Read El hombre del baobab Online
Tags: #Narrativa, novela
—Verás como todo se arregla —mintió intentando consolarme—. N'Bolu tiene buenas manos, es un hombre sabio...
—Tengo el presentimiento de que mi padre va a morir... y no debería ser aquí, ¿entiendes? Lejos de todo, de su casa, de su familia...
—Morirá si tiene que morir —me respondió con firmeza aunque algo desconsolada—. Este será tan buen sitio como otro... ¿Te arrepientes de lo de anoche? —me preguntó en un susurro, cambiando de tema, esbozando una tímida sonrisa.
—No lo sé. Un poco sí. Pero no es eso... Me arrepiento de todo, ¿sabes?...
—Arrepentirse no sirve de nada. Tampoco torturarse ante lo inevitable...
—Lo de anoche, Véronique, fue un sueño, un hermoso sueño dentro de una pesadilla que ya dura demasiado...
Le dije eso mirando hacia donde seguía sentado Mokalu. La bestia negra me taladró con la mirada, bufando, tal vez loco de celos, inmovilizado por quién sabe qué fuerza, mascullando algo con odio. Afuera, tras la puerta, sonó un par de veces un claxon, debía ser el coche de Sassou que llegaba a recogernos. En ese instante el doctor N'Bolu regresó al patio.
—Temo que poco se puede hacer por su padre —me comunicó molesto por el resol, levantando las gafas y frotándose los ojos con las manitas—. Hoy no morirá, tampoco mañana. Será dentro de diez o doce días —dictó muy convencido.
—¿Tendrá tiempo de regresar con vida a Europa? —Ésa parecía la única cuestión.
—Imagino que sí. Está muy débil pero puede viajar.
¿Qué medicamentos está tomando? —me preguntó el orondo galeno.
Abrí el neceser de los fármacos y le mostré los medicamentos. Sacó algunos prospectos, se ajustó los lentes e intentó leer, con interés pero con pocas posibilidades de comprender, imaginé.
—Morphine?
—me interrogó en inglés.
—Sí, en inyectables y en parches. —Le mostré las cajas correspondientes—. Una cosa u otra, o las dos, dependiendo de la intensidad del dolor. También...
—Dele además esto —me interrumpió sacando de uno de sus bolsillos una bolsita de plástico llena de bolitas negras. La puso en mi mano, parecía pimienta negra—. Esto le sentará bien. Machaque un par de semillas, sólo dos, y mezcle el polvillo con un poco de agua, zumo o leche, y hágaselo tragar cada tres o cuatro horas...
—Muchas gracias, doctor —le agradecí sin atreverme a preguntar qué era aquello—. Intentaremos regresar esta misma noche, espero que haya sitio en algún vuelo. Ahora debemos irnos —dije mirando a Ranim—, creo que ya está aquí el coche que esperábamos. ¿Cree que deberíamos pasar por el hospital antes de ir al hotel? —pregunté al médico.
—No serviría de mucho. Posiblemente le ingresarían y, casi con toda seguridad, moriría allí. Nada pueden hacer. Intenten llegar a su hogar, será mucho mejor. Vayan cuanto antes al hotel y que pase todo el día en cama, descansando. Intente mantenerlo sedado y que la habitación esté bien ventilada. De tanto en tanto tendrá que beber. Prepare un vaso de agua con unas gotas de limón y tres cucharadas de azúcar y que lo tome a traguitos. Por si no consigue que beba, le daré unas bolsas de suero, tendrá que pincharle, ponerle un gotero. Creo que también tengo algunas agujas en el coche. No queremos que se deshidrate —añadió secándose el sudor de la frente con la manga grasienta.
Dicho esto, deseándonos suerte y un buen vuelo de vuelta a casa, me tendió una mano flácida y se despidió ya con prisa. Intenté pagarle la asistencia, la consulta a «domicilio», pero rechazó tajante el dinero. Ranim, muy agradecido, le acompañó hasta la puerta haciéndole reverencias. Noté cómo Mokalu me miraba con odio. Allí afuera esperaba Sassou dentro del coche. Al vernos por el retrovisor salió de él precipitadamente. N'Dolu abrió el maletero de su polvoriento Peugeot, aparcado también frente a la casa. Dentro llevaba una de esas neverillas de camping, y dentro de ella, entre unas bolsas de hielo medio deshecho, unas bolsas de suero. Revolvió entre los cubitos, sacó tres y me las tendió, como había prometido. También me dio tres sobrecillos asépticos con tubitos y agujas en su interior. Metió la barriga en el coche con dificultad, arrancó ruidosamente y pisó a fondo levantando una polvareda, alejándose, diciendo adiós con la mano por la ventanilla. Ranim me tomó por el hombro como dándome ánimo.
¿Pero qué hacía yo todavía allí? Rodeado de extraños que me trataban con excesiva familiaridad, en el puto fin del mundo, atrapado en la lentitud, hundiéndome en las arenas movedizas de una tragedia absurda, con mi padre agonizante postrado en un camastro lleno de chinches. Tragando polvo y a la deriva, casi incapaz de tomar decisiones, ralentizado, sumiso y torpe. Necesitaba salir de allí, escapar a toda prisa, aligerar, acelerar como el brujo que acababa de desahuciar a papá. Urgí a Sassou para que me ayudara a sacarlo, a montarlo en el coche de la mejor manera posible, lo antes posible. Teníamos que regresar cuanto antes al hotel. Entramos de nuevo en la casa.
—Antes de que te vayas quiero enseñarte algo —me rogó Véronique tomándome de la mano—. No te preocupes, será sólo un instante... mi hermana está preparando a tu padre. Las dos os ayudaremos...
Tiró de mí hasta cruzar el patio y llegar a otra de las habitaciones, en la que supuse dormían ella, sus hermanas y los niños. Un montón de colchones y esteras se extendían por el suelo. Allí, en una esquina, dentro de un arcón de herrumbroso metal azul, muy descascarillado, la chica guardaba algo de ropa bien doblada y diez o doce libros, todos muy antiguos, varios títulos extraordinarios, la mayoría en francés, otros en español, Tolstói, Dunsany, Carpentier, Saint-Exupéry, Neruda... Levantó bien la persiana para que pudiera ver mejor. Abrió uno con delicadeza y lo puso en mis manos invitándome a leer. Un ejemplar que se desmoronaba de
El negro del Narciso
de Joseph Conrad. Una edición en castellano de la Editorial Ayacucho, Buenos Aires, 1947, conseguí leer...
—Eran de la tía Collette —me aseguró—. Fíjate bien..., están dedicados...
Pasé una o dos páginas y ojeé la dedicatoria. Me embargó una emoción indefinible, casi cierto espanto. Estaba escrita con la letra de mi padre. Él se lo había regalado a Collette poco antes de abandonarla. Tener aquel libro entre las manos me sobrecogió sobremanera, entorpeciendo aún más mis sentimientos. Tuve además la sensación de que leer aquello era una indiscreción. Me estremecí. Papá había dejado allí algunas palabras de amor, muy íntimas, también unos versos que tomó prestados:
... Y te querré, mi amor, te querré hasta que África y China se rocen y salte el río sobre la montaña y canten por la calle los salmones...
—Se amaron mucho, eso parece, ¿no? —apuntó Véronique—. Todos están dedicados con gran ternura... Quédatelos, son para ti... —Me recorrió un escalofrío al oírle decir eso.
—No puedo aceptarlos... —acerté a decir.
—Llévate todos los que quieras, los que desees, los que están escritos en tu lengua...
—No puedo entretenerme mucho más, Véronique, yo...
—Llévate al menos el que tienes entre las manos, algún día te alegrarás de haberlo hecho... Nunca regresarás por aquí. Nunca volverás a verlos... ni a verme. —Ahogó un sollozo al decirlo—. Significan mucho para mí, por eso tiene más valor que los lleves contigo... Gracias a ellos aprendí a leer. Han sido muchas veces mi consuelo, mi fantasía, las palabras de mis sueños... Además a Mokalu no le gusta que yo lea, que las mujeres lean... ¡Llévatelos, maldita sea!... —me ordenó gimoteando y salió corriendo de la habitación.
«... Tengo entre mis brazos a la Flor de los Tiempos y nadie ha amado tanto...»,
leí antes de cerrarlo.
Cogí otros dos ejemplares al azar y salí detrás de ella con los tres libros en la mano, buscándola. Lloraba en mitad del patio y Mokalu giraba a su alrededor acosándola, como un jaguar enfurecido. Volví a preguntarme qué demonios hacíamos allí, por qué no habría dejado a mi padre morir en paz en Madrid, por qué no estaría yo ya muerto, convertido en cenizas o bien enterrado. Todo me resultaba cada vez más incómodo, más asfixiante, más escabroso y sombrío. Al fondo del patio, ajenos a la escena, Sassou parecía discutir con Ranim acerca de la mejor manera de sacar a mi padre y llevarlo hasta el coche. Deseé estar ya con él dentro del avión, alzando el vuelo, lejos, muy lejos de esa lóbrega chabola, de aquel laberinto de arenisca del que no conseguía salir, de aquella panda de negros chiflados... Todo el coraje que me empujó a emprender tan insensata aventura se tornaba más y más incertidumbre, mayor vulnerabilidad. Un absoluto desamparo se apoderó de mí. También una extraña furia al contemplar cómo Mokalu zarandeaba otra vez y sin miramientos a Véronique, como si la retara.
Me acerqué a ellos gritándole que la dejara en paz. El desalmado reaccionó como era de esperar. Sin dudar se abalanzó sobre mí largándome un brutal y certero revés que me derribó. Caí de culo, sangrando por la nariz, y los libros cayeron a mi alrededor despojándose de algunas hojas. Los pétalos escritos revolotearon entre nubes de polvo amarillento. Antes de que pudiera levantarme siguió el furibundo aluvión de puñetazos y patadas. ¡Maldito hijo de una puta cerda blanca!, rugió babeando. En apenas un minuto me molió a golpes. Véronique se agarró a su cuello intentando impedirlo, pero Mokalu se zafó de ella sin esfuerzo, lanzándola muy lejos. Sassou no se atrevió a intervenir, Ranim se sintió impotente. Las hermanas y los niños aparecieron de la nada gritando como cochinos en el matadero. La fiera se acercó a Véronique y, delante de todos, mientras ella aún intentaba levantarse, le propinó un brutal bofetón que le partió los labios y la mandó de nuevo por tierra. Rebotó al caer en la arena como a cámara lenta, sangrando también con abundancia. Sassou y Ranim ya intentaban en vano frenar a la bestia, serenarla. ¡Te voy a matar!, aulló todavía mientras intentaban sujetarlo, golpeándome aún antes de salir corriendo de allí. Se escabulló humillado ante la severidad de las palabras de Ranim, amonestándolo, echándolo de su casa para siempre.
Nos socorrieron de inmediato. Diomi lavó nuestras heridas con diligencia y cortó las hemorragias conteniéndolas con fango color azafrán. En mi aturdimiento, me pareció ver a Nadia acercándose a mí, tendiéndome los brazos dispuesta a protegerme y consolarme. La necesidad de estar junto a ella tiró de mi vientre como una garra invisible, de uñas afiladas. Un nudo en la garganta me impedía hablar. La boca pastosa me sabía a sangre, sal y limo. Caminé hasta la tinaja en la que atesoraban el agua y bebí de ella hasta saciarme. Me mojé intentando espabilarme, empapándome el pelo y la camisa. Todos nos calmamos. Fui a ver a mi padre. Estaba despierto y consciente. Pero apenas podía moverse.
—Hola, papá..., ¿ya no duermes más? —le pregunté con ternura acariciándole la frente y las sienes, refrescándole, la piel con mis manos aún húmedas—. Tenemos que irnos. Es hora de regresar a casa. No hemos tenido mucho tiempo, lo sé.
—Qué le vamos a hacer, hijo... No quiero morir aquí... —suplicó en un murmullo, con dificultad. Un lamento chasqueó retumbando en el paladar reseco, sonando aún más dramático. Le di un vaso de agua.
Luego me arrodillé junto a su lecho en un gesto infantil, desamparado. Y lloré quedamente apoyado en su cuerpo, rendido, pidiéndole perdón una y otra vez. Papá puso sus manos sobre mi cabeza y habló confortándome, como cuando era pequeño.
—No pidas perdón... —me dijo casi bisbiseando—. No vuelvas a hacerlo... Fue una buena idea venir hasta aquí aunque todos puedan pensar lo contrario. Teníamos que haberlo hecho mucho antes, hace muchos años. Mi pequeño Luis, mi niño. Ahora me siento bien. Tengo menos miedo a morir. Será que estoy tan cansado que casi lo deseo, chico. Es hora de regresar... Ya no tenemos nada que hacer aquí. Estos recuerdos ya no me parecen míos y ni siquiera tengo fuerzas para mirar, para recordar. Prepara todo y en marcha. De vuelta a casa...
—Lo siento, papá..., de verdad —le dije enjugándome las lágrimas—. Te llevaré al hotel, te daré un baño y te acostaré. Mientras yo voy a cambiar los billetes me esperas en la cama viendo la tele... y esta misma noche nos vamos. ¿De acuerdo?
Véronique y Diomi me ayudaron a lavarlo y vestirlo. Ya no tenía fiebre y estaba mucho más despierto, intentando colaborar en lo poco que podía. Levantamos y sacamos a papá de la cama con menos dificultad y menos esfuerzo de lo previsto. Todo gracias al ingenio africano de Ranim y de sus hijas. Con unas varas y unas tiras de lona improvisaron un palanquín que nos permitió alzarlo fiel lecho ya sentado. Lo cogimos en volandas y lo llevamos en las angarillas hasta posarlo en el asiento del coche. Todos, pequeños y mayores, uno tras otro, pasaron a despedirse de mi padre cogiéndole la mano con respeto y afectación, como si fuera la del Papa de Roma. Adioses definitivos, de los que de verdad son para siempre. Ranim se arrodilló a su lado, junto a la puerta abierta del taxi, y besó su rostro tres veces con emoción. Yo también fui despidiéndome de todos, agradeciéndoles su hospitalidad, sus desvelos. Véronique miraba la escena desde el umbral, apoyada en la puerta de la casa, como sin querer acercarse. Tenía el rostro amoratado, un ojo hinchado y se tapaba la boca con un trapo manchado de sangre. Caminé hasta ella. Apartó la mirada, girando la cabeza inclinándola, dolorida, abochornada, muy afligida. Acaricié su mentón y su barbilla girándola hacia mí, tiernamente. Aparté el lienzo que cubría sus labios deformados y los besé con delicadeza. Se abrazó a mí hipando, hundiéndose en el llanto y en mi pecho. Se aferró a mi cintura como si yo fuera un pedazo de su alma que se le escapara. Aún temblaba temiendo que Mokalu regresara, me confesó.
—¡Idos ya! —me urgió—. Idos de una maldita vez...
Me desembaracé de su apretón con cuidado, besándola en la frente y la dejé allí. Entré a recoger los libros deshojados, olvidados en la arena. Recogí una a una las hojas caídas, secas y polvorientas. Guardé todo en mi mochila y salí de aquella casa para siempre. Ranim me dio unas palmadas en la espalda mientras entraba en el coche y me sentaba junto a papá en la parte trasera. Cerré con fuerza la desencajada portezuela. Tomé la mano de Ranim por la ventanilla antes de que arrancáramos, dándole una vez más las gracias y rogándole que me perdonara.
—Venga, largaos ya... los blancos sólo traéis problemas cuando aparecéis por aquí —me dijo sonriéndose en un lamento, en un reproche. El viejo motor diesel del
cent-cent
de Sassou repiqueteó escandaloso, destemplado y nos alejamos. Giré una sola vez la cabeza para mirar atrás. Pude ver a Véronique sentada en el suelo, acurrucada, llorando todavía, supuse, con la cabeza entre las piernas. No sentí nada, excepto un deseo infinito de salir de allí, de dejar atrás aquel mundo ajeno y oscuro.