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¡Ay! Véronique, gimoteó a su hija el octogenario, aún cogido a la mano de papá. Estos son buenos amigos de tu padre, le explicó, muy buenos amigos, buenos blancos, parte de nuestra familia. Secó una lágrima con el dorso de la mano y con gran afectación nos invitó a entrar en su humilde casa, que era la nuestra, aseveró con firmeza. Pasad, pasad, por favor. Reveló a su hija que ese anciano blanco era aquel del que tantas veces le había hablado. Alfonso, el hombre blanco de la tía Collette, su esposo. «El evaporado», añadió con voz taimada y sombría.
Papá y Ranim ocuparon las dos únicas sillas que había a la vista en una esquina del patio central de la casa. Yo me senté entre los dos, sobre unas esteras extendidas y un montón de viejos cojines, bajo un raído sombrajo de lona púrpura, polvoriento y descolorido. La vivienda estaba levantada con bloques de barro almagre, amasados con arcilla roja, excrementos y paja podrida. El techo era una cubierta de frágiles vigas y tejas desordenadas, de aspecto quebradizo y arenoso, y sobre éstas, cubriéndolas, innumerables plásticos de todos los colores, de todos los tamaños, sujetos con pedruscos. Todas las habitaciones de la morada se ordenaban alrededor del patio, formando un singular rectángulo irregular. Conté cuatro o cinco lóbregas estancias con coloridas cortinas a modo de puertas. Véronique salió de una de ellas, de la que debía albergar algo parecido a una cocina. Llevaba entre sus manos una bandeja, y sobre ésta, una humeante tetera de azófar y unos vasos muy rallados, casi opacos. Unos cuantos críos, los que supuse serían nietos de Ranim, salieron tras la joven, silenciosos. Nos saludaron con respeto y a un gesto de su abuelo marcharon a jugar por los alrededores, sin formar demasiado escándalo. Véronique sacó de uno de los bolsillos de su mandil un manojo de hierbabuena fresca y llenó con ella los vasos. Después sirvió el té vertiéndolo y aireándolo una y otra vez, con parsimonia, arrodillada, seria y ceremoniosa. Todos aguardamos las bebidas en un conveniente silencio. Entrevistas en la penumbra de una de las habitaciones, ocultas en la media luz, pude distinguir a otras muchachas que reían alteradas por nuestra inesperada presencia. Más tarde supe que también eran de la familia. En la chabola, con el viejo, vivían cuatro de sus seis hijas, dos de ellas con sus siete hijos, y sus maridos. Me pregunté si la bella Véronique sería una de las desposadas. Nuestra inesperada aparición conmocionó a todos cuantos allí habitaban. Y todos, grandes y pequeños, terminaron por aparecer en algún momento, entre complacientes y desconcertados, luciendo su mejor sonrisa. Ranim se había alegrado sinceramente de ver a mi padre, de tener el honor de una visita tan inimaginable, jamás soñada. Papá aceptó confuso tan acogedor recibimiento, agradecido, algo incómodo tal vez. Pensaba que Ranim jamás le habría perdonado el haber abandonado a Collette y al niño, a Mukerembe. Mi desconocido hermano negro. Pero de todo eso hacía ya tanto tiempo, tanto. Charlamos cordiales un buen rato, allí sentados. La gentil Véronique, un poco apartada de nosotros, acuclillada, pelaba patatas mientras asentía con la cabeza o reía quedamente de cuando en cuando, pero no articuló una sola palabra. Llegado un punto, Ranim hizo un ademán a su solícita hija y ésta, después de servirnos unos dedos de un fortísimo licor, se retiró llevándose adentro su quehacer y también a los niños. El apuró de un trago, papá y yo bebimos sólo un sorbo de aquel caldo inmundo y virulento. Alcohol puro. Después, en toda la casa se hizo un extraño y denso silencio.
Ranim no había olvidado. Al contrario, tras dar un profundo suspiro, con un talante muy distinto, serio y solemne, de forma muy pausada, comenzó a hablar a mi padre casi como si todo aquello hubiera sucedido antes de ayer, y unas octavas por encima de su tono anterior.
—Destrozaste la vida de Collette, ¿lo sabes, Alfonso? ¿La recuerdas, verdad? Secaste su corazón, lo cercenaste, apagaste su luz. Cuántas veces se lo advertí —se lamentó—. No es bueno que una mujer negra cabalgue sobre un blanco, nada bueno. Es contra natura. No fuiste tú el único culpable. Ella se comportó como una furcia loca al prendarse de ti de ese modo. Ella sabía que terminarías marchándote de aquí, que jamás regresarías. Todos lo sabíamos. Éste no es lugar para los blancos, no lo era entonces, no lo es ahora y no lo será nunca. Cada uno tiene una tierra que pisar, que arar, en la que morir y ser enterrado. Esta es la mía, ésta era la de Collette. La tuya está y estuvo lejos. Muy lejos de aquí. Pero cuando las hembras pierden el juicio son así. Ella salió adelante a pesar de todo, a pesar de sus actos y de su mala fortuna. Tú fuiste un buen marido y un buen padre mientras estuviste a su lado. Justo es decirlo. Nada puedo reprocharte de aquel tiempo. Pero no pertenecías a África y jamás debiste entrar en ella, amarla. Los espíritus blancos son torpes y fugaces, demasiado impacientes, demasiado inquietos. ¿Qué se podía esperar de un hombre volador?..., que alzara el vuelo, nada más. Que volara lejos y solo, persiguiendo a la bandada. Pobre Collette, pobre Collette. Cuánto llegó a sufrir por ti. Después de tu partida vivió un tiempo con nosotros. Lloró muchos meses tu ausencia. Trabajó duro, muy duro, penando siempre por ello. Cuidó de vuestro hijo con apego, lo amamantó mientras pudo, lo crió sano y fuerte. Un par de veces lo salvó de las fiebres, arrebatándoselo a la muerte. Sacó adelante al mulato sin su maldito padre blanco. Humillada pero sin perder un ápice de su orgullo. Ah, la bella Collette. Un día se echó el pequeño a la espalda y se fue sin decirnos adiós. Viajó al norte huyendo de su dolor, del hambre y de la guerra que otra vez nos asolaban. Tal vez soñando llegar más cerca de ti, de tu lugar. No encontró otro esposo, tampoco lo buscó. Vivió sola con su hijo hasta su muerte. Mukerembe regresó un día convertido ya en un hombre y nos contó la triste historia de su madre, cómo creció a su lado, cómo murió en sus brazos, dejándole para siempre. Luego Muke se marchó y nunca volvimos a saber de él. El chaval tenía demasiados sueños en la cabeza, demasiado ruido aturullando sus pensamientos. Quería viajar a Europa, buscarte. Pretendía cruzar desiertos y mares, viajar hasta la tierra de los blancos y encontrar en ese laberinto a su padre y una nueva vida. Le advertí que sería como buscar una gota del rocío del amanecer perdida entre las dunas. Qué muchacho tan loco. Qué insensato. No hemos vuelto a saber de él. De seguir vivo, ahora tendría la edad de este tu otro hijo... —dijo señalándome con la mano muerta.
La penetrante voz de Ranim quedó ahogada en un profundo suspiro, en un sollozo contenido durante largos años. Papá le escuchó en silencio, tal vez también conmovido, confuso, sofocado, seguro que sin saber qué decir. Sintiendo ya aquella historia tan lejana, tan ajena, del todo irreal. La escena, el escenario, el hecho de estar allí, nuestro viaje, su vida entera, todo debía estar cancelando la poca lucidez que quedaba en su decrépita mente, anulándola, desmenuzándola. No supe qué hacer para evitarlo y escapé un instante. Rogué a Ranim y a mi padre que me disculparan, necesitaba ir al baño. Me indicó el camino a la cloaca comunitaria más cercana, en la que ellos orinaban y hacían de vientre. No estaba muy lejos, en el interior de una choza sin techumbre, a unos cincuenta metros de la casa. Mientras me alejaba escuché a mi padre rogar a Ranim que le perdonara, que entendiera los increíbles avatares que le llevaron, décadas atrás, a tomar aquellas decisiones que ya no recordaba bien, las que desembocaron en acontecimientos tan tristes también para él.
Mientras "meaba, un montón de críos se burlaron de mí desde la puerta, o asomando por encima de los mu ros, o por los huecos abiertos en éstos, imitando mi postura, riéndose de mi cara de asco, de la grotesca palidez de mi pene, tal vez. Dentro de la caseta el olor era nauseabundo. Al salir del sumidero repartí entre los chavales unos caramelos y caminé despacio hasta la casa mientras encendía un cigarrillo, demorándome, intentando no regresar en seguida al embarazo. Sentía un creciente desvelo por mi padre, solo ante la marea de flemáticas amonestaciones de Ranim, sometido a aquel imprevisto sacrificio, sufriendo aquella turba de inútiles reproches. Asomé un instante al interior, allí seguían los dos ancianos mirándose el uno al otro, tranquilos en apariencia. Juzgué que el tono había cambiado, que conversaban o recordaban otras cosas, otros sucesos, ya más distendidos. Véronique apareció en el umbral tirando de un viejo carrito de la compra, un cestón de tela a cuadros escoceses muy deteriorado, chirriante. Tropezó conmigo al salir y quedó encajada entre mis brazos, muy atolondrada, avergonzada por la torpeza. Iba al mercado, se disculpó, tenía mucha prisa. Me esquivó y casi echó a correr con paso firme, con la cabeza gacha. Espera, le rogué, déjame acompañarte. No quiero interrumpirles, le mentí. Mejor dejarles un rato a solas con sus recuerdos. Me miró seria y un poco indignada ante mi atrevimiento. Luego se le iluminaron la boca y la mirada, y haciendo una graciosa mueca infantil me indicó que la siguiera.. Quería preparar un almuerzo especial en nuestro honor. Un buen Saka-Saka, una delicia que no estaba al alcance de los paladares blancos, añadió guasona. Un plato típico congolés, un guiso reservado para las grandes ocasiones y los días de fiesta. Una especie de cocido de verduras mezclado con pescado ahumado y arroz, o sémola, todo sazonado con curry y otras especias ignotas para mí. Imaginé algo parecido al cuscús magrebí. De improviso me entusiasmó la idea de ir al mercado con Véronique, nada podía apetecerme más. Tuve que pedir permiso a Ranim para hacerlo. Este pensó un buen rato antes de, no muy convencido, concederme su beneplácito. Antes de salir de compras, ayudé a mi padre a orinar en una esquina del patio y le hice tragar su oportuno cóctel de pastillas de colores. No tardes, me rogó. ¡No puedo perder toda la mañana esperándote!, me gruñó Véronique cuando regresé a su lado. Lo hizo como lo hacen las adolescentes, como una chiquilla enamorada que aparenta no estar encantada con la compañía. Qué pecado ser blanco y no poder pasar desapercibido a tu lado, le respondí. Poder caminar junto a ti y mezclarnos con la gente sin que todos nos miren. Tal vez no deba hacerlo, no deba acompañarte, sugerí con fingido cinismo. Sentirás vergüenza, estarás incómoda. La muchacha reaccionó como yo esperaba, aunque esto suene tan petulante. Casi se horrorizó ante la posibilidad de que no la acompañara, de haberse pasado de rosca con su actitud desidiosa y antipática. No, no, por favor, estaré encantada..., al contrario, quiero que todos me vean contigo, me imploró clavándome la mirada, con voz pueril y suplicante. Reí enternecido e intenté agarrar la esquiva cintura de la doncellita negra. Escapó de mi mano y de mi brazo como de la pata de una langosta gigantesca. Sucedió como los dos esperábamos, como yo había vaticinado. Por el trecho que nos llevó de su casa al mercado de Ouezè, un par de kilómetros, todos miraron con socarrón asombro al blanco que caminaba junto a la bellísima Véronique. Ella caminaba orgullosa y muy erguida, manteniendo las distancias pero cogida con decisión de mi brazo. Con el culo aún más alto, con el pecho más henchido, con pasos aún más seductores y elegantes. Dichosa de pasear junto a un exótico europeo por Poto-Poto, agarrada a uno de esos bichos raros, sintiéndose importante. Recorrimos el trayecto hasta el rastrillo ajenos a las miradas, charlando, casi coqueteando, riendo. Compramos verduras, también dos hermosos peces, dos capitanes grandes y frescos, recién pescados. Lo último fue elegir unas hojas de mandioca, pedir un trozo de manteca de cacahuete, llenar un bidoncillo con aceite de palma. Así, cargados, paseamos aún un buen rato de puesto en puesto por el bullicioso mercado, perdidos en un ambiente completamente insólito para mí. Sumergidos en una ardiente composición de sonidos estridentes, de colores inverosímiles, de aromas brutales, de rarísimas fisonomías, entre los rostros de mil etnias sombrías y dispares. Un par de horas después, regresamos cogidos de la mano, como dos mocitos indolentes.
Véronique poseía una singular belleza. Por las viejas fotografías que yo había visto de su tía Collette, bien podía decirse que se parecían, y mucho. Beldad que ensalzaba su modo de comportarse conmigo, entre la timidez y el descaro, entre la aridez y la ternura, entre coqueta y despechada. En cierto modo, como si me conociera de toda la vida pero llevara mucho tiempo sin saber de mí. Era guapa, simpática y radiante. Y muy popular en el barrio, cantarina, como una Marisol africana. Bromeó con casi todos los vendedores del mercado, fueran hombres, niños, niñas o mujeres, daba igual. Con muchos de los que se cruzaron en nuestro camino, con todos los pequeños que pasaron a nuestro lado reclamándome unas monedas o unas golosinas. Ella, de tanto en tanto, cantaba chillonas canciones a unos y a otros, estrofillas que imaginé satíricas, que arrancaban risotadas a su improvisado público. Todos por allí, por esas calles, parecían conocerla y quererla. Y casi todos la llamaron por su nombre. ¡Eh! Véro... Muchos le preguntaban por mí entre risas. ¿Quién es ese paliducho que llevas al lado, guapa? Se mofaban. Y ella contestaba a todos en su insondable dialecto, con voz chistosa y gesto afectado o en francés: Es un primo mío muy lejano, aseguraba burlándose de mí. Quedó así después de que una mamba negra le mordiera, ya veis, perdió el buen color, ¡mirad qué pálido y qué flacucho está! Más carcajadas. Una mujer oronda y hermosa, coronada por un peinado imposible, se detuvo un buen rato a charlar con ella. Bromearon también sobre mí. La gorda se tronchaba, lloraba de risa mientras hacía gestos con la mano, sacudiendo el dedo índice a un centímetro de la nariz de Véronique, corno intentando reprenderla. Le pregunté qué le hacía tanta gracia. Dice —respondió atolondrada Véronique— que será mejor que mi prometido no se llegue a enterar de que ando paseándome con un blanco tan guapetón como tú. Le he dicho que sólo eres un extraño familiar y ella me ha pedido que le «preste» a mi apuesto pariente durante un par de horitas. La mujer regordeta me miró asintiendo y haciéndome una mueca' obscena, chupando uno de sus pulgares con libidinoso deleite. Me lanzó una sonrisa gigantesca y decenas de dientes blancos iluminaron su cara de charol. Yo le devolví amable el gesto, sólo la sonrisa, y le supliqué a Véronique que escapáramos cuanto antes de allí, por si acaso. Rió imaginándome entre los brazos de la insaciable mamá elefanta. Ya de regreso, a medio camino, algo fatigados, me propuso entrar a tomar algo en un local sombrío, un pequeño bar que de inmediato me recordó a aquel en el que saqué las últimas fotos de Nadia, en Mauricio. Acepté encantado, estaba sediento. Un camarero de aspecto afligido, flemático y espigado, sirvió las dos cervezas a un tiempo y con parsimonia, casi sin mirar los vasos y sin derramar una gota. No estaba fría pero me pareció deliciosa. Del altavoz de una radio mal sintonizada, a todo volumen, salía una música fascinante. Una armonía lenta y monótona, casi hipnótica, que sin embargo estimulaba a moverse. Un tamtan, de fondo, sonaba como los latidos del corazón de la tristeza. Era una canción de Zao, me aclaró Véronique como leyendo en mi pensamiento. Buena música congoleña, ritmos muy antiguos, que rejuvenecen en voces y manos nuevas. Se titula
Les interdits
, añadió. Habla de hacer cosas imposibles, prohibidas. De atrevernos a alcanzar todo aquello que las prohibiciones intentan arrebatarnos. Es una letra complicada, intraducible a los idiomas que entendéis los europeos, suspiró. Dejó de mirarme y comenzó a tararear la canción con dulzura, con la voz y la vista perdidas, a contonearse al son de la música apoyada en la barra. Yo no podía dejar de comerla con la vista.