Read El hombre del baobab Online
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Paula ya no era una niña, aunque ella siguiera viéndola así. Tenía diecinueve años y cuidaba con mimo de su hermano pequeño, como una segunda madre. Podía estar tranquila. Alejandro pronto cumpliría diez. ¡¿Cómo puede pasar tan veloz el tiempo?!, se preguntó aturdida, con el estómago encogido aún. Los tres saludaron una vez más desde el aire y le lanzaron muchos y muy amorosos besos al pasar. Allí, a bordo de lo que para ella era un peligroso armatoste, viajaba todo su amor, todo lo que de verdad le importaba en este mundo, lo único que realmente tenía sentido, su hija mayor, su hijo pequeño y el hombre que amaba más y más cada día. Sintió un terrible escalofrío y deseó que regresaran de una vez, cuanto antes. Tal vez, pensó, hubiera sido mejor estar con ellos allí arriba por si sucedía lo peor, algo que para ella siempre podía suceder...
La próxima vez vencería el miedo y les acompañaría, no se volvería a quedar sufriendo y esperando. Apartó rápido esos pensamientos de su mente. El avión describió varios giros elevándose y alejándose despacio hacia el sur, rumbo a Cuatro Vientos. La garbosa nave se hizo más y más pequeña hasta perderse y desaparecer en el mismo azul en el que había aparecido. Qué nadería en un cielo tan inmenso, pensó ella con desvelo, qué fragilidad.
Tardarían aún un par de horas en regresar, calculó. Se sirvió otro té, acabó su desayuno y entró en la casa. Pasó el aspirador, ventiló e hizo las camas y se puso a preparar la comida. Le encantaba cocinar sin prisas los fines de semana. Puso un disco de Van Morrison y se sirvió una copa de vino blanco, muy afrutado y frizante. Relamió sus labios después del primer trago, con el segundo paladeó el placentero regusto del espumoso. Las burbujitas cosquillearon en la punta de su lengua y su nariz al volver a beber. Éste es el sabor de la felicidad, pensó.
Después de todos aquellos episodios terribles en sus vidas, después de tantos años de desasosiegos, por una vez podía decir que se sentía muy dichosa, que su vida era feliz y serena. La serenidad se había instalado en su alma, en su precioso hogar, en su maravillosa familia. Todo iba bien, mejor que bien...
Hacía ya unos seis años de su muerte pero aún, a veces, pensaba en Luis y en su azarosa existencia, en los años vividos a su lado. Un periodo que ya recordaba muy difuminado, que le parecía extraño, ajeno, irreal. Qué corta es la distancia que nos separa de la desventura, pensó, qué estrecha y difusa la línea que marca los confines de la infelicidad. Todo puede cambiar en un santiamén, ¡todo!... Apartó también veloz de su mente ese aterrador pensamiento.
Se había prometido cien mil veces no volver a meditar sobre la impunidad y la inoportunidad de la desgracia, sobre el dolor, sobre el pasado, y dejarlo todo y para siempre donde quedó bien enterrado. Y mirar sólo adelante, sólo al día de hoy, mejor aún, al minuto de ahora, al segundo en que vives, en el que aún puedes respirar. ¡Eso es lo único que tenemos!, se dijo, el ahora, sólo eso. Su ahora y el de los suyos era casi perfecto, armonioso, extraordinario, tanto que le asustaba pensarlo.
Partió un poco de queso para acompañar al vino, y se metió en faena. Ralló un trozo de parmesano sobre un cuenco. Puso a hervir agua para la pasta, unos enormes raviolis que había elaborado y rellenado ella misma. Luego deshebró, lavó y troceó una rama de apio, también unos níscalos, picó un par de dientes de ajo y cortó en tiras finas el corazón de unos puerros. Fue echando cada cosa a su tiempo en el aceite que chisporroteaba en la sartén. Mientras sofreía todo pensó una vez más en sus hijos, en el hombre que amaba. En papá Adrián, en papaíto. Paula siempre lo llamaba así con total naturalidad y franqueza. Desde bien pronto dejó a un lado el hecho de que su amado «papaíto» fuera a la vez su hermano mayor, el primer hijo de su padre.
Mientras cocinaba y canturreaba abstraída en la tarea, sin venir demasiado a cuento, la música le trajo algunos recuerdos, sensaciones, emociones de esas que guardan la tinta y los espejos sin ser capaces de reflejarlas con exactitud. Fue recordando detalles, rememorando pasajes de un tiempo que, por mucho que se empeñara, no conseguía olvidar del todo.
Nada de eso importaba ya nada. Cuando se lo dijeron a Paula, cuando le confesaron que se amaban e iban a vivir juntos, la niña aceptó con inmensa alegría la suma de Adrián a sus vidas, y adoptó de inmediato a su hermano mayor como a un padre. En el fondo fue así desde el primer momento, desde que lo conoció en Estados Unidos. Apartó en seguida la idea de que su papá era Luis, quién sabe cómo, y aquella verdad nunca llegó a contar para ella, al menos no en apariencia. Jamás pareció que supusiera una traba o una contradicción que su hermano fuera su papá. Adrián también asumió con naturalidad y presteza su nuevo papel. Poco a poco, día tras día, se fue convirtiendo en «papaíto», sólo eso, hasta que ya no cupo otra posibilidad, otra realidad. Y para Paula, el inexistente recuerdo de su padre biológico, su invisible presencia, parecieron entrar a formar parte de una rara alucinación, de algún breve ensueño, extraño, amargo y olvidado. De un mal sueño en todo caso. Desde muy pequeña aceptó con asombrosa claridad aquellos «dramas» que mamá siempre intentó mantener alejados de ella, y todo aquel galimatías de parentescos que conllevaron. Sucesos, circunstancias, desenlaces que a los adultos tanto podían llegar a perturbar y que tantas conversaciones o chismorreos, seguro, les habría proporcionado.
El tiempo cabalgó para todos. Luis falleció a los cincuenta años en Madrid, una madrugada de setiembre de 2010. Sereno y rodeado del amor de los suyos, en la penumbra de una plácida habitación con vistas a los jardines de la Plaza de Oriente, en la casa de Adrián y Nadia, en su cama. Esa noche, la del adiós, todos pasaron a darle las buenas noches, a despedirse de él, a darle un beso, sin demasiadas solemnidades ni melodramas. Fue una especie de ceremonial improvisado, sincero, muy sentido. Un precioso «hasta la vista». Tal vez Paula, que entonces tenía trece años, fue la más conmovida, la más abatida en los adioses, la que peor aceptó que aquélla era la mejor solución, la única, ante el imparable deterioro de Luis. Alejandro tenía apenas cuatro años y no terminó de comprender bien lo que pasaba. Para él, el abuelo Luis se iba a marchar a alguna parte, subiría al cielo sin avión, como los pájaros y los ángeles...
Cuando todos dormían, Adrián y Daniel entraron en la habitación de Luis y se sentaron uno a cada lado de la cama. Allí yacía, probablemente deseoso de encontrarse con la muerte, el padre y el hermano. Daniel le pasó la jeringuilla con la última dosis del sedante, la definitiva. Adrián se abrazó a su padre durante unos interminables minutos antes de atreverse a inyectarle la poción redentora. Daniel tomó de la mano a su hermano durante todo el proceso. El tránsito del sueño a la muerte fue prácticamente imperceptible. La respiración de Luis se fue haciendo más y más pausada hasta llegar al último aliento, sin la menor señal de angustia. Sólo un leve estertor señaló el tránsito hacia el fin...
No hubo velatorio, ni funeral, ni drama, ni duró demasiado el desconsuelo. Al contrario, todos sabían que aquella ausencia sería mucho más humana que su tristísima presencia, que aquello había sido para él una bendita forma de liberación. Veinticuatro horas después, el coche fúnebre llevó sus restos, esta vez sí, hasta su lugar reservado en La Almudena. El mismo que catorce años antes había acogido aquellas pavesas que no le pertenecían. Tras la incineración, las verdaderas cenizas de Luis por fin reposaron al lado de las de Alfonso, su padre...
Unos días después del fallecimiento, improvisaron una sosegada reunión familiar. Comieron y brindaron en su memoria. Todos estuvieron ocurrentes, serenos, tiernos y divertidos. A la mesa se miraron fotografías, se rememoraron momentos, se contaron anécdotas, chascarrillos, fábulas fantásticas de dos vidas intensas. También se acordaron del abuelo Alfonso, de sus aventuras en el Congo, de aquel último viaje que padre e hijo hicieron juntos por África. Recordaron sus existencias como a ellos les hubiera gustado que fueran recordadas.
Adrián y Nadia ya eran marido y mujer cuando enterraron a Luis. Llevaban cuatro años viviendo juntos, casi la edad de Alejandro. Paula era toda una madraza con él, con aquel hermanito pequeño y extraordinario que a la vez era su sobrino, el hijo de un padre que en verdad era un hermano. Aunque jamás llegara a sentirse tía de Alejandro ni hermana de Adrián.
Cuando rescataron a Luis del interior de su árbol y regresaron con él a España, todo cambió para todos. Si uno lo pensaba, aquel lejano e infausto viaje a África había trastocado todas sus vidas.
Amanda se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de su hijo, antes tan díscolo y después tan sumiso. Encantada ele poder hacerlo y tenerlo a su lado aunque fuera así. Después de haberlo dado por muerto al fin lo recuperó, aunque fuera con tan escasa vida dentro de él.
Nadia dejó su cargo en la revista en París y se incorporó a trabajar en la redacción de
Elle
en Madrid como redactora jefe de moda. Alquiló su casa frente al Sena y vendió la que un día había compartido con Luis. Ella y Adrián compraron un precioso y enorme ático en la calle de Pavía, frente a los jardines de Cabo Noval, al lado de la Plaza de Oriente. También esa casita en el campo, cerca de Segovia, que tan dichosos les hacía. Iban y venían con frecuencia a visitar a los padres de Nadia en Clermont, los billetes de avión les salían casi gratis. Adrián abandonó la idea de seguir en Estados Unidos y regresó definitivamente a España. Muy pronto empezó a trabajar en Iberia, volando al lado de su tío en la flota Airbus, como soñó un día ya tan lejano. Daniel terminó casándose con una violonchelista, una mujer bellísima y encantadora, que con el tiempo llenó su vida y su casa de partituras, de melodías y de hijos.
Adrián y Nadia, Paula y Alejandro, eran todo lo felices que podían ser y un poco más. La vida, a veces tan amarga e injusta, a ellos les sonreía, les cuidaba con esmero, tal vez por compensarles de todo el desconsuelo que les había proporcionado. Sin poner demasiado empeño en ello consiguieron ir olvidando hasta olvidar casi por completo... Sólo ella, aún, de vez en cuando...
El sonido del coche acercándose por el camino le hizo escapar de sus pensamientos. Por fin habían regresado, y llegaban justo a tiempo para comer. Menos mal. Fue metiendo uno a uno y con cuidado los raviolis en el agua hirviendo, en unos cinco minutos estarían
al dente.
Terminó de preparar la ensalada, se enjuagó las manos bajo el grifo y las s ó en el delantal. También enjugó alguna lágrima furtiva que aún paseaba descendiendo por su mejilla.
Toda la inquietud desapareció por completo en cuanto los tres entraron por la puerta. Regresaron alborozados por la belleza y la placidez de la mañana pasada en el cielo, por la diversión, y los tres besaron y abrazaron a mamá con auténtico regocijo.
¡Qué bien huele!, debe estar delicioso...
Almorzaron fuera, en la mesa del jardín, entre el sol y la sombra bajo un frondoso pruno. Mientras tomaban los postres, Nadia alzó la vista un momento al cielo. Una bandada de pájaros blancos se aproximaba cruzando el azul, les advirtió. Los cuatro miraron y siguieron con la mirada su parsimonioso vuelo. Pasaron justo por encima de sus cabezas, a un centenar de metros de altura. En el silencio, entre algunos apagados graznidos, escucharon el ruido de sus aleteos. Sonaba como el rumor de un mar de lentas olas de nubes y viento. Todas las aves parecieron saludar con el acompasado aleteo de sus amplias alas. ¿Cómo les verían desde allí arriba?, se preguntó Ale en voz alta. Paula le recordó que él lo sabía, que podía imaginarlo sólo con cerrar los ojos. Acababa de estar ahí. Los pájaros se alejaron volando hacia las montañas, formando una U o una V muy abiertas, trazando en el cielo una enorme sonrisa. A Nadia aquello le pareció un buen augurio, pero no dijo nada...
Afuera el sol incendió las retamas grises de la ciudad, coloreó de rojo el hormigón, se tamizó entre las nubes. Ella sintió esa amarga y antigua nostalgia una vez más. A pesar de la felicidad y el olvido, él siguió para siempre en algún rincón dentro de ella. Hacía ya muchos años que Luis había dejado de soñar, de pensar, de sentir, de atizar sus ganas de vivir, de alentar su perverso y obstinado deseo de morir. Pero aún, cuando menos lo esperaba, volvía su recuerdo. Nadia pensaba todavía en todo ello, en él. En lo más recóndito del día o de la noche, en la memoria o en los sueños, donde todo es secreto y nada es definitivo ni imposible. Miró desde la ventana cómo terminaba el día. Posiblemente, pensó, Luis deambulara por esa inmensidad atravesada de pájaros y estelas de aviones. Tal vez viajó mucho más allá del infinito, por la misma eternidad en la que moran los pensamientos y las palabras, por ese espacio donde el tiempo aún no sabe que lo es. Por los vacíos y silencios donde vaga la razón incorpórea de todas las cosas, de todos los seres.
¿Habría pensado en ella un instante antes de morir?
Seguramente no, se respondió melancólica. Se entrego a la última sensación casi inconsciente, probablemente recordando que ya no tendría nada más que recordar. Quizá se fuera en paz, o quizá no. Quién sabe si añorando su vida en el árbol, el silencio, la azarosa sencillez de su existencia dentro de él. Quién sabe si, en su demencia, vivió sus últimos años llenos de nostalgia por ese lugar del que tal vez nunca debería haber regresado. Nadia se preguntó una vez más si hicieron bien «salvándolo». ¿Cómo saberlo?...
A veces los secretos y sus enigmas son tan inmensos que no hay agujero donde esconderlos, ni siquiera en el que albergaba el alma inmensa de aquel baobab, los restos de Luis. Crecen, nos rodean, nos impregnan, nos transforman, y son ellos entonces los que nos guardan a nosotros y nos susurran de vez en cuando desde adentro. A veces el disfraz de la vida nos viene grande, demasiado grande, o excesivamente ajustado, tanto que nos asfixia. El tiempo y los hechos que no elegimos vivir nos pesan, nos sobrepasan, nos ocultan, nos raptan, nos llevan de acá para allá sin contar con nosotros. Impotentes, terminamos aceptando que no es sencillo eludir la vida que nos tocó vivir. Nos entregamos entonces a ella sumisos, aunque desde el instante mismo de la concepción la sintiéramos en algo ajena, incompatible tal vez con nuestros deseos, con nuestro espíritu. Incapaces de contenerla, de frenarla, de reprenderla, esperamos a que sea ella, la vida, la que se canse de jugar con nosotros. Y aguardamos pacientes o impacientes a que la muerte, una noche, una tarde o una mañana, se encargue de escribir al fin la palabra fin...