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Aterrizó en Madrid desesperada por llegar a casa. A pesar de la hora, por una vez, el tráfico pareció no ponerse de parte de la impaciencia y sí de ella. No tardó mucho en llegar. Al entrar en la casa un silencio sepulcral le dio la bienvenida. De allí dentro salió un hálito de aire denso, garzo y oscuro que la atravesó. Como si al abrir, al empujar la puerta, hubiera removido todo el vacío y éste le hubiera traspasado el pecho. Sintió un profundo estremecimiento, como si sus pasos avanzaran hacia una inminente destrucción, hacia un cataclismo de dimensiones insospechadas. Recorrió su espalda el escalofrío de la más honda indefensión. Entre la tenue luz que dejaban entrar las persianas, como un espectro, pudo ver a la muerte encrespada como un gato negro, recorriendo la estancia de esquina a esquina, deslizándose por las paredes, intentando esconderse sin conseguirlo. Luego desapareció siniestra y risueña, escurridiza, burlona. En el ambiente se respiraba el tufo de una dolorosa angustia, el miedo que provoca tener que mirar la realidad frente a frente y no poder apartar la vista. Aquélla no era su casa, la casa que dejó, alegre y hogareña, radiante. En el lapso de una ausencia se había transformado en una cueva húmeda y fría, en una catacumba sin fondo que apestaba a humo, a tabaco, a sudor, a daño, a partida. Se sintió derrotada. Cerró la puerta, apoyó la espalda en ella y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo. Allí lloró como cuando era una niña, completamente desamparada, sobrecogida. La maestra vida le iba a pedir cuentas, lo intuía, iba a sacarla a la pizarra y no tenía hechos los deberes. Había llegado sólo dispuesta a la alegría, no estaba preparada para contemplar ruinas, las más tristes ruinas que se puedan imaginar. Suplicó a Dios su compasión, sintiéndose a su merced, como una llama al viento, como una pavesa. Al presentir la derrota, le afectó una extraña fiebre. Recorrió la penumbra del largo pasillo hasta el dormitorio y se metió en la cama vestida y tiritando. Le dolió acostarse, respirar su aroma aún impregnado en la almohada, sentir que la nube de plumas del edredón aplastaba su cuerpo. Cayó sobre él todo el cansancio, todo el peso del recuerdo estancado en el alma y en la memoria, todo lo que en ese instante había dejado de ser suyo. Quiso ser otra. Poder regresar. Volver atrás, hasta aquel caluroso atardecer en Port Louis, poco más de un mes atrás. Deseó que la noche llegara cuanto antes, ocultar su desasosiego en ella, que se hiciera eterna su oscuridad y eterno su sueño. No tener que levantarse nunca más, no volver a despertar. Que el tiempo pasara, borrara y olvidara, sollozó a su Dios.
Perdóname Señor, rogó una y otra vez en susurros, gimoteando hasta quedar mal dormida, recogida en su dolor y en un soñar mortecino. La luna y el sol giraron por sus trémulos sueños destrozando estrellas. Ya había anochecido cuando despertó. Aterida, débil, con un terrible vacío en el estómago, por completo inapetente. Encendió todas las luces de la casa, puso en marcha la caldera y subió el termostato a treinta grados. Necesitaba calor con urgencia. Se sirvió un Orfidal, un vaso de leche y unas galletas que mojó y tragó con desgana. La muerte, como un sapo enorme, acechaba en algún lugar de la casa, agazapada, esperándola. Todo estaba ordenado y limpio. Todo normal en apariencia. Nada parecía poder justificar tan brutal y creciente aprensión. Lo único insólito en aquel decorado tan sabido eran unas cuantas cajas amontonadas en el salón. En ellas Luis había echado algunas cosas, algunos libros, algo de ropa revuelta. Un sinsentido. Se notaba que las había llenado de forma muy precipitada, movido por algún íntimo arrebato. Mirando en su interior pensó en las cartas de Piero. Saltó como un resorte y corrió por ellas hasta la cocina, pero ya no estaban donde recordaba haberlas dejado. Empezó a entender.
El orden y la limpieza no eran obra de Luis. Juana debía haber estado en la casa hacía poco, muy poco. Pensó en llamarla. Al llegar junto al teléfono encontró una escueta nota de Juana y, dentro de un sobre cerrado, una larga carta de Luis. De nuevo sintió escalofríos...
Levantó el auricular, pero el teléfono no daba señal. Siguió el cable hasta la clavija. Estaba desconectado de la línea. Mantuvo largo rato la carta entre las manos antes de atreverse a abrirla. Pensó de nuevo en las otras malditas cartas, ¿dónde podrían estar?, ¿dónde las habría metido? Manoseó el sobre con cautela, se lo acercó a los labios y a la nariz, lo olisqueó aspirando lenta y profundamente. «Para Nadia», sólo eso había escrito. Hasta el trazo de su nombre le pareció espeluznante. Entre las minuciosas y pulcras letras de Luis, tan bellas, tan familiares para ella, entrevió un tic insólito, algo sobrecogedor... Tardó aún un rato en decidirse a rasgar el sobre y entrar en su interior.
Viernes. Octubre de 1996
Mi dulce Nadia:
Me voy y esta vez no puedo llevarte con migo. Hay viajes que uno debe hacer solo porque no están claros ni el destino ni la distancia a recorrer... Papá se muere, ya es inevitable. No le queda mucho tiempo. Menos del que yo imaginaba, tal vez sólo unos meses. No lo sé, los médicos tampoco. A pesar de todo, no puedo decir que esté mal. De momento no.
Ese viaje con él, ese con el que tantas veces fantaseé y te hablé, ya no puede esperar. Imagino lo que estarás pensando. A estas alturas es una locura, lo sé. Para cualquiera lo sería. En cierto modo también para mí, pero ya está todo en marcha, todo cerrado. Mañana a las diez salimos hacia Amsterdam, y desde allí, un par de horas después, volaremos a Kinshasa, en el Congo. Pasaremos unas semanas en lo que quede de su amada Leopoldville. Suena bien, ¿o no?
Me lo llevaré a rastras si es preciso. Siento haber esquilmado la cuenta, pero no puedo pararme ahora a pensar en ello, detenerme en las malaventuras del puto dinero. Será restituido muy pronto, créeme. No temas por eso. Las primas de los seguros de vida de papá repondrán todo lo malgastado. Tómalo como un anticipo. Quiero que vea aquello por última vez, incluso no me importaría que muriera allí. Sería un buen lugar. ¡Qué más da! Haré una pira con su cuerpo y dejaré que el gran río Congo arrastre sus cenizas y las lleve hasta el océano.
Veremos en qué acaba todo esto. Qué gran lío, y qué raro es siquiera considerarlo, ¿verdad? Nadie lo sabe, excepto mi madre. Y no sabe todo. Tampoco mis hermanos. No he querido decírselo, ni siquiera a Daniel. Si no se queda en el camino, espero estar de vuelta en un mes, más o menos. En cualquier caso, no creo que, dadas las circunstancias, el viaje se prolongue demasiado.
Siento no haber sabido... no haber podido... Lo siento todo. Créeme. Quisiera decirte tantas cosas... Sé mucho más de lo que te figuras, pero a pesar de todo... el amor y el deseo me ahogan, aún me ahogan. ¿Por qué tuvimos que separarnos? Ojalá me hubiera atrevido a seguirte hasta Clermont, hasta París. Ojalá no me hubiera apartado de ti un solo instante. Pero las cosas son como son, ¿no?
La vida muy pronto cambiará para los dos. Es necesario. Lo intuyo. Lo sé. Yo ya no necesitaré nada y tú lo tendrás todo, todo menos mi angustia y mis torpezas. Mis sentimientos ahora son demasiado confusos, contradictorios. Te amo, te condeno, te añoro, te detesto, te bendigo y te maldigo, todo a un tiempo... ¡Qué puta sensación!
Busco soñarte enamorado, pero por desgracia, desde hace unos días, apareces en todas mis pesadillas. La última fue anoche, una mala noche. Pero hoy me he levantado algo mejor. Distinto, aun siendo el mismo. Para domar a la nostalgia me he puesto a escribirte esta absurda carta. No servirá de mucho. Aún no sé si consentiré que leas esto, esta patochada. Aún no sé si la dejaré en alguna parte para que la encuentres o si la romperé en mil pedazos. Desde nuestra despedida no había vuelto a escribirte o decirte una palabra. Sólo esa antipática llamada desde Londres. No supe hacerlo mejor, ni contestar a tus llamadas. Lo siento, créeme, pero me sentía incapaz de enfrentarte, de enfrentarme a mí mismo, de enfrentarnos, parabién o para mal.
El maldito resentimiento me lo impedía. Hemos conquistado una situación insostenible, ¿lo sabes? Una realidad que niega cualquier posibilidad de amarnos. ¡Claro que lo sabes!
Sobre la mesa, frente a mí, tengo tus fotos y una vela encendida.
Pienso que así es el a mor, como esta desdichada candelilla, y que el nuestro no es muy distinto, por mucho que nos empeñáramos en creer lo contrario. Nada es eterno en él. Cuando prendemos la mecha ya lo sabemos, o lo deberíamos saber. La cera terminará consumiéndose en su lento y efusivo ardor, en su ardoroso atrevimiento, de forma inevitable. Y cuando menos se espera nos deja a oscuras, fríos, impotentes. La que tengo aquí, tal vez no alumbre ya lo suficiente para escribir a su luz otras cien palabras. ¿Qué hacer entonces? ¿Buscar? ¿Sin más remedio? Aparecerá otra candela en el cajón más inesperado, claro, y encenderemos de nuevo la cuerda encerada, posiblemente como si fuera la primera vez que lo hacemos. Eso es amar. Nada más. Ir de corazón en corazón dando bandazos, entusiastas respingos, prendiendo ilusiones, nuevos destinos, sabiendo, sin querer saber, que todo ese monótono frenesí está abocado al fracaso. Buscar para encontrar lo mismo, una y otra vez, la misma progresión, el mismo desenlace. Y al parecer no queda otra, hay que aceptar su efímera existencia y gozar del resplandor mientras la cera se consume en el cerote. En nada me reconforta haber llegado a esta tajante conclusión.
Hay quien es feliz sin amar. Así quisiera ser yo. Pero ¿cómo?, después de haber probado tantos y tan exquisitos afectos a tu lado... El que tú y yo teníamos, esa pasión dichosa era algo inaudito. Ahora un lento desamor llueve sobre nosotros, gotea por nuestras almas y se cuela por sus mal cerradas ventanas. También, creo, está empapando estas letras. La punta de la pluma va y viene sobre el papel con la violencia de las olas de un mar embravecido. Me encrespa tener que despedirme de ti, antes de tiempo. Me convulsiona esta puta vida. Todo ese dolor que parece siempre ansioso por anularme, por tenerme. Estoy harto de andar esquivándolo, de sentir en mi nuca su olfatear, su fétido resuello.
Por eso, entre otras muchas cosas, me voy.
Hace ya demasiado, lo sabes bien, que la zozobra me persigue, que la paz no me encuentra, que no sé dónde encontrar el más mínimo sosiego. No tienes la culpa y es injusto cargarte a ti con ese peso. Si lo pienso, jamás he descansado, ni siquiera debí hacerlo durante los meses que pasé en el vientre de mi madre. Hasta llegar a ti, como un perro errante y perturbado, siempre busqué reposar en el rincón equivocado, una y otra vez. Y ahora. .. ¡maldita sea! De nuevo todo el desasosiego acojonándome, acompañándome. Quizá no exista paz para mí. Tal vez estoy condenado a la inquietud. Posiblemente la armonía no esté a mi alcance, o no sepa alcanzarla, no sé, no sé, no sé...
Después de esto, de ti, no se puede, amar más. Eso parece.
¡Cuánto me vas a faltar!
Tú latirás lejana, ajena a lo que fue o lo que será, a todo lo que tenga que venir. Todo ha cambiado, ¡todo! Y ahora lo único inmortal en nosotros es la incertidumbre, la puta incertidumbre, las constantes preguntas sin respuesta, las respuestas a tantas cosas que no quiero preguntar. La única certeza son las tinieblas de mi ignorancia. Y para vivir hay que saber, y saber ver, y estar seguro de algunas cosas... pocas... y confiar en, ellas ciegamente. Como yo confiaba en ti.
No te entretengas más, mi amor, apenas queda tiempo. No tardes más. Ayúdame a despedazar esta pesadilla, a impedir que sea aún más real de lo que ya es. Si volví a la vida fue por ti, por ti... No puedo escribir más, ya no puedo escribir más, perdóname alma mía...
¿Habré sabido yo alguna vez hacerte feliz?
Con mucho más que todo mi amor, Tuyo eternamente.
Luis
PD. Busca dentro de la caja de madera, sobre el escritorio. Aunque no te apetezca demasiado, llama a mi madre. Te lo agradecerá, está algo confusa.
Al terminar de leer el sol se ocultó de golpe. El cielo se tornó siniestramente negro, del color de las nubes más negras. Lloró y sonrió y volvió a llorar y a sonreír y a llorar... La carta le pareció bella y despreciable, dulce y enigmática, reconfortante y desgarradora, todo a un tiempo. Las palabras llegaron a tocar su cuerpo, acariciaron su piel, la calentaron. En su interior, la voz de Luis encogió todos sus órganos, detuvo todos sus sentidos, arrullándolos, disgustándolos, envarándolos. De repente, la esperanza y la desolación, la angustia y la alegría, el vacío y la plenitud, todo quedó convertido en un denso revoltijo dentro de su mente. Y mezclándolo todo, un cucharón de mal augurio, la certeza de que ya no volvería a verlo. Acurrucó su ceniciento corazón en un sofá intentando poner orden en sus emociones y en sus pensamientos. Deducir qué habría pasado en las últimas semanas, qué pasaría ahora por la mente de Luis, ansiando llegar a alguna conclusión. ¿Qué significaba aquella carta? Había tanta tristeza y tanto amor en sus palabras, era tan íntima. Ésa era la palabra para describirla, íntima. Incompartible. Para cualquiera podría resultar sólo un absurdo y petulante galimatías, casi indescifrable. Ella sintió tremar toda la carne, cada uno de sus huesos. El mensaje poseía el relieve de una despedida, el eco de un inevitable adiós. Poco importaba que él asegurara que el viaje no se prolongaría demasiado, que la vida iba a cambiar. ¿A qué se refería? Eran enigmas que superaban cualquier lógica, cualquier significado, al menos para ella. Luego llegó el arrebato de la impaciencia por saber, por hablar con él, con alguien que supiera de su paradero. Abrió la cajita de madera que mencionaba en la carta, pero no encontró nada dentro. Conectó el teléfono y marcó con urgencia el número de la madre de Luis. Se sintió egoísta, sin palabras. Nunca había tenido mucho que hablar con su suegra, pero tal vez ella sabría decirle, quizá supiera algo.
Su relación con Amanda jamás fue muy fluida. Simplemente se respetaban guardando largas distancias. Ella siempre soñó ejercer su papel de madre absorbente, de fiera loba amante y protectora, pero su hijo jamás lo permitió, y de ello culpaba a Nadia. La
mamma
vio frustradas sus maternas aspiraciones de dominación desde que su hijo era muy pequeño, y en cierto modo intentaba hacer pagar a Nadia por ello. Procuraba no hablar con Amanda más allá de lo imprescindible, de lo que marcan las normas de cortesía de la nuera. Con el padre, con Alfonso, era distinto. Era todo un caballero. Seductor, bien educado, honesto, culto, un hombre elegante y parco en palabras que solía flotar ajeno a la realidad entre ingenuo y despistado. Aunque su ingenuidad y sus despistes podían llegar a enternecer o exasperar en igual medida. Era muy parecido a Luis. Desde el primer día Nadia y él conectaron a la perfección. Alfonso solía recordarle que no sólo había enamorado perdidamente a su hijo, y lo decía completamente en serio.