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El hombre del baobab (20 page)

BOOK: El hombre del baobab
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—Ayer mismo los dejé en el Pourquoi Pas.

—Déjate de estupideces, de eso, de ayer mismo, papá, hace ya más de treinta años, ¿lo entiendes? Estás muy cansado, deberías acostarte un rato...

—No estoy cansado, sólo un poco despistado...

—Ahora voy a afeitarme, abre si llaman a la puerta. Será la comida, ¿vale?...

—Tengo hambre.

—Yo también. ¿Quieres que encienda la tele?

No me contestó pero lo hice. Acababa de embadurnarme en pasta de afeitar cuando el camarero trajo el almuerzo. Firmé la nota, le di una buena propina y cerré la puerta con pestillo, por si a papá le daba por salir. Ya en pijama los dos, nos sentamos a comer unos sándwiches frente al televisor. El mundo está emponzoñado en las ondas hertzianas. En África o en Asia puedes consumir las mismas gilipolleces que en Europa o en América. La globalización del planeta, la peor, la más peligrosa, está en la estupidez televisiva y publicitaria que a todos nos iguala, sin distinción de razas o creencias. Pero a papá le gustaba mirar la televisión. Mirar y no ver nada, como la mayoría. Cambiaba una y otra vez de canal, sin ton ni son, en apariencia. Después de zapear un buen rato se detuvo en un programa que emitía la NBC: «El Show de Selina Scott.» Con la monótona voz de la presentadora quedé profundamente dormido.

Amanece. Me desperezo frente al ventanal. Preparo un café. Sirvo una taza negra y generosa. Abro la ventana, huelo, observo y escucho. El día despierta fresco, pero será sofocante y húmedo. Un intenso olor a ozono lo invade todo después de una noche de aguacero y tormenta. África despierta, comienza a rugir. A veces suena como una viola o un violonchelo, pausada y profunda, elegante e inalcanzable. Otras, como un vetusto acordeón con el fuelle rasgado, atropellada, desentonada, crispante, patética. Tristísima. En ocasiones relumbra como el ámbar, el diamante o la esmeralda, otras tiene el hosco aspecto del carbón o el pedernal, del estiércol. Todo en sus vastos territorios parece peregrinar a medio camino entre el milagro o el desastre, trotar sin freno por el filo de los abismos o estar asentado y detenido en la más absoluta y llana pereza. Nada más pisar su suelo notas nítido bajo tus pies el pesado girar de la tierra, la sorda vibración de su parsimonioso mecanismo. Un rumor sordo y profundo, casi imperceptible, que hace tremar levemente toda su superficie y todo cuanto hay sobre ella, incluida tu alma. Allí puedes sentir, como en ningún otro lugar, el verdadero peso de la gravedad, esa fuerza misteriosa que nos mantiene pegados a la esfera. Una marea de sudor salobre corrobora nuestra condición de seres hechos de agua y de sangre. Cuando descansas recostado en su suelo, algo en el aire, en la tierra, un raro magnetismo, te hace sentir si estás cabeza abajo mirando al sur, atravesado de este a oeste, o bien orientado al norte. África te aturde con sus fulgores y te aterra con sus tinieblas. Vivirla, sentirla, contemplarla, te taladra los sentidos, para bien y para mal, agotándolos, dejándote exhausto. Es absolutamente deslumbrante hasta en la más absoluta oscuridad. La mirada no está acostumbrada a tanta y tan rara belleza, a tanta y tan inaudita fealdad. El oído no puede abarcar todos sus matices sonoros sin inquietarse, sin aterrorizarse en sus sordinas de muerte o ensordecer en el retumbar de sus exaltados alborotos y atabales. Sin hechizarse en los extravagantes cantos de sus aves, en los insólitos sonidos que decoran los silencios, provengan de las bestias o los hombres. Puedes enloquecer en el sigilo de sus arcanos desiertos de arenas, pedruscos o forestas. Es imposible no alucinarse en los hipnóticos ritmos de sus músicas y sus danzas, en el latir de los tamtanes que acompasan la vida, que lo son todo para los africanos, carta, corazón y campanario. Su aroma puede embriagarte como los más delicados inciensos y perfumes o demolerte asfixiado en aires definitivamente fétidos, en la esencia misma de la putrefacción. Su piel tiene el tacto suave del marfil bruñido o la seda más fina, pero también todas las asperezas que uno pueda imaginar ajando su corteza. Lamerla, saborearla, puede llevarte al éxtasis o matarte de asco y de sed. Puedes morir de calor o de frío, de pena o alegría, de dolor o placer. No hay términos medios en África, no hay tibiezas, todo allí vive o muere en contrastes imposibles, bellísimos o repugnantes, mansos o feroces. Celosa de sus secretos, de su realidad, de sus fantasías, de su tiempo, se contrae o se dilata dependiendo de cómo vengan los días y las noches. En sus relojes un tictac no dura un segundo, todo sucede mucho más veloz o de forma exasperadamente lenta. El espacio que separa nacimiento y muerte suele ser efímero, tal vez por eso las vidas africanas transcurran siempre lánguidas, en algo delirantes. África, aparentemente ocupada en hacer nada, no concibe la prisa, ni frecuenta en exceso la eficacia o la justicia. No espera ser comprendida, su verdadero ser no es de nuestra incumbencia, no es atributo de los blancos alcanzarla, entenderla. Sólo se abre, y sólo en parte, ante aquellos que sabe se acercan para amarla, para venerarla con humildad, con enorme respeto, sin hacer demasiadas preguntas, pues ella no encontraría respuestas que ofrecernos. África parece vivir eternamente condenada al peor de los tribalismos, a la más infame de las desesperaciones, al hambre o a las hambrunas más atroces. Ahogándose siempre en la sed insaciable y en los anhelos imposibles. Asida con aparente ingenuidad a las impúdicas manos de gobernantes casi siempre corruptos y crueles. Caminando o nadando con torpeza en el más abundante sufrimiento que uno pueda imaginar.

En un rincón de ese escenario comencé a moverme con mi aturdido padre. La primera mañana, nada más salir a la calle, después de un buen desayuno en el hotel, me pregunté ¿y ahora qué? ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué hago yo aquí en compañía de un anciano medio impedido? En la recepción me entregaron las llaves y la documentación del coche alquilado, un Toyota Tacoma de color rojo. Un
pick-up
todo terreno, enorme, cómodo y bastante bien cuidado. El vehículo apropiado, pensé, para movernos por las calles y las pistas en mal estado, a veces llenas de trampas y baches. Después de recoger el auto y lamentar lo complicado que resultaba para el viejo subir y bajar de él, le pregunté qué quería hacer, si tenía especial interés en visitar alguna zona de la ciudad, el barrio de Thysville, en la colina roja, o los alrededores del aeropuerto, o si le apetecía deambular por la ciudad paseando sin prisa. Imaginé que iba a dudar, pero su respuesta fue tajante, quiero ir al Pourquoi Pas.

¿Cómo encontrarlo? ¿Cómo explicarle que eso era imposible? Lo más probable es que ese local hubiera dejado de existir hacía décadas, le insinué. Insistió como un niño caprichoso. Una búsqueda inverosímil podía ser un buen comienzo, intenté consolarme. Y ¿por qué no? Recorreríamos la ciudad hasta llegar a la zona del aeropuerto, le propuse. Por el camino podría intentar reconocer algún lugar, alguna esquina. Avanzamos lentos por el bulevard 30 de Junio buscando salir del centro. Tuerce a la derecha por la avenida Kasa Buvu, sigue todo recto hasta el bulevar Sendwe, luego coge a la derecha por el bulevar Lumumba, nos llevará hasta el aeródromo, y no corras. Mi copiloto salió de su mutismo convertido en un eficaz guía. Cerca de aquí, en la barriada de Mátete (lo que al pasar me pareció un suburbio infernal y peligroso), vivía parte de la familia de Collette, aseguró papá. Iba recuperando la memoria a medida que avanzábamos, recordando recovecos de la urbe, calles y avenidas. Las que recorrió mil veces al volante de su viejo Opel Kapitán, un modelo de los años cincuenta que compró al poco de llegar al Congo y que aún recordaba con nostalgia. El coche que más le había gustado en su vida, añadía siempre al hablar de él. Poco había cambiado la ciudad, al menos en lo esencial. Kinshasa seguía siendo Leopoldville. Bochornosa, sucia, violenta y caótica. Un indescifrable y «jodido caos», muy común en todas las capitales del continente, en el que parece imposible que nada pueda funcionar con cierta cordura. El tráfico era diabólico. Pasamos más de dos horas deteniéndonos en embotellamientos de aspecto irresoluble que de improviso, de forma inexplicable, se deshacían en locas carreras y adelantamientos suicidas.

Los peatones, los asnos, las bicicletas y las motos competían con miles de automóviles destartalados o flamantes, con vetustas guaguas abarrotadas de gente, bultos y animales. A cada parón, un ejército de pequeños mendigos asaltaba literalmente nuestro coche. Casi toda la ciudad está tomada por los
shegués,
los niños de la calle, huérfanos en su mayoría que se afanan en conseguir unas monedas por las buenas o mediante la rapiña. Apenas te alejas de las pocas y más cuidadas calles del centro, mejor asfaltadas, todo es miseria y abandono, inmundicia. Cientos de kilómetros cuadrados de desventura y pobreza. Un deterioro infinito que convive con naturalidad con los retazos capitalistas de un escaso, tardío e inútil progreso, que casi siempre frena en seco la más absoluta corrupción. Así habían estado las cosas bajo la viciada dictadura de Mobutu Sese Seko, y así seguirían, incluso podrían empeorar. Todo el país estaba sometido a la bota de su despotismo. Un gigantesco territorio (unas cinco veces el de España) asolado por guerras interminables, en el que cualquier atisbo de dignidad humana, cualquier derecho, era violado por sistema y con absoluta impunidad.

En las calles de la «moderna» Kinshasa, los pocos edificios nuevos contrastaban con centenares de viejas y ruinosas construcciones. Las pocas zonas residenciales que aún subsistían se ahogaban cercadas por miles y miles de chabolas que formaban barriadas infectas. Durante los años que pasó allí, papá vivía cerca del aeropuerto N'Djili, en un lujoso «gueto». Villas y residencias de estilo colonial, muchas de ellas levantadas en los dorados años veinte. Preciosos chalets que sólo ocupaban ciudadanos extranjeros, blancos en su mayoría. Algunos habían resistido, restaurados con mayor o menor acierto, otros se caían de viejos. Ya lo eran en los sesenta. Muy cerca del desastroso aeropuerto, poco antes de un paso a nivel, encontramos la desviación hacia Camp Ceta, cerca del lugar que ocupó la sede de operaciones de la ONU en los tiempos que mi padre vivió en el Congo. El mismo lugar que ahora ocupaba el Centro de Entrenamiento de Tropas Aerotransportadas. Por allí, dispersas, seguían en pie algunas de esas villas privilegiadas. Nada más atravesar las vías del ferrocarril tomamos por una pista a veces asfaltada, a veces embarrada, surcada por profundas zanjas. Un par de kilómetros después un grupo de gendarmes y militares bien armados nos detuvo sin contemplaciones. Después de unas turbias explicaciones, después de soportar durante un rato sus absurdas y amenazadoras mofas racistas, al comprobar que éramos sólo turistas blancos, nos permitieron continuar. Ascendimos un buen trecho por la suave pendiente hasta llegar a la cima de la colina. Desde allí se contemplaba todo el perímetro del aeródromo N'Djili. Nos detuvimos y descendimos del coche. Mientras yo encendía un cigarrillo, papá miró en torno suyo intentando acordarse, probando a ubicar el paisaje en su memoria, ansiando encontrar el lugar en el que estaba su casa. En aquel tiempo los DC-7 de Sabena y los Hércules de Naciones Unidas, me dijo, despegaban o aterrizaban en esa pista haciendo temblar los cristales con el rugido inconfundible de sus motores. Cuando papá no volaba pasaba muchas horas en la torre de control como oficial de tráfico aéreo. Esa misma torre seguía ahí abajo, ya en desuso pero avizora, vigilando el ir y venir de aviones muy distintos a aquellos que papá guardaba en su recuerdo.

Arriba, en el interior de la cúpula acristalada, pasó muchas tardes y noches sintiéndose un ser afortunado. Sólo por eso, por poder estar allí y mirar alrededor con sus prismáticos, atento al radar y a las radios, deleitándose en la extraordinaria sensación de camaradería que le unía a sus compañeros. Era el lugar más acogedor que recordaba, casi tanto como las cabinas de los aviones que entonces pilotaba yendo y viniendo hasta Stanleyville o Kigali, cargado de tropas y material. Pasamos un buen rato observando. Abajo, entre todas las casas que poblaban la falda del cerro, papá creyó reconocer aquella en la que había vivido. O lo que quedaba de ella. Bajamos callejeando por la colonia entre tramos pavimentados y otros de limo rojizo. Al fin la encontramos. Era la casa. La misma que mi padre había compartido durante varios años con su buen amigo Nus. Allí estaba, destartalada pero aún en pie. Incluso yo reconocí el caminillo, el porche, la entrada, aquello que aparecía en las viejas fotos de mi padre. El portón de acceso estaba asegurado con unas vueltas de alambre de espino. También con una gruesa cadena de la que pendía un herrumbroso candado abierto, completamente inservible. Alguien había colgado un cartel con una advertencia mal escrita a mano y en francés: «No pasar, propiedad privada.» Liberé la puerta y entramos no sin cierta aprensión. Nada más cruzar el umbral, una brisa extraña sopló desde adentro acariciando nuestras mejillas y el mundo pareció quedar en silencio. El cielo se puso triste y durante unos minutos lloviznó. Cayeron lágrimas calientes, llantos tropicales. Papá estaba muy excitado por el hallazgo, tremendamente emocionado. Feliz y afligido a un tiempo. Una frondosidad oscura y asfixiante había invadido lo que antaño fuera un acicalado jardín cubierto de césped. Madreselvas y buganvillas, después de años de anárquico crecimiento, se retorcían entrelazando los colores de sus floridas ramas, oprimiendo las pilastras hasta casi quebrarlas, desmenuzando lentamente el cemento, las piedras y los ladrillos. Sobre el tejado, en parte hundido, sólo duraban unas cuantas tejas rotas de pizarra negra. En los enormes ventanales apenas quedaban cristales y los que había estaban rotos a pedradas. Las puertas y sus cercos ya no existían, las habían arrancado de cuajo. Hasta las cañerías y los cables habían sucumbido a los saqueos. La abombada techumbre daba la impresión de ir a derrumbarse en cualquier momento. Todo dentro o fuera de la casa amenazaba ruina, destilaba desolación. Papá cojeó arrastrando su figura por las demolidas habitaciones, una por una, apartando ramas, vidrios y cascotes con su bastón. Algunas ratas enormes escapaban al advertir nuestra presencia como espíritus grises y fugaces. Yo le seguía en silencio. Se detenía y miraba como si sus ojos pudieran ver aquel escenario horrendo transmutado por el esplendor de su recuerdo. De tanto en tanto sonreía como si alguna imagen antigua y radiante, durante un santiamén, hubiera iluminado su frente. Murmuraba para sí, como si charlara con alguien, pero no era conmigo. Viéndole pasear por las estancias fantasmales, pensé que tal vez había merecido la pena llegar hasta allí. En ese instante, mi padre sintió certera la dicha de haber podido regresar y echar un vistazo a las decrépitas escenas de su pasado. Pasamos allí algo más de una hora. La fatiga empezaba a ser notable en él cuando le pedí que nos marcháramos. Debíamos regresar al hotel. Comeremos algo y luego echaremos una buena siesta, le propuse. Le pareció una buena idea, estaba muy cansado. Antes de salir, papá se agachó con dificultad y arrancó una de las amapolas que coloreaban lo que quedaba del jardín. La guardó con ternura en el bolsillo de su chaqueta y luego subió al coche sin volver a mirar atrás. Pasó el camino de vuelta hablando sin parar.

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