—A esa gachí la acaban echando —sentenció la Mary, cuando se lo conté—. Menuda es tu tía Victoria.
Por el gabinete de mi abuela pasaba todo el mundo a contar sus lástimas y a conseguir que mi abuela se pusiera de su parte, pero la Mary me decía siempre que mi abuela nunca tomaba partido, a veces hacía como que estaba en babia y, otras, como que tenía que pensárselo muchísimo antes de tomar una decisión; mientras tanto, las cosas iban arreglándose a la buena de Dios y la abuela siempre quedaba como una bendita. Por eso cuando, una tarde, mientras yo intentaba dormir la siesta —que era una cosa que, según José Joaquín García Vela, yo no me podía saltar de ninguna de las maneras, aunque con aquel calor no había quien estuviese a gusto en la cama—, oí a la señorita Adoración pedir permiso para entrar en el gabinete, muy redicha ella, y quejarse a mi abuela del comportamiento de tía Victoria, no escuché a mi abuela decir ni palabra, allí la única que hablaba como un loro, aunque haciéndose la melindrosa, pidiendo perdón todo el rato por lo que decía, disculpándose con ángeles y arcángeles, querubines y serafines y toda la corte celestial, era la señorita Adoración, que parecía dispuesta a no acabar con su monserga hasta la tarde del santoentierro, aunque cada vez se le notaba más en la voz que se estaba encorajinando, que estaba ya que trinaba porque mi abuela no le daba abiertamente la razón, no quería entrometerse en el tiramoños que se traían la señorita Adoración y tía Victoria, así que yo, que tenía los ojos y las orejas bien abiertos, me dije: la señorita Adoración está perdida.
Cuando le conté a la Mary la conversación que había escuchado, ella me dijo que la señorita Adoración había ido también a hablar con el abuelo, pero que la gachí había salido del escritorio tiesa como una vela y pasándolas canutas para aguantarse el coraje, que se veía a la legua que tampoco mi abuelo había querido darle la razón y carta blanca para seguir mangoneando a la bisabuela Carmen a su antojo. Aquello se estaba poniendo más emocionante que
El derecho de nacer.
La Mary, por supuesto, también estaba convencida de que tía Victoria llevaba todas las de ganar.
Al día siguiente, a la hora de la merienda, que yo siempre tomaba ya en el comedor chico, que era donde se estaba más fresquito a aquellas horas de la tarde, la Mary aprovechó un momento que nos quedamos solos y me dijo:
—Dile a tu abuela que te has puesto maluscón. Métete en la cama y no te muevas de allí. Yo voy a ver si puedo irme a tu cuarto a planchar y nos enteramos de todo.
No pudo darme más explicaciones, pero yo hice lo que me decía. La abuela me puso la mano en la frente y me tomó el pulso y dijo que a ella no le parecía que estuviera ni destemplado, pero procuré poner una cara lo más lacia posible y dije que tenía fatiga y una flojera por todo el cuerpo tan grande y tan rara que no tenía ni fuerzas para levantarme de la silla, así que la abuela le dijo a la Mary que me llevase a la cama y que avisara al médico en seguida. Como todo era cuento chino, la Mary me acostó —y me fue contando, muy ligero, que aquella tarde había una reunión en el gabinete con la abuela, tía Victoria, tía Blanca y mi madre, que se iba a perder el campeonato de canasta que habían organizado las Caballero, si sería importante la cosa—, y luego hizo como que llamaba a casa de José Joaquín García Vela, pero le dijo a mi abuela que el médico no estaba y que avisarían en cuanto volviese. Luego anunció:
—Voy al tendedero a recoger las sábanas que se lavaron esta mañana, señora. Ahora que están todavía un poquito húmedas es cuando se planchan bien.
Pero mi abuela le dijo que las sábanas estaban chorreando, que la lavandera acababa de tenderlas y que corría mucha más prisa arreglar el escritorio, aprovechando que el abuelo y tío Antonio iban a estar toda la tarde en la bodega. Así que a la Mary se le fastidiaron todos los cálculos y se puso descompuesta, me dijo que ya podía espabilarme y que no se me escapara ni una, que luego tenía que contárselo todo de pe a pa, porque ella sabía de buena tinta que la reunión era para hablar del problema de la señorita Adoración.
Mi madre llegó al poco rato de meterme yo en la cama, quejándose mucho por haberse perdido el campeonato de canasta, estaban todas las Terry y venían hasta unas Parias de Sevilla, o sea la crem de la crem, había que ver el momento que escogían para pelearse la locatis de tía Victoria y la cabezota de la señorita Adoración, aunque la verdad es que no podía disimular que le encantaba todo aquel jaleo. También ella me puso la mano en la frente y me tomó el pulso y preguntó si en aquella casa no había un termómetro, por más que ella estaba segura de que fiebre, desde luego, yo no tenía ninguna, ni siquiera décimas. Pero me senté en la cama y en seguida dije que me mareaba un montón, y entonces mi madre dijo que sería por el calor y que a ella ese tipo de fatiga se le aliviaba mucho poniéndose un pañuelo empapado en agua detrás de las orejas. De todos modos, mi abuela pensaba que era mejor esperar a que llegase José Joaquín.
—José Joaquín tiene que venir de todos modos —dijo tía Victoria—. Tiene muchísimo interés en deciros personalmente lo que piensa de verdad, como médico con muchísima experiencia y muchísimos conocimientos, de todo esto.
Yo les pedí que no cerraran del todo la puerta del gabinete, por si me encontraba peor y tenía que llamarlas. La dejaron entreabierta, pero lo malo fue que, al principio, se pusieron a hablar en voz muy baja, no sé si porque no querían molestarme, si de verdad estaba tan malucho como yo decía, o porque no les parecía bien que yo me enterase de la conversación. Hacía tanto calor que era como si las palabras que se iban colando por la puerta a medio cerrar me llegasen desbaratadas, como si se les fueran quedando letras pegadas al calor por el camino, y era difícil entender lo que decían, aunque yo intentaba imaginármelo. Menos mal que tía Victoria era incapaz de hablar en voz baja durante mucho tiempo y en seguida empezó a alborotar como a ella le gustaba, con muchas risas, haciéndose la simpaticona con mi madre y con tía Blanca, que se notaba a la legua que se las quería ganar, y poniendo por las nubes a José Joaquín García Vela, por lo listísimo que era y la sicología tan grandísima que siempre había tenido aquel hombre. Mi madre, riéndose de pronto como una artista de varietés, dijo que ella no ponía en dudas la listeza de José Joaquín, pero que ya no estaba tan segura del tamaño de la sicología de aquel buen señor. A tía Victoria le hizo mucha gracia la salida de mi madre y dijo que, de todos modos, la inteligencia era lo importante, pero que, en sus buenos tiempos, la sicología de José Joaquín era de un tamaño nada corriente, y que el que tiene retiene, y que el otro día José Joaquín se había empeñado en enseñarle la sicología y que ella no se lo podía ni creer, que sicologías así había poquísimas en aquel pueblo. Tía Victoria y mi madre se echaron a reír las dos a la vez, con tantas ganas y tan fuerte que parecían criadas, hasta que tía Blanca cortó por lo sano y amenazó con irse inmediatamente si tía Victoria y mi madre seguían diciendo aquellas barbaridades, que allí habían ido a hablar de algo serio y que había que tomar lo antes posible una decisión.
—Si echamos como tú quieres a la señorita Adoración, tía Victoria —dijo tía Blanca—, ¿quién va a ocuparse de cuidar a tu madre?
Dijo «tu madre» con mucha intención, para dejar claro que sería tía Victoria la primera que tendría que hacerse cargo del desavío.
—Yo no quiero echar a esa dichosa señorita Adoración —protestó tía Victoria—. Bueno, no quiero echarla por capricho. Yo lo que digo es que a mi madre le tiene que sentar fatal el trato que le da esa sargentona de carabineros. Y José Joaquín García Vela, que de enfermedades sabe un rato, está completamente de acuerdo conmigo. En realidad, es él quien me lo ha dicho a mí, quien me ha abierto los ojos, quien se ha sincerado conmigo por la confianza que nos tenemos, esto que quede claro. Y también dice que la dichosa señorita Adoración tiene la culpa de que el pobre Ricardo no pueda ver nunca a su madre, que eso sí que tiene delito.
Se notaba un montón que tía Victoria era una artista y declamaba divinamente. Mi madre se puso en seguida de su lado y dijo que para cuidar bien a la bisabuela Carmen bastaba con las dos enfermeras que se turnaban de noche y de día, que para eso cobraban un dineral, y que el resto era cosa del médico y de saber organizarse un poco. Tía Blanca dijo que mi madre hablaba muy fácilmente de organización porque estaba claro que ella no pensaba organizarse lo más mínimo, y entonces mi madre dijo que naturalmente, que a ver si se pensaba tía Blanca que iba ella a venirse con las Caballero a la alcoba de la bisabuela Carmen a jugar a la canasta. Y entonces fue cuando tía Victoria pidió a tía Blanca y a mi madre que dejaran de discutir y dijo, muy dispuesta y con mucha seriedad:
—A mi madre la voy a cuidar yo hasta que haga falta. Lo juro. Así que esa señorita Adoración de las narices, a tomar viento.
Tía Blanca armó mucho escándalo porque ella no podía fiarse de tía Victoria, como si no te conociéramos, dijo, a las primeras de cambio te da la ventolera y te quitas de enmedio y aquí nos quedamos nosotros con la ensaimada. Tía Blanca decía mucho lo de la ensaimada, que por lo visto era el colmo del engorro y de la complicación, pero tía Victoria le aseguró, como si le hiciera una promesa al Niño Jesús de Praga, que aquello no iba a pasar de ninguna manera. Y no sé lo que le contestaría a eso tía Blanca, porque en aquel momento entró en mi dormitorio José Joaquín García Vela y yo tuve que acordarme de pronto de que no me encontraba bien.
—¿Pero tú qué haces en la cama? —me preguntó, y se notaba que quería ser cariñoso, pero me di cuenta de que estaba tristón y no tenía muchas ganas de bromear.
—Tengo fatiga. Y tiritonas. Y estoy sudando como un pollo.
Sólo era verdad lo del sudor, pero es que hacía un calor horrible y había tenido que taparme con la sábana y la colcha para que todo el mundo viera que sí que estaba enfermo.
Menos mal que tía Victoria, que tenía un oído de tísica, como ella decía siempre, en seguida escuchó que José Joaquín estaba en mi habitación y entró como una pandereta, qué alegría, mi médico favorito, el hombre con la mejor sicología de toda España, anda, pasa, y lo cogió del brazo y se lo llevó al gabinete con un montón de zalamerías.
Primero estuvieron hablando del calor que hacía, de los achaques que le entran a uno cuando se llega a ciertas edades —y tía Victoria, picarona, le suplicaba a José Joaquín García Vela que no fuera coqueto, que no presumiera de edad, y que de todos modos, si se cuida uno, la inteligencia y la sicología, que es lo importante, te duran toda la vida—, y de lo fastidiada que estaba Angelita Eguiguren, una prima hermana de mi abuela, que se había roto la cadera en una caída. Hasta que tía Blanca decidió que ya estaba bien de hablar de pamplinas y que había que ponerse de acuerdo de una vez en lo que se hacía con la señorita Adoración. Por favor, niña, dijo tía Victoria, no seas tan brusca, ya hemos hablado de eso, ya lo tenemos prácticamente decidido, uy, pobre José Joaquín, has puesto una cara que parece que vas a tener que cargar tú solito con toda la responsabilidad, no te preocupes, por Dios, yo sólo quería que vinieras porque tú eres un experto. Se hizo un silencio que parecía que habían amordazado de pronto a todo el mundo para que José Joaquín hablase, pero el médico no dijo nada y entonces tía Victoria se echó a reír de una manera muy nerviosa y estaba clarísimo que a nadie más le hacía ni pizca de gracia todo aquello. Tía Victoria preguntó:
—¿Verdad que para mi madre no es bueno que esa mujer la trate como si estuviera presa, José Joaquín?
José Joaquín no contestó. A lo mejor hizo algún gesto, pero, claro, eso yo no lo podía ver.
—¿Verdad que mejoraría mucho si hablara con gente, si recibiera visitas, si viera a alguien más que a esa bruja estirada y maniática?
Algo tendría que hacer José Joaquín, no se iba a quedar como un pasmarote, pero desde luego no soltaba palabra, o, si lo hacía, era tan bajito que yo no lo podía oír.
—Tú eres listísimo, José Joaquín —insistía tía Victoria, y a mí me parecía que su voz chorreaba algo pegajoso—, tú sabes que yo siempre te he admirado de verdad, y tú sabes que mi madre hace años que sólo confía en ti. No podemos fallarle.
Se escuchó como un gemido, como si José Joaquín se estuviera asfixiando.
—¿Verdad que lo mejor para todos —preguntó tía Victoria de un modo raro, como si fuera una salamanquesa y estuviera acercándose despacito a una mariposa de luz para zampársela—, incluso para el pobre Ricardo, es que esa pajolera señorita Adoración se esfume de una vez por todas? ¡Ahora no me lo niegues! Me lo has dicho un montón de veces, José Joaquín.
—Sí, claro que sí, Victoria —dijo por fin José Joaquín, y su voz parecía la del hombre más triste del mundo—. Claro que es lo mejor.
Tía Victoria se puso contentísima. Decidido, allí no cabía ya andarse con paños calientes, José Joaquín había dicho la última palabra, la abuela tenía que ajustarle la cuenta en seguida a la señorita Adoración, mejor aquella misma noche que a la mañana siguiente. Se puso tan desatada que yo creo que ni se dio cuenta de que José Joaquín salió del gabinete y se vino a mi habitación, a mí me pareció que se tambaleaba un poco, parecía muy cansado, parecía como si le doliera todo el cuerpo al moverse, como si lo acabaran de pisotear. Me dio mucha pena verlo así, porque se había encontrado de pronto, sin comerlo ni beberlo, en medio del jalapelos entre tía Victoria y la señorita Adoración, y él se había llevado por lo visto la peor parte.
Antes de decirme nada, se quedó un buen rato mirándome y por la cara de pena y de agobio que se le había puesto cualquiera hubiese creído que había tenido que traicionar a su padre. Según me dijo la Mary, es que los hombres, a veces, son muy suyos, y cuando se dan cuenta de pronto de que ya no tienen voluntad por culpa de una mujer se sienten menos y más arrastrados que una aljofifa. Yo me acordé entonces de una película que el hermano Gerardo nos puso una vez en el colegio y en la que un hombre riquísimo y con una familia estupenda conocía a una pelandusca que le metía el vicio del juego y una noche, en el casino, lo perdió todo, pero absolutamente todo, y la cara que se le quedó era la misma que tenía José Joaquín García Vela aquella tarde. El hermano Gerardo le pidió a toda la clase que le rezáramos a la Virgen para que nunca nos dejara caer en aquel vicio, y, si alguna vez caíamos, que se nos quedaran los dedos en carne viva cada vez que cogiésemos una ficha o una carta; yo se lo pedí a la Virgen para mí, pero no me atreví a pedírselo también para mi madre porque si no la pobre iba a volver todos los días de la casa de las Caballero con las manos hechas una pena. De todos modos, el hermano Gerardo decía que el peor vicio, con diferencia, era el de las mujeres, y en eso estaba de acuerdo la Mary, según ella una mujer, si quiere, si le da el capricho de un hombre o le busca el interés, puede ser el peor bicho del mundo, porque las mujeres, dijo —y se repechó ella misma por todo el cuerpo, como si la estuvieran rebobinando—, tenemos la lengua de una lagartija en la punta del jopo y, mosquito que se pone a tiro, mosquito que cae. El pobre José Joaquín, por lo visto, había caído como un moscardón de caballo y de él ya no quedaban ni las alas.