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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (5 page)

Los tres hermanos se quedaron solos.

—El condenado —dijo Philip en voz baja—. No me lo puedo creer.

Tom miró la cara pálida de su hermano. Sabía que había estado viviendo bastante bien para su sueldo de profesor adjunto. Necesitaba el dinero. Y sin duda ya había empezado a gastárselo.

—¿Y ahora qué? —dijo Vernon.

Las palabras quedaron suspendidas en el silencio.

—No creo al malnacido —dijo Philip—. Llevarse una docena de obras maestras a la tumba así sin más, por no hablar de todo el jade y el oro maya invaluable. Estoy perplejo. —Sacó del bolsillo de su chaleco un pañuelo de seda y se secó la frente—. No tenía derecho.

—¿Y qué vamos a hacer? —repitió Vernon.

Philip se quedó mirándolo.

—Buscaremos la tumba, por supuesto.

—¿Cómo?

—Nadie puede enterrarse con quinientos millones de dólares en obras de arte sin ayuda. Encontraremos a quienes lo ayudaron.

—Lo dudo —dijo Tom—. No se ha fiado de nadie en toda su vida.

—No ha podido hacerlo él solo.

—Es tan… típico de él —dijo Philip de pronto.

—Puede que dejara pistas. —Vernon se acercó a los cajones del aparador, abrió uno de un tirón y hurgó en él maldiciendo. Abrió un segundo cajón, y un tercero, acalorándose de tal modo que el cajón se salió del mueble y todo su contenido cayó al suelo: naipes, parchís, ajedrez, damas chinas. Tom se acordaba de todos ellos, los viejos juegos de su niñez, ahora amarillentos y gastados por los años. Sintió un nudo frío en el pecho; a eso habían llegado. Vernon soltó una maldición y dio una patada al revoltijo desparramado, arrojando piezas por toda la habitación.

—Vernon, no conduce a nada destrozar la casa.

Vernon, ignorándolo, siguió abriendo cajones y arrojando lo que había en ellos al suelo.

Philip sacó la pipa del bolsillo de su pantalón y la encendió con una mano temblorosa.

—Estás perdiendo el tiempo. Propongo que vayamos a hablar con Marcus Hauser. Él es la clave.

Vernon se detuvo.

—¿Hauser? Padre no se ha puesto en contacto con él en cuarenta años.

—Es el único que conoce realmente a padre. Pasaron dos años juntos en Centroamérica. Si alguien sabe adonde fue padre es él.

—Padre odia a Hauser.

—Imagino que se han reconciliado, con padre enfermo y demás. —Philip abrió un mechero dorado y aspiró ruidosamente la llama dentro de la cazoleta de la pipa.

Vernon entró en el gabinete. Tom lo oyó abrir y cerrar armarios, arrojar libros de los estantes, tirar cosas al suelo.

—Os lo digo, Hauser está involucrado. Tenemos que actuar con rapidez. Tengo deudas…, obligaciones.

Vernon regresó del gabinete con una caja llena de papeles que dejó bruscamente en la mesa de centro.

—Es evidente que has empezado a dilapidar tu herencia.

Philip se volvió hacia él con frialdad.

—¿Quién aceptó veinte mil dólares de padre el año pasado?

—Fue un préstamo. —Vernon empezó a revolver los papeles, a vaciar carpetas y a desparramarlas por el suelo. Tom vio salir de un portafolios sus viejos boletines de notas de la escuela primaria. Le sorprendió que su padre se hubiera molestado en guardarlos, sobre todo cuando nunca había estado muy satisfecho con ellos.

—¿Se los has devuelto? —preguntó Philip.

—Lo haré.

—Ya lo creo que lo harás —dijo Philip con sarcasmo.

Vernon se ruborizó.

—¿Qué hay de los cuarenta mil que padre gastó en tu curso de posgrado? ¿Ya se los has devuelto?

—Fue un regalo. También pagó la escuela veterinaria de Tom, ¿verdad, Tom? Y si tú hubieras querido hacer un curso de posgrado te lo habría pagado. En lugar de ello te fuiste a vivir con ese gurú swami en la India.

Se produjo un silencio lleno de tensión.

—Vete a la mierda —dijo Vernon.

La mirada de Tom fue de un hermano a otro. Estaba ocurriendo, como había ocurrido mil veces antes. Por lo general él intervenía y trataba de conciliarlos. Con la misma frecuencia no servía de nada.

—Vete tú —dijo Philip. Volvió a ponerse la pipa entre los dientes y giró sobre sus talones.

—¡Espera! —gritó Vernon, pero era demasiado tarde. Cuando Philip se enfadaba, se marchaba, y esta vez volvió a hacerlo. La gran puerta se cerró con un sonido moribundo.

—Por el amor de Dios, Vernon, ¿no podías escoger un momento mejor para discutir?

—Que se vaya al infierno. Ha empezado él, ¿no?

Tom no recordaba siquiera quién había empezado.

Hutch Barnaby había regresado a su oficina; estaba sentado en su silla con una taza de café recién hecho sobre la panza, mirando por la ventana. Fenton estaba sentado en la otra silla, con su taza, mirando sombrío al suelo.

—Tienes que dejar de pensar en ello, Fenton. Estas cosas pasan.

—No puedo creerlo.

—Lo sé, es una locura que ese tipo se enterrara con quinientos millones de dólares. No te preocupes. Algún día alguien en esta ciudad cometerá un crimen que saldrá en primera plana en el
New York Times
y aparecerá tu nombre en ella. Esto no ha salido, eso es todo.

Fenton meció contra el pecho su taza… y su decepción.

—Lo sabía, Fenton, aun antes de ver el vídeo. Me lo imaginé. Cuando me di cuenta de que no se trataba de una estafa para cobrar el seguro, fue como si se me encendiera una bombilla en la cabeza. Eh, serviría de argumento para una gran película, ¿no crees? Un millonario se lleva todo consigo.

Fenton no dijo nada.

—¿Cómo crees que lo hizo el viejo? Piensa en ello. Necesitó ayuda. Eran un montón de cosas. No puedes trasladar varias toneladas de obras de arte por el mundo sin llamar la atención.

Fenton bebió un sorbo.

Barnaby levantó la vista hacia el reloj y luego la bajó hacia los papeles desparramados sobre su escritorio.

—Dos horas para almorzar. ¿Cómo es que nunca pasa nada interesante en esta ciudad? Mira esto. Drogas y más drogas. ¿Por qué esos chicos no roban un banco para variar?

Fenton apuró la taza.

—Está allí.

Silencio.

—¿Qué tratas de decir? ¿Qué quieres decir con eso? «Está allí.» ¿Y qué? Hay un montón de cosas allí fuera.

Fenton estrujó su taza.

—Estás insinuando algo, ¿verdad?

Fenton dejó caer la taza en la papelera.

—Has dicho «está allí». Quiero saber qué has querido decir con eso.

—Que vayamos a buscarlo.

—¿Y?

—Que nos lo quedemos.

Barnaby se echó a reír.

—Me sorprendes, Fenton. Por si no te has dado cuenta, somos agentes de policía. ¿Se te ha escapado este pequeño detalle? Se supone que somos honrados.

—Sí —dijo Fenton.

—Está bien —dijo Barnaby al cabo de un momento—. Honradez. Si no tienes eso, Fenton, ¿qué tienes?

—Quinientos millones de dólares —dijo Fenton.

6

El edificio no era una vieja casa de piedra rojiza como lo habría sido en una película de Bogart, sino una monstruosidad de cristal y acero que se tambaleaba hacia el cielo por encima de la calle Cincuenta y siete Oeste, un feo rascacielos de los años ochenta. Al menos, pensó Philip, el alquiler sería elevado. Y si el alquiler era elevado, eso significaba que Marcus Aurelius Hauser era un detective privado con éxito.

Entrar en el vestíbulo era como adentrarse en un cubo gigante de granito pulido. Apestaba a líquidos de limpieza. En una esquina había unos bambúes enfermizos. Un ascensor lo llevó rápidamente a la planta trece y no tardó en estar a las puertas de madera de cerezo de las oficinas de Marcus Hauser, detective privado.

Philip se detuvo en el umbral. Fuera cual fuese la imagen que tenía de la oficina de un detective privado, ese interior posmoderno incoloro de pizarra gris, alfombra industrial y granito negro pulido no coincidía con ella. ¿Cómo podía trabajar alguien en un ambiente tan aséptico? La habitación parecía vacía.

—¿Sí? —llegó una voz de detrás de una pared de ladrillos de crista] en forma de medialuna.

Philip se acercó y se encontró mirando la espalda de un hombre sentado ante un enorme escritorio en forma de riñón, que en lugar de estar colocado de cara a la puerta de la oficina miraba en sentido contrario, hacia una cristalera desde la que se dominaba el oeste por encima de la apagada capa de cinc del río Hudson. Sin volverse, el hombre señaló un sillón. Philip cruzó la oficina, tomó asiento y se acomodó para estudiar a Marcus Hauser: ex boina verde en Vietnam; ex ladrón de tumbas; ex teniente de la BATF,
[2]
oficina de campo de Manhattan.

En los álbumes de fotos de su padre había visto fotos de Hauser de joven, borroso y poco definido, vestido de caqui con un arma de fuego en la cadera. Siempre sonreía. Philip se sintió un poco desconcertado al verlo por fin en carne y hueso. Parecía aún más menudo de como lo había imaginado; iba demasiado bien vestido: traje marrón con una insignia en la solapa y chaleco con cadena de oro y bolsillito para el reloj. Un hombre de clase trabajadora remedando a la pequeña burguesía. Todo él emanaba un olor a colonia, y el poco pelo que le quedaba estaba excesivamente engominado y ondulado, cada mechón colocado de forma estudiada para cubrir al máximo la calva. En nada menos que cuatro de sus dedos destellaban anillos de oro. Tenía las manos bien cuidadas, las uñas limpias y arregladas, el vello de la nariz esmeradamente cortado. Hasta su calva, brillante bajo el cabello que la cubría, tenía todo el aspecto de haber sido encerada y abrillantada. Philip se sorprendió preguntándose si era el mismo Marcus Hauser que había recorrido a pie las selvas con su padre en busca de ciudades perdidas y tumbas antiguas. Tal vez había cometido un error.

Se aclaró la voz.

—¿Señor Hauser?

—Marcus —llegó la rápida respuesta, como una buena volea de tenis. Su voz era igualmente desconcertante: aguda, nasal, con acento de clase trabajadora. Sus ojos, sin embargo, eran verdes y fríos como los de un cocodrilo.

Philip se puso nervioso. Volvió a cruzar la pierna y, sin pedir permiso, sacó la pipa y empezó a llenarla. Al verlo, Hauser sonrió, abrió un cajón del escritorio, sacó una caja y cogió de ella un Churchill enorme.

—Me alegro mucho de que fumes —dijo dando vueltas al puro entre sus dedos perfectos. Sacó de su bolsillo un cortador de oro con monograma y cortó el extremo—. No debemos permitir que los bárbaros se hagan los amos. —Cuando lo hubo encendido, se recostó en su butaca y, mirándolo a través de una espesura de humo, añadió—: ¿Qué puedo hacer por el hijo de mi viejo socio Maxwell Broadbent?

—¿Podemos hablar confidencialmente?

—Naturalmente.

—Hace unos seis meses diagnosticaron un cáncer a mi padre. —Philip hizo una pausa, observó la cara de Hauser para ver si estaba al corriente. Pero la cara de Hauser era tan opaca como su escritorio de caoba—. Cáncer de pulmón —continuó—. Lo operaron y recibió el habitual tratamiento de quimioterapia y radioterapia. Renunció a los puros y se produjo una remisión. Por un tiempo pareció tenerlo controlado, pero luego el cáncer volvió a arremeter. Empezó de nuevo con la quimioterapia, pero la odiaba. Un día se arrancó el gota a gota, tumbó a un enfermero y se largó. Compró una caja de cubalibres de camino a casa y nunca volvió. Le habían dado seis meses de vida, y eso fue hace tres.

Hauser escuchaba dando chupadas a su puro.

Philip hizo una pausa.

—¿Se ha puesto en contacto con usted?

Hauser sacudió la cabeza, dio otra chupada.

—No en cuarenta años.

—En algún momento del mes pasado —dijo Philip—, Maxwell Broadbent desapareció junto con su colección. Nos dejó un vídeo.

Hauser arqueó las cejas.

—Era una especie de última voluntad y testamento. En él decía que se la llevaba consigo a la tumba.

—¿Que hizo qué? —Hauser se echó hacia delante, repentinamente interesado. Por un instante la máscara había caído: estaba sinceramente atónito.

—Se llevó con él todo. Dinero, obras de arte, su colección. Como un faraón egipcio. Se enterró en una tumba en alguna parte del mundo y nos hizo un desafío: si encontrábamos la tumba, podíamos robarla. Verá, esa es su idea de hacer que nos ganemos la herencia.

Hauser se recostó y se rió con ganas mucho rato. Cuando por fin se recuperó, dio un par de chupadas al puro y alargó una mano para dejar caer una ceniza de cinco centímetros.

—Solo Max podría haber concebido un plan como ese.

—¿Entonces no sabe nada de esto? —preguntó Philip.

—Nada. —Hauser parecía decir la verdad.

—Usted es detective privado —dijo Philip.

Hauser pasó el puro de un lado al otro de la boca.

—Usted creció con Max. Pasó un año con él en la selva. Lo conoce y sabe mejor que nadie cómo trabajaba. Quería saber si estaría dispuesto, en calidad de detective privado, a ayudarme a encontrar su tumba.

Hauser exhaló una bocanada de humo azul.

—No me parece una misión difícil —añadió Philip—. Semejante colección de arte no pudo viajar sin llamar la atención.

—Lo haría dentro del Gulfstream IV de Max.

—Dudo que se enterrara a sí mismo en su avión.

—Los vikingos se enterraban en sus barcos. Tal vez Max metió su tesoro en un contenedor hermético resistente a la presión e hizo un amerizaje forzoso sobre la inmensa extensión del Pacífico Central, donde el avión se hundió a tres kilómetros de profundidad. —Extendió las manos y sonrió.

—No —logró decir Philip. Se secó la frente, tratando de apartar de su mente la imagen del Filippo Lippi, a tres kilómetros de profundidad, encallado en el lodo abisal—. No lo cree realmente, ¿verdad?

—No estoy diciendo que lo hiciera. Solo estoy mostrándote lo que pueden dar de sí diez segundos de reflexión. ¿Vas a hacerlo con tus hermanos?

—Medio hermanos. No. He decidido buscar yo solo la tumba.

—¿Qué planes tienen ellos?

—No lo sé y, con franqueza, no me importa. Compartiré con ellos lo que encuentre, por supuesto.

—Háblame de ellos.

—Probablemente es a Tom a quien hay que vigilar. Es el más joven. Cuando éramos niños era el rebelde. Era el que primero saltaba del acantilado al agua, el primero que tiraba una piedra al nido de avispas. Lo expulsaron de un par de colegios, pero limpió su expediente en la universidad y desde entonces no se ha apartado del buen camino.

—¿Y el otro, Vernon?

—En estos momentos sigue un culto seudo budista que dirige un ex profesor de filosofía de Berkeley. Siempre ha andado desorientado. Lo ha probado todo: drogas, cultos, gurús, grupos de encuentro. De niño traía a casa gatos lisiados, perros atropellados, pajaritos que habían caído del nido empujados por sus hermanos mayores… Todo lo que traía se moría. En el colegio todos se metían con él. Abandonó sus estudios universitarios y no ha sido capaz de tener un empleo estable. Es un buen chico pero… incompetente en la edad adulta.

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