Read El hombre del baobab Online
Tags: #Narrativa, novela
A la hora del almuerzo, después de trabajar a buen ritmo, habíamos recuperado casi todo el tiempo perdido. Necesitábamos más película. Salvatore salió a por material, traería carretes y aprovecharía para comer algo. Tardaría una hora más o menos. Yo tomé una
baguette
y un capuchino en la cafetería del museo. Después de salir a la calle a fumar un pitillo regresé y esperé paseando por las salas de la pinacoteca. En una de ellas habían instalado una exposición itinerante de Paul Klee. Un artista fascinante. Lejos de rendirse al realismo, a la realidad, no pintó un solo cuadro que la reflejara como la solemos entender los humanos. Con sus trazos, sus líneas, sus cuadrículas, sus opulentos colores, sus pequeños o grandes personajes, se movía como ningún otro por las regiones de lo oculto, por los territorios del miedo o la ternura. Sus obras, siempre ingenuamente hermosas, me decían irónicas que raramente nada es lo que aparenta ser. Me detuve ante
Las villas florentinas.
Si algo me cautiva de mirar fotografías o cuadros es indagar en sus secretos, descifrar el modo en que fueron creados. Imaginar el instante, el impulso que puso en marcha el mecanismo que condujo al prodigio. Qué roce de la mano del artista arrancó o detuvo la obra, cuál fue el último gesto antes de la última pincelada.
En esos pensamientos andaba sumido cuando, al entrar en otra estancia, la vi. ¡Era ella! Estaba allí, mirando una pequeña litografía azul y amarilla que colgaba de la pared destacando en la penumbra, a la altura de sus ojos. Mi corazón se aceleró hasta casi salir por la boca, me faltaba el aire. Intenté serenar el ánimo y apaciguar el pulso. ¿Cómo describir lo que sentí? Es imposible, no alcanzan a conseguirlo las palabras que conozco. Me acerqué a ella con cautela, muy lentamente, como una fiera se aproximaría a su presa. Una fiera mansa, des— ^ dentada, desuñada, estremecida. Sola, desarmada, enamorada. Conseguiré que se rinda, lo haré. Esta noche, pensé, saborearé en ella, uno a uno, todos sus deseos. ¿Creía yo acaso en el azar? Tal vez no, pero aquel nuevo encuentro, aquella nueva oportunidad, significaba mucho más que el eco de una simple casualidad. No podía ser casual que ella estuviera allí. Que la hubiera visto por primera vez en el Café de Les Prodiges, en la Plaza del Alma y que ahora, estando ya justo detrás de ella, un angelito de corazón alado sirviera a nuestros ojos «un pequeño desayuno». Nuestro primer desayuno.
Pude otra vez aspirar su aroma. Pude acariciar con la mirada su cuerpo, su cabello, toda su piel. Sentí la certeza de amarla. Quise detener el tiempo y el tiempo se detuvo en ella. Deseé poner mis manos en sus hombros y girarla hacia mí. Posar sin más mis labios en los suyos. Completamente embriagado, enajenado, era incapaz de pensar o actuar con coherencia. Un duendecillo vil y verde, tocado con chistera, me decía al oído burlándose de mí: «Pero ¿qué clase de estúpido eres? Ella será francesa y tú 110 conoces más de cuarenta palabras en su lengua... ¿Qué le vas a decir? ¿Eh?
¡Je t'aime! Así,
sin más... Sólo eres un pobre cretino, un osado... Más vale que sigas tu camino... No la molestes... No te humilles ni la humilles...»Acallé la impertinencia de ese agorero color guisante. En la portada de uno de los folletos que tomé al entrar en la sala, figuraba escrito un poema de Jean Arp. Me acerqué un poco más a ella y, con el mejor acento que supe poner, musité casi leyendo para mí: «
Dans mon coeur de bouillard... meurt la chimère des roses... mes paum.es reres ont perdu leurs ailes?»
Ella fingió no inmutarse pero se demoró aún más en la contemplación. Había percibido mi presencia, pero no se mostró inquieta o incómoda. Al contrario, su callada expectación parecía tentarme. Volví a susurrar cerca de su oído aquel verso sin comprender bien su significado, sin saber si las palabras tenían algún sentido. Lo cierto es que surtieron el efecto deseado. Consiguieron que ella, dándose la vuelta muy despacio, me mirara. En el encuentro con sus ojos fueron los míos los que hablaron primero. Nadia sonrió con sensual ternura, entre divertida y azorada, tocada tal vez. Ni mi presencia ni mi proximidad le molestaron. De algún modo ella parecía esperar, aguardar a que mi voz rompiera el silencio. Con sigilo, acompasados, retumbaron mis latidos y los suyos. Los dos sentimos el sordo rumor de dos corazones condenados a encontrarse. Durante un larguísimo minuto, nuestras miradas, desbocadas, perennes, conversaron ajenas a nosotros. Luego ella habló primero y por primera vez pude escuchar su voz divina:
«Est-ce que tu n'est pas d'ici, est-tu?»
«Tú no eres de aquí, ¿verdad?», me preguntó con cierta sorna, divertida.
No, fue mi escuálida y tímida respuesta.
«Tu francés no es muy bueno, pero es hermoso lo que intentas decir» se anticipó. «¿Cómo era?,
¿dans mon coeur de bouillard...?»
Dijo aquello hablando en español con mucho acento, burlona, pero en mi propio idioma. Aquellas palabras, en su boca, cobraron una dimensión desesperadamente dulce para mí, dulcemente esperanzada. ¡Podríamos entendernos de alguna manera! Feliz, como si ya la conociera, cerré los ojos y, sin más, me aveciné a ella como quien se avecina a una flor. Su aliento olía a menta, a bienaventuranza, a jardín y a laberinto. Casi rocé sus labios. Al abrir los ojos ella ya no estaba. Caminaba sinuosa, esquiva y garbosa como una ese. Muy despacito, casi retándome a seguirla, hasta el siguiente cuadro en la pared,
Como un cuento de Hoffman.
Lo hice embelesado, dócilmente. Cuando llegué de nuevo a su lado, con un gesto delicioso, sonriente, coqueto y consciente, aunque nada convencida, me dijo: «
Au revoir.»
Pero en aquel adiós nada sonó a despedida. Recordé un poema de Bécquer que, de niño, papá me recitaba apasionado: «Hoy la he visto... la he visto y me ha mirado, ¡hoy creo en Dios!»En aquel instante volví a creer en la vida, en el absoluto poder del universo, en Dios al fin y al cabo. La simple posibilidad de amar a Nadia me había salvado. De nuevo quería vivir. Al menos hasta haberla amado una vez.
¡Vivir!
Recordar todo aquello no me hizo ningún bien.
Sentí náuseas. Por si esto fuera poco, papá despertó de improviso, completamente fuera de sí, aterrorizado, a la deriva, con el rostro desencajado. Había dormido más de cinco horas de un tirón cuando, de repente, dando un respingo siniestro, se abalanzó sobre el respaldo del asiento que tenía en frente y lo zarandeó violento, delirante, intentando incorporarse con torpeza. De su garganta salía un sonido bronco, un mugido gutural, como si una flema le ahogase de forma irremediable. Al conseguir levantarse, los pantalones le cayeron hasta por debajo de las rodillas. Se había orinado encima y babeaba. Era evidente que, al menos durante un largo instante, había olvidado dónde estaba o dónde iba, qué hacía allí metido o quién era yo. Le abarqué como pude e intenté tranquilizarle. Se fue calmando. Conseguí subirle los calzones, abrocharle el cinturón y sentarle de nuevo. También que bebiera un sorbo de agua y que tragara una de sus pastillas de colores, un ansiolítico que le ayudaría a recomponerse. Luego saqué una muda que mamá, siempre previsora, había metido en su equipaje de mano. También un paquete de toallitas húmedas y un pañal gigantesco, grotesco, que decidí ponerle por si la incontinencia atacaba de nuevo. Ya algo repuesto del lamentable episodio de pánico y desconcierto, le acompañé al baño. De camino, disculpándome, rogué a una azafata que colocara un par de mantas sobre el asiento mojado. En el angosto habitáculo del váter, casi como dos contorsionistas, conseguí que se lavara un poco, se cambiara y se perfumara. Salió de allí como nuevo, preguntando que cuándo se comía. También estaba hambriento. Al poco, unas manos colocaron en nuestras mesitas las bandejas con el desayuno, un tentempié frugal pero delicioso. Quedaban por delante varias horas de vuelo...
No tuvimos mucho tiempo para preparar ese viaje, aunque hiciera más de treinta años que yo lo imaginaba, que me disponía a ello de algún modo. El justo para abrir las maletas y echar lo imprescindible en ellas. El viernes, al fin, convencí a papá de salir a comprar algunas cosas. Pasamos horas de tienda en tienda, avituallándonos. Le regalé un traje nuevo que le daba un aspecto espléndido. Viéndole así costaba creer que era tan viejo y que estaba tan enfermo. Papá se había acostumbrado a llevar una vida rematadamente austera. Casi siempre vestía igual, con ese aspecto grisáceo, pobre y sombrío. Salvo para ir a la cama, jamás se quitaba su roída frazada de lana color rata. Pantalones vaqueros dos tallas más grandes y camisas de franela a cuadros, casi todo heredado de su hermano el pudiente. Sumido en su particular miseria, hacía tiempo que sobrevivía gracias a algunos recuerdos. Presencias espectrales de guerras pasadas, vividas y sobrevividas con intensidad, aventuras de las que guardaba su cojera, muchas cicatrices, hasta zarpazos, memorias de escaramuzas, honores y camaradería. Fueron buenos tiempos para él los de las trincheras, los de las batallas y sus estratagemas. Y en torno a todo eso, siempre, un céfiro entre agridulce y agriamargo. El mismo que le procuraba ese aspecto mate y deslucido, el mismo que le hacía sobrellevar la vida con incompetencia, de forma tan opaca y displicente. Su mente solía estar en otra parte, en otra dimensión de la memoria. Padecía una acusada amnesia del presente, y ya no servía mirar el endeble y escaso futuro. Lo mejor para asirse y no caer del todo era el pasado. Papá existía en una perpetua evocación de un remotísimo tiempo, del que yo aún no formaba parte. No era diferente a los demás viejos, eso le sucede a casi todos. La vida se ve triste tras los visillos de marzo, cuando muere el invierno y nosotros morimos con él, en la certeza de que ya no llegará otra primavera. Casi impacientes, se reconfortan en la idea de una muerte soleada, sentados en los bancos de los parques, doblando esquinas con desmaña, levantando aún el sombrero para saludar a los flemáticos viandantes, admirando con envidia los juegos de los niños o el lento ascender de los edificios, día tras día, en los solares en obras. Mirando desde arriba, desde lo alto de las pasarelas que cruzan autopistas, el veloz transcurrir de ríos de automóviles. Se paran a observar con la vida apoyada en bastones y muletas, o sobre ruedas, renqueantes, desganados, curiosos, absurdos. Resignados. Pasan los días y las noches contando gotitas y mililitros, engullendo pastillas, cercenando su estómago con jarabes y cápsulas para que nadie llegue a entonar por ellos el amargo canto que se canta en las defunciones. Soportando esa tos seca que tantas veces les impide dormir, sonreír. Reposan en el cansancio y se cansan del reposo, tragándose uno tras otro todos los suspiros, bebiendo a sorbitos las agrias lágrimas, suspirando rezos y sollozos. Sus desolados cuerpos siguen anhelando manos y caricias, o menos aún, se conformarían con un roce leve y afectuoso, compasivo, con un insignificante gesto de atención y estima, de tanto en tanto. Qué terrible condena la de envejecer. No sirve consolarse. No hay consuelo ni esperanza. El alma humana no es insensible al deterioro del cuerpo en el que habita. ¿En qué se convierten nuestras vidas? ¿Dependerá por entero de nosotros el rumbo con el que surcamos el espacio de nuestros días?
Repaso el tiempo en que era un pequeño bastardo huérfano de padre, desamparado de él, de casi todo, con los afectos mutilados, a veces feliz. Siempre os sorprendió mi capacidad para evocar los recuerdos de niño, la desenvoltura con la que rememoraba pasajes de la infancia que ya habían caído en vuestro olvido. Posiblemente sea sólo un modo de amparar motivos para seguir viviendo. Como un ratón fui acumulando recuerdos, pues sospechaba que tendrían valor algún día. Guardé muchos trocitos de placidez, algunas migajas de felicidad. También demasiados rastros de tinieblas, una rara colección de fragmentos del averno. Pero siempre he desconfiado de la verdadera naturaleza de las recordaciones, y dudo mucho que todas sean ciertas. Seguro que entre lo que guardamos y lo acontecido realmente existe un abismo insalvable. Forma parte de la condición humana, mentimos. Sobre todo a nosotros mismos. Sabemos distorsionar la realidad para apartar y olvidar la humillante o dolorosa realidad. Admitimos como ciertas las farsas que nos salvan, las que nos ayudan a superar algunos devastadores lapsos de la vida. Somos tan hábiles adulterando la verdad, que llegamos a olvidar que nuestras ficciones eran sólo eso, malos cuentos. La negación de algunas evidencias implacables y angustiosas. Acostumbrados a vivir en el corazón de la mentira terminamos al fin creyendo nuestras dulces y balsámicas fábulas. Cuanto más compleja es nuestra existencia más tendemos a creer en ellas. Eso pienso, no lo sé. Pero ¿quién sería capaz de sobrevivir sin autoengaño?, ¿sin dar algún respiro a la alegría?, ¿cómo soportaríamos la ansiedad?, ¿el eterno dilema del padecimiento? De pequeñas verdades y colosales mentiras se nutre la memoria. Esa arcilla da forma a nuestros recuerdos. Los míos, sean quiméricos o irrefutables, están ya tan recordados que no se pueden olvidar.
Todos los seres humanos mienten. Yo miento cada día, con demasiada frecuencia, de forma casi compulsiva, incontrolable. Pero nadie pareció jamás caer en ello o fingieron no hacerlo, y si lo hicieron supieron disculparme. Todos detectamos mentiras, nos damos cuenta, fingimos creer y disculpamos a quien nos intenta engañar. Como yo les disculpé siempre a ellos. ¿No es extraño? No, no lo es. Nuestra única convicción es y fue siempre el disimulo, la farsa. Como todos los humanos, he pasado la mayor parte de mi vida deambulando entre falacias absurdas y rebuscadas. Fingimientos más o menos mezquinos, tan sofisticados como burdos. Cuestión de supervivencia. Así de sencillo. Nada original tratándose de subsistir en un mundo tan cínico y enloquecido como éste, tan repleto de falsedad. La ficción es nuestro principal alimento, el más nutritivo.
Nos fascinan las películas, las novelas, nos encantan sus leyendas y buscamos que las nuestras, tan mediocres, en algo se asemejen a las que reflejan las pantallas o cuentan las páginas. Amparándonos en esas y otras invenciones consumimos los escasos días de nuestras vidas. La mentira es el disfraz de nuestra ignorancia, el bienhechor barniz que cubre los poros de nuestros miedos, la retórica que arropa a los seres más respetados o denostados, la condena de los más envidiados o repudiados, de los más poderosos y de los más desvalidos.
No soy nada original mintiendo v mintiéndome. Lo inaudito, lo excepcional, sería atender a la verdad y confesármela, confesarla aquí o allá sin disimulo. No podría soportarlo, no lo soportaríais.