Read El hombre del baobab Online
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—¿Estará papá por aquí? —preguntó Paula a su hermano. Este meditó un rato mirando el cielo que quedaba a su izquierda antes de responder. Nadia, discretamente, volvió a su asiento dejándoles solos.
—Hoy seguro que sí —le dijo Adrián con convencimiento.
—Mamá dice que está en el cielo... ¿Podrá vernos?
—Para nosotros el cielo es inmenso, pero para él será un charquito azul... lleno de tiempo. Seguro que está ahí fuera, y nos ve y nos oye. Puede incluso que esté ahora mismo aquí, entre nosotros, o sentado por ahí atrás al lado de tu madre, mirándonos sonriente —dijo Adrián mientras la cría, pensativa, miró en torno suyo como si en algún momento pudiera llegar a ver el espectro de su padre.
—Le querías mucho, ¿no? —le preguntó la niña.
—Claro, mucho más que infinito...
—¿Y él a ti? ¿Y tú a él?
—Mucho más aún...
—Me hubiera gustado conocerle...
—A él también le habría encantado conocerte... Tú eras lo que necesitaba aunque no lo supiera... Hubieras sido lo mejor de su vida.
—A veces sueño con él... Sueño que jugamos en la playa o en un parque... que nos reímos... que me espera a la salida del colegio... pero no tiene cara... o yo no me acuerdo...
—Vaya...
—Desde ahora le pondré la tuya —rió divertida y un tanto azorada.
—¿Te gusta volar tanto como parece? —le preguntó él por cambiar de tema.
—Me encaaaanta... —respondió la pequeña prolongando deliberada y exageradamente una A tan amplia como su sonrisa.
—¿Te gustaría llevarlo un rato?
—No me lo creo... No me puedo creer que me dejarás...
—De verdad que sí..., si te atreves..., ¿te atreves?
—¡Claro! Pero me da un poco de miedo... Además...
—dijo aún poco convencida, sin llegar a tomar del todo en serio la maravillosa proposición—... no llego a los pedales.
—Eso no es problema, yo tengo otros, ¿ves? Es muy fácil, verás... Pon las manos así en el volante que tienes frente a ti... Los pilotos lo llamamos cuernos. No te preocupes por los pedales, de eso y de otras cosas ya me encargaré yo... Cuando estés lista, cuando me digas, desconectaré el piloto automático. Y cuando lo haga, mucha atención, porque estarás a los mandos —Paula tragó saliva—, haz sólo lo que te diga y sobre todo hazlo todo muy suavecito... ¿Ok? ¿Lista?... —Adrián pulsó un botón iluminado y sonó una breve alarma que hizo dar un respingo a la niña—. ¡Pues... ya está! —le aseguró—. ¡Es tuyo!... Ahora... gira muy despacito a la derecha, tirando a la vez un poquito hacia ti...
A un gesto de la niña el avión se inclinó desviándose de su rumbo con delicadeza. Ella experimentó una emoción incomparable, del todo desconocida, y se sintió el ser más poderoso y afortunado del cielo y de la tierra. Poco a poco fue metiéndose más y más en su papel de pequeña aeronauta. Seria, serena, concentrada, y siguiendo a rajatabla las instrucciones de su instructor. Se elevó unos metros y bajó otros tantos, hizo unos cuantos virajes más a babor y a estribor intentando después dejar niveladas las alas, también picó el morro cortando motor y recuperó la pérdida empujando hacia delante la palanca de los gases y tirando de los cuernos. Durante unos minutos gobernó aquella máquina prodigiosa adiestrada y ayudada por su hermano, navegando a su lado, a cientos de kilómetros por hora, a varios miles de metros de altura, completamente libre y feliz. Pilotaron una Cessna Caravan, un bellísimo aeroplano de ala alta y un solo y ruidoso motor, que podía llevar hasta ocho pasajeros. Era de color verde aceituna, con dos ribetes dorados pintados a cada lado del fuselaje.
Después de dos cortas y apacibles horas en el aire, las ruedas del avión se posaron con suavidad en la pista. Nadia respiró aliviada y agradeció al cielo (y a Luis) que nada malo hubiera sucedido. Ya en tierra se sintió de nuevo en forma. Los tres, parlanchines y radiantes, bajaron del avión y caminaron cogidos de la mano hasta llegar al coche, jugando por el camino a levantar en volandas a Paula a la de tres, cada dos o tres pasos. Por un instante Nadia sintió que Luis había regresado para estar con su hija, para disfrutar de ellas. Paula y Adrián se comportaban como dos buenos hermanos, o tal vez, como un padre y una hija... La turbación y la felicidad de la niña tras el vuelo eran indescriptibles. Al fin almorzaron en una mesita muy coqueta junto a una ventanilla ovalada, dentro del fuselaje de un vetusto cuatrimotor varado y transformado en lujoso comedor. Después del postre y los cafés regresaron a casa donde Paula, rendida por las emociones, durmió una buena siesta. Ellos se entregaron de nuevo el uno al otro, primero en la pasión de los besos, después en la de la lectura. Esta vez, ante la insistencia de Adrián, fue Nadia la encargada de retomar la narración...
Unos días después del accidente llegué a esa ciudad inmunda de la que te hablaba, a Mopti. Agonizante y perdido. Me había librado de morir aplastado o abrasado entre las llamas del accidente y a punto estuve de morir ahogado en ese puerto. Un bullicioso ancladero fluvial al que arribé a bordo de un viejo y destartalado mercante, el
Poltsjerna.
Un barco rojo, blanco y oxidado, gobernado por un grupo de malditos. Siniestros negros, negreros, blancos, piratas que traficaban con hombres, mujeres, niños o niñas, con armas, drogas, cereales o especias, con todo lo que cayera en sus claroscuros garfios. Poco importaba el género con tal de que proporcionara algún beneficio. Embarqué en el
Poltsjerna
en un mal amanecer, no muy lejos de los restos del avión, aún cerca del aeropuerto de Bamako. No me entretuve demasiado en mirar atrás. Salí prácticamente ileso de la tragedia y dejé rápidamente el infierno en el que se incineró tu abuelo y, probablemente, la mayor parte de los pasajeros. Aquél era el rodeo que me salvaba de la vida y de la muerte. Ya no tendría que volver a pensar en el suicidio: ya era un difunto. Me supe muerto en vida de inmediato. Todavía bajo los efectos del
shock
, muy aturdido y desorientado, muy asustado, corrí cuanto pude adentrándome en la oscuridad hasta llegar a la orilla de un río. Luego, completamente exhausto, caminando como un zombi, seguí la ribera hasta un caótico embarcadero en el que, en completa anarquía, se alineaban decenas de pinazas. Allí me oculté en el interior de una de las canoas, cubierto por una pesada lona que apestaba y enredado en una maraña de redes mal tejidas. Intentando dejar de tiritar, y no clavarme los herrumbrosos anzuelos que se amontonaban en el fondo y entre las mallas. La sangre que manaba de una de mis cejas corrió por mi rostro hasta la boca, aliviando en algo la sed. No sería la única vez que bebería del líquido rojo. En esa orilla me hundí, fallecido y desfallecido. El estruendo del impacto y las explosiones, las llamaradas y la incipiente luz del alba despertaron a una multitud de desposeídos, sacaron de sus madrigueras a todo un enjambre de pescadores y mercaderes, a todos los chiquillos de ese rincón de África. Un gentío que iba y venía tirando a tierra aparejos y echando al agua barcazas grandes y pequeñas. Todos corrían enloquecidos, nerviosísimos por llegar cuanto antes al lugar donde se había estrellado el avión. Toda aquella confusión favoreció que pudiera pasar desapercibido. No quería ser descubierto, llamar la atención de todos. Yo era el único rostro pálido desentonando en aquel oscuro pasaje. Un par de kilómetros más abajo aún resplandecía el incendio y una gigantesca columna de humo negro se inclinaba en el cielo señalando a todos el epicentro de la pesadilla que querían contemplar, de la que buscarían sacar algún provecho. Un caos de chalupas, totalmente atiborradas de trastos y viajeros, atestó pronto el Niger. Todas navegaron río abajo a punto de irse a pique. El amanecer quedó pronto despoblado y la sucia playa casi desierta. Busqué esconderme otra vez, y mejor, en el único barco grande anclado por allí. Era el
Poltsjerna.
Un buque no muy alto, accesible. No había mucha distancia entre la línea de flotación y la borda. Nadé unos metros adentrándome en el río y, como un mandril despavorido, trepé por un cabo hasta alcanzar la cubierta. Parecía desierta, pero no me entretuve en más contemplaciones. Corrí a lanzarme por la embocadura de una bodega sin pensar en el vacío. Fui a caer unos metros más abajo sobre una montaña de grano empapado que en algo amortiguó el golpetazo. Rodé por la ladera de mijo hasta caer en el barrizal putrefacto que cubría las planchas de hierro del fondo. Miré arriba, al cielo enmarcado en el hueco por el que un segundo antes me había tirado.
El borde resultaba inalcanzable sin ayuda, trepar me pareció imposible, sobre todo en condiciones físicas tan mermadas como las mías. Me atormentó una insoportable claustrofobia. La angustia resultaba además casi tan insufrible como el olor. Me ahogaba. Una fetidez insoportable en forma de vapor me asfixiaba, una mezcla de hedor a cadáver, pescado podrido, gasoil, orín, leche fermentada, metal enmohecido... Aquel silo, aquella ciénaga emponzoñada, sería mi prisión. El gas pestilente y la humedad penetraron en la piel y en los pulmones quebrantándome, desvaneciéndome. Perdí el conocimiento. Cuando desperté, el barco ya había zarpado. La navegación aireó en parte aquel agujero infecto. Oí voces, gritos que me parecieron terribles. Ya era del todo imposible desembarcar, volver a tierra. Me cercó de nuevo un dolor inhumano, una pavorosa ansiedad. Hubiera dado toda la necia y escasa vida que en apariencia me quedaba por un poderoso sedante... por morir sin más padecimientos. Pero éstos no habían hecho más que empezar. En una milésima de segundo tus decisiones pueden cambiar toda tu vida, toda tu buena o tu mala suerte. Meterme en el sucio vientre de aquella nave del averno y emprender aquella infernal travesía, me pareció entonces uno de los peores errores de mi vida, de toda una vida llena de errores. No puedo explicarte con certeza por qué hice todo aquello. Tal vez porque llevaba desde mi nacimiento huyendo de mí mismo...
Pensé en gritar a los de arriba pidiendo ayuda, pero por fortuna supe contener el impaciente impulso de mi desesperación. Muy pronto comprendí que sería imprescindible permanecer oculto allí abajo. El viaje hasta Mopti se prolongó durante varios días, no sé, tres o cuatro, puede que cinco. Creí morir de verdad. En mi semiinconsciencia noté que el barco efectuaba varias paradas a lo largo de su lento y pesado navegar. Para esconderme mejor, conseguí cavar una madriguera en la base del montículo de grano. Se había compactado y no era fácil avanzar, tampoco evitar las avalanchas de semillas que a veces me cubrían por completo. Terminé con las manos ensangrentadas y con las escasísimas fuerzas que aún me acompañaban. En ello estaba, cavando, cuando mis uñas toparon contra una superficie áspera y dura, partiéndose. Era madera astillada. Bajo la montaña de mijo podrido de la bodega, encontré una caja llena de piezas para montar armas, rifles y pistolas. Imaginé que no sería la única. Fui sacando y enterrando la quincalla hasta vaciar el cajón. Éste tendría metro y medio de largo por cincuenta centímetros de ancho. En esa especie de sepultura para enanos encontré algo de cobijo, al menos estaba más o menos seca. Metí la cabeza y encajé allí dentro mi espalda, las piernas quedaron fuera, tapadas por el grano. Me dolían de un modo insoportable, también los riñones, pero debería permanecer así muchas horas, al menos mientras la oscuridad no fuera absoluta. Asomando desde mi escondrijo no podía ver nada excepto una pequeña porción de cielo maliano, ocre de día, azabache y estrellado cuando se ocultaba el sol. Desde allí escuchaba el casi constante griterío de arriba, el guirigay que armaba la tripulación yendo de acá para allá en cubierta. De noche, el eco del agua, el runrún de los motores, el martillar de los pistones, el pesado girar de la hélice. También los pleitos que mantenían los guardianes mientras, en vez de vigilar, jugaban a las cartas. Algunas risotadas obscenas desde el puente mientras una mujer chillaba, sin duda violada una y otra vez por aquellos bárbaros, luego algún susurrar, algo de silencio, y después, de nuevo, alguna voz lejana o cercana bramando órdenes. Para aliviar el hambre tuve que ingerir pequeñas porciones de la repugnante borona en la que me ocultaba, llena de gusanos blancos y diminutos, también algunos insectos más grandes, cucarachas y gorgojos que corrían entre el mijo. Calmé la sed insufrible lamiendo el fondo, bebiendo a sorbos el caldo inmundo que llenaba un palmo del suelo, un agua pútrida en la que flotaban manchas de aceite negro y toda clase de excrementos. Aquel líquido hizo que la disentería no tardara en cebarse con mis tripas. No paraba de vomitar y la colitis era incontrolable. Es inconcebible el límite al que puede llegar la resistencia de un ser humano. No exagero, ésas fueron las condiciones de vida durante esos días infaustos. Por increíble que pueda parecer. La fiebre subió desfalleciéndome, una y otra vez, haciéndome perder la razón. Me desintegraba en los delirios de ese tenebroso duermevela, en atroces tiritonas. Así, diarreico, febril, desahuciado, bañado por completo en las heces, transcurrió el tormentoso viaje que me llevó a Mopti. Al amanecer de la última jornada que pasé a bordo, como en una alucinación, me pareció escuchar arriba el retumbar de unos tiros, el estruendo seco y fugaz de una ametralladora disparando. Al poco, tres cuerpos ensangrentados, acribillados a balazos, cayeron rodando hasta el fondo del silo. Uno tras otro quedaron amontonados cerca de donde yo estaba, como marionetas sin hilos ni crucetas, rotas y manchadas. Los cadáveres de los tres hombres negros se desangraron a pocos metros de mí. Uno de ellos golpeó la cabeza contra el hierro oxidado, y su cráneo crujió como la cáscara de un enorme huevo duro. El cuello quedó retorcido por completo. El muerto, dándome la espalda, me miraba fijamente con los ojos muy abiertos, con la boca detenida en una mueca aterradora, llena de dientes blanquísimos. Una de las balas debió entrar por la nuca y salir por su frente. La carne destrozada y partes del hueso se abrían en su faz como la flor de un flamboyán. Pasado un rato, me arrastré lento hasta los cadáveres y lamí sediento la sangre que manaba aún caliente de esos pobres diablos. Con ella suavicé la sequedad de mis labios y mi garganta, reconfortándome. Eso fue lo último que hice y que vi antes de perder de nuevo el sentido, antes de desmoronarme en el que imaginé sería un desmayo definitivo. En ese instante dejé de sentir dolor, dejé de sentir y casi me regodeé en el descanso de la muerte. Sentí que flotaba, que me elevaba ¡evitando como a veces sucede en los sueños...
La endemoniada travesía acabó al atardecer de ese día en una de las dársenas de Mopti. Una vez amarró el buque, algunos tripulantes debieron bajar por cuerdas y escalas hasta el fondo de la bodega. Desperté oyendo el chapoteo de sus botas a mi alrededor. Ataban con sogas los cadáveres para sacarlos de allí y deshacerse de ellos. Junto a sus oscuros muertos, se encontraron con la sorpresa de otro cuerpo también exánime y pálido como la muerte. Me patearon sin miramientos, me golpearon con sus varas una y otra vez, empujándome, zarandeándome por ver si me movía, sí aún quedaba algo de vida en mí. No dudaron en darme por muerto. Otra vez me sucedía. Y en verdad casi lo estaba. Los cadáveres de los negros acabaron en el fondo del río con una piedra atada al cuello. El mío, tal vez por ser el de un blanco, no acierto a encontrar otra explicación, lo arrojaron sobre una montaña de restos de pescado y basuras, como un despojo más. Allí quedó semienterrado el que creyeron mi cadáver...
No sé muy bien cuánto tiempo pasé tirado entre tripas, colas y cabezas en descomposición. Un hombre y un niño que rebuscaban entre los restos me encontraron. A pesar del sobresalto, imagino, supieron distinguir en mí algo de aliento. Echaron mi cuerpo en una carretilla y me llevaron con ellos a su casa. Sigue siendo todo inexplicable, lo sé, pero así ocurrió. Lo supe más tarde.
Unas cuantas mujeres cuidaron de mí. Me tumbaron en un camastro de paja, me desnudaron, me lavaron y curaron la infinidad de heridas que se repartían por mi cuerpo, luego me cubrieron con hojas de banano y me envolvieron en sudarios. Me hicieron beber agua y me alimentaron con leche de cabra caliente y otros brebajes durante dos semanas, hasta que recuperé en parte el sentido, hasta que pude comer algo más sólido. Cuando desperté, cuando conseguí abrir los ojos, vi sobre mí varios rostros. Uno de ellos sonreía desdentado y especialmente sorprendido. Era el de Ambén, el hombre que me salvó. También se alegraron los de sus hijos y sus mujeres. Todos dieron gracias a Alá por haberme salvado. Intenté hablar pero fue imposible. Me llamaron Blanco y, en cierto modo, me adoptaron como parte de la familia como una exótica mascota. Pasaron dos meses antes de que pudiera incorporarme y caminar aunque fuera con mucha dificultad. Ellos siguieron velando por mí de forma generosa a pesar de su' pobreza hasta que estuve casi recuperado. Había pasado casi un año. Todos me trataban de la misma forma que se trata a un buen perro compañero, con cariño pero con distancia, como si no fuera de su especie, como si no fuera humano. Los niños se divertían jugando conmigo y los mayores me mostraban a sus vecinos con orgullo, narrándoles cómo me habían encontrado y salvado. Unos y otros me llamaban de tanto en tanto para que acudiera. ¡Au, Blanco, ven aquí!... Acabé por no apreciar nada extraño en que lo hicieran. Todos se prodigaban en afectos y caricias, me sacaban a pasear todos los días y, una vez al día, llenaban mi cuenco de comida caliente, casi siempre arroz, más o menos abundante. No me faltaban el pan ni el agua, eso era para mí más que suficiente. De noche dormía acurrucado en mi confortable jergón de paja en el granero. Y pasaba el día también como un can, tumbado aquí o allá, dormitando, dejando la vida pasar. Así fui sanando muy lentamente. Cuando tuve fuerzas para hacerlo, Ambén me llevó a trabajar con él. Yo tiraba del arado haciendo surcos en la tierra seca y estéril mientras él me dirigía como a un asno, o arrastraba el carricoche con el que recogíamos papel, cartones, vidrio y chatarra. Alguna vez fuimos al puerto en busca de pescado, otras embarcábamos allí para llegar hasta el mercado de D'Jené, en el que una vez a la semana vendía telas y quincallas. Yo no hablaba con él, ni con ningún miembro de aquella insólita familia que me había acogido. No hablaba con nadie. Me acostumbré a emitir sólo sonidos, a hacer gestos elocuentes, y aunque acabé por entender en parte lo que decían, nunca entablé conversación con ninguno de ellos. Sólo una vez dialogué con Ambén en su lengua, lo que le sorprendió tanto como si hubiera hablado con una de sus cuatro cabras. Fue el día que decidí salir de allí, dejar atrás mi animal existencia, probar a emprender de nuevo camino hacia ninguna parte... Ese largo sendero me trajo aquí, hasta este lugar desde el que hoy te escribo...
Seguramente te estoy embarullando con la narración, ¿no? Ten paciencia y piedad con tu padre. Me siento muy trastornado ahora mismo. Ardo en deseos de contarte, y no debo impacientarme ante semejante reto. Podría ser que estas palabras sólo consigan irritarte después de tanto silencio. Sigo sin estar seguro de saber ordenar las ideas... si continuar por el final o por el principio... o no seguir adelante y lanzar estas absurdas páginas al fuego...
¿Cómo y dónde empezó todo? También yo sigo preguntándome desde aquel día en que partí con tu abuelo en u" viaje ilógico, que ya intuía sin retorno. ¿Lo recuerdas tú?... Me es muy difícil ordenar la memoria, hacerte comprensible el largo y lóbrego episodio que pretendo resumirte en este escueto cuadernillo. Y me es muy difícil abstraerme al dolor que me produce recordar esos recuerdos, recordarte, recordar a Nadia... Toda la vida que he vivido desde entonces y toda la que dejé cancelada de forma tan estúpida. Te suplico que disculpes mi torpeza y mis malditas divagaciones...