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El hombre del baobab (33 page)

BOOK: El hombre del baobab
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Mientras ellos dos se ocupan en leer el Corán a sus hijos, pastorear u holgazanear de acá para allá, discutir de asuntos celestiales o terrenos, sus mujeres (uno tiene cuatro esposas y el otro siete) pasan la jornada trabajando como negras (nunca mejor dicho). Apaleando el grano en los morteros, triturando los preciados frutos de un enorme karité que se alza en el centro del poblado. De sus «nueces» obtienen un asombroso aceite. Una grasa espesa color miel con la que cocinan y ungen sus cuerpos y sus cabellos. También los míos alguna vez, cuando me acerco a visitarlos. Qué reconfortante sensación la del tacto de las manos y la grasa en la piel y el pelo, en el cuerpo reseco, abandonado. Con esa manteca y harina de maíz, amasan y hornean unas deliciosas tortas. De tanto en tanto mandan a los críos a traerme algunas. Todo un detalle, ya que, en ir y volver, emplean casi un día de camino. Es gente fuerte y extraña desde niños. También cargan todo ese trecho con una vasija de agua que van pasándose de cabeza en cabeza, unas hojas de té y algunas otras hierbas. Para mí es una fiesta recibirles, deleitarme saboreando ese manjar. Básicamente me alimento del «pan de mono», así se llaman los frutos que me da el baobab. Son como extrañas y enormes almendras. Una pulpa dulce envuelta en una cáscara de piel aterciopelada. Está rico y es nutritivo. A veces Oukuro y Ogolu me envían con sus hijos unas tiras de pescado seco. De vez en cuando salgo a cazar y, si hay suerte, como serpiente o lagarto asado. Cuando vienen, sigilosos y asustados, los chiquillos dejan sus ofrendas ante la boca de entrada a mi árbol y luego escapan corriendo y riendo como locos, sin darme tiempo a agradecérselo. Me respetan y me temen como a un manso demonio, de hecho así me llaman los chavales: «el diablo bueno del pelo blanco». Aunque, por lo que intuí en el mercado de Bandiágara, parece que todos en esta remota región hubieran oído hablar de Dimoune Baobab, ése es mi apodo, el hombre del baobab, el loco que vive dentro de un árbol en mitad de la nada. Así me llaman. Creo que no sólo los niños sienten cierta aprensión hacia mí; también los adultos, en especial las mujeres, se muestran a veces recelosas ante mi desconcertante presencia...

Aquella frase hizo saltar a Adrián. Habría que buscar al «hombre del baobab».

Por lo que su padre decía no sería difícil encontrar alguien que hubiera sabido de él, o del lugar o la zona donde habitaba. Alguien podría guiarles hasta allí, hasta él, orientarles. Agotado, detuvo la lectura y se fue a dormir. A la mañana siguiente, nada más despertar, con un café recién hecho en la mano, lo primero que hizo fue llamar a su tío Daniel. No lo pensó dos veces. Nadia y Paula todavía dormían cuando marcó su número...

—¿Daniel?

—¿Sí? "—Soy Adrián..., tu sobrino...

—Pero bueno, Adrián, ¡qué sorpresa! ¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?

—Estoy muy bien. Muy bien. Y ya se puede decir oficialmente que soy piloto de líneas aéreas... Mañana pasaré a recoger las licencias.

—Joder... ¿Has acabado ya?... ¡Enhorabuena! Qué ilusión me hace...

—Quién sabe si un día no acabaremos volando uno al lado del otro... ¿Sigues en el 320?

—Ahí sigo... Un poco quemado si te digo la verdad, con unos horarios demenciales, pero también estoy terminando un curso... La semana que viene me darán la suelta como comandante...

—Bueno, ¡qué bien!... La enhorabuena tengo entonces que dártela yo a ti. Anda que no me queda nada a mí para poder decir eso... ¡La suelta de comandante de Iberia!

—Todo llega, no temas... ¿Qué perspectivas de trabajo tienes? ¿Vuelves a España o te quedarás por allí?

—Varios de mi promoción tenemos ya una oferta sobre la mesa, en los cargueros de DHL... En los 757. Dicen que es duro pero que te curtes bastante.

—Piénsatelo... No es que por aquí las cosas estén fáciles, pero hacen falta pilotos. Hace unos días salió una convocatoria en Air Europa, unas veinte plazas, a lo mejor esto te interesa más... El único inconveniente es que son con base en Canarias...

—Eso no importaría demasiado... Lo pensaré, aunque la oferta de aquí es segura, para empezar a trabajar el mes que viene. Un par de meses de curso y a volar, a hacer horas...

—Tengo muchas ganas de verte..., de que nos veamos...

—Es probable que lo hagamos muy pronto.

—¿Vas a venir?

—Creo que sí..., que no me queda otra...

—¿Qué pasa?... ¿Tienes algún problema?

—No sé por dónde empezar a contarte...

—No me llamabas para decirme que has terminado, ¿verdad?

—No... Te he llamado porque ha sucedido algo completamente insólito en relación con... con mi padre...

—¿Con tu padre?... ¿De qué hablas?

—Hace poco mi madre recibió en Madrid un paquete para mí. Llegaba desde África, desde Malí... Unos días después me lo envió aquí. Dentro había un cuaderno, una larga carta escrita en un cuaderno... Es de él..., de mi padre...

—Me dejas sin palabras... ¿Estás seguro?

—¿Cómo no voy a estarlo? ¿No reconocerías tú la letra de tu hermano? No hay la más mínima duda..., aún no he terminado de leerlo, pero...

—¿Cuándo está fechada?

—No está muy claro, pero parece que lo escribió en 1998...

—Dos años después de su muerte...

—Como lo oyes...

—No murió aquel día...

—No...

—¿Y qué dice?

—Es todo un poco absurdo... Un relato un tanto incoherente. Dice que vive dentro de un árbol, dentro de un formidable baobab... Cuenta cómo escapó de morir en el accidente, que el abuelo sí murió allí... Cómo llegó hasta ese árbol... No sé, Daniel, no te puedo explicar ahora, por teléfono, es todo tan extraño... No soy capaz, de resumírtelo... Aún intento asimilarlo...

—¡Joder!... No es fácil... no...

—Por lo que he leído hasta el momento deduzco que estaba muy mal..., que no debía quedarle mucha vida..., pero...

—Hay que joderse con tu padre...

—Eso mismo dijo Nadia al enterarse...

—¿Qué sabes de Nadia?

—Está aquí..., conmigo..., y no ha venido sola...

—Esta es la llamada de las sorpresas, ¿no? Llevo meses sin hablar contigo y ahora todo de golpe... ¿Ha vuelto a casarse? ¿Cómo está?

—No..., no está con nadie..., y sigue igual..., incluso mejor... La sorpresa ha sido para mí..., piensa que hacía casi diez años que no la veía...

—Es verdad..., ¿y cómo es que ha aparecido por allí? ¿Con quién?

—Agárrate... que aún hay más...

—¿Más aún?

—Tengo una hermanita y tú una sobrinita.

—¡No me lo puedo creer!

—Ni yo... Se llama Paula..., va a cumplir diez años y es...

—¡Pero esto es increíble!

—Sí... Nadia ha sido quien me ha empujado a llamarte. Ella y lo escrito en el cuaderno, claro. Está segura de que sabrás qué hacer...

—¿En qué sentido?

—Pues... cree que es posible poner en marcha una búsqueda..., indagar... Tal vez llegar hasta él... si es que aún sigue vivo...

—¡Claro que se puede hacer! ¿Cómo no se va a poder? Me pongo a ello de inmediato... ¿Tienes algún dato fiable sobre la zona donde estaba?

—Tengo muchísimos datos, no sé si fiables o no, pero describe todo con pelos y señales... Si me das un número de fax te mando el cuaderno fotocopiado, o mejor dame tu correo electrónico, lo escaneo y te lo envío.

—Apunta: devaisse, todo junto y con minúsculas, arroba, hotmail punto es...

—Esta misma tarde te lo envío... Tienes que leerlo y tomar nota de todos los detalles, de todos los lugares que describe...

—¿Desde dónde te llegó la carta?

—Desde Malí, desde Bamako, aunque los matasellos no se leen demasiado bien, eso parece...

—¿Y quién te la mandó?

—Ese es otro misterio... No lo sé... En el remite sólo pone su nombre, nada más...

—¿La habrá enviado él mismo?

—No lo sé, Dani... Estoy jodido con todo esto. Debería estar dando saltos de alegría por todo..., por haber terminado de una puta vez..., por haber conseguido la mejor nota del curso..., por tener licencia para volar..., por haber reencontrado a Nadia y tener una preciosa hermana..., por saber que mi padre no murió de forma tan horrible..., por poder pensar otra vez que está vivo, aunque eso sea tan improbable... pero... algo por dentro...

—No me extraña... Tengo el estómago encogido y un nudo en la garganta... Mándame eso cuanto antes... Intentaré averiguar algo por vía diplomática, iré al Ministerio de Exteriores, tengo un buen amigo que es f uncionario allí. Llamaré a las embajadas, a los consulados...

Hablaré con mis antiguos jefes del SAR, ahora mismo varios amigos, pilotos de helicóptero, están de misión humanitaria en el norte de Chad con un par de Súper Pumas... No sé... Hay que intentarlo todo... O tal vez lo mejor será que regreses cuanto antes y salgamos juntos para Bamako, ¡pero ya!... Alquilar allí un avión..., organizar sobre el terreno una expedición de búsqueda...

—Menos mal que tú sabes reaccionar ante una noticia así... Yo debo ser medio gilipollas..., de verdad... no sabía qué hacer...

—¿Cuándo podrías estar aquí?...

—Mañana me pasaré por la escuela y dejaré todo arreglado... Lo del trabajo en DHL lo pondré de momento en
stand-by...
En cualquier caso tenía pensado tomarme dos semanas de vacaciones, ir a Madrid a ver a mi madre... Regresaré en el mismo vuelo que Nadia y Paula, dentro de dos días... Eso voy a intentar...

—Bien... Os espero impaciente... Ahora me voy a volar, tengo que hacer un par de puentes... pero entre salto y salto haré algunas llamadas... Y yo también me voy a coger un par de semanas de vacaciones... En cuanto acabe y me den la suelta. Cuando llegues nos ponemos en marcha... ¡Es acojonante todo esto!, ¿no te parece?...

—Sí... ésa es la palabra, acojonante...

—Si está vivo, lo encontraremos..., ¡verás! Y si no..., intentaremos averiguar qué le sucedió..., dónde acabó... Su muerte era lo único que teníamos, y ahora... Es extraordinario, extraordinario... Oye... dile a Nadia que estoy deseando abrazarla y a... ¿Paula?... que estoy impaciente por conocer a mi sobrina... Bueno, tengo que colgar, Adrián..., me están esperando... ¡Qué fuerte es todo! ¿No guardarás más sorpresas, verdad?

—Dame tiempo... y lo mismo... Tengo muchas ganas de verte, tío...

—Y yo a ti, sobrino..., ven cuanto antes...

—Lo haré... Un beso...

—Otro fuerte para ti...

Nadia, recién levantada, escuchó toda la conversación sollozando. Esa mañana parecía no poder parar de llorar por cualquier cosa. Y no quería que la niña la viera así cuando despertara. Debería sobreponerse. En cualquier caso los dos se sintieron muy aliviados después de esa llamada, de esa conversación con Dani. La maquinaria de las pesquisas se había puesto en marcha. Intentaron no volver a hablar de ello, y aparcaron la lectura del cuaderno, al menos hasta el viaje de regreso a España. Cuando Paula se levantó, desayunaron con ella y luego fueron a solucionar lo de los billetes. No volvieron a besarse o acariciarse, reprimieron cualquier pasión, y tampoco mencionaron nada de eso. Adrián arregló sus papeleos, y los tres pasaron el tiempo que quedaba divirtiéndose con la pequeña, divirtiéndola. No pensando demasiado, buscando no desearse, intentándolo. Ahogándose en la impaciencia, acallando la confusión que les desbordaba. Perseguidos por una legión de incertidumbres a las que procuraron no prestar demasiada atención. Prepararon sus equipajes y, llegado el momento, embarcaron rumbo a Miami. Desde allí, al atardecer, despegaron hacia Madrid. Durante el vuelo nocturno, bajo la tenue luz de sus lamparitas, retomaron la lectura. Esa vez en silencio, intentando leer a un tiempo, con una sola voz, armonizarse para llegar a la vez al final de cada página.

Qué chocante y aterrador puede ser el miedo, sobre todo cuando somos niños. Cuando yo tenía cinco o seis años, una tarde que recolectaba ranitas en una charca en compañía de mis dos mejores amigos, de improviso, me atacó un hervidero de sádicas avispas... Sólo me aguijonearon a mí. No sé de dónde salieron. De sopetón, sin motivo aparente, recibí decenas de picotazos que me provocaron un dolor insufrible. A punto estuve de morir a causa del veneno y la septicemia. Cuando salí del hospital ya no era el mismo niño despreocupado ante la presencia de esos malditos insectos. Se convirtieron en una íntima obsesión. Esos pequeños monstruos eran para mí la encarnación del mal. Recuerdo que preguntaba con insistencia dónde se escondían las avispas durante la noche o cuándo llegaba el frío. Suplicaba a mi padre que encontrara sus guaridas, que las exterminara en masa, al menos en un par de kilómetros a la redonda. Todos, también tu abuelo, me respondían con evasivas, con explicaciones más o menos plausibles o directamente estúpidas, excusas seudocientíficas que en nada saciaron mi inquietud, ni aliviaron mi curiosidad ni mi terror. En cualquier momento, pensaba, volvería a aparecer todo un enjambre con sus afilados aguijones dispuesto a atacarme de nuevo, a rematarme. Así es la vida, me advertía irónico tu abuelo. Pero yo lo tomaba muy en serio. Aprendí pronto que cuando menos te lo esperas, llega el sufrimiento a clavarte sus saetas. Que la desgracia está siempre ahí, acechando, revoloteando a tu alrededor, dispuesta a alistarte en sus filas, a hacerte cruzar la línea que la separa de la normalidad, de la quebradiza dicha. Voy a dibujarte aquí el árbol para que te hagas una idea...

Es algo así... Ya no se me da tan bien dibujar, pero servirá para ayudarte a imaginar. Imponente, ¿verdad? Cuando lo miro aún me sobrecoge su presencia. Para los dogones son seres sagrados. Los custodios del territorio en el que merodea el dios chacal. Pero vienen poco por aquí. No les gusta demasiado acercarse a la tierra de los baobabs. Todo más allá de su falla es un «más allá» demasiado inquietante para ellos. Un universo demasiado distante y mucho más abstracto que el verdadero universo que estudian y veneran. El lejano mundo de los tubabus, de los hombres blancos, es para ellos algo incomprensible, completamente inverosímil...

... Abajo, al pie del inclinado país de los dogones, en Bandiágara, la vida es un rompecabezas de hombres y mujeres, de niños y niñas que lloran, ríen, o corren al azar, como pequeños locos. Seres que irrumpen a voz en grito en el fascinante desafío de tener que vivir y sobrevivir un nuevo día. Habituado al apacible compás de mi silencio, sentí verdadero pánico ante la enloquecedora actividad del mercado. Un zoco al aire libre, asfixiante y tumultuoso. Entre sus puestos se movía una muchedumbre agitada, impaciente, vertiginosa. Me mezclé entre la gente imaginándome invisible. Pero me equivocaba. Mi aspecto llamaba a todos poderosamente su atención. A mi paso, unos cuchicheaban burlones, otros asustados, otros se apartaban asqueados, otros con torpeza, espantados o indiferentes. Me detuve a observar a la sombra de un árbol del mango. Aquella gente extraña, aquel escena—\ \rio perturbado, era todo un espectáculo de colores y aromas para mi monótona e inodora existencia. Un frenético ir y venir de insólitos seres de diferentes etnias, de todo tipo de objetos. Manos y pezuñas, monedas y billetes, pieles, verduras, altísimas máscaras talladas, portones labrados, camaleones vivos o disecados, pescado seco o maloliente, moscas negras, verdes y húmedas devorando ojos y frutas, posándose en los rostros, en las telas, las figurillas, en los abalorios... Iban de acá para allá cráneos y cuernos de antílope, manojos de crines, tambores y lanzas, picas y cuchillos, puertas o ventanas, lagartos y murciélagos pudriéndose al sol...

... Poco han cambiado las cosas para el pueblo dogón desde que los primeros colonos franceses llegaran a Tombuctú, y desde allí a su falla, a la profunda trinchera en la que vivían ajenos a los preceptos del islam y a la arrogancia de los blancos y sus dioses. Sigue siendo el mismo pueblo, el mismo paisaje que, en los años treinta, encontró Marcel Griaule a su llegada a las montañas de Hondorí y la planicie de Bandiágara. Siguen siendo una etnia remota y aislada, un pueblo sabio y primitivo. Parece que el turismo, que por fortuna parece escaso, no ha contaminado aún lo más íntimo de su cultura y sus tradiciones. De su cosmología, que tantos debates habrá desatado. Pero en las calles ya se pueden encontrar objetos que hasta hace poco eran impensables para ellos. Instrumentos asombrosos y beneficiosos como gafas de sol, espuma y hojas de afeitar, radiocasetes, ventiladores, postales, linternas, pilas...

Entre todos los objetos del atestado bazar, encontré algo impensable. Algo que resplandeció a mis ojos y que deseé de inmediato. El deseo, ese encanto olvidado. Uno de los comerciantes, entre otras muchas bagatelas, vendía algunos lápices, cuadernos, gomas de borrar, sacapuntas... Todo usado y escaso. El vendedor, un anciano senufo, tenía la mercancía tirada por tierra. Me acuclillé frente a él como un niño frente a los juguetes en un escaparate. Pasé un buen rato mirando obnubilado esos codiciados objetos. El viejo llegó a sentirse incómodo ante mi insistente presencia, creo que de buena gana me hubiera echado a patadas. Pero no lo hizo. No se atrevió.

Por alejarme de allí, para que no le espantara a la posible clientela, me dijo con desprecio que cogiera lo que quisiera y me largara. No entendí bien sus palabras ni su malestar. Cruce con él una escueta y lenta mirada, y sin más tomé del suelo un lápiz y uno de los cuadernillos. Cuando los tuve en mis manos, el tiempo, la soledad y muchos de los anhelos olvidados pasaron por mi frente. No tenía dinero con que pagarle. Le ofrecí con un gesto lo único de valor que tenía, al menos era algo muy valioso para mí, el báculo que, cuando partí de Mopti, me regaló Ambén. Por llevarlo, muchos me observaban con asombro, mirándome con el rabillo del ojo. Desconfiados, suspicaces. Para ellos era un sacrilegio que un blanco poseyera aquel añoso bastón de mando dogón. Le tendí la mano con mi amuleto y, tras pensárselo un instante, lo cogió. Después me lo devolvió, rogando a sirio que le perdonara. Me alejé de allí escuchándole blasfemar. Sentí cierto vacío ante la posibilidad de perder mi báculo, pero pronto se llenó con las posibilidades que me abrían aquel cuadernillo de tapas anaranjadas y el lápiz de rayas negras y amarillas.

Con él, en él, te escribo ahora. Desde la inanimada soledad de este desierto, desde el vientre de mi árbol. Escribo para ti, corno se piensa. Las palabras resbalan: caen de la memoria, ruedan, resuenan, vibra su rumor negro entre mis dedos. Como diría el viejo Ambén: «¡Tengo un gran ruido por cabeza!»; pero siento que ese ruido me acerca ahora a ti, a ese otro yo que es tu recuerdo...

Hace mucho que descarté el regreso... Y sigo sin conocer bien la razón de este inmenso hueco, de tantos años eclipsados. Quisiera poder explicarte, describir los senderos que me lanzaron al vacío. Describírtelos para que puedas reconocerlos y evitarlos, pues créeme, no merece la pena ni la alegría recorrerlos. Darte alguna clave, las llaves que entreabren las puertas de algunas incógnitas. Ayudarte a no convertir tu vida en una prisión, como me sucedió a mí. Atrapado tras las rejas de la ansiedad, de la sinrazón. Como viví tantos años...

El cielo, casi siempre amarillo por aquí, hoy está rojizo, como la sangre que a duras penas bombea mi angustiado corazón. Mientras escribo se desmorona la muralla de olvido que me protegía. Vuelvo a atarme a las preguntas. Vuelve a estrangularme todo cuanto ya no queda, cuanto regresa, cuanto fue quedando atrás. Debería mudar la sangre y la piel. He estado demasiado alejado, he ido demasiado lejos. Y tú, tal vez, huyendo de la nostalgia ya ni siquiera me recuerdes. Habrás crecido tanto, tanto. Recuerdas aquel día, la última vez que nos vimos, a la salida del colegio. Sí, me estaba despidiendo de ti. Te dije que salía de viaje, otra vez, pero que esa vez estaría mucho tiempo fuera. Me preguntaste si no podías venir conmigo. Y fui tajante. No, no podías, ¿lo ves como no? Hay viajes que uno sólo puede hacer consigo mismo. El de la muerte es uno de ellos. Yo deseaba morir entonces. Por encima de ti, de todo. Deseaba morir una vez más. ¡Cuánto me equivocaba! Lo necesario era vivir. Aprender a vivir...

Desde entonces...

Ahora, ya lo ves, sólo soy el hijo de este árbol. Soy una de sus ramas. La más frágil. Él me engendró de nuevo después de caer medio muerto a sus pies. Entré en él para dejarme morir y renací. Lentamente crecí en la paz del vientre de este baobab, en el interior de su útero de madera.

¿Cuántas veces habré ya muerto y renacido? También lo he olvidado. ¿Qué habrá sido de tu madre? ¿Y de Nadia? ¿Dónde está ahora la mano de papá?... Eso te habrás preguntado tú tantas veces... Tal vez sigas preguntándote... ¡Qué tristeza!

Que un padre tenga que sobrevivir y enterrar a un hijo es el peor de los horrores, ¿en qué genero de tortura cabe su muerte?, ¿cómo se afronta su destierro?, no hay manera. ¿Quién hubiera podido consolarme? Para mí era así de algún modo. Como si de algún modo hubieras muerto aún sin haberte ido. Y fui yo quien implantó esa alternativa. No es lo mismo que contemplar al hijo moribundo, o verlo morir, no. Pero sí es perderlo a rachas para siempre... Tener que limitarte a remirarlo una y otra vez sin apenas tiempo para mirar. Saber restringido el espacio para el beso, la mirada y la caricia. Verlo crecer a trompicones, sobrecogido por los cambios y por cuanto se perdió en los intervalos. Es no saber nunca bien a dónde va o si volverá. Si volverás a verlo. Y así, hay que seguir adelante, sabiendo que no habrá nada mejor después, que siempre encontrarás en su piel y en sus ojos la evidencia de todo lo perdido, de todo el tiempo errado, de todo cuanto temiste que sucediera. No supe afrontar la maldita e injusta culpa. Y enfrentarse culpable a un hijo, créeme, es un sutil castigo. Mi alma y mi rostro se fueron demacrando. Mi error fue errar, una y otra vez. Cuando tu madre y yo nos separamos no imaginé hasta qué punto sufriría por tu ausencia. ¿Recuerdas aquel pequeño príncipe del libro? Aquel Principito que dejaba atrás su planeta para ir a recorrer otros mundos. Al partir abandonaba a su querida rosa, lo único que de verdad amaba. Con el tiempo la nostalgia por ella se hacía insoportable. Le faltaba cada uno de los minutos que empleaba en cuidarla.
L'important c'est la rose!
Ahora lo sé, lo sé de verdad. Tú, como ella, eras lo único importante. Pero en aquel momento en mi cabeza bullía el universo mientras tu madre vivía ocupada en la perfidia, completamente ajena a tanta creación. Pero tú eras mi hijo, mi bienamado hijo, por mucho que un maldito papel dijera que...

... que no eras mío... ¡Qué estupidez!...

En mitad de mi caos apareció Nadia. Y pasó el tiempo. Unos años más tarde, de la noche a la mañana, también perdí todo cuanto acepté como bueno a cambio de perderte. El único trofeo que obtuve de Nadia fue una esclavitud dura y humillante. Más ruinas...

Creo que siempre sucede así. El amor es sólo un espejismo que nos anima a follar para gozar y perpetuarnos. Debería haber pasado solo toda mi vida. Haber vivido en la castidad y la contemplación. Sin querer ni dejarme querer. Dependiendo sólo de mí mismo, sin más preocupación que mi propia existencia, o mi muerte. Sin amar ni ser amado...

Nadia también me propinó un golpe brutal. Como tu madre. No las culpo. No culpo a Nadia. Pero la bofetada me hizo despertar, despabilar y descubrir cuán insípidos eran mis placeres, qué idiota era mi vida, qué cautiva, qué falsa...

Supe de golpe qué inmensas y odiosas eran mi ignorancia, mi soberbia, mi inútil osadía, la profundidad del inmenso abismo por el que volví a caer. Algo peor que la muerte...

Al marcharme de tu lado quise dejar en la cuneta todos mis errores, pero su peso era infinito, y yo cargaba con ello de forma inevitable. Y hasta aquí llegué arrastrándolo. Los hombros y la espalda jamás dejaron de martirizarme por cargar con tanto lastre, con tanto pesar...

Todo esto no sería una idiotez para cualquiera, tal vez también lo sea para ti... pero para mí no lo es... nunca lo fue...

Un día, rendido, convencido de que nunca lo conseguiría, desistí de volar. Acepté que debería seguir reptando como un caracol, arrastrándome a ras de suelo bajo la densidad de roca de mi alma. Soportar para siempre el ansia, la desazón del más absoluto antagonismo con cuanto me rodeaba... Y siempre ¡es tanto tiempo! Me resultaba agotador estar obligado a ser, ¿cómo decirlo?, un hombre adulto, civilizado, conforme, domesticado. Admitir que en eso consiste la existencia, en soportar la insoportable tiranía del absurdo impuesta y admitida por casi todos los humanos, al menos los que entonces tenía a mi alrededor. Lo intenté, intenté adaptarme. Pero al renunciar a los sueños, a la esencia, a mi verdadera naturaleza, una gravedad insufrible, mucho más pesada que la de la Tierra, comenzó a oprimir casi tanto como tu insoportable ausencia.

¿Quién podía entenderme?, nadie...

Intuir los talantes de la malvada calamidad no es fácil. Y es extenuante vivir constantemente con el sapo de la aprensión sumergido en tus entrañas, devastándote día y noche. No se puede vivir siempre sobrecogido, siempre temiendo que en cualquier momento la vida y la cordura se desboquen. Me costaba tanto encontrar el deseo de vivir, completar las horas, los días. ¡Si supieras! No había nada que hacer, salvo cortar los hilos y dejarme llevar.

BOOK: El hombre del baobab
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