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Tags: #Narrativa, novela
Desde el primer pensamiento, desde la primera idea que me impulsó a emprender esta tarea, siempre, desde el primer instante, todo fue escrito por y para mi padre. En su honor, en su memoria, vivo o muerto, sin remedio, gracias a él. La primera certeza que guardo en la memoria acerca de la creación de
El hombre del baobab,
de su nacimiento como un hipotético proyecto literario, me lleva a los primeros años ochenta. Debía de ser verano o primavera, o no, porque yo por aquel entonces vivía en un soleado y tórrido ático de Sevilla, donde era fácil pasar calor hasta en invierno. Acababa de entrar a vivir en esa casa, un nuevo alquiler en el centro. Una mañana, mientras montaba unas estanterías y las llenaba de libros, mientras organizaba mi pequeño «rincón de escribir» con vistas a la Giralda, anoté en un papel el título del libro y dejé debajo algunas líneas. Tal vez las primeras palabras, no recuerdo ahora cuáles fueron. Creo que ese día decidí intentar crear esta historia, ponerme a ello. Ya había escrito entonces muchos poemas, tímidos textos cortos, cuentecillos, pero aquel empeño, el de escribir una novela, me parecía casi inalcanzable. Mientras trabajaba en esta obra, me nacieron tres hijos, perdí a algunas personas, planté una docena de árboles (que ya se han convertido en hermosos ejemplares), publiqué un poemario, una novela, numerosos artículos de prensa...
Habrá pasado cerca de un cuarto de siglo y en todo este tiempo, recuerdo pocos días en los que no pensara de un modo u otro en
El hombre del baobab.
Gran parte de este libro está pues escrito a rachas, a tiras, aquí y allá, más deprisa o más despacio, en diferentes edades, con más o menos acierto. Año tras año fui, casi sin darme cuenta, tallando miles de piezas que raramente parecían poder llegar un día a encajar. Todo empezó manuscrito, después se redactó en una vieja Olivetti Lettera DL que era de mi padre. Cientos de páginas nacieron de cientos de notas, de centenares de anotaciones en todos los tamaños, tomadas en todo tipo de papeles, escritas en los lugares y en los momentos más insólitos. Buena parte del libro fue escrito dentro de otros libros, de la mayoría de los que fui leyendo durante todos esos años, rellenando de forma obsesiva las primeras y las últimas páginas en blanco, los márgenes, cualquier rincón vacío de palabras. No alcanzo ahora a imaginar cómo conseguí reunir y unir muchos de esos pequeños fragmentos.
Todo acabó pasando al ordenador, por varios ordenadores, por no sé cuántas impresoras, por muchos cajones y estanterías, por un montón de cajas y maletas, por diferentes casas, por habitaciones distintas, también las de unos cuantos hoteles de unos cuantos países de cuatro continentes. Si lo pienso, desde que recuerdo me ha perseguido la alargada sombra de este libro que ya no me pertenece. Durante parte del proceso, durante estos últimos años, me acompañó la lúgubre idea de la muerte de mi padre, la tristeza y la rabia por su enfermedad. Siempre temí que no llegaría a leerlo. Siempre supe que iba a ser así y así ha sido. Le gustaba leer lo que yo escribía, pero creo que jamás le ofrecí unas líneas de este libro, aunque deseara tanto hacerlo, aunque todo estuviera escrito por y para él, gracias a él.
No llegué a tiempo. Mi padre murió hace poco, una tarde de viernes, el día 2 de enero de este año 2009. No hice lo que tantas veces había pensado. No dejé una copia entre sus manos, sobre su pecho, para que las páginas se incineraran con él, para que sus cenizas y las de estas letras se fundieran para siempre en un solo gris, para que se llevara al menos la esencia de una historia que le pertenece y que ya no podrá leer, al menos no aquí.
Debo a mi padre todo lo que es ficción y todo lo que no lo es. Una dedicatoria me parecía insuficiente para él. Dejo aquí estas palabras porque las merece, porque a él le hubiera gustado que lo hiciera, porque los lectores, tal vez, las sepan valorar. Espero también que sepan disculpar todas mis torpezas y adivinar entre las líneas todo aquello que las palabras no acertaron ni acertarán decir...
David Cantero
Me quedé «vacío como un tambor» al terminar de escribir esta novela. Tras poner el punto final quise no volver sobre ello nunca más, no dedicarle un minuto más después de tantos años. Emprender otros proyectos, soltar su lastre y liberarme. Quería olvidar y casi lo conseguí. Cuando releo algunos pasajes ni siquiera los reconozco como míos. Ahora, que ya estoy en otras cosas, sería injusto olvidar dar las gracias aquí a algunas personas por cuanto aportaron, de una u otra manera, a la concepción y el nacimiento de este libro.
Gracias a mi padre, en el origen de todo lo que escribo, que me enseñó a amar la literatura y a ese continente extraordinario que es África. Gracias a todos mis hermanos por creer en mí, y en especial a Luis y a Daniel, por ser como son, por prestarme sus nombres, por enseñarme tanto de aviones y por sacarme a volar de vez en cuando. Gracias a mi hijo Álvaro, que siempre creyó en esta historia y que me empujó muchas veces a seguir, a concluir, a no rendirme. Gracias a Gervasio Iglesias por su complicidad creativa y su amistad; eso fue de gran ayuda. Gracias a María Oña por ser en su día parte de ella y haberla alentado con tanto cariño y firmeza. Gracias a todas las personas que me empujan a seguir escribiendo, y a aquellas de las que me nutrí para crear algunos personajes, aunque, como se suele decir, cualquier parecido con la realidad sea siempre mera coincidencia. Gracias a Miguel y a Palmira, de Dos Passos, por su colaboración, su apoyo, su destreza y su confianza en mí, por rescatarme. Gracias a Ana y a Purificación, de Planeta, por contar conmigo, por hacer de una rara fantasía una novela, y repararla y darle brillo. Gracias a Gemma por recordarme que en los sueños nada es imposible, por darme el impulso que necesitaba cuando más lo necesitaba. Y gracias a Berta, que lleva muchos años a mi lado, amando y escribiendo conmigo, sin su convicción, su amor, su aliento y su paciencia hubiera sido imposible terminar esta tarea.
Fin