Read El hombre del baobab Online
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Nadia no fue a esperarles a Barajas, prefirió aguardar en casa de Dafii con Paula. No se atrevió. Habían decidido que, de momento, Luis viviera allí. Seguramente pasaría aún mucho tiempo ingresado, pero después necesitaría un hogar y toda la atención del mundo, y no iban a meterlo en una residencia. Tal vez un día llegara a valerse por sí mismo pero eso era muy improbable. Daniel vivía solo, no tenía pareja estable, más bien se podía decir que alternaba varias muy inestables. Casi todas azafatas. Seguramente, el comandante tendría que cambiar de vida y buscar alguien apropiado. En cualquier caso todos colaborarían en la tarea de cuidarlo. También Amanda. Ella aún no sabía nada y, al parecer, nadie, excepto Nadia, había pensado en contárselo, en decirle que su hijo mayor seguía con vida. Realmente no sabían cómo hacerlo.
A su llegada a Madrid, una UVI móvil esperaba a pie de escalerilla del avión, también un subsecretario de Exteriores y un par de funcionarios de ese ministerio. Daniel, Adrián y Luis bajaron los últimos, en un ascensor del servicio de catering. Abajo, la austera e inesperada comitiva les dio la bienvenida a España. Un fotógrafo se encargó de inmortalizar el momento para las fotos oficiales. Les aseguraron que no tendrían que ocuparse de nada, estaba todo previsto. Una pequeña caravana de vehículos se puso en marcha detrás de la ambulancia dejando atrás el avión. Llevaron a Luis al mejor hospital de Madrid, una clínica privada que solía atender a los miembros de la Familia Real. Allí quedó ingresado, en una habitación que parecía la de un gran hotel. A su llegada, el equipo médico .también salió a recibirles. Les prometieron que el enfermo recibiría la mejor asistencia posible. La historia del «hombre del baobab», del madrileño muerto y resucitado al que un día, diez años atrás, dieran por desaparecido en un accidente aéreo, había fascinado, trascendido y saltado a la prensa. Fue portada en todos los periódicos y ocupó titulares en los informativos de la radio y la televisión. A la salida del centro médico esperaba un nutrido grupo de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Los informadores se abalanzaron sobre Adrián y Daniel. En el hospital les propusieron salir por otra puerta, intentar pasar desapercibidos, pero prefirieron afrontar el encuentro. Contestaron algunas preguntas, contaron una escueta parte de la historia de Luis Vaissé, agradecieron a todos su interés y se marcharon. Un coche oficial les llevó a casa de Dani.
Allí esperaban impacientes Nadia y Paula. Para Adrián el reencuentro con la mujer de su padre fue muy raro y algo traumático, más aún delante de su tío. La abrazó con ternura y sintió también cómo el deseo tiraba de él con fuerza. Sintió que a ella le sucedía algo parecido. Tuvieron que contener sus impulsos por muchas razones. Pero para los dos, en ese preciso instante, quedó claro aquello que tanto habían temido, se amaban. A pesar de todo, por encima de todo. Daniel y Adrián pasaron horas contando a Nadia los detalles de la aventura del rescate. Paula escuchó hechizada la narración. Ellos supieron evitar a la niña los pasajes y los detalles más escabrosos. Nadia decidió ir a ver a Luis al día siguiente; aunque no sabía cómo afrontarlo, decidió no esperar más. Daniel la acompañaría y Adrián se quedaría en casa con la niña. Tal vez irían a ver pingüinos y a comer a Faunia.
Nadia abrió la puerta de la habitación 209 con verdadera aprensión. Aterrorizada, desvalida, llena de aflicción. Su cuñado Daniel seguía intentando arroparla. Nadia le suplicó que no entrara, que la dejara sola con él.
Cerró la puerta y suspiró muy profundamente mirando a Luis. Yacía en un lecho blanco, inmaculado, recostado de un lado y mirando hacia la luz que entraba por la ventana. Se descalzó y se acercó a él despacio, muy sigilosa, como intentando no despertarle. Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en el cielo. Rodeó muy lentamente el lecho, acariciando las barandillas de acero, mirándole. Mirando al hombre que más había amado en toda su vida, el más dulce y hermoso amante que había conocido. No quedaba nada de él. Estaba pálido, huesudo, muy delgado. Parecía un anciano. Los labios habían desaparecido, su boca no era más que una delgada línea entreabierta, completamente inexpresiva. Babeaba ligeramente y tenía boqueras blancas en las comisuras de los labios. Dos tubitos transparentes entraban por los orificios ensanchados de una nariz que Nadia no recordaba así, tan torcida y desproporcionada. Le dijo hola sollozando..., y rompió a llorar, ya no pudo hablar más. Cayó desplomada y se arrodilló junto a Luis, frente a su rostro. Besó varias veces con dulzura aquella boca antes tan mórbida y ahora tan afilada, tan seca, tan rígida e insensible. Él pareció no inmutarse. Tal vez parpadeó un par de veces, nada más. Sus ojos parecieron atravesarla, seguir mirando las nubes a través de ella, mucho más allá de su rostro compungido. Pasó más de una hora así, a su lado, acariciándole la cabeza, las mejillas, con su otra mano cogida a su mano. En completo silencio. De tanto en tanto gimoteaba en un llanto incontenible, aunque las lágrimas, como un torrente inagotable, no dejaron de brotar de sus ojos ni un instante. Alguien llamó con los nudillos en la puerta y entró. Era una enfermera sonriente y demasiado dicharachera para el momento. Tenía que pinchar a Luis. Nadia se retiró hasta la ventana intentando devolver una sonrisa a la chica. Esta destapó al enfermo y le cambió de posición con gran habilidad, «es para evitar escaras», explicó a Nadia. Llevaba sólo puesto un camisón abierto por detrás. La sanitaria lo abrió para ponerle una inyección. Quedaron al descubierto las sondas que salían de algunas partes. Nadia se quedó horrorizada al ver lo que quedaba de su cuerpo encogido, mermado, esquelético, lleno de llagas y pequeñas heridas. La enfermera cumplió con gran diligencia y afición todos sus quehaceres. Inyectó otros medicamentos en el tubo que iba a parar a una de sus venas, cambió las bolsas de suero y comprobó que goteaban, ajustó el flujo del oxígeno, le tomó la temperatura, observó los parámetros vitales en los monitores. Hizo todo aquello sin parar de hablarles. Ninguno de los dos escuchó su retahíla. Luego, después de decir chillona: «¡venga Luisito, que se va usted a poner pronto muy bien!», se despidió de Nadia y salió de la estancia cruzándose con Daniel, que entraba en ese momento. Nadia se abrazó a él empapándole la camisa de lágrimas. Dani intentó consolarla, pero eso era algo imposible.
Nadia no volvió a visitarle mientras permaneció en el hospital, ni permitió que Paula sufriera el
shock
de ver así a su padre. La niña tendría que esperar a que Luis se recuperara mucho más.
Seis meses después Luis salió de la clínica. Al final se instalaría en casa de su madre, de Amanda. Adrián se ocupó de darle la noticia, de contarle que su padre vivía y toda aquella historia inconcebible para la abuela. Pero vina madre es una madre. Ella cuidaría de él, tenía fuerzas para eso y para mucho más a sus sesenta y seis años. No iba a permitir que nadie volviera a separarla de su hijo. Se sentía culpable. Siempre se había sentido en deuda con él. ¿Quién sabía por qué? ¿Quién iba a cuidar de él mejor que ella? Además, todos la ayudarían. Hubiera dado la vida por su hijo, por no tener que verle así, pero de algún modo estaba feliz de recuperarlo, de poder tenerlo a su lado, fuera como fuera. Luis aceptó impávido su nueva morada, su habitación, los amorosos cuidados de esa señora extraña, dulce y cariñosa. Tampoco parecía recordarla. Aunque completamente ausente, Luis siguió mostrándose dócil y manso. Después de un tiempo, consiguió caminar aunque con mucha dificultad, apoyado en dos bastones. El hecho de recuperar esa habilidad le proporcionó otro aspecto, otra dignidad. Poco a poco, casi como un bebé, fue ganando pequeñas batallas a la inmovilidad, a los pequeños retos cotidianos, desde encender un interruptor a abrir un grifo. Pero sus pequeñas conquistas, sus pequeñas capacidades físicas, esas tímidas habilidades que a todos alentaban y celebraban como un triunfo, durarían poco. A pesar de todo intentaron que llevara una vida lo más placentera posible. Los fines de semana solía pasarlos con Nadia y Adrián. Tenía una habitación reservada en su casa, y otra en la de Daniel, donde se quedaba también alguna vez. En ocasiones, les parecía apreciar en su semblante un leve cambio, como si de repente fuera a recobrar la conciencia. A veces les parecía que esbozaba una tímida sonrisa. De vez en cuando salían a pasear con él caminando muy despacito, empujando la silla de ruedas por los jardines cercanos, o por las calles entre la gente y el tráfico, deteniéndose a mirar escaparates. Siempre se entretenían un rato ante los instrumentos que se exponían en los del Real Musical. Era evidente que le gustaba mirarlos.
A veces tomaban algo en el Café de Oriente, dentro o fuera, en la terraza, según estuviera el tiempo, era un lugar que también parecía gustarle.
Tras muchas treguas y derrotas esperando siempre un milagro, una mejoría, de repente, de un día para otro, su estado físico empezó a empeorar vertiginosamente hasta igualarse a su estado mental. Desde su regreso de África, Luis aún vivió cuatro años más. Los pasó muy bien atendido, bien cuidado, bien amado, mientras su rara enfermedad degenerativa iba consumiéndolo, incapacitándolo, aislándolo más y más de la vida y la realidad. Llegó un momento en que la situación se hizo intolerable. Adrián decidió no permitir que la angustia siguiera prolongándose más de lo imprescindible. Habló con Amanda, con Nadia y con Daniel, también con Paula. Intentó hacer entender a todos lo que todos ya habían pensado alguna vez. Era evidente. Había que poner fin a la lentísima agonía de Luis, ya no había remedio. Estaba seguro de que su padre, más que cualquier otra cosa, deseaba salir a toda costa y lo antes posible de ese cuerpo ya inservible, de esa vida tan aciaga e incómoda para él y para todos los que le querían. Luis deseaba morir y seguir su camino otra vez. Ya no cabía otra posibilidad. Una noche Adrián le susurró a su padre al oído: «No temas yo te ayudaré a partir.» Le pareció notar que la mano de su padre apretó levemente la suya al oírlo. Lo haría pronto, con determinación y sin el menor remordimiento. Todos estuvieron de acuerdo en que aquello era lo mejor, la única salida...
Amaneció una mañana plácida, radiante, azul, muy azul. Nadia remoloneó entre las sábanas, sin prisa ni pudor, hasta que el apetito la empujó a salir de su fragante lecho. Estaba sola en la casa que tenían en la sierra. Allí pasaban muchos fines de semana, todos los que podían. Se le hacía raro tanto silencio, echaba en falta el constante alborotar de los chicos, de Paula y del pequeño Alejandro, su segundo hijo.
Ale nació apenas diez meses después del regreso de Luis, del inmenso amor que Nadia y Adrián se profesaban y que fue imposible contener, del mejor deseo. Alejandro era un tierno y jugoso fruto caído del árbol de un orgasmo muy esperado y prodigioso. También Paula fue concebida así, en el asombroso juego del mejor sexo, el más desinhibido, paciente y enamorado. Tal vez por ello, los dos, Paula y Alejandro, poseían algo especial, tenían el brillo y el don de la ternura, y una naturaleza llena de perspicacia, creatividad e inteligencia. Pero por encima de todo, pensaba siempre Nadia, ¡estaban sanos! Eran niños fuertes y de salud inquebrantable. Había tenido mucha suerte con sus hijos y con los padres de sus hijos. Nadia vivía íntimamente obsesionada, a veces atormentada, por la idea de que algo pudiera sucederles. Adoraba a sus dos pequeños, los amaba con absoluta entrega, con locura...
Preparó té de jazmín, zumo de naranja y unas tostadas con aceite de oliva y tomate. Puso sobre ellas unas lonchas de aguacate y unas finísimas tiras de trucha ahumada. Luego se sentó en el porche a desayunar con calma, a mirar el cielo sin prisas. Echó una ojeada al reloj, eran ya las 11.20 horas. Intuyó que en cualquier momento la avioneta de Adrián aparecería flotando liviana sobre el horizonte, engrandeciendo las alturas. El, Paula y Alejandro habían salido a volar muy temprano, como tantos otros domingos. ¡Demasiados! A ella siempre le invadía una terca inquietud cuando lo hacían, mucha más de la que se atrevía a confesar. No terminaba de acostumbrarse a aquella fascinación aeronáutica, sobre todo a la de sus hijos. A Nadia le gustaba cada vez menos volar, elevarse, dejar de sentir la tierra firme bajo sus pies, pero a su hija y a su hijo les apasionaba cada vez más. ¿Qué iba a hacer?, tenían a quién salir, ése era el resultado de la temible «genética del aviador» corriendo por las venas de sus hijos.
Antes de llegar a divisar la avioneta a simple vista, empezó a distinguir entre la brisa el inconfundible murmullo de su motor, el rumor de la adorada Piper Cherokee de Adrián acercándose. Era un trasto del año 1969 que compró en Estados Unidos a precio de ganga, unos veinte mil dólares. Gastó otros cuantos miles en traerla medio desmontada desde allí y un pico más en restaurarla, en dejarla mejor que nueva. Según él, era una joya, uno de los aeroplanos más seguros que podía surcar el cielo, capaz de volar sin motor tan bien como con él. Lo difícil era hacer que cayera, le prometía burlón siempre que veía en sus ojos un atisbo de intranquilidad.
La insignificante avioneta fue creciendo aproximándose desde el sur, como un ave ratonera buscando a su presa, sobrevolando los campos recién arados, rastreándolos, avanzando lenta y segura en un aire seco, sereno y lleno de fragancias. En un momento dado el ruido del motor se apagó. La aeronave inició un lento y prolongado giro a la derecha mientras descendía planeando silenciosa. Luego, unos centenares de metros más abajo, pasó bramando a muy baja altura, a ella siempre le parecía demasiado baja, sobre la pradera que se extendía frente a la casa. Las ruedas casi rozaron las briznas de hierba. Mientras Adrián metía toda la potencia para elevarse de nuevo, el estruendoso aparato alabeó a un lado y a otro para saludarla. Nadia sintió en la piel el calor de los gases que emanaban del motor, aspiró el olor a combustible, notó la fuerza del rebufo estremeciéndola tras la pasada. Se quedó ahí plantada de pie en mitad de la parcela, diciéndoles adiós con las dos manos, agitando una servilleta al aire con una y haciendo ostensibles saludos con la otra. Para su disgusto, aún dieron un par de vueltas más y otras dos veces pasaron en vuelo rasante frente a sus ojos. La última tan bajo y tan cerca que pudo distinguir perfectamente tras la ventanilla a sus pequeños, el gesto emocionado y feliz de su hijo, la enorme sonrisa de su hija, los dos con las naricillas pegadas al cristal. El júbilo resplandecía en sus caritas de ángel, en dos muecas de alegría tan inmensas como las alturas a las que volvían a subir.