimeneas con sombreretes auténticos: una obra escultórica en sí misma. Estaba rodeada de álamos de Virginia y de una explanada de césped verde esmeralda. Situada en lo alto de una colina, ofrecía amplias vistas de las montañas y del alto desierto, de las luces de la ciudad y de los truenos de las tormentas de verano que retumbaban sobre las montañas Jemez. La casa no había cambiado, pero parecía distinta. Tom pensó que tal vez era él quien había cambiado.

Una de las puertas del garaje estaba abierta y Tom vio aparcado dentro el Mercedes Gelaendewagen verde de su padre. Las otras dos plazas estaban cerradas. Oyó los coches de sus hermanos acercarse por el camino y detenerse junto al portal. Cerraron las portezuelas de golpe y se reunieron con él frente a la casa.

Fue entonces cuando en la boca del estómago de Tom empezó a formarse un nudo de inquietud.

—¿A qué estamos esperando? —preguntó Philip, subiendo los escalones y acercándose a grandes zancadas a las puertas del zaguán, donde apretó varias veces el timbre con firmeza. Vernon y Tom lo siguieron.

No hubo más respuesta que el silencio.

Philip, siempre impaciente, llamó por última vez. Tom oyó el grave sonido de las campanillas en el interior de la casa. Sonaban como los primeros compases de
Mame,
algo típico del sentido de humor irónico de padre, pensó.

—¡Holaaa! —gritó Philip haciendo bocina con las manos.

No pasó nada.

—¿Creéis que está bien? —preguntó Tom. La angustia iba en aumento.

—Por supuesto que sí —replicó Philip, irritado—. No es más que uno de sus juegos. —Golpeó con el puño la gran puerta mexicana haciéndola sonar y vibrar.

Al mirar alrededor, Tom vio que el jardín tenía un aspecto abandonado, el césped estaba sin cortar, en los parterres de tulipanes habían crecido las malas hierbas.

—Voy a mirar por la ventana —dijo.

Se abrió paso a través de una chamiza podada, cruzó de puntillas un arriate de flores y miró por la ventana de la sala. Había algo extraño, pero tardó unos momentos en darse cuenta de qué se trataba. La habitación estaba como siempre: los mismos sofás y orejeros de cuero, la misma chimenea de piedra, la misma mesa de centro. Pero el gran cuadro —no recordaba cuál— que antes había colgado sobre la chimenea había desaparecido. Se devanó los sesos. ¿Era el Braque o el Monet? A continuación se fijó en que la estatua romana de bronce de un muchacho que solía recibir a las visitas a la izquierda de la chimenea también había desaparecido. En los estantes se veían huecos donde habían retirado libros. Toda la estancia tenía un aspecto desordenado. Más allá de la puerta que daba al pasillo vio basura por el suelo, papel de embalar arrugado, una lámina de plástico con burbujas, un rollo de cinta adhesiva.

—¿Qué pasa, doctor? —La voz de Philip llegó flotando de la esquina.

—Será mejor que eches un vistazo.

Philip se abrió paso a través de los arbustos con sus Ferragamo con puntera y una expresión irritada. Vernon lo siguió.

Philip miró por la ventana y jadeó.

—El Lippi —dijo—. Encima del sofá. ¡Ha desaparecido! ¡Y el Braque colgado sobre la chimenea! ¡Se lo ha llevado todo! ¡Lo ha vendido!

—No te sulfures, Philip —dijo Vernon—. Probablemente solo ha embalado las cosas. Tal vez piensa mudarse. Llevas años diciéndole que esta casa es demasiado grande y aislada.

La cara de Philip se relajó de golpe.

—Sí. Por supuesto.

—Ese debe de ser el motivo de esta misteriosa reunión —dijo Vernon.

Philip asintió y se secó la frente con un pañuelo de seda.

—Debo de estar cansado por el vuelo. Tienes razón, Vernon. Por supuesto que han estado embalando. Pero qué follón han armado. A padre le va a dar un ataque cuando lo vea.

Se produjo un silencio mientras los tres hijos permanecían de pie entre los arbustos, mirándose. La inquietud de Tom había llegado a su grado máximo. Si su padre tenía previsto mudarse, esa era una forma extraña de hacerlo.

Philip se sacó la pipa de la boca.

—Escuchad, ¿creéis que es otro de sus desafíos? ¿Una especie de rompecabezas?

—Voy a entrar —dijo Tom.

—¿Y la alarma?

—Al infierno la alarma.

Tom rodeó la casa hasta la parte trasera seguido por sus hermanos. Trepó el muro de un pequeño jardín con una fuente. A la altura de los ojos tenía la ventana de un dormitorio. Arrancó una piedra del muro rodeado con un parterre de flores. La llevó a la ventana, se puso en posición y la levantó hasta el hombro.

—¿Vas a romper realmente la ventana? —preguntó Philip—. Qué intrépido.

Tom lanzó la piedra, que atravesó la ventana haciéndola añicos. Cuando dejó de oírse el ruido de cristales esperaron, a la escucha.

Silencio.

—No ha sonado ninguna alarma —dijo Philip.

Tom sacudió la cabeza.

—Esto no me gusta.

Philip se quedó mirando la ventana hecha añicos y Tom vio reflejarse en su cara un pensamiento repentino. Philip soltó una maldición, y en un abrir y cerrar de ojos había saltado por encima del marco de la ventana rota…, zapatos con puntera, pipa y todo.

Vernon miró a Tom.

—¿Qué le pasa?

Sin responder, Tom entró por la ventana. Vernon lo siguió.

Al igual que el resto de la casa, el dormitorio estaba desprovisto de todo objeto de arte. Reinaba el caos más absoluto: pisadas en la alfombra, escombros, trozos de cinta adhesiva, plástico con burbujas y bolitas de poliestireno junto con clavos y los extremos de unas tablas serradas. Tom salió al pasillo. Vio más paredes desnudas donde recordaba un Picasso, otro Braque y un par de estelas mayas. Todo había desaparecido.

Con creciente pánico se aventuró a recorrer el pasillo y se detuvo bajo el arco del salón. Philip estaba de pie en el centro de la estancia mirando alrededor, totalmente lívido.

—Se lo dije una y otra vez. Era tan imprudente, maldita sea, guardar aquí todas esas cosas. Tan imprudente.

—¿Cómo? —gritó Vernon, alarmado—. ¿Qué pasa, Philip? ¿Qué ha ocurrido?

Philip respondió, su angustiada voz apenas un susurro:

—¡Nos han robado!

2

El teniente detective Hutch Barnaby, del Departamento de Policía de Santa Fe, puso una mano en su pecho huesudo, se recostó en su silla e hizo alzarse las patas delanteras con el impulso de sus piernas. Se llevó a los labios una humeante taza de café de Starbucks, la décima del día. El aroma del torrefacto amargo penetró en su nariz aguileña mientras contemplaba por la ventana el solitario álamo de Virginia. Un bonito día de primavera en Santa Fe, Nuevo México, Estados Unidos, pensó mientras encajaba mejor sus largos miembros en la silla. El 15 de abril. Los idus de abril. El día de la declaración de la renta. Todo el mundo estaba en su casa contando su dinero, con pensamientos sobrios sobre la mortalidad y la penuria. Hasta los delincuentes se tomaban el día libre.

Bebió un sorbo de café con profunda satisfacción. Si no fuera por los débiles timbrazos de un teléfono en la oficina contigua, la vida sería agradable.

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