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Tres días después partieron de España sin avisar a casi nadie, sin planear demasiado, sin que ella estuviera muy segura de estar haciendo lo correcto. Empecinada en la absurda idea de encontrarse con Adrián, aun a riesgo de no localizarle, de que no estuviera allí, de que no tuviera el más mínimo deseo de verla o de saber que tenía una hermanita. Volaron hasta Miami y desde allí, en vez de saltar a Orlando lo hicieron a Oklahoma. Primero intentarían ver a Adrián, luego a la familia Disney. Cuando aterrizaron en Tulsa, Nadia, con el estómago encogido, quiso no tener que bajar del avión, poder regresar con la niña por donde habían venido. Se sintió presa de un necio pánico, tan estúpido como el que tenía a volar. Se sintió ridícula, osada, inconsciente, imbécil. ¿Qué hacían allí? ¡¿A quién se le podía ocurrir hacer una cosa así?! Sólo a ella, fue la única respuesta que encontró. Se alojaron en un hotel de tres estrellas cercano a la terminal, el Radisson Inn Tulsa Airport, e intentaron descansar, idear un modo de salir de aquel embrollo de forma digna. Llenas de curiosidad, con cierta ansiedad, las dos se preguntaban qué iría a pasar, cómo terminaría todo eso, si en aquel lado del mundo encontrarían a Adrián brillando en el cielo. Un olor a pan recién horneado inundó la habitación, aquello era un buen augurio, pensó Nadia.
Adrián abrió los ojos con la alborada. Madrugó con ganas. Se alzó, se duchó y se vistió sin esfuerzo. Tenía que entrar muy temprano en el simulador, le esperaba una prueba importante, tal vez la última. De ella dependía su calificación final. Desayunó afanoso oyendo las noticias, revisó el maletín de vuelo una vez más, y después se encaminó al aeropuerto seguro de sí mismo, impaciente ya por avanzar las palancas de gases y despegar. Pasó cinco agotadoras e intensas horas a los mandos de un 737-400. Luego, repasó con su instructor cada detalle, cada posible metedura de pata, analizando los datos y las gráficas de los vuelos que acababan de realizar. Lamentó una y otra vez los escasos fallos, cada pequeño y jodido error. Salió de la cabina aturdido, muy despistado. Pero en general, con la sensación de que la cosa había ido bien. No las tenía todas consigo esa mañana, desde que los recibiera, no podía quitarse de la cabeza los cuadernos de su padre muerto. Aquellas enigmáticas páginas que su madre le envió desde Madrid y que aún no se había atrevido a leer. Tampoco podía dejar de pensar en la carta que acababa de recibir de Nadia, la otra viuda de su padre. Ésa sí la había leído. Quería verle... Últimamente había pensado en ella con demasiada insistencia, sin saber bien por qué. Con frecuencia le venía Nadia a la cabeza. Muchas veces pensó dar él el primer paso, escribir una carta, o tal vez hacer una llamada. Pero nunca encontró el momento o el valor de hacerlo. También a él le remordía tanta distancia, le reconcomía tanto destierro por parte de los dos. Se quedó petrificado cuando averiguó que tenía una hermana de casi diez años. ¡Una hermana! Esa insólita novedad latía una y otra vez en su cabeza mientras intentaba centrarse en lo que hacía o en lo que acababa de hacer. Un aviso de fuego en un motor y un piloto muerto le habían metido en un buen aprieto. Estaba ya a pocas millas del campo, casi en la aproximación final, volaba a los mandos y ya había bajado la palanca del tren, y extendido casi por completo los
flaps.
Empezaban a repasar la penúltima lista de chequeo cuando, sin previo aviso, por sorpresa, el cabrón del profesor que hacía de segundo piloto, decidió sufrir un infarto. Algo que le incapacitaba totalmente para el vuelo. Estaba solo, toda la operación quedaba en sus manos. He muerto —le dijo de improviso—, es todo tuyo, sigue tú. Atrás, el examinador y otro instructor se preguntaron cómo reaccionaría el alumno ante una siniestra circunstancia que ni ellos esperaban. ¡Un maldito infarto!, tenía que haber previsto algo así, se lamentó. La fatalidad le pilló completamente desprevenido y, aunque estaba preparado para afrontarla, tal vez, no supo reaccionar como debía. Cortó de inmediato el combustible a la turbina en llamas y disparó los extintores. Ajustó la potencia del motor que le quedaba, intentó compensar cuanto antes la guiñada, centrarse en la cruz de instrumentos que tenía frente a sus narices, seguir volando, eso ante todo. Hizo lo necesario, eso creía. Pero la ansiedad precipitó alguna de sus decisiones. Quiso tocar tierra a toda costa, lo antes posible. Comprobó una vez más que las tres luces del tren estaban en verde, colocó la palanca en
full flap,
ajustó la velocidad de acuerdo al peso y la longitud de la pista y «se tiró» a por ella sin dudarlo. Planeó tal vez en exceso sobre el asfalto mientras una voz metálica cantaba la altitud que le separaba del suelo. En cualquier caso el aterrizaje fue correcto, algo largo y duro, pero correcto. Consiguió detener el aparato de forma eficiente y en una distancia aceptable, sin quemar los frenos, y abandonar la pista sin sufrir daños. Todo salió bien teniendo en cuenta las delicadas e inesperadas condiciones. Todo excepto un detalle importante. Nada más declararse la cadena de emergencias, como le amonestó su infartado instructor, debía haber frustrado de inmediato, abortar la maniobra de aterrizaje y tirar hacia el cielo aun con un solo motor. No arriesgarse a tomar tierra sometido a tanta tensión y desconcierto. «Motor al aire y ascender», eso hubiera sido lo mejor. Subir y tomarse tiempo para pensar. Informar al control de la situación, declarar la emergencia, y luego, con calma, una vez autorizado, intentar de nuevo el aterrizaje «ya sin riesgos», con una actitud bien distinta. Por fortuna, tras la reprimenda, el examinador le felicitó por la «sangre fría» y la eficacia que había demostrado. Al fin, escuchó de su exigente maestro un tranquilizador «excelente vuelo, Adrián», estás capacitado, enhorabuena. Aunque le recordó que hacer eso en un vuelo real, a su juicio, hubiera sido una temeridad, un riesgo innecesario, daba por superada con creces la prueba. Es muy fácil «cagarla», decidir en esas condiciones, tenlo siempre presente, concluyó. Adrián salió del aula algo abochornado, abrumado y confuso, feliz y completamente agotado. Llevaba en pie desde las cinco de la mañana y desde las seis dentro del simulador, ese sofisticado potro de tortura para pilotos. Ya era casi mediodía. No había dormido bien, estaba inquieto, como cuando uno tiene la certeza de que algo inevitable va a ocurrir, bueno o malo, de forma inminente. Tal vez fuera sólo eso, el haberla «cagado» una vez más, y justo cuando se estaba jugando el todo por el todo. Pero había salido bien. Le costaba asumir esa idea, había terminado y todo empezaba otra vez para él. Al menos como profesional del aire. El examen final estaba superado. Aún aturdido sacó de la máquina un sándwich vegetal y una Coca-Cola. En ese momento oyó su nombre por la megafonía. Tenía una llamada en la recepción. Levantó el auricular desperezándose con discreción, medio bostezando y de forma mecánica contestó «hola» en inglés, con una mezcla de curiosidad y pereza. Imaginó que podía ser su madre desde España, algún compañero, alguien de la administración de la escuela. Así que la sorpresa no pudo ser mayor cuando, al otro lado, escuchó una voz femenina dulce y familiar, que habló con un acento extraño, muy titubeante...
—Hello!... I want speak with mister Adrián Vaissé, please.
— Yes, I am...
—¿Adrián?, ¿eres tú?...
—Sí... —respondió, y después hubo un larguísimo silencio.
—Soy Nadia —dijo ella casi en un susurro.
—¿Quién? ¿Qué Nadia?..., ¿la Nadia de papá?, ¿nuestra Nadia?, ¡no me lo puedo creer! —dijo completamente atónito.
—¡Ay! Adrián... el pequeño Adrián, pero si tienes la voz de tu padre, es igualita, ¡joder! —exclamó Nadia emocionada.
—Nadia, Nadia... Pero ¿cómo estás?... Pero ¿cómo...? ¿dónde estás? Cuéntame...
—¿Cómo estás tú, bribonzuelo?... —Así solía llamarle su padre.
—Ahora mismo agotado pero bien, muy bien... Estudiando sin descanso y volando todas las horas que puedo... Llevo vida de monje, de monje alado... Cuánto tiempo, ¿no?...
—Demasiado..., dentro de poco hará diez años que no nos vemos o hablamos. ¡Qué barbaridad! No puedo imaginar cómo serás ahora, cuánto habrás cambiado.
—Seguro que tú sigues siendo la misma... No puedo imaginarte cumpliendo años... Las personas no envejecen en la imaginación...
—¡Menos mal!, menudo consuelo... —exclamó simpática e irónica—, pero los años pasan para todos... también para mí. Aunque no me conservo mal, no —bromeó aún con picardía.
—Te recuerdo bien, Nadia. Ahora mismo parece que fuera ayer la última vez que te vi... aunque fuera tan triste aquel día...
—A mí me pasa igual, qué locura, ¿no? Te recuerdo como un adolescente serio e introvertido. He llamado a un muchacho y me encuentro que responde todo un hombre... Por casualidad, ¿has recibido mi carta?
—Sí..., llegó ayer..., y ya era hora..., ¿no? —rió.
—Qué estúpida soy y qué impaciente, casi llego antes yo que la carta. Casi no te he dado tiempo a leerla...
—Sí la he leído..., la he leído... ¿Por qué has esperado tanto para hacerlo? —Algo en la pregunta de Adrián sonó a reproche—. ¿Cómo es eso de que tengo una hermana?
—¿Y tú?..., ¿por qué no lo has hecho tú?... —también había un tierno resentimiento en la respuesta de Nadia—. Es preciosa, si la vieras ahora mismo, está aquí a mi lado muerta de risa, pero no se atreve a ponerse, no me lo pidas...
—¿Paula?... Se llama así, ¿no?... Paulita. ¡Qué gracia! No imaginas qué curiosidad siento. Ni imaginas tampoco cuánto he deseado saber de ti, verte, hablar contigo. Sobre todo en los últimos meses... Es curioso que me hayas llamado. Será el resultado de una extraña premonición. Cuántas veces habré pensado ponerte unas palabras, mandarte al menos una postal con la foto de un precioso avión... Pero no he sabido hacerlo, perdóname... De verdad que lo siento...
—Tampoco yo he sabido hacerlo. No te disculpes. La culpa es mía, sólo mía. Tú eras sólo un niño cuando... —Nadia guardó un largo silencio—. Tendría tanto que contarte..., pero ¡qué digo!, no tendría, ¡tengo tanto que contarte!... y quiero hacerlo. ¡Muy pronto! —añadió con enigmático entusiasmo.
—Yo también quiero verte, conocer a Paula. ¿Qué le habrás contado de mí?
—No sé si seré capaz de encontrar las palabras, si sabré por dónde empezar... Pero debemos vernos, claro. Hay que hacerlo, ¡pero ya!... a lo mejor puede ser mucho antes de lo que imaginas...
—¡Ojalá!..., pero aún pasará algún tiempo antes de que regrese a España. Precisamente hoy..., bueno, se puede decir que hoy he terminado con esto, con la formación en la escuela. Pero me quedaré aún unos meses por aquí. Quiero irme a Nueva York. Y si encuentro trabajo..., pues... igual ni vuelvo, no lo sé. Pronto tendré todas las licencias en regla... Probaré. Ya soy piloto, Nadia, uno de verdad —sonrió burlón—, cuánto le habría gustado a papá saberlo...
—Qué impresión me causa oírte decir eso. Ése era su sueño, el tuyo, y ahí lo tienes. Cumplido. Quería que fueras piloto, como tu tío, como tu abuelo. Qué feliz me hace saber que lo has conseguido. Si tu padre pudiera verte ahora se sentiría tan orgulloso...
—Seguro que lo sabe, que me ve... De tanto en tanto me habla en sueños... Seguro que está que «se sale»...
—Claro. Se sentirá muy feliz por ti. Muy feliz, como yo... —dijo esto en un sollozo.
—Aún le hecho tanto de menos —se lamentó Adrián.
—Yo también, todos los días —suspiró Nadia.
—No hablemos de eso ahora, ¿vale? No nos pongamos trágicos. Eso le jodería...
—No, no hagamos tragedia... Y si... —dijo Nadia alargando la sílaba—, y si mejor... quedamos para... ¿cenar?..., ¿qué te parece?
—¿Cómo para cenar?..., ¿dónde estás?...
—Pues aquí al lado, aquí al lado, aunque no lo creas... en un hotel muy cerca del aeropuerto... en el Radisson. Está tan cerca que los aviones parece que van a aterrizar en la habitación cuando pasan frente a la ventana. Paula está encantada, pocas cosas le gustan más que esos aparatos infernales... —rió Nadia.
—Pero ¿estáis aquí?, ¿en Tulsa?... No me lo puedo creer. —Adrián se quedó sin más palabras y sintió un extraño vértigo al imaginarlo.
—Espera un momento —Adrián escuchó cómo Nadia pedía a alguien la dirección del albergue—, estamos en el 2201 de la North East Avenue... cerca de la autopista 44, me dicen...
—Joder, Nadia, ¿qué me dices?, pero si estás aquí al lado...
—Sí..., aquí al lado... Pensarás que estoy mal de la cabeza... pero tenía previsto hace mucho tiempo —mintió— traer a Paula a Disneylandia y... si he sido inoportuna, dímelo, de verdad... No te sientas obligado... Nosotras... Lo siento. Debería haberte avisado, haberte advertido, haber esperado unos días..., darte tiempo para hacerte a la idea. A lo mejor no tienes la más mínima gana de que nadie te moleste.
—¿Cómo puedes pensar que sois una molestia?... Ahora mismo voy a veros..., si os apetece, claro... —ironizó.
—¿Quieres conocer por fin a tu hermano? —preguntó Nadia a su hija—. Dice que sí..., que le da mucha vergüenza... pero que quiere verte, ¡ya!... Aquí la tengo dando saltos..., ¿la oyes?
—¡Qué alegría, Nadia!, qué alegría tan grande me has dado... Verás, paso un momento por mi apartamento a ducharme y cambiarme de ropa, que estoy hecho un cerdo... y voy por vosotras. En menos de una hora nos vemos en la recepción del hotel..., ¿vale? De paso le compro alguna tontería a Paulita...
—No hace falta que le compres nada...
—Sí..., dile que le llevaré una enorme bolsa de chucherías americanas, que están buenísimas, y unos avioncitos, que aquí en la escuela venden unas maquetas preciosas... Bueno, no me entretengo más... Nos vemos en el Radisson, en una horita...
—Aquí te estaremos esperando...
—No me lo puedo creer... ¿Se parece la niña a papá?...
—Se parece a él, y a ti... No tardes...
—No, no tardaré... un beso...
—Otros dos para ti...
El día se puso gris y melancólico. Adrián llegó pronto al hotel, mucho antes de lo acordado. Cuando las vio se volvió de piedra, y así, petrificado, se entretuvo un buen rato en observarlas sin ser visto. Le esperaban en un saloncito recargado y vecino a la recepción, junto a una ventana, sentadas en un sofá rojo. La madre ojeaba una revista, un ejemplar atrasado de la revista
Elle,
la niña un cómic. Las dos parecían sacadas de una revista de moda, elegantes, pulcras, bellas, distinguidas. Nadia seguía siendo como la recordaba, tal vez más hermosa, más voluptuosa. Paula era una niña bellísima. Las dos llevaban el pelo recogido en un peinado muy similar. Él, a cambio del seductor uniforme, se había puesto unos vaqueros viejos, una descolorida camisa azul de cuadros un tanto horteras, sus roídas camperas, una vieja cazadora de cuero que un día fue de su padre. Sintió no haberse arreglado un poco más para la ocasión; al lado de ellas parecería un gañán. De repente le estremeció la idea de tenerlas allí enfrente, a pocos metros, de ir a encontrarse con ellas. Dio unos pasos difíciles de dar y se fue acercando a ellas sigiloso como un gato, con los lentos y almohadillados pasos que se suelen dar en los sueños. Paula fue la primera en divisarle. La expresión de su cara fue un poema, un precioso poema. Como movida por un resorte dio un respingo poniéndose en pie. Y se quedó así mirándole sonriente y azorada. Nadia levantó la vista y, con la indolencia que da la miopía, recorrió a Adrián de arriba abajo y de abajo arriba. Luego, también de un salto, se levantó y corrió hacia él. Paula fue tras ella sin saber bien qué hacer, cómo comportarse. Ellos se fundieron uno contra otro profundos y silenciosos. Adrián, mirando a su hermana por encima del hombro de Nadia, le guiñó un ojo. Le tendió la mano para que se acercara y la unió al abrazo con mimo. Se saludaron emocionados entre besos torpones y balbuceos, metidos de lleno en la tierna incomodidad de tan insospechado encuentro. Se sentaron los tres, Paula sobre las rodillas de Adrián, sin soltarse de su cuello. La pequeña lloraba lágrimas que no entendía y que buscaba reprimir. Nadia también lloró. Adrián supo consolarlas, calmarlas con su radiante sonrisa y sus bromas, que a las dos hicieron sonreír. Luego, ya más serenos los tres, más cómodos, decidieron ir a almorzar. Adrián las llevó a comer unos buenos filetes de vaca. La mejor carne que hayáis probado jamás, les prometió. Ninguna de las dos le quitó los ojos de encima mientras conducía hasta el restaurante. Paula y Nadia competían por hablar con Adrián, por contarle o hacerle preguntas, felices en la posibilidad y en el encuentro. Ninguno de los tres, en ningún momento, habló de Luis, ni siquiera lo mencionaron. Nadia y Adrián dejaron aflorar otros recuerdos, recuerdos olvidados, y fueron desenredando Cándidos enredos en la memoria. A los postres ya se habían resumido el uno al otro sus vidas, y él ya sabía casi todo de la de su hermana. Los sumarios se iban narrando con desordenada euforia, alternándose las voces, encajando como las primeras piezas de un puzle de un millón de piezas. Sus corazones se inflamaban en la avidez por contar, por indagar, en la rara dicha de estar juntos. Así pasaron la tarde, paseando por un inmenso y frondoso parque, tumbados en la hierba, jugando, a ratos pensando sin pensar demasiado. Al empezar a caer el sol, y ante la insistencia de Adrián, fueron a por sus equipajes al hotel, pagaron la cuenta y se trasladaron a su apartamento. Estaba cerca y era enorme, muy confortable. En ningún momento sintieron que fuera algo inoportuno, inapropiado. Allí estaréis mejor, tiene hasta un
jacuzzi,
les prometió. Ellas se instalarían en su habitación, él dormiría en el cuarto de invitados, no había discusión posible. Ya de anochecida, Paula y Nadia disfrutaron de un reconfortante baño de espuma y burbujitas. Después, ya en pijama, la niña tomó un vaso de leche con unas galletas y se acostó. Estaba agotada por las emociones y las caminatas, un poco pasada de vueltas. Aunque intentó resistir al sueño, seguir jugando y disfrutando, quedó pronto dormida. Adrián la llevó en brazos hasta la cama, la arropó con cariño y se arrodilló a su lado. Allí estuvo mirándola un buen rato, acariciándole las mejillas y el cabello mientras caía en el ensueño. La niña respiraba serena, sonriente, lánguida y bellísima, como un verdadero ángel. Reconoció en sus facciones la esencia de su padre, una sensación extraña. Llevaba algo de él, algo inconfundible, un rasgo inexplicable y certero. Tenía una hermana, era real, la tenía allí enfrente, estaba acariciándola... y sintió amarla de inmediato. Besó amoroso su frente y la abrigó de nuevo remetiendo bien el cobertor. Al salir de la habitación dejó la puerta entreabierta para que entrara algo de luz. Allí pasaron aquella inimaginable noche americana, su primera noche en casa de Adrián, la primera como dos adultos.